Los cazadores de Gor (6 page)

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Authors: John Norman

BOOK: Los cazadores de Gor
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Habíamos amarrado junto a una embarcación ligera como la nuestra, pero de clase media. Sus mástiles estaban pintados de amarillo. Era de Tyros.

El tipo de la embarcación se asomó por encima de la barandilla. Llevaba una gorra amarilla por encima de una oreja.

—He oído que sois de Tabor —dijo.

—Sí —contesté yo.

—Nosotros somos de Turia.

Sonreí. Turia es una ciudad muy al sur, por debajo del ecuador. Se halla en las tierras de los Pueblos del Carro. El agua de mar más cercana está a mil pasangs. Podría haber dicho igualmente que eran de Tor, que es una ciudad en un oasis, mucho más abajo y al este de Ar.

Rim, Thurnock y yo seguimos intentando abrirnos camino entre las gentes que se arremolinaban cerca del agua.

Había dejado en libertad a los dos esclavos que comprara a Sheera. Les di ropas con las que vestirse y dos tarskos de plata a cada uno. Pero me habían rogado permanecer a mi servicio y yo se lo había concedido.

—¿Cuánto te han pagado por las dos muchachas pantera? —le pregunté a Thurnock.

—Cuatro monedas de oro.

—Excelente —dije. Aquel era un magnífico precio, en aquella zona, por unas muchachas sin preparación. Por supuesto que eran unas bellezas.

Me acordé de la muchacha con la que me había topado antes. De nuevo volvió a cruzar por mi pensamiento la vaga imagen del costado de su cabeza mientras pasaba y el movimiento de su pelo. No conseguía saber qué es lo que estaba intentando recordar, suponiendo que hubiera algo.

Era casi mediodía.

—Regresemos a alguna taberna de paga cerca del barco —sugerí.

—Muy bien —dijo Thurnock.

Los tres dimos la vuelta.

Nos cruzamos con dos guerreros, que llevaban con orgullo sus ropajes rojos.

Probablemente eran mercenarios, pues su manera de hablar me pareció de Ar.

No llevaban la insignia de plata del Ubar. No eran del destacamento de Marlenus a quien yo creía ya en Laura, o en sus proximidades.

Sí, estaba impaciente por ponerme en camino. Deseaba llegar hasta Verna antes que Marlenus de Ar.

Esperaba tener éxito. Contaba con información precisa y exacta, gracias a Tana y Ela, cosa de la que probablemente Marlenus carecía.

—Tengo hambre —señaló Rim.

Estábamos pasando junto a una taberna de paga. En su interior, bailando encadenada, vimos a una esclava desnuda, menuda, de cuerpo maravilloso.

—Seguro que las tabernas de paga que quedan más cerca del barco —suguerí— están tan llenas como ésta.

Reímos y entramos en la taberna.

Me sentí de buen humor. Estaba seguro de que recuperaría a Talena y, por otra parte, Tana y Ela me habían dejado buenos beneficios. Utilizaríamos parte de lo producido por ellas para conseguirnos la comida.

Tomamos una mesa, una que quedaba poco a la vista, hacia la parte de atrás de la taberna de paga, pero desde la que podíamos ver con comodidad. La muchacha era ciertamente espléndida. Aparte de las cadenas, no llevaba nada más que su collar de esclava.

El tintineo de los cascabeles a mi izquierda me anunció la presencia de una joven, vestida de seda amarilla, junto a mí. Era morena y se arrodillo al llegar a mi lado, hasta donde nos encontrábamos sentados con las piernas cruzadas alrededor de la mesa.

—¿Paga, amos? —preguntó.

—Para tres —dije yo, eufórico—. Y trae pan y bosko, y uvas.

—Sí, amo.

La música era muy buena. Busqué con la mano la bolsa del dinero, para sacar un tarn de oro y echárselo a los músicos.

—¿Qué pasa? —preguntó Thurnock.

Alcé los cordones de los que tenía que haber colgado la bolsa. Miré a Rim y a Thurnock, y nos echamos a reír.

—Ha sido la muchacha —dije—, la de pelo negro con la que no he tropezado entre la gente.

Rim asintió con un gesto de cabeza.

Me sentía bastante sorprendido. Lo había hecho tan rápidamente, con tanta agilidad…

Hasta aquel momento no había notado lo ocurrido.

—Seguro —le dije a Thurnock— que tu bolsa está intacta.

Thurnock miró hacia abajo rápidamente. Sonrió.

—Sí, sigue aquí.

—Yo también tengo algo de dinero —apuntó Rim—, aunque no tanto como dos personas acomodadas como vosotros.

—Tengo las cuatro monedas de oro que hemos conseguido por la venta de las muchachas pantera —dijo Thurnock.

—Muy bien —dije yo—. Vamos a celebrarlo.

Eso hicimos.

A media comida, miré hacia arriba.

—¡Eso es! —exclamé, al tiempo que me echaba a reír.

De pronto había recordado aquello que hasta aquel momento no había sido más que una vaga impresión de algo visto sólo fugazmente.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Thurnock, con la boca llena de bosko.

—Acabo de acordarme de lo que me ha llamado la atención en la muchacha que se ha quedado con mi bolsa de dinero. Me acuerdo perfectamente.

—¿Qué es? —dijo Thurnock.

—Su oreja —afirmé—. Tenía una oreja mellada.

—Una ladrona —dijo Thurnock, tragándose un bocado de bosko y alargando la mano para coger la jarra de paga.

—Y muy hábil —señalé—, y muy hábil.

Y la verdad es que lo había sido. Siempre he sido admirador de quienes tiene habilidades especiales, sean del tipo que sean. Admiro la habilidad del curtidor con la aguja, la de las grandes manos del alfarero, la del vinatero con sus vinos, la de los guerreros con sus armas.

Miré hacia un lado. Allí, perdidos en el bullicio de la taberna, había dos hombres que, ignorando la música, estaban sentados a ambos lados de un tablero de cien cuadrados rojos y amarillos, jugando a Kaissa. Uno era un Jugador, un maestro que se gana la vida, aunque en general malamente, con el juego, jugando quizás por un par de pagas y el derecho a dormir en la taberna. El otro, sentado con las piernas cruzadas, era un gigante rubio de amplios hombros de Torvaldsland. Llevaba una chaqueta de piel algo dejada. Sus pies y piernas estaban envueltos en pieles atadas con cuerdas. Tenía su enorme hacha curva de doble hoja y largo mango detrás de él. Sobre el enorme cinturón de cuero con el que abrochaba la chaqueta, que de otra manera seguramente le hubiese llegado hasta las rodillas, tenía grabados los signos de la suerte del norte.

La muchacha que nos servía se arrodilló de nuevo junto a nosotros.

—¿Deseáis más, amos?

—¿Cómo te llamas? —preguntó Rim, tomando el cabello de la chica entre sus manos. Le volvió levemente la cabeza hacia un lado.

Ella le miró de reojo.

—Tendite, si le parece bien al amo.

Era un nombre turiano. Recordé que en una ocasión conocí a una muchacha que se llamaba igual.

—¿Desean más los amos? —preguntó.

Rim sonrió.

En aquel momento se oyeron los gritos de varios hombres, fuera, en la calle. Nos miramos los tres.

Thurnock dejó caer un tarsko de plata sobre la mesa.

También yo sentí curiosidad. Y Rim, miró a Tendite.

Ella hizo un movimiento como si fuera a salir corriendo. Rápidamente la tomó Rim por el pelo y tiró de ella, inclinada hacia delante, hacia una parte de la taberna en la que el techo era más bajo.

—Llave —pidió.

El propietario de le acercó corriendo con su delantal y le tendió una llave a Rim. Era la número seis. Rim la colocó entre sus labios y con las manos obligó a la muchacha a ponerse de rodillas con rudeza con la espalda contra la pared, le alzó las manos por encima de la cabeza e igualmente las inclinó hacia atrás para colocarlas dentro de unas anillas de esclava que colgaban de una cadena que a su vez estaba pasada por una gran argolla asegurada en la pared. Al acabar de hacer esto, tomó la llave, con la que sí se podían abrir las anillas de esclava que rodeaban las muñecas de la joven, y las dejó caer en la bolsa en la que también llevaba el dinero. Ella alzó los ojos hacia él llena de rabia. Lo que hizo Rim es la manera de reservar una muchacha para uno durante un cierto tiempo.

—Volveré dentro de poco —le dijo Rim.

Luego regresó para unirse a nosotros y salimos juntos de la taberna, para ver qué era lo que ocurría fuera. También muchos otros habían salido.

Oímos el sonido de tambores y el de flautas.

—¿Qué es lo que pasa? —le pregunté a un hombre.

—Se trata de una declaración judicial de esclavitud —me informó.

Junto a Rim y Thurnock, moviéndonos por entre la gente, conseguí atisbar algo.

Vi primero a la muchacha, andando a trompicones. Ya la habían desnudado y atado las manos a la espalda. Le habían atado algo que la empujaba desde atrás al cuello. Detrás suyo había una carreta de techo plano. La movían ocho esclavas vestidas con túnicas, colocadas de manera que cada dos estaban junto a una rueda y tiraban de ella. Utilizaban para hacerlo una especie de palanca situada debajo de la carreta y que salía del eje frontal de la misma. A ambos lados de la carreta, flanqueándola, iban los músicos, con sus tambores y sus flautas. Detrás, con los ropajes blancos, rematados en oro púrpura de los magistrados del comercio, llegaban cinco hombres. Eran los jueces.

Surgió una vara de la parte delantera de la carreta. Medía unos treinta centímetros. En el extremo tenía un cojín semicircular de piel, con una cadena corta. Habían empujado a la muchacha hacia atrás de manera que su cuello quedaba sobre el cojín. Además habían atado la cadena para que ella quedase de pie, inmóvil, sin poder escapar. La vara, proyectándose hacia fuera de la carreta, aislaba a la muchacha, apartándola de otros seres humanos.

Los músicos tocaron con más fuerza.

De pronto, reconocí a aquella muchacha. Era la que me había robado el portamonedas, la muchacha pequeña y sensual con una oreja mellada. Supongo que no tuvo la misma suerte que conmigo aquella mañana. Yo sabía perfectamente que aquél era el castigo que se aplicaba a una mujer goreana la segunda vez que se la acusaba de robo.

Sobre aquella carreta, atado a un lado sobre una placa metálica, había un brasero del que sobresalían los mangos de dos hierros, blancos a causa del calor. Había asimismo un aparato para marcar, del estilo de los utilizados en Tyros. No pude evitar pensar que aquel era otro de los detalles culturales que caracterizaban al puerto de Lydius.

La carreta se detuvo en la calle ancha, delante de los embarcaderos donde la gente pudiera arremolinarse a su alrededor.

Uno de los jueces ascendió por una escalera de madera situada en la parte trasera de la carreta hasta su superficie. Los otros jueces quedaron de pie en la calle, por debajo de él.

La muchacha tiró de la fibra de atar que le oprimía las muñecas. Movió el cuello y la cabeza.

—¿Se dignará la Dama Tina de Lydius a mirarme? —preguntó el juez, usando los tonos de cortesía y la terminología con que son tratadas las mujeres goreanas libres.

Miré enseguida a Rim y Thurnock.

—¡Tina! —exclamé.

Sonrieron.

—Debe de ser la misma —dijo Rim— que drogó a Arn y le dejó sin oro.

La muchacha se volvió en la cadena y el cuero que la sujetaban, para mirar al juez.

—Has sido juzgada y declarada culpable de robo —comenzó el juez.

—¡Me robó dos monedas de oro! —gritó un hombre en ese momento.

—¡Y a nosotros hoy nos ha costado un ahn atraparla! —dijo otro riendo.

El juez hizo caso omiso de los comentarios.

—Has sido juzgada y declarada culpable de robo por segunda vez —dijo.

Los ojos de la muchacha testimoniaban su espanto.

—Por ello es ahora mi deber, Dama Tina, ejecutar la sentencia y otorgar la pena a la que has sido condenada. ¿Lo entiendes?

—Sí, magistrado.

—¿Estás preparada ahora, Dama Tina de Lydius, para oír la sentencia?

—Sí, magistrado.

—Por lo tanto, yo te sentencio, Dama Tina de Lydius, a la esclavitud.

La multitud lanzó un grito de placer. La muchacha bajó la cabeza. La habían sentenciado.

—Traedla hasta aquí —dijo el juez, refiriéndose al lugar en el que estaban los hierros con que habría de ser marcada.

El hombre que conducía la carreta fue quien se acercó hasta la muchacha. Soltó la cadena y sujetándola por el brazo, mientras ella seguía con las manos atadas a la espalda, la condujo hasta la parte de atrás de la carreta y le hizo subir la escalera. Ella se quedó en pie junto al juez, descalza, sobre la carreta. Tenía la cabeza agachada.

—Dama Tina —pidió el juez—, acércate al fuego.

Sin decir nada, ella fue hacia allí y se detuvo de espaldas al fuego.

El hombre que la había hecho subir se arrodilló frente a ella y colocó argollas metálicas alrededor de sus tobillos.

A continuación le soltó las muñecas.

—Coloca las manos por encima de tu cabeza —le dijo. Ella obedeció—. Échate hacia atrás —le indicó, mientras la sujetaba y ayudaba a hacerlo. La muchacha quedó tendida sobre un armazón de hierro. Él tomó sus muñecas y tiró de sus brazos hasta ponerlos casi rectos. Entonces cerró las muñecas de la joven dentro de unas anillas metálicas parecidas a las que llevaba en los tobillos pero más pequeñas. Por último hizo girar unos tornillos que apretaban unas bandas. La muchacha quedó totalmente inmóvil. Podían marcarla en el muslo izquierdo o en el derecho y me fijé en que entre las bandas quedaba espacio suficiente como para apretar el hierro con comodidad. Podrían marcarla a la perfección.

El hombre se puso unos guantes gruesos y retiró uno de los hierros del brasero. En su punta se dibujaba una pequeña figura. Era la primera letra, en el alfabeto goreano, de la palabra Kajira.

El juez miró por encima del hombro a la Dama tina de Lydius. Ella, atada, desnuda, alzó los ojos para mirarle vestido con sus ropajes blancos, bordados en dorado y púrpura. Estaba desesperada.

—Marca a la Dama Tina de Lydius —dijo—. Márcala como esclava.

A continuación dio media vuelta y abandonó la plataforma.

La muchacha lanzó un grito terrible.

Hubo un mar de exclamaciones y comentarios entre la multitud.

El hombre soltó a la joven de golpe, casi con brutalidad, y la puso de pie. El pelo le cubría el rostro. Estaba llorando.

La enorme mano del hombre sujetaba firmemente el brazo de la muchacha.

—¡Aquí tengo una esclava sin nombre! —gritó—. ¿Cuánto me ofrecéis por ella?

—Catorce monedas de cobre —dijo un hombre.

—¡Dieciséis! —gritó otro.

Descubrí entre la gente dos hombres de mi barco. Les hice señas para que se unieran a nosotros tres. Se abrieron camino entre la gente.

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