Algunas personas acudieron a Comisaría para protestar contra estas sesiones: don Pedro Oriol, mosén Alberto. El Comisario dio a entender que no estaba facultado para impedirlas. Raimundo decía en la barbería: «Por lo menos en los toros hay arte». Mateo, que ahora siempre se afeitaba allí, asentía con la cabeza.
Pero la distracción de aquellos cerebros era ficticia. En el fondo los roía un gran malestar. A lo largo del día se entrecruzaban por las calles asqueados. En las conversaciones citaban a los Estados Unidos, de donde se aseguraba que los obreros parados iban en coche a cobrar el subsidio.
Un lugar había en que la crisis se hacía sentir terriblemente: el Banco de Ignacio. Cuando el muchacho se reintegró a su trabajo, se encontró con que su Sección de Impagados absorbía a dos empleados más que de ordinario. «Nadie paga, todo el mundo devuelve las letras.» Firmas solventes pedían: «Guarden las letras cinco días, ocho». El director preguntaba: «¿Dónde iremos a parar?» Cosme Vila leía sin cesar, entre los papeles. Y en el cajón tenía un retrato de Vasiliev. Cada vez que lo abría para escribir una carta a otro Banco o a una empresa burguesa, veía a Vasiliev con su poderosa cabeza. Cosme Vila y su compañera no se perdían una sola sesión de lucha libre.
Ningún empleado pareció sospechar la enfermedad que tuvo Ignacio. Si no ¡menudas bromas! Se le había ocurrido llevar al Banco el libro sobre Teresa Neumann que recibiera de César, y todos se rieron mucho con él.
En la portada se veía a la estigmatizada con los ojos manando gotas de sangre.
—¿Qué pasa? ¿Quién es?
—Es una mujer austriaca que tiene visiones.
—¿Visiones? Los obreros en paro también las tienen.
—No os riáis. Es un hecho científico. Apenas si come desde 1923.
—¡Los obreros no comen desde Felipe II!
—¡Bah! Siempre seréis lo mismo. Docenas de médicos la han visto. Cualquiera puede ir a comprobarlo.
El único que le escuchó en serio fue el subdirector. A Ignacio el libro le había causado enorme impresión. Le dijo al subdirector: «Ahora yo me especializaré en este asunto de los estigmatizados, como usted lo hizo en Masonería. Ya hablaremos de ello, si le interesa». El subdirector le contestó: «Claro que me interesa». Luego añadió, mirándole con fijeza: «¿Qué te ha ocurrido? Me parece que vuelves a ser el de antes».
Ignacio se calló. En realidad, no sabía. Al entrar en el Banco había recibido la impresión de que era la primera vez que pisaba aquel local. Incorporados a su mente, y, sobre todo, a su sangre, los consejos de mosén Francisco, todo lo veía de otro modo. Pensó que había sido imprudente llevando el libro de Teresa Neumann. Y más aún, hablando de ello. Por un momento había olvidado que debía callar.
En todo caso, no reincidió. En los días subsiguientes cumplió a rajatabla su propósito: guardó un silencio estricto. No hablaba sino lo necesario, y se iba habituando a ello. «¡Te has vuelto mudo!» Callaba por convicción. Porque veía que, en efecto, el resultado de la cura era sorprendente. No hablaba sino le preciso en casa, y con el profesor Civil, los días de clase. Y el resultado era el previsto: se encontraba otro hombre, sereno, que trabajaba hacia adentro, que iba viendo las cosas claras. Parecía como si aprendiera a respetar al mundo, a sí mismo. Veía por las calles a los obreros en paro y callaba. Pensaba: «¡Señor, aquí hay un desequilibrio. Ayudadme a descubrir su causa!» Y entonces no pensaba —como hubiese hecho antes— en el fascismo o en «La Voz de Alerta» o en los moros que entraron en Oviedo. Sabía que el problema era más hondo. Pensaba que España no había encontrado su centro, que la gente andaba despavorida por la península buscando remedios parciales, y que desde docenas de años ninguna voz se había levantado a la altura suficiente para indicar: «El cáncer está ahí. Hay que hacer esto y lo de más allá». Entonces se asustaba porque le parecía que estas conclusiones se acercaban a las de Mateo; y callaba más que nunca, para alcanzar la verdad. Y viéndose incapaz, por el momento, de alcanzar la verdad de España, se tornaba humilde y pedía alcanzar por lo menos su verdad personal; lo cual suponía menos difícil porque en el fondo no tenía más que veinte años y su cuerpo no medía más que 1,74 metros.
Su verdad personal era ésta, la experimentada en el Banco: era la primera vez que veía el mundo. No sabía nada de él. Mosén Francisco tenía razón. O San Agustín. Hablando, el mundo engañaba; callando, se prestaba atención. Y con sólo prestar atención, cada minuto, cada segundo, cada mirada o cambio de luz cobraba un valor absolutamente imprevisible. Por ejemplo, acababa de descubrir que, a pesar de haber hecho el trayecto centenares de veces, no tenía idea de las tiendas que se encontraban desde su casa al Banco. Y que jamás había comprendido como entonces hasta qué punto cada voz tenía una honda resonancia espiritual, que podría dar la medida del hombre. No se había fijado ni en la nariz de Pilar, apuntando graciosamente al techo, ni en que el director llevaba tres anillos en un solo dedo, ni en que David y Olga andaban siempre asidos de la cintura, no del brazo, ni en que doña Amparo Campo tenía una cicatriz en la barbilla, ni en la gran diversidad de cielos que se sucedían en Gerona en invierno. Ahora cada segundo le reservaba una sorpresa, como si hubiera vuelto a nacer. Miraba el rostro completo de las personas, la superficie y contorno enteros de los objetos. Y desde luego el cielo. Apenas salía de casa, el cielo. Cielo que, a diario, era distinto, a veces lejano, a veces próximo, siempre inmenso, siempre de azul purísimo, nunca gratuito. Presidiendo la vida de todos. ¡Gran descubrimiento el de fijar la atención! Nuevos colores, nuevas formas, nuevos sonidos se ofrecían a su espíritu, en desfile infinitamente generoso. Las fachadas creaban luces y sombras, las sillas cobraban formas humanas, los árboles conseguían expresar cualquier sentimiento, desde el júbilo hasta la desesperación, en el borde de un plato había mil reflejos, mil rostros en la concavidad de una cuchara, los zapatos no gemían porque sí, sobre el lomo de los libros se detenía el tiempo, de repente los hombres parecían viejos, de repente la naturaleza se ponía a danzar. ¡Y qué colores! Morados, amarillos, rojos. Colores en los cristales de las ventanas, en el fondo de los ojos, en las uñas, en los techos. ¿Cómo era posible que antes no hubiera advertido su multiplicidad? «Cada hierba un milagro», como César entrevió.
Y el mundo de las formas. ¡Qué hermosos los campanarios de la ciudad! Era muy difícil hacer imágenes. Todo el mundo decía: el de San Félix parece una flecha dirigida al cielo, o una plegaria hecha piedra, o qué sé yo. La Catedral asciende poderosa como un báculo gigantesco; craso error. Mosén Francisco tenía razón: la palabra no servía para dar la medida justa. Por ello Ignacio se limitaba a contemplarlos sin descanso. Según donde se situara, el de la Catedral le parecía el más alto de los dos; según donde, le parecía más alto el de San Félix. Pero siempre subían, subían los dos juntos. Tan inseparables como David y Olga, como los cipreses y los huesos, como la revolución y la sangre.
Y luego estaban todos los sonidos. Los sonidos cotidianos y entrañables, que empezaban con el alba, se sucedían unos a otros a lo largo del día y morían con el sueño. A veces todos parecían ahogarse en el río. Pasaba un coche, y su bocinazo ¡paf!, se caía al agua y quedaba detenido, absorbido, empapado. Otras veces era lo contrario, todos los sonidos parecían emerger del agua: latir de motores de fábricas, ¡llantos de niño!
Y luego el tictac de los relojes, y los pasos de la gente, y las campanas.
¡Qué maravilloso mundo! Y qué hombre mosén Francisco, a pesar de cubrirse la cabeza con un espantoso sombrero. Porque si el silencio conducía efectivamente a la atención, también era cierto que ésta desembocaba en la armonía, como el sacerdote predijo. Mejor dicho: se la revelaba —regalo de Reyes— a quien estaba atento. Colores, formas y sonidos formaban un conjunto a la vez uno y múltiple, que estaba siempre en su lugar. Un todo armónico, cuyas partes se completaban unas a otras. Hombres y sillas se completaban, libros y tiempo, manos y uñas, árboles y viento, padres e hijos. Buenos y malos. Las cosas se parecían entre sí, o se parecían sus efectos, o sus divergencias convergían hacia un alarido, o una letanía común. De ahí que las campanas no se entorpecieran unas a otras ni siquiera cuando tocaban simultáneamente; de ahí que ahora el Oñar, al descender enorme a causa de las lluvias, a Ignacio le pareciera que era la imagen de su corazón.
Y todo parecía tender a un mismo fin: la belleza. Y no había nada que fuera exagerado, excesivo, que traspasara los límites. ¡Tal vez el frío! Pero no; gracias al frío la estufa, con Matías Alvear y Carmen Elgazu y Pilar en torno a ella, adquiría una personalidad secreta y honda, de fuente de vida. Incluso las tempestades tenían su ley. Cada relámpago iluminaba la zona precisa para crear grandeza, y los truenos profundizaban en el vientre del mundo recortándole su origen. Un cactus que el vendaval hizo caer en plena Rambla quedó enraizado, verde y reluciente, en un árbol, como anunciándole que la primavera volvería a hacer brotar de él hojas hermosas.
Julio García —en paro forzoso— se pasaba las tardes enteras en el Neutral, dedicando pequeños discursos a los que querían escucharle. Ahora le había dado por la estadística. Generalmente hablaba de memoria; cuando ésta fallaba, sacaba un papelito de la cartera.
—Fijaos bien dónde estamos, después de tantos siglos de excelente administración. ¡Ramón! Otro coñac. España… 8.000 kilómetros de litoral, posee una marina mercante embrionaria; inferior a la que poseía en 1929. ¿Causas? El desastre de la Armada en 1588… Los astilleros a veces construidos lejos del mar… Ahora diréis: ¡pero tenemos muchos trenes! Es un error, 3,3 kilómetros de vía férrea por cada cien kilómetros cuadrados. ¿País montañoso…? Suiza lo es más, y posee 14,6 kilómetros ferroviarios por idéntica superficie. ¡Consolémonos con las carreteras! Imposible: no las hay. Sí, hay algunas; pero con bache obligatorio; lo cual, por otra parte, explica el incremento que toma la tartana, en ciertos lugares. Esto en cuanto al transporte, esencial en una nación.
»En cuanto a la gran industria, parece ser que vamos de mal en peor, a pesar del empuje que le dan los hermanos Costa. Producción de hierro, 5.000 toneladas en 1924, 2.000 toneladas el pasado año. Carbón, 9.000 toneladas en el año 1913, seis mil toneladas el año pasado. Hay mineros en paro —algunos están en la cárcel— ¡qué se le va a hacer! Algunos geólogos extranjeros pretenden que la cifra de extracción podría triplicarse; Gil Robles no es geólogo, tampoco es suya la culpa. Bien, pasemos al acero: 24 veces menos que Alemania, lo cual es lógico; 3 veces menos que Luxemburgo, lo cual ya no lo es tanto… No tenemos petróleo ni gasolina; mucha hulla, pero mal administrada; unos Pirineos llenos —al parecer— de metales preciosos que nadie busca… En cambio —hay que reconocerlo—, este coñac es excelente. Aunque, desde luego, preferiría un Napoleón.
»Pasemos a las cifras agrarias. ¿Dónde he metido yo el papel? Aquí. Sí, el campo… Ya lo dije una vez, no hace mucho: el campo es magnífico. Véase, si no, la
Ilíada
, final del canto VIII. España, 504.520 kilómetros cuadrados de superficie. De todo esto, sólo es cultivable la cuarta parte. El resto —desierto de Aragón, de la Mancha, de Almería, etcétera…— miseria. Medios de cultivo —y que perdonen si por aquí hay algún campesino—, antediluvianos. Condiciones de trabajo… Esto, por fortuna, está mejor. Por ejemplo, Sevilla. En la provincia de Sevilla hay un pueblo —Valodatosa— en el que las mujeres que recogen garbanzos cobran una peseta de jornal. Claro que a lo mejor se llevan algún garbanzo escondido en la pechera. En la provincia de Álava hay otro pueblo —Narros del Puerto— que pertenece íntegro a una señora: señora bien, desde luego. No es Grande de España, hay que hacer justicia. La señora compró Narros del Puerto —incluidos la iglesia y el cementerio— por 80.000 pesetas. Todo es suyo. Y el contrato pone, entre otras cosas: «La dueña podrá desahuciar a los colonos que fuesen mal hablados». Aquí, en cambio, tenemos más suerte. Aquí don Jorge les dice: «Avisadme cuando muera alguien de la familia. Uno de nosotros asistirá al entierro». ¿Os cansa el tema…? ¿No…? Pues adelante. Transportes, industria, campo… ahora hablemos de la organización bancaria. Parece ser que hay una institución que realiza maravillas: el Banco de España. 15.000 accionistas se reparten 125.000 millones de pesetas al año. Claro que hay un consuelo: algunas de esas pesetas vienen a parar a Gerona. Preguntádselo al notario Noguer, y a don Pedro Oriol. Tal vez por eso hayan nombrado alcalde al notario Noguer. ¡Ah, precisemos! El año de la hecatombe de Marruecos —1921— fue el más productivo: el dividendo repartido fue el 54 por ciento del capital. No, no todo es culpa de la República, como algún malicioso está pensando, como a veces yo mismo he pensado. El director del Banco Arús me lo contaba el otro día. Parece ser que la Monarquía dejó una deuda de 20.000 a 22.000 millones de pesetas, no recuerdo bien. Claro, que la culpa la tuvo el incremento de la burocracia… Para no hablar del Ejército, de la guardia civil, de los policías… ¿De qué os reís? Ya veis, expulsado del Cuerpo desde la revolución de octubre. Puedo criticar, ¿no os parece?
Julio se sentaba siempre en el mismo rincón del café, íntimo a pesar de estar lleno de espejos. A causa de éstos siempre creía que el auditorio era numerosísimo. Y a veces lo era, en efecto, pero no siempre. Nadie le llevaba la contraria. La mayoría de oyentes empezaba celebrando sus ironías, pero a medida que los datos sobre la Patria se acumulaban, su sonrisa se iba entristeciendo. Algunos creían que exageraba, pero ¿cómo demostrarlo? Nadie llevaba contraestadísticas en cartera.
De vez en cuando salía algún desconocido que, al final, comentaba:
—Entendido, entendido, somos unos borregos. Pero tenemos mucha gracia, ¿no es eso? —Entonces Julio García se echaba el sombrero para atrás y exclamaba: «¡Bien venido al Neutral, amigo! ¿Puedo invitarle a una copa?»
Don Emilio Santos sufría cuando el policía abordaba estos temas. Por regla general, salía del café. Si se quedaba allá le interrumpía, a su manera.
—De acuerdo, de acuerdo. Las instituciones en España funcionan mal. Antes y ahora. Pero la gente vale mucho.
Julio García miraba, con aire desolado, a su alrededor.
—Ya lo ven ustedes —contestaba—. El señor confiesa que las instituciones funcionan mal. Y el señor es el propio director de la Tabacalera. Matías Alvear se mostraba más incisivo que don Emilio Santos. En Telégrafos también todo el mundo hablaba en aquel tono. Todos decían: «¡Deberíamos entregar el país a Norteamérica!» Matías contestaba a Julio: «Lo que tendríamos que hacer es criticar menos y ser más patriotas. Criticando nos quedamos solos. Todos los que estamos aquí tenemos abrigo y bufanda, ¿no? Y Barcelona está lleno de restaurantes donde aún se come por una peseta. De acuerdo con que faltan barcos y trenes. También faltan escuelas y aviones. Pero hay muchas familias que se quieren y por Reyes no falta a nadie un pequeño regalo… aunque a veces no sea en especie. Y en cuanto a los otros países, supongo que en todas partes cuecen habas. De acuerdo con que Inglaterra vive mejor, y Norteamérica, y Francia. Sin embargo, nuestras mujeres son más guapas que las suyas. Y además, todavía voy más allá: en ninguno de esos países tienen andaluces y madrileños. Mira lo que son las cosas, Julio. Parece ser que tú no puedes vivir sin grandes toneladas de acero. Yo, en cambio —y perdonen los presentes—, no podría Vivir sin andaluces y madrileños.»