Los cipreses creen en Dios (46 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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El maestro se quitó la brizna de los labios.

—¿Alguien quiere hacer alguna pregunta?

Uno de los alumnos levantó la mano.

—Yo, señor maestro. Quería saber… si usted considera que, a pesar de todas esas objeciones, hay algo de cierto. No en lo del bien y del mal, sino en lo primero que ha dicho, en lo de las creencias.

David contestó:

—¡Ah! Chicos… creer o no creer es una cuestión de fe, no una cuestión matemática.

—¿Por qué?

—Pues… porque hasta la fecha nada de lo sobrenatural se ha podido demostrar, y, por lo tanto, nada se sabe con certeza.

Otro alumno insistió:

—¿Qué es lo que no se ha podido demostrar?

David repuso:

—Ni siquiera lo primero: si fue verdaderamente un Ser omnipotente quien creó el universo, o bien si, como pretenden muchos científicos, Dios no existe y es la materia misma la que lleva en sí las leyes de evolución y continuidad.

—Eso es lo más importante, ¿no?

—¿Por qué lo dices?

—Pues, porque si Dios no existe todo se viene abajo.

—Exacto. Ya que en este caso Cristo tampoco era el hijo de Dios, y por lo tanto el primer Papa recibió unos poderes falsos, y todos sus sucesores y todo el culto y todos los templos se convierten en humo, en superstición.

—Entonces ¿si Dios existe todo queda perfectamente claro? —preguntó otro.

—Tampoco. En este caso falta saber si su hijo fue precisamente Cristo. Porque muchos otros apóstoles o profetas han pretendido serlo: Buda, Mahoma, etc. De ahí que cada religión pretende ser la verdadera.

—¿Y si el auténtico hijo de Dios fuera Cristo?

—En este caso —insistió David— todavía faltaría demostrar si cuando dijo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré Mi iglesia», y luego: «lo que tú atares en la tierra atado quedará en el cielo» dio verdaderamente carta blanca a Pedro para organizar dicha Iglesia como lo hizo. Todo esto ha sido motivo de grandes discusiones, pues ya sabéis que Cristo, lo mismo que todos aquellos que en aquel tiempo hablaban en público, para hacerse entender usaban metáforas y parábolas.

Hubo un momento de silencio. El mayor de los alumnos preguntó:

—¿Y lo del alma…?

David se rascó la cabeza.

—Es otro de los campos de batalla, pues no existen signos visibles de ella. Más bien las teorías modernas afirman que todo se desarrolla en el plano físico, incluso actos como el pensar.

—Entonces, si no hay alma, ¿dónde queda lo del cielo y el infierno?

—¡Ah! Eso entra de lleno en el terreno de lo fabuloso. —Luego añadió, abriendo los brazos—: ¡Lo cual no significa que no sea cierto!

Entonces el maestro se reclinó en el tronco de un árbol.

—Ahora pensaréis: ¿qué necesidad tiene el hombre de montar estos aparatos? ¿Veis…? Este aspecto es más delicado. En primer lugar, dondequiera que se han hallado vestigios de vida humana se han hallado pruebas de que adoraban a Algo. Esto prueba un hecho concreto: que existe en nosotros una tendencia a buscar lo Superior. Claro que el origen de ello puede radicar en el miedo que el hombre siente al enfrentarse con las fuerzas de la naturaleza.

—¿Y lo de la inmortalidad?

—Pues mira. La momificación, los objetos funerarios, las mismas estatuas, todo demuestra que también deseamos ser inmortales; aunque cabe decir que en realidad ya lo somos, pues al morir nuestra materia se transforma en otra: ceniza, gusanos, viento.

Viendo que nadie preguntaba nada, continuó:

—¿Ventajas que puede proporcionar la religión? Los católicos afirman no sólo que es el único medio eficaz para consolar al hombre, sino el único que existe capaz de frenar sus pasiones y de inspirar leyes que permitan establecer una sociedad justa.

Hubo un murmullo general.

—Naturalmente, las objeciones que se pueden presentar, las habréis adivinado. En primer lugar, es evidente que ha habido y hay personas sin religión que han frenado sus pasiones y han sido justas. Con más mérito por su parte, pues no esperaban premio eterno. Y en cuanto a inspirar leyes de justicia, parece algo exagerado atribuirse la exclusiva. En el fondo, todas las doctrinas tienden a ser justas y universales, empezando por el anarquismo y terminando por la Sociedad de Naciones. En realidad, en este terreno lo único que importa es la posibilidad de llevar la teoría a la práctica.

Uno de los alumnos preguntó:

—¿El Catolicismo ha sido un bien, o ha sido un mal?

David se separó del tronco del árbol. Señalando la tierra en el mapa planetario contestó:

—Históricamente encontramos, desde luego, varias influencias que hablan en su favor. Primero, propagó la doctrina de Cristo, lo cual constituyó un evidente progreso, aboliendo la esclavitud. También originó la creación de muchas órdenes religiosas que se han dedicado a la práctica del bien: como en Gerona las Hermanas de la Caridad, las Adoratrices, los Salesianos, etc. Creó misioneros que han ganado para la civilización muchas zonas distantes y difíciles —señaló Asia, América…— Y durante varios siglos los religiosos fueron los guardadores" de casi la totalidad del saber humano, en las Bibliotecas y Universidades…

—Así, pues, ¿la religión no es un atraso? —inquirió Santi, que llevaba la camisa completamente desabrochada.

—Pues… te diré. La católica —ya que de ella hablamos— ha obtenido conquistas indiscutibles. Como inspiradora del arte, por ejemplo, desde pequeña orfebrería hasta inmensas moles de piedra… Ha llegado incluso a convertir en arte montañas enteras, con monasterios o con capillas de Vía Crucis. Sin hablar de la música litúrgica —el gregoriano es muy sutil— de las campanas. Ha propagado incluso magníficos olores —como el del incienso—, aunque también los haya creado detestables, como el de la cera.

Los chicos parecían asombrados. Entonces David volvió a reclinarse en el tronco del árbol.

—Claro, aspectos negativos los hay… —prosiguió—. Más que positivos, supongo. El Catolicismo… Es curioso que todo sea tan complicado. Por ejemplo, si hay algo sagrado es la vida humana, ¿no? Pues la Iglesia no ha dudado en atravesar a la gente con espadas si le ha parecido necesario. Ya sabéis… la Inquisición, las Cruzadas. Todo lo cual es sorprendente si se piensa que su doctrina se basa en el amor y el perdón. Luego… hay otra cosa sagrada: cumplir una promesa. Pues bien, los Papas… Recuerdo que me impresionó mucho saber que hubo una época en que en Roma todos ellos tenían mujeres y que además… ¡En fin! parece que era gente bastante animada.

—¿Es cierto que tuvieron hijos? —preguntó uno de los chicos.

—Es un hecho histórico.

—De todos modos…

—Hay otro aspecto de la cuestión… —cortó David— que a mí me parece más negativo aún: el social. Parece ser que si se vendieran todos los tesoros que hay en el Vaticano, en España podríamos vivir varios años sin trabajar.

Hubo otro murmullo.

—Sin contar con lo de los obispados, claro…

—Pero… la religión exalta la pobreza, ¿no? —interrogó uno.

—¡Ah, desde luego! Ahí está. Por ejemplo: encíclicas y sermones. Todos aconsejando la justicia, la caridad. En cambio, en la práctica no sé lo que les pasa: siempre se han colocado al lado de los… Iba a decir de los ricos; pero no; es más preciso decir de los poderosos.

—¿Por qué cree usted que lo hacen, señor maestro?

—No sé… Porque son los que les pueden sostener, supongo. Aunque a mí me parece que a la larga salen perdiendo.

—¿Por qué?

—Porque, aparte los ricos, todo el mundo se va inhibiendo. Y desde luego cuando hay revolución el pueblo se levanta contra la Iglesia, ya lo veis.

El mayor de los chicos volvió a preguntar:

—¿Cree usted que si ahora hay revolución se quemarán iglesias y se matarán sacerdotes?

David hizo un gesto de ignorancia.

—Eso no lo sé. En todo caso, nosotros continuaremos cultivando nuestra huerta, ¿no os parece?

Todos sonrieron, echándose para atrás.

Santi inquirió:

—Señor maestro. Usted y Olga no creen en nada, ¿verdad?

David contestó:

—¡No! Nosotros, no. Nunca. Hay muchas cosas que… ¡en fin! que no vemos claras.

—¿Lo de los milagros?

—¡Oh! No es precisamente eso. De todos modos, que nosotros no creamos no quiere decir que no estemos equivocados…

Varios se rieron. Uno insinuó:

—¿Y de ser así…?

—¿Qué? —cortó David—. ¿El infierno?

—¡Uuuhhh…! —hizo Santi sorprendentemente animado.

—Basta. Nada de bromas. —David, dirigiéndose al interlocutor, repuso con dignidad—: Si nos hemos equivocado, ¡qué se le va a hacer! Ya somos mayorcitos, ¿no te parece?

Hubo un silencio.

—¿Veis? —añadió— el método es inteligente: «Si os equivocáis, castigo eterno». No hay mujer que resista a tal argumento.

El de las pecas levantó la mano.

—¡Señor maestro! ¿Me permite una cosa… que no es de la clase?

—A ver.

—¿Es cierto que el hermano de Ignacio es un santo?

La cosa cayó bien. Ignacio le miró con simpatía.

—Eres un imbécil —rió David—. Pero, en fin, estamos en familia.

Ignacio pidió, dirigiéndose al maestro y levantándose:

—¿Puedo yo contestar… aunque no sea de la clase?

—Desde luego.

—Pues creo que sí, Rafael, que mi hermano es un santo.

David inquirió, mirando el reloj:

—¿Tal vez un poco trágico…?

—No creas… —Ignacio añadió, reflexionando—. Depende, claro…

Entonces, por la cuesta, apareció Olga, con los menores. Cantaban algo entre los pinos; las faldas de las chicas revoloteaban.

—Basta por hoy.

—¡Ole, ole!

Capítulo XXII

Mientras en la Colonia de San Feliu Ignacio andaba pensando en cómo se las arreglaría para entrar en el baile del Casino, sin
smoking
—¡allí no había forma de entrar por vía marítima!—, en Gerona se sucedían pequeños acontecimientos.

Por de pronto, los anarquistas se habían apoderado de la Piscina, ante la decepción de Pilar y otras chicas que habían soñado en que se convertiría en un lugar más o menos elegante. Las hijas del Responsable ocupaban prácticamente el trono. Una llevaba un
maillot
azul, la otra amarillo y sus cuerpos eran sorprendentemente esculturales. Una serie de atletas pululaban a su alrededor. Ellas, sin perder la seriedad se pasaban la mitad del día en el agua o saltando desde el trampolín. El Responsable no iba nunca, consideraba que su edad era impropia de aquellas cosas.

Otro acontecimiento se desarrolló en el cerebro de un amigo de Matías Alvear: don Emilio Santos, Director de la Tabacalera. Don Emilio Santos estaba cansado de vivir solo. Así como el comandante Martínez de Soria tenía dos hijos estudiando en Valladolid, él los tenía estudiando en Madrid. El mayor preparaba oposiciones a Hacienda; el menor acababa de obtener el título de bachiller, con mejores notas aún que Ignacio. Era de la edad de éste y se llamaba Mateo. Don Emilio Santos le dijo a Matías: «Pues sí. He decidido traerme a Mateo para acá. También quiere estudiar abogado. Entonces alquilaremos un piso y por fin podré disfrutar también un poco de la vida de familia».

Don Emilio Santos era un hombre más sentimental de lo que su aspecto elegante podía dar a entender. Carmen Elgazu le quería mucho por su corrección. La blancura de sus pañuelos tenía fama. Era un gran aficionado al refranero español, del que decía que contenía en sí todo el sentido común acumulado por los hombres. Ahora vivía en una pensión humilde, en la que nunca tuvieron un huésped de su categoría. Llevaba reloj de bolsillo con cadena de plata. Pero era hombre sencillo. De sonrisa afable y peinado algo romántico. En realidad gozaba dando buenas noticias. Quería mucho a los Alvear y estaba seguro de que su hijo Mateo sería el gran amigo que a Ignacio le faltaba.

Por último, César había empezado a poner en práctica sus proyectos, los fáciles y los difíciles. Unas cosas le salieron a pedir de boca, otras le salieron mal. En el Museo no hubo contratiempo y mientras leía, sentado al fresco cerca de un ventanal, andaba pensando que Ignacio en San Feliu debía de pasar mucho más calor que él.

Más espectacular fue su entrada en la calle de la Barca. El patrón del Cocodrilo le recibió de tal suerte que quería meterle en el cuerpo un cuarto de litro de anís. César le decía: «¡No, no! En todo caso, si se empeña, déme una gaseosa». El patrón insistía en que ningún barbero que se apreciara tomaba gaseosa.

Al subir a casa del viejo Fermín se encontró con que éste había muerto. Su hija le halló un día sentado en la cama y sonriente, pero muerto. Ahora la mujer andaba liada con un limpiabotas, lo cual sumió a César en gran perplejidad.

En otras casas fue bien recibido. Y se veía que el verle tan crecido y tan hombre les inspiraba mayor confianza aún que en el año anterior. De modo que le mandaron sentar y charlaron con él. Y se lamentaban de la miseria y de las dificultades que pasaban. Varias mujeres parecieron olvidar que lo único que podía ofrecerles era una navaja y una maquinilla. Al verle tan fino suponían que tenía influencia. «A ver si consigue un empleo para el chico.» Le enseñaban avisos de multas que les habían impuesto, por no llevar placa en la bicicleta, por haber tirado basura al río. «¿No podría hacernos perdonar eso en el Ayuntamiento?» César se rascaba la cabeza. «Pues no sé, no sé… Hablaré con mi padre…» «¡Dios mío! —pensaba—. Si Julio quisiera, todo esto se lo arreglaba yo a esta gente.»

Sin embargo, en la mayoría de las visitas que hizo sintió que le recibieron con hostilidad. Algo había ocurrido que a la gente afeitarse o no afeitarse le importaba menos que antes. Debía de ser lo que decía Ignacio: el malestar político. Encontraba a los hombres sentados en el balcón en actitudes rumiantes. Algunos parecían exaltarse al ver un forastero en casa.

—Ah… ¿Viene para el viejo…? —le miraban de arriba abajo—. Oye, fíjate cómo estamos. —Le enseñaban la casa desmantelada—. A ver si hablas con tu organización, y nos echan una mano.

César no sabía qué decir, pues su Organización era él solo.

Una de las dos mujeres que le regalaron la bufanda parecía otro ser. Había envejecido increíblemente. En la casa había un hombre que en el año anterior no estaba. Ella le recibió cordialmente, pero él preguntó:

—¿Quién es ese crío?

—Pues… un chico. Un seminarista que da clases en el barrio. —La mujer añadió—: Haz el favor de respetarle.

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