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Authors: John Norman

Los cazadores de Gor (2 page)

BOOK: Los cazadores de Gor
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—¿Y qué me dices de Telima? —preguntó Samos.

—Lo entenderá —le dije yo.

—Me han informado de que esta tarde, después de que saliste de tu casa, ha regresado a los pantanos.

Me levanté rápidamente.

Estaba aturdido. Todo daba vueltas a mi alrededor.

—¿Qué esperabas que hiciese? —preguntó Samos.

—¿Por qué no me lo habías dicho? —grité.

—¿Y qué hubieras hecho de haberlo sabido? ¿La habrías encadenado con una argolla de esclava a tu lecho?

Le miré lleno de rabia.

—Es una mujer que tiene su orgullo y su nobleza —añadió Samos.

—La quiero…

—En ese caso, ve a las marismas y búscala.

—Tengo… Tengo que dirigirme a los bosques del norte —balbucí.

—Constructor a Escriba Ubar —dijo Samos, moviendo una pieza de madera de cierto tamaño hacia mí.

Miré al tablero. Tendría que defender mi Piedra del Hogar.

—Tienes que elegir entre las dos.

¡Me sentí lleno de rabia! Di algunos pasos por la estancia iluminada por la antorcha. Golpeé con fuerza las piedras de la pared. ¿Es que Telima no podía entenderlo? ¿No podía entender lo que yo tenía que hacer? Yo había trabajado con todo mi esfuerzo en Puerto Kar para construir la casa de Bosko. Había conseguido una alta posición en aquella ciudad. ¡La silla curul que acompañaba mi mesa era de las más respetadas y envidiadas de todo Gor! ¡Con el honor que representaba ser la mujer de Bosko, mercader y almirante! ¡Y sin embargo, ella le había vuelto la espalda a todo! ¡Me había ofendido! ¡Se había atrevido a ofenderme! Las marismas no tenían nada que ofrecerle. ¿Acaso estaba dispuesta a rechazar el oro, las piedras preciosas, las sedas y la plata, las monedas que desbordaban los arcones, los vinos selectos, los sirvientes y los esclavos, la seguridad de la casa de Bosko para preferir la libertas solitaria y el silencio de las marismas de sal del amplio delta del Vosk?

¿Esperaba que saliera corriendo tras ella, rogándole desconsolado que regresase, mientras Talena, que había sido mi compañera, se hallaba encadenada como esclava en los crueles bosques del norte? Sus trucos no iban a servirle de nada.

¡Que se quedase allí hasta que tuviera bastante y entonces volvería arrastrándose hasta los portales de la casa de Bosko, sollozando y arañando la puerta como un pequeño eslín doméstico, para que la admitiese de nuevo en casa!

Pero yo sabía que Telima no iba a regresar.

Me eché a llorar.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Samos sin levantar la vista del tablero.

—Por la mañana salgo hacia los bosques del norte.

—Tersites —dijo Samos sin levantar la vista— está construyendo un barco preparado para navegar más allá de los límites del mundo.

—Ya no sirvo a los Reyes Sacerdotes —le contesté.

Limpié mis ojos con la manga de mi túnica de lana. Regresé para ponerme en pie frente al tablero.

Mi Piedra del Hogar estaba amenazada.

Sin embargo, me sentía fuerte y capaz de resistir. Llevaba mi espada conmigo. Yo era Bosko. Había sido uno de los guerreros.

—Piedra del Hogar a Tarnsman Ubar uno —le anuncié.

Samos movió la pieza por mí.

Señalé con la cabeza hacia el esclavo desnudo que estaba encadenado, flanqueado por los guardas.

—¿Es éste el esclavo? —le pregunté a Samos.

—Acercadlo —ordenó Samos.

Los dos guardas, sin quitarse los cascos, lo pusieron en pie y lo condujeron hasta donde nos encontrábamos nosotros, medio arrastrándole, medio acompañándole, mientras la sujetaban por los brazos. Le obligaron a ponerse de rodillas y empujaron su oscura e hirsuta cabellera sobre las baldosas, a nuestros pies.

La esclava se echó a reír.

Cuando el guarda retiró la mano de cabello del esclavo, éste se enderezó y nos miró directamente.

Parecía orgulloso. Fue algo que me agradó.

—Tienes un barbero poco corriente —dijo Samos.

La franja que habían afeitado en su cabeza señalaba que había sido capturado, y vendido, por mujeres pantera de los bosques del norte. El haber sido hecho esclavo por mujeres que, al cansarse de él, lo habían vendido, consiguiendo así un beneficio a su costa, era una de las mayores vergüenzas que un hombre podía conocer.

—Dicen que sólo los enclenques —dijo Samos—, los estúpidos y los hombres que merecen ser esclavos, caen en manos de esas mujeres.

Los brillantes ojos del joven se clavaron en Samos. Pude notar que apretaba de nuevo los puños, atados a su espalda.

—Yo fui en otro tiempo esclavo de una mujer —le dije.

El hombre me miró sorprendido.

—¿Qué crees que hay que hacer contigo? —le preguntó Samos.

Me fijé en el collar de metal colocado alrededor de la garganta del hombre y que había sido martilleado, algo bastante frecuente en un esclavo. Le habrían colocado la cabeza sobre un yunque para curvar el metal alrededor de su cuello a base de golpes.

—Lo que deseéis —dijo, arrodillándose frente a nosotros.

—¿Cómo fuiste hecho esclavo? —pregunté.

—Como podéis ver, caí en manos de mujeres.

—¿Cómo ocurrió?

—Cayeron sobre mí cuando dormía. Me desperté al sentir un cuchillo en mi garganta. Me habían encadenado. Se divirtieron cuanto quisieron. Cuando se hartaron de mí, me cogieron, colocaron una tira de cuero alrededor de mi cuello y me maniataron, y me llevaron a una playa solitaria, cerca de Thassa, en el borde oeste de los bosques.

—Es un punto de encuentro muy conocido —dijo Samos—. Allí fue donde uno de mis barcos lo recogió junto a otros. —Miró al hombre—. ¿Te acuerdas de tu precio?

—Dos cuchillos de acero y cincuenta puntas de flechas, también de acero.

—Y catorce libras de caramelos duros, de las cocinas de Ar —sonrió Samos.

—¿Qué destino te espera?

—Sin duda ser un esclavo de galeras.

Los grandes mercaderes de galeras de Puerto Kar y Cos y Tyros y de otros lugares con poderío en el mar, utilizaban pobres desgraciados como aquél, alimentándolos a base de caldo de guisantes y pan negro, manteniéndolos encadenados en los puestos desde los que remaban, bajo el látigo de los amos, midiendo el paso del tiempo por el ritmo de las comidas y los golpes y los remos.

—¿Qué hacías en los bosques del norte? —le pregunté.

—Soy un proscrito.

—Eres un esclavo —le recordó Samos.

—Sí, soy un esclavo.

La esclava, cubierta con el breve trozo de seda, seguía de pie sosteniendo la jarra de bronce con el paga, de manera que miraba al esclavo desde una posición de superioridad.

—Pocos viajeros atraviesan los bosques del norte —remarqué.

—Por lo general —dijo— me dedicaba al pillaje fuera de los bosques —miró a la muchacha—. A veces robaba dentro de ellos.

La esclava se sonrojó.

—Cuando fui capturado —prosiguió mirando a Samos de nuevo—, estaba intentando conseguirme una esclava.

Samos sonrió.

—Creí que era yo el que estaba cazando mujeres —dijo él—, pero eran ellas las que estaban tratando de atraparme a mí.

La muchacha se echó a reír.

Él bajó los ojos enojado.

Luego alzó la cabeza.

—¿Cuándo seré enviado a galeras? —preguntó.

—Eres fuerte y atractivo —dijo Samos—, espero que una mujer rica se anime a pagar un buen precio por ti.

El hombre lanzó un grito de rabia, intentando ponerse en pie y luchando con sus cadenas. Los guardas, sujetándole por el pelo, le obligaron a ponerse de nuevo de rodillas.

Samos se volvió hacia la muchacha.

—¿Qué debería hacerse con él? —le preguntó.

—¡Venderlo a una mujer! —rió ella.

El hombre se revolvió entre las cadenas.

—¿Conoces bien los bosques del norte? —le pregunté.

—¿Qué hombre conoce bien los bosques del norte? —preguntó a su vez.

Le miré.

—Puedo vivir en el bosque —dijo él—. Y conozco cientos de pasangs cuadrados al norte y al oeste del bosque.

—¿Y dices que te capturó un grupo de mujeres pantera?

—Sí.

—¿Cómo se llamaba la que dirigía el grupo?

—Verna.

Samos me miró. Me sentí satisfecho.

—Eres libre —le dije al hombre. Me volví hacia los guardas—. Retirad las cadenas.

Los guardas tomaron una llave y se inclinaros sobre las esposas que sujetaban las muñecas del joven. Abrieron también los grilletes que atenazaban sus tobillos.

Parecía sorprendido.

La esclava se había quedado sin habla y tenía los ojos muy abiertos. Dio un paso hacia atrás, cogiendo fuerte las dos asas de la jarra de paga. Sacudió la cabeza.

Saqué una bolsa con monedas de oro. Le tendí cinco a Samos, con lo que el hombre pasó a ser de mi propiedad.

Se quedó de pie frente a nosotros, sin cadenas. Se frotó las muñecas. Me miró con extrañeza.

—Yo soy Bosko de Puerto Kar. Eres libre. A partir de este momento eres dueño de tus acciones y tus movimientos. Mañana por la mañana partiré hacia los bosques del norte. Si te parece bien, espérame en mi casa, cerca de la puerta del gran canal.

—Sí, Capitán —respondió él.

—Samos —dije yo—, ¿puedo rogarte la amabilidad de hospedar en tu casa a este hombre?

Samos asintió con un gesto de cabeza.

—Necesitará comida, ropas y cuantas armas elija, una habitación, bebida. Y también un baño templado y aceites.

Me volví hacia el hombre.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté. Volvía a tener un nombre puesto que era libre.

—Rim —dijo lleno de orgullo.

No le pregunté su ciudad, dado que era un proscrito. Los proscritos no se toman la molestia de mencionar su ciudad.

La esclava había retrocedido unos cuantos pasos. Estaba asustada.

—¡No te vayas! —le dije ásperamente. Se detuvo.

Tenía un aspecto muy hermoso con aquella breve seda que la cubría. Me fijé en los cascabeles atados a su tobillo izquierdo. Era delgada, de cabello y ojos oscuros. Tenía los ojos muy abiertos. Sus atractivas piernas quedaban enteramente al descubierto dada la brevedad de lo que llevaba puesto.

—¿Cuánto quieres por ella? —le pregunté a Samos.

—Cuatro monedas de oro.

—La compro —respondí, al tiempo que colocaba las monedas en la mano de Samos.

Ella me miró horrorizada.

Uno de los guardas le trajo una túnica a Rim. Abrochó la enorme hebilla del amplio cinturón y sacudió su cabello negro.

Miró a la muchacha.

La esclava fijó sus ojos en mí, suplicante.

La mirada que le devolví fue dura, goreana. La joven sacudió la cabeza, temblando.

Señalé a Rim con la cabeza.

—Eres suya —le anuncié a la esclava.

—¡No! ¡No! —exclamó, y se tendió a mis pies, sollozando y colocó su cabeza sobre mis sandalias—. ¡Por favor, amo! ¡Por favor!

Cuando levantó la cabeza, vio mis ojos y leyó en ellos la inflexibilidad de un hombre goreano.

—¿Cómo se llama? —le pregunté a Samos.

—Tomará cualquier nombre que yo le dé —dijo Rim.

—¿En qué habitación hemos de alojar a este hombre? —preguntó uno de los guardas.

—Llevadle a una de las habitaciones que destinamos a los mercaderes de esclavos de importancia que llegan de ciudades distantes.

—¿En la habitación Toriana?

Samos asintió con un gesto de cabeza. Tor es una opulenta ciudad del desierto, muy famosa por su esplendor, sus comodidades y sus placeres.

Rim puso a la muchacha de pie sujetándola por el cabello, al tiempo que le hacía girar la cabeza y doblar el cuerpo.

—Ve a la habitación Toriana —le dijo— y prepárame un baño, comida y bebida, y reúne cuanto pueda hacerte falta, cascabeles y productos de cosmética y cosas por el estilo, para complacer mis sentidos.

—Sí, amo —respondió ella.

Él la forzó a girar la cabeza todavía más y ella gimió por el dolor que le producía tener la espalda en aquella postura.

—¿Deseas que me someta a ti ahora mismo? —le suplicó la muchacha.

—Hazlo.

La esclava se arrodilló ante él y alzó la cabeza para mirarle.

—¿Puedo suplicar un nombre? —preguntó ella.

La miró.

—Cara —fue su respuesta.

Se puso de pie y, llorando, salió de la estancia.

—Capitán —dijo Rim mirándole—, gracias por la muchacha.

Le contesté tan sólo con un gesto de cabeza.

—Y ahora, noble Samos —dijo Rim con cierto descaro—, te agradecería que hicieses venir a alguna de las personas que trabajan para tu casa, un metalista si es posible, para que retire la argolla de mi cuello.

Samos accedió.

—Además —dijo Rim—, agradecería que me dieras la llave del collar de Cara para poder quitárselo y ponerle otro.

—Muy bien. ¿Qué habrá que inscribir en él?

—Digamos algo como
«Soy la esclava Cara. Pertenezco a Rim, el proscrito»
.

—Muy bien —dijo Samos.

—Y también, antes de retirarme a mis aposentos, agradecería que se me facilitase una espada, con vaina, un cuchillo y un arco, el grande, con flechas.

—¿Has sido alguna vez de los guerreros? —inquirí.

Me sonrió.

—Tal vez —repuso.

Le lancé la bolsa de cuero de la que había extraído las monedas con que comprar la esclava y pagar su libertas.

La cogió, sonrió y se la lanzó a Samos, que a su vez la atrapó.

Rim dio media vuelta.

—Llévame a vuestra armería —le dijo a una de los guardas—. Necesito armas.

Se alejó siguiendo a los guardas, sin mirar atrás.

Samos sopesó el oro que había en la bolsa.

—Paga generosamente su alojamiento —comentó.

Me encogí de hombros.

—La generosidad es una prerrogativa de los hombres libres.

El oro no había significado nada para Rim, lo que me hizo sospechar que bien podía haber sido miembro de los guerreros tiempo atrás.

Samos y yo miramos hacia el tablero de juego, con sus cien cuadrados amarillos y rojos y las pesadas piezas talladas.

—Ubar a Ubar nueve —dijo Samos. Luego me miró.

Lo había planeado bien.

—Ubar a Ubar dos —le dije, y di media vuelta, haciendo volar el borde de mi túnica y me dirigí hacia el portal don la idea de salir de allí.

Al llegar al amplio dintel de bronce del portal, me volví.

Samos seguía de pie detrás del tablero. Me miró e hizo un gesto amplio con ambas manos.

—La partida es tuya —me dijo.

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