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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

Los cuatro amores (3 page)

BOOK: Los cuatro amores
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En cuanto a lo que determina el placer de apreciación no resulta tan fácil de describir.

En primer lugar es el punto de partida de toda nuestra experiencia de belleza. Es imposible trazar una línea de separación entre placeres «sensuales» y placeres «de belleza». La experiencia del experto en clarete contiene elementos de concentración, de juicio y de disciplinada percepción que no son sensuales; la experiencia del músico no deja de tener elementos que sí lo son. No hay una frontera sino una continuidad sin ruptura entre el placer sensual de los aromas de un jardín y el goce del campo como un todo, o de su «belleza», e incluso de nuestro placer ante la pintura o literatura que tratan de ella.

Y, como ya vimos, hay en estos placeres, desde el comienzo mismo, una sombra o apunte o insinuación de desinterés. Es claro que, en un cierto sentido, podemos ser desinteresados y altruistas, e incluso heroicos, respecto a los placeres-necesidad: por ejemplo, aquel vaso de agua que Sidney herido ofrece al soldado moribundo. Pero no me refiero ahora a este tipo de generosidad: Sidney amaba a su prójimo.

En los placeres de apreciación, incluso en su más bajo nivel, y a medida que crecen hacia una completa apreciación de toda belleza, conseguimos algo del objeto mismo de placer que difícilmente podemos no llamar «amor», algo que difícilmente podemos dejar de calificar como «desinteresado». Ese algo es el sentimiento que impediría a un hombre estropear una pintura valiosa aunque fuese el último ser vivo sobre la tierra e incluso estuviese también a punto de morir; ese algo que hace que nos alegremos de saber que hay bosques vírgenes que nunca veremos; ese algo que nos hace desear que el jardín y el huerto de habas sigan existiendo. No sólo nos gustan simplemente las cosas, sino que las declaramos, imitando a Dios, «muy buenas».

Ahora ya nuestro principio de que hay que comenzar por lo más bajo, sin lo que «lo más alto no se sostiene», comienza a dar fruto. Y a mí me ha hecho advertir una deficiencia en la anterior clasificación de amores de necesidad y de dádiva: y es que hay un tercer elemento en el amor no menos importante que esos dos, y que viene determinado por nuestros placeres de apreciación: es ese sentimiento de que el objeto de placer es muy bueno, esa atención y casi homenaje que se le tributa como una obligación, ese deseo de que sea y siga siendo lo que es aunque no vayamos a gozar de él; y puede aplicarse no sólo a cosas sino a personas. Cuando ese homenaje es ofrecido a una mujer se le llama admiración; si es a un hombre, culto al héroe; y si a Dios, adoración.

El amor de necesidad clama a Dios desde nuestra indigencia; el amor-dádiva anhela servir a Dios y hasta sufrir por El; el amor de apreciación dice: «Te damos gracias por tu inmensa gloria». El amor de necesidad dice de una mujer: «No puedo vivir sin ella»; el amor-dádiva aspira a hacerla feliz, a darle comodidades, protección y, si es posible, riqueza; el amor de apreciación contempla casi sin respirar, en silencio, alegre de que esa maravilla exista, aunque no sea para él, y no se quedará abatido si la pierde, porque prefiere eso antes que no haberla conocido nunca.

Para disecar un animal hay que matarlo. En la vida real, gracias a Dios, los tres elementos del amor se mezclan y se suceden el uno al otro, uno tras otro. Tal vez ninguno de ellos, salvo el amor-necesidad, se da solo de un modo «químicamente» puro más que unos pocos segundos. Y tal vez eso es así porque en nuestra vida nada en nosotros, excepto nuestra propia indigencia, es algo permanente.

Hay dos formas de amor a lo que no es persona, que exigen un análisis especial.

Para alguna gente, en especial para los ingleses y los rusos, lo que se llama «amor a la naturaleza» supone un sentimiento real y duradero. Me refiero a ese amor a la naturaleza que no puede calificarse de manera adecuada simplemente como una manifestación más de nuestro amor por lo bello. Por supuesto que muchas cosas naturales —árboles, flores, animales— son bellas; pero los amantes de la naturaleza a que me refiero no se interesan principalmente por objetos bellos de esa clase. Hay que decir, al contrario, que quien se interesa así por esos objetos desconcierta a los verdaderos amantes de la naturaleza. Pero un botánico entusiasta, por ejemplo, será también para ellos un pésimo compañero de paseo: siempre se está deteniendo para llamarles la atención sobre las particularidades que encuentra. Los amantes de la naturaleza tampoco son buscadores de «vistas panorámicas» o de paisajes; porque ésos van siempre comparando «una escena» con otra, se recrean con «insignificantes cambios de color o de proporción». Wordsworth, el portavoz de los amantes de la naturaleza, despreciaba con energía esa actitud; y Wordsworth, por supuesto, tenía razón. Mientras uno está ocupado en esta actividad crítica y comparativa pierde lo que realmente importa: «el especial humor que provocan el tiempo y las estaciones» en un lugar, el «espíritu» del lugar. Por eso, si uno ama la naturaleza como un poeta, un pintor de paisajes se convierte (al aire libre) en un compañero aun peor que el botánico.

Lo que importa es ese «estado de ánimo», el «espíritu». Los amantes de la naturaleza quieren captar lo más plenamente posible todo lo que la naturaleza, en cada determinado momento, en cada preciso lugar, está diciendo. La evidente riqueza, gracia y armonía de ciertos paisajes es para ellos tan valiosa como pueda ser lo tétrico o sobrecogedor de otros, su aspecto desolado o monótono, su «fantasmal apariencia». Incluso la falta de carácter de un paisaje provoca también en ellos una respuesta positiva. Se entregan a la simple realidad de un paisaje campestre a cualquier hora del día. Quieren absorberlo todo, impregnarse totalmente de naturaleza.

Esta experiencia, como tantas otras, después de haber sido enaltecida hasta casi ponerla en las nubes durante el siglo XIX, ha sido ahora ridiculizada por los modernos como una exageración. Y, sinceramente, habrá que concederles a estos ridiculizadores que Wordsworth —no cuando transmitía esta experiencia como poeta, sino cuando hablaba como filósofo, o más bien como filosofastro— dijo algunas cosas muy estúpidas. Es estúpido —a menos que alguien haya encontrado alguna prueba de lo que dice— pensar que las flores gozan con el aire que respiran, y más estúpido no añadir que, si eso fuera verdad, indudablemente sentirían de modo igual tanto el dolor como el placer. Y tampoco hay gente que haya aprendido filosofía moral debido a «la impresión de un bosque en primavera». Si eso ocurriera no sería muy probablemente el tipo de filosofía moral que Wordsworth defendía. Sería más bien una moral de inhumana competencia; y para algunos modernos me parece que así es. Aman la naturaleza con tal de que clame por «los oscuros dioses de la sangre»; y no a pesar de que el sexo, el hambre y el rígido poder obren ahí sin vergüenza ni piedad alguna, sino precisamente por eso.

Si uno toma a la naturaleza como maestra, le enseñará exactamente las lecciones que de antemano uno decidió aprender; y ésta es, sencillamente, otra manera de decir que la naturaleza no nos enseña. La tendencia a tomarla como maestra se inserta obviamente con toda facilidad en esa experiencia que hemos llamado «amor a la naturaleza»; pero sólo es una transferencia. Esos «estados de ánimo», aunque estemos sujetos a ellos, y ese «espíritu» de la naturaleza no señalan moral alguna. Una abrumadora alegría, una grandeza desmedida, una sombría desolación caen sobre uno; y uno entonces hará lo que pueda, si es que debe hacer algo. El único mandato que la naturaleza dicta es: «Mira. Escucha. Atiende».

El hecho de que ese mandato sea a menudo tan mal interpretado y mueva a la gente a hacer teologías y panteologías y antiteologías —todas las cuales pueden ser refutadas— no afecta realmente a la experiencia central misma. Lo que los amantes de la naturaleza consiguen —sean wordsworthianos o personas con «oscuros dioses en la sangre»— es una especie de iconografía, un lenguaje en imágenes; y no me refiero sólo a imágenes visuales, sino que las imágenes son también esos «estados de ánimo», esos «rasgos cambiantes», las poderosas manifestaciones de terror, de abatimiento, de alegría, de crueldad y voluptuosidad, de inocencia y pureza. Cada persona puede arropar con ellas su propia creencia. Pero nuestra teología y nuestra filosofía tenemos que aprenderlas en otra parte, no tendría nada de extraño que de quien las aprendiéramos mejor fuera de los teólogos y los filósofos.

Pero cuando hablo de «arropar» nuestra creencia con tales imágenes no me refiero a nada que tenga que ver con usar la naturaleza para encontrar en ella semejanzas y metáforas al modo de los poetas. En realidad podría haber dicho «llenar» o encarnar las imágenes más que arroparlas. Muchas personas, yo entre ellas, no sabrían nunca —a no ser por lo que la naturaleza hace en nosotros— qué contenido dar a las palabras que debemos usar para confesar nuestra fe. La naturaleza en sí misma no me ha enseñado nunca que existe un Dios de gloria y de majestad infinitas. Lo aprendí por otras vías. Pero la naturaleza me dio un significado a la palabra «gloria» o esplendor; no sé en qué otro sitio podría haberle encontrado un sentido. No veo cómo podría decirme algo la palabra «temor» de Dios —salvo el leve y prudente esfuerzo por conseguir una cierta seguridad— si no hubiera sido por la contemplación de ciertos espantosos abismos e inaccesibles acantilados. Y si la naturaleza no hubiera despertado en mí determinadas ansias, inmensas áreas de lo que ahora llamo «amor» de Dios nunca, por lo que yo puedo entender, hubieran existido.

Por supuesto que el hecho de que un cristiano pueda usar la naturaleza de este modo no es ni siquiera el inicio de una prueba de que el cristianismo es verdadero. Quienes sufren por «los oscuros dioses de la sangre» supongo que pueden utilizarla igualmente para su credo. Esta es, precisamente, la cuestión: la naturaleza no nos enseña. Una filosofía verdadera puede a veces corroborar una experiencia de la naturaleza; pero una experiencia de la naturaleza no puede hacer válida una filosofía. La naturaleza no verificará ninguna proposición teológica o metafísica, o no lo hará de la manera que estamos considerando ahora; ayudará sí a mostrar lo que esa proposición significa.

Y eso, según las premisas cristianas, no es por casualidad. Se puede esperar que la gloria —el esplendor— creada nos dé algún indicio de lo que la gloria increada es, porque la una proviene de la otra y, en cierto modo, la refleja.

«En cierto modo», decía; pero no de un modo tan simple y directo como a primera vista nos pudiera parecer; porque, por supuesto, los hechos señalados por los amantes de la naturaleza, y que pertenecen a otra escuela, son también hechos; hay gusanos en el estómago como hay primaveras en el bosque. Tratar de conciliarlos, o de mostrar que realmente no necesitan conciliación es volver de la experiencia directa de la naturaleza a la metafísica, la teodicea o algo semejante. Quizá sea algo sensato que hay que hacer; pero hay que distinguirlo del amor a la naturaleza. Mientras permanezcamos en ese nivel, mientras sigamos diciendo que hablamos de lo que la naturaleza nos ha «dicho» directamente, a eso debemos atenernos. Hemos visto una imagen de la gloria. No debemos intentar que trascienda y vaya más allá de la naturaleza hacia un mayor conocimiento de Dios: el camino desaparece casi inmediatamente; lo obstruyen terrores y misterios, toda la profundidad de los designios divinos y toda la maraña de la historia del mundo; no podemos pasar, ése no es el camino. Tenemos que dar un rodeo, dejar las colinas y los bosques y volver a nuestros estudios, a la iglesia, a nuestra Biblia y a ponernos de rodillas. De otro modo, el amor por la naturaleza empezaría a convertirse en una religión de la naturaleza, y entonces, aun cuando no nos condujera a «los oscuros dioses de la sangre», nos llevaría a un alto grado de insensatez.

Pero no tenemos por qué entregar el amor a la naturaleza —depurado y ordenado como he sugerido— a sus detractores. La naturaleza no puede satisfacer los deseos que inspira, ni responder a cuestiones teológicas ni santificarnos. Nuestro verdadero viaje hacia Dios exige que con frecuencia demos la espalda a la naturaleza, que prescindamos de los campos iluminados por el alba y entremos en una humilde capilla, o vayamos quizá a trabajar a una parroquia de suburbio. Pero el amor a la naturaleza ha supuesto una valiosa y, para algunos, indispensable iniciación.

No hace falta que diga «ha supuesto», porque en realidad los que han concedido sólo eso al amor por la naturaleza son, por lo que parece, los que lo han conservado. Eso es lo que uno debería esperar al menos. Porque este amor, cuando se erige en religión, se va haciendo un dios, es decir, un demonio; y los demonios nunca cumplen sus promesas. La naturaleza «muere» en aquellos que sólo viven para amar la naturaleza. Coleridge acabó por volverse insensible a ella; Wordsworth, por lamentar que el esplendor hubiera pasado. Si uno reza en un jardín a primera hora, saldrá de él colmado de frescor y de alegría; pero si uno va con el propósito de conseguir eso, a partir de una cierta edad, de nueve veces sobre diez no sentirá nada.

Vuelvo ahora al amor a la patria. Aquí no es preciso que repita la máxima de Rougemont; a estas alturas todos sabemos ya que ese amor cuando se convierte en un dios se vuelve un demonio. Algunos incluso suponen que nunca ha sido otra cosa que un demonio; pero entonces tendrían que desechar casi la mitad de la hermosa poesía y de las acciones heroicas que nuestra raza ha llevado a cabo. Ni siquiera podríamos conservar el lamento de Cristo por Jerusalén: El también demuestra amor por su patria.

Limitemos nuestro campo, no es necesario hacer un ensayo sobre ética internacional. Cuando este amor se hace demoníaco, realiza acciones inicuas —otros más expertos tendrán que decir qué actos entre naciones son inicuos—; ahora sólo estamos considerando el sentimiento en sí, esperando poder distinguir lo que es bueno y lo que es demoníaco. Ni una cosa ni otra es causa eficiente de un determinado comportamiento nacional; porque, hablando propiamente, son sus gobernantes, no las naciones, quienes actúan internacionalmente. El patriotismo demoníaco de sus súbditos —escribo sólo para los súbditos— les hará más fácil actuar inicuamente; y el patriotismo bueno puede dificultarlo. Cuando esos gobernantes son inicuos, pueden, mediante la propaganda, estimular esa condición demoníaca de nuestros sentimientos para asegurarse así nuestro asentimiento a su maldad. Si son buenos, pueden hacer todo lo contrario. Por ese motivo, como personas privadas, deberíamos mantener la mirada vigilante sobre la buena salud o la enfermedad de nuestro amor a la patria. Sobre eso estoy escribiendo.

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