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Authors: John Norman

Los cazadores de Gor (7 page)

BOOK: Los cazadores de Gor
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—¡Veinte monedas de cobre! —gritó un curtidor.

Noté que los jueces se habían marchado. También los músicos. Las esclavas que tiraban de la carreta permanecían quietas, observando a la gente.

La muchacha, desnuda, estaba de pie en la plataforma con el brazo en el puño del hombre que la sujetaba. El cabello todavía le cubría el rostro. Pero sus lágrimas no eran ahora más que manchas sobre su cuerpo. Tenía la boca entreabierta. Parecía insensible. Era como si no alcanzase a comprender que la estaban vendiendo al mejor postor. Con toda seguridad debía de tener un dolor lacerante en el muslo. Y, sin embargo, de todo su cuerpo, sólo sus ojos, apagados, acerados por el dolor, denotaban que había sido marcada. Luego, de pronto, lanzó la cabeza hacia atrás dando un grito y trató de soltarse. Pero él la hizo ponerse de rodillas de un golpe, inclinada hacia adelante, con la cabeza entre las manos, llorando desconsoladamente. Por fin comprendía, completamente, que la estaban vendiendo.

Miré a mi alrededor. Me di cuenta de que debía de haber unos doscientos hombres allí, y mujeres y niños también. Vi otros cuatro o cinco hombres más de mi tripulación. Y a muchos otros de otros barcos.

—¡Déjanos verla! —gritó un comerciante.

El hombre se agachó y tomándola por el pelo la hizo ponerse en pie. Tiró de ella para que se arquease hacia atrás y toda su belleza quedase expuesta ante la multitud.

—¡Deja que los hombres te vean! —rió él.

Era ciertamente bella.

—Un tarsko de plata —grité.

Se produjo un silencio en la multitud.

No era un mal precio por una muchacha como aquélla.

Rim y Thurnock me miraron sorprendidos.

Yo sabía que aquella muchacha era hábil. Tenía unas manos diestras. Pensé que quizás pudiera encontrar algo para lo que me fuera útil. Por otra parte ella había drogado y robado a Arn, el proscrito. Imaginé que él podría alegrarse de poseerla. Tal vez el propio Arn fuera a serme de ayuda en mi búsqueda de Talena.

—Me ofrecen un tarsko de plata —gritó el hombre—. ¡Un tarsko de plata! ¿Alguien da más? ¿Alguien da más? ¡Vendida al capitán!

Era mía.

—Thurnock —dije—, dale el tarsko de plata.

—Sí, Capitán —dijo Thurnock. La multitud comenzó a disgregarse.

—¡Esperad! —les dije a dos de mis hombres.

Mientras Thurnock hacía bajar a la muchacha las escaleras de la carreta, las que habían llevado la carreta hasta allí la golpearon y escupieron.

—¡Esclava! —le gritaron—. ¡Esclava!

Thurnock dejó a la muchacha frente a mí. Me miró como sin verme.

Me volví hacia uno de mis marineros.

—Llévatela y encadénala en la primera bodega —le dije.

—Sí, Capitán —respondió.

Comenzó a caminar sujetándola por el brazo. De pronto ella se detuvoy miró hacia atrás por encima del hombro.

—¿Tú? —dijo—. Esta mañana…

—Sí —respondí. Me alegré de que me hubiese reconocido.

Dejó caer la cabeza hacia delante y también su cabello cayó en la misma dirección. Luego la alejaron de mí, hacia el
Tesephone
.

—Bien —les dije a Rim y a Thurnock—: ¿Os parece que regresemos a la taberna de paga?

Rim levantó su llave. La número seis.

—Tendite estará esperándome —mencionó.

—Yo —dijo Thurnock— tengo ideas acerca de esa bailarina. Es jugosa y pequeña como un tabuk, diría yo, ¿no os parece?

—Ya lo creo —aseguró Rim.

—¿Cuánto creéis que pueden pedir por disfrutar de su piel una hora?

—¿Quizás dos monedas de cobre —sugerí. Las demás muchachas, las que eran como Tendite, estaban incluidas en el precio de una copa de paga.

—Vámonos a la taberna —dijo Thurnock, relamiéndose.

Fuimos a la taberna juntos. Era algo después de mediodía, y ya habría tiempo luego para comenzar a adquirir lo que nos hiciera falta.

No deseaba negarle a Rim su deliciosa Tendite, ni a Thurnock su ahn con la exquisita muchacha que había bailado encadenada delante nuestro.

Por mi parte, esperaba darme por satisfecho con una copa de paga.

Pero en la taberna encontré mucho más de lo que yo esperaba.

4. BREVE REENCUENTRO

Rim se reunió con Tendite.

Ella le miró, arrodillada en la oscuridad junto al muro, con las manos esposadas por encima de la cabeza.

—Gracias por esperarme —dijo Rim.

La soltó y ella le precedió por entre las mesas. Al pasar junto al propietario, que estaba detrás del mostrador salpicado de paga con el delantal puesto, Rim le lanzó la llave. La muchacha ascendió por la estrecha escalera de hierro que conducía a la habitación número seis. Rim la siguió.

Thurnock comenzó entonces a negociar con el propietario. Un poco antes yo le había pedido algunas monedas que había colocado en mi túnica. No quería sentirme incómodo por no tener dinero para una copa de paga. Aquellas monedas provenían de lo obtenido por Tana y Ela. El propietario salió de detrás del mostrador y Thurnock comenzó a dar vueltas impaciente. Al cabo de unos instantes, vi a la menuda danzarina, llevando seda de placer, salir corriendo desde la cocina en dirección al cuarto número ocho. Thurnock salió disparado detrás de ella y le vi correr con fuerza la cortina detrás suyo.

Miré a mi alrededor.

Allí estaban los hombres sentados a las mesas y las muchachas, adornadas con cascabeles y vestidas con sedas amarillas, que los atendían.

El propietario había regresado detrás de su mostrador y estaba secando jarras para el paga.

A un lado, el Jugador y el tipo de Torvaldsland, con su hacha, todavía seguían jugando. Ni siquiera se habían apartado del tablero para investigar la conmoción producida un rato antes. Quizás ni se hubieran enterado de que ocurría algo en la calle.

Me sirvieron una copa de paga y la bebí despacio, esperando a Rim y a Thurnock.

Me sentía contento. Las cosas estaban saliendo bien.

Fue entonces cuando la vi.

Salía por la puerta de la cocina, vestida con la seda amarilla transparente de las esclavas, con una tira de cascabeles alrededor de su tobillo izquierdo. Sin ninguna duda regresaba a la zona en la que se atendía al público después del descanso que suele concederse a las esclavas para que se refresquen un poco. No la había visto antes. Llevaba una jarra de paga. Estaba descalza.

Me vio y se quedó sin aliento. Se llevó una mano a la boca. Dio media vuelta y corrió hacia la cocina.

Sonreí.

Hice sonar los dedos de mi mano para que el propietario se acercase a mi mesa.

Una de tus esclavas ha salido de la cocina y ha regresado a ella corriendo. Envíamela.

Esperé.

En cuestión de segundos, la muchacha llegó hasta mí, todavía con la jarra de paga.

—Paga —pedí.

Elizabeth Cardwell me sirvió paga.

Nos miramos el uno al otro sin hablar.

La recordaba bien. Recordaba bien a Elizabeth Cardwell. En el pasado habíamos significado mucho el uno para el otro. Juntos habíamos servido a los Reyes Sacerdotes. Para llevar a cabo aquellas misiones la había hecho correr muchos peligros. Luego, en las Sardar, decidí lo que debía de ser mejor para ella: que fuese devuelta a la Tierra. La librería de los peligros de Gor. Y en la Tierra ella podría contraer matrimonio. Allí estaría a salvo.

Pero se escapó de las Sardar una noche. Ubar de los Cielos, mi gran tarn de guerra, le permitió a ella, que no era más que una muchacha, ensillarlo, a pesar de que había matado a muchos hombres sólo por intentarlo.

Ubar de los Cielos, regresó cuatro días más tarde. Lleno de rabia lo alejé de las Sardar. No había vuelto a verlo.

Yo había decidido lo mejor para Elizabeth Cardwell, pero a ella no le había parecido bien aceptar mi decisión.

—Tarl —dijo la muchacha, en un susurro.

—Vete a la pared —contesté.

Dejó la jarra de paga y se irguió con ligereza. Admiré la belleza de su cuerpo bajo la seda. Fue hacia la pared, donde Tendite había estado encadenada.

Me dirigí al propietario.

—Llave —pedí, alargándole un discotarn de cobre.

Me dio la número diez.

A mi vez, me dirigí a la pared y le indiqué a la muchacha que debería arrodillarse frente al número diez. En aquel lugar había, como en los demás señalados por los números, una cadena no muy larga de cuyos extremos pendían sendas esposas abiertas con las que sujetar a las esclavas.

Alzó las manos sobre su cabeza y las inclinó algo hacia atrás, y yo encerré sus muñecas dentro de las esposas.

Me senté con las piernas cruzadas, frente a ella.

Sonrió.

—Tarl —susurró.

—Soy Bosko —afirmé.

—Parece que has dado conmigo.

—¿A dónde fuiste? —le pregunté.

—Me dirigí a los bosques del norte. Sabía que, a veces, las muchachas subsisten en ellos.

Bajó la cabeza.

—Así que llegaste al borde de los bosques —dije— y dejaste ir al tarn.

—Sí —respondió.

—¿Y entraste en los bosques?

—Sí —afirmó ella.

—¿Qué ocurrió?

—Viví en el bosque durante unos días, pero sobreviviendo apenas a base de bayas y nueces. Intenté poner trampas para cazar. Pero no conseguí nada. Entonces, una mañana, mientras estaba echada boca abajo junto a un riachuelo, bebiendo, levanté la cabeza y me vi rodeada por mujeres pantera. Eran once. ¡No puedes imaginar lo feliz que me sentí al verlas! Me parecieron tan fuertes, tan orgullosas… Y, además, iban armadas.

—¿Te permitieron integrarte en su grupo?

—No parecieron muy satisfechas conmigo.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Me dijeron que me quitara la ropa. Luego me ataron las manos a la espalda y me ataron una correa alrededor del cuello. Me llevaron hasta las orillas del Laurius, donde me ataron a un poste que había colocado sobre unas piedras, con las manos por encima de la cabeza. Me ataron las manos, el estómago y los tobillos al poste. Pasó una embarcación. Me vendieron por cien puntas de flecha. Me compró Sarpedon, el dueño de esta taberna, que en ocasiones recorre el río, para hacerse con muchachas de esa manera.

La miré.

—Hiciste una tontería —le dije.

—¿Qué ha sido de ti desde que nos separamos? —preguntó ella.

—Me he hecho rico —le dije.

—¿Qué me dices de los Reyes Sacerdotes?

—He dejado de servirles.

Me miró sorprendida.

—Me sirvo a mí mismo —afirmé—, y hago lo que deseo.

—Oh…

Luego alzó los ojos para mirarme.

—¿Estás enfadado porque huyese de las Sardar?

—No. Fue un acto valiente.

Me sonrió.

—Ahora ando buscando a Talena —le expliqué—. Espero encontrarla en los bosques verdes.

—¿Acaso ya no te acuerdas de mí?

—Busco a Talena —le dije.

Bajó la cabeza. Luego la alzó.

—Yo no quería que me enviasen de nuevo a la Tierra —dijo—. No me harñas volver ahora, ¿verdad?

—No —la tranquilicé—. No te devolveré a la Tierra.

—Gracias, Tarl —susurró.

Permanecimos en silencio durante unos segundos.

—¿Eres rico ahora? —preguntó.

—Sí —respondí.

—¿Lo bastante como para comprarme?

—Diez mil veces más rico que eso —respondí, y era verdad.

Se dejó ir, relajada, en las cadenas y sonrió.

—Tarl… —dijo.

—Bosko —la corregí ásperamente.

—Me gustaría oír mi nombre en tus labios una vez más —musitó—. Di mi nombre.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

Me miró desconcertada.

—Sabes quién soy. Seguro que me conoces.

—¿Quién eres?

—Elizabeth Cardwell. ¡Vella de Gor!

—¿Qué llevas puesto alrededor del tobillo izquierdo?

—Cascabeles de esclava.

Señalé el collar dorado que rodeaba su garganta.

—¿Y eso? —pregunté.

—Es el collar de Sarpedon —susurró—, mi amo.

Puse mi mano sobre el poco de seda que la cubría.

—¿Qué es esto? —inquirí.

—Seda de esclava —dijo bajito.

—¿Cómo te llamas? —volví a preguntar.

—Ya entiendo —respondió fríamente.

—¿Tu nombre?

—Tana.

Sonreí. Era el mismo nombre que el de una de las muchachas pantera vendidas por Thurnock aquella misma mañana. Es un nombre goreano bastante común, pero que tampoco es demasiado corriente. Parecía una curiosa coincidencia que ambas muchachas tuviesen el mismo nombre, que una hubiera sido vendida aquella mañana y que la otra se encontrase encadenada frente a mí.

—Te llamas Tana —le dije—. Y eso eres, sólo Tana, la esclava.

Admiré su belleza. En realidad no era otra cosa ahora, sólo una esclava en una taberna de paga en Lydius.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó.

—He pagado el precio de una copa de paga —le dije como respuesta.

5. NOS ADENTRAMOS EN EL RÍO

Habían transcurrido cuatro días desde nuestra llegada a la bahía de Lydius, cerca de la desembocadura del ancho y tortuoso río Laurius.

Habíamos conseguido provisiones y mis hombres habían descansado en tierra, en las tabernas de paga, y habían gozado de las placenteras distracciones que les ofrecía el puerto.

Me encontraba de pie junto a la escalerilla del barco.

Los escudos contra los urts, placas circulares utilizadas para evitar que los urts del puerto subieran al barco, seguían colocados, atados con cuerdas. Los urts que habíamos soltado en la segunda bodega, antes de atracar en Lydius, los que me habían ayudado a obtener información de Tana y Ela, fueron retirados la mañana siguiente a su utilización. Los capturaron Rim y Thurnock, sirviéndose de trampas y redes y de la luz de las lámparas de aceite de tharlarion. Fueron arrojados por la borda. Los vimos caer al agua, salir a flote y alejarse nadando en distintas direcciones. Siguiendo mis instrucciones, nadie les dijo a las muchachas, tana y Ela, que los urts habían desaparecido. De esa manera ellas pensaban que podían ser devueltas junto a ellos, en la segunda bodega, en cualquier momento. Se portaron bien.

Miré hacia la orilla y vi a Cara, hermosa con su breve túnica de esclava, el cabello recogido hacia atrás con una cinta. Tenía los pies manchados de barro. Había encontrado un talender, pequeña y delicada flor, junto a un charco embarrado. Lo había cogido y se lo había puesto en el cabello, para Rim. Había bajado a tierra para comprar unas barras de pan de Sa-Tarna. Para tales casos, las muchachas suelen llevar la moneda, o las monedas, en la boca, pues sus ropas no llevan bolsillos. A las esclavas no se les permiten bolsillos, bolsas o portamonedas como a las personas libres. El panadero le había atado el saco con el pan alrededor del cuello con un nudo de panadero, que le había colocado en la nuca. Se hace esto para que las muchachas no puedan deshacerlo. Incluso si le da la vuelta para colocar el nudo delante, tampoco puede verlo, pues le queda bajo la barbilla, y, así, tampoco puede deshacerlo. En el caso que lo lograra, no sería fácil que pudiera volver atarlo correctamente. Naturalmente, el saco no puede abrirse a menos que se deshaga el nudo. Cara se irguió con su talender en el pelo. Era muy hermosa. Me alegré por Rim. La flor que había colocado en su cabello era una confesión sin palabras, pues una esclava no osaría decirlo abiertamente, de que quería a su amo. Me había dado cuenta de que Rim, después de nuestra primera tarde en el puerto, no había frecuentado demasiado las tabernas de paga. Había pasado bastante tiempo a bordo, con Cara, su bella esclava.

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