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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

Los cuatro amores (2 page)

BOOK: Los cuatro amores
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Tengo que explicar ahora por qué me ha parecido necesario hacer esta distinción para el estudio del amor humano. Lo dicho por San Juan —«Dios es amor»— quedó contrapuesto durante mucho tiempo en mi mente a esta observación de un autor moderno: «El amor deja de ser un demonio solamente cuando deja de ser un dios» (Denis de Rougemont). Lo cual puede ser también expuesto en esta forma: «El amor empieza a ser un demonio desde el momento en que comienza a ser un dios». Este contrapunto me parece a mí una indispensable salvaguarda; porque si no tenemos en cuenta esa verdad de que Dios es amor, esa verdad puede llegar a significar para nosotros lo contrario: todo amor es Dios.

Supongo que quien haya meditado sobre este tema se dará cuenta de lo que Rougemont quiso decir. Todo amor humano, en su punto culminante, tiene tendencia a exigir para sí la autoridad divina; su voz tiende a sonar como si fuese la voluntad del mismo Dios; nos dice que no consideremos lo que cuesta, nos pide un compromiso total, pretende atropellar cualquier otra exigencia y sostiene que cualquier acción sinceramente realizada «por amor» es legítima e incluso meritoria. .Que el amor sensual y el amor a la patria puedan realmente llegar a «convertirse en dioses» es algo generalmente admitido; y con el afecto familiar también puede ocurrir lo mismo; y, de distinto modo, también puede suceder con la amistad. No desarrollaré aquí este punto porque nos lo encontraremos una y otra vez en capítulos posteriores.

Ahora bien, hay que advertir que los amores naturales proponen esta blasfema exigencia cuando están, según su condición natural, en su mejor momento, y no cuando están en el peor, es decir, cuando son lo que nuestros abuelos llamaban amores «puros» o «nobles». Esto es evidente sobre todo en la esfera erótica. Una pasión fiel y auténticamente abnegada habla como si fuera la misma voz de Dios. No ocurrirá lo mismo con lo que es meramente animal o frívolo; podrá corromper a su víctima de mil maneras, pero no de ésta; una persona puede actuar según esas apetencias, pero no puede venerarlas, así como un hombre que se rasca no puede venerar el picor. El capricho pasajero que una estúpida mujer consiente —en realidad se lo consiente a sí misma— a su hijo malcriado —que es como su muñeco vivo mientras le dura la rabieta— tiene muchas menos probabilidades de «convertirse en dios» que la constante y exclusiva dedicación de una mujer que de veras «vive sólo para su hijo». Y me inclino a pensar que el tipo de amor a la patria basado en tomarse una cerveza y en condecoraciones de latón no llevará a un hombre a hacer mucho daño a su país, ni tampoco mucho bien; estará probablemente muy ocupado tomándose otro trago o reuniéndose con el coro.

Y esto es lo que debemos esperar: nuestro amor humano no pide ser divino hasta que la petición sea plausible; y no llega a ser plausible hasta que hay en él una real semejanza con Dios, con el Amor en sí mismo. No nos equivoquemos en esto. Nuestros amores-dádiva son realmente semejantes a Dios, y son más semejantes a Dios los más generosos y más incansables en dar. Todo lo que los poetas dicen de ellos es cierto. Su alegría, su fuerza, su paciencia, su capacidad de perdón, su deseo de bien para el amado: todo es una real y casi adorable imagen de la vida divina. Ante ellos hacemos bien en dar gracias a Dios, «que ha dado tal poder a los hombres». Se puede decir con plena verdad, y de modo simple, que quienes aman mucho están «cerca» de Dios. Pero se trata evidentemente de «cercanía por semejanza», que por sí sola no produce la «cercanía de aproximación».

La semejanza nos ha sido dada; no tiene necesaria conexión con esa lenta y dolorosa aproximación, que es tarea nuestra, lo cual no quiere decir que sea sin ayuda.

La semejanza es algo esplendoroso; ésta es la razón por la que podemos confundir semejanza con igualdad. Podemos dar a nuestros amores humanos la adhesión incondicional que solamente a Dios debemos, podemos convertirlos en dioses, en demonios. De este modo se destruirán a sí mismos y nos destruirán a nosotros; porque los amores naturales que se convierten en dioses dejan de ser amores. Continuamos llamándoles así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio.

Nuestros amores-necesidad pueden ser voraces y exigentes; pero no se presentan como dioses: no están tan cerca de Dios por su semejanza como para pretenderlo siquiera.

De lo dicho se desprende que no debemos imitar ni a los que idolatran el amor humano ni a los que lo ridiculizan. Esta idolatría, tanto la del amor erótico como la de los «afectos domésticos», fue el gran error de la literatura del XIX. Browning, Kingsley y Patmore hablan a veces como si creyeran que enamorarse fuera lo mismo que santificarse; los novelistas contraponen el «mundo» no con el Reino de los Cielos sino con el hogar. Ahora estamos viviendo una reacción en contra de eso. Los que ridiculizan el amor humano califican de sensiblería y de sentimentalismo casi todo lo que sus padres decían en elogio del amor; están siempre escarbando y poniendo al descubierto las raíces sucias de nuestros amores naturales. Pero pienso que no debemos escuchar ni al «supersabio» ni al «supertonto». Lo más alto no puede sostenerse sin lo más bajo. Una planta tiene que tener raíces abajo y luz del sol arriba, y las raíces no pueden dejar de estar sucias. Por otro lado, gran parte de esa suciedad no es más que tierra limpia, siempre que se la deje en el jardín y no se esparza sobre la mesa del despacho. Los amores humanos no pueden sin más ser gloriosas imágenes del amor divino. Son, ni más ni menos, cercanos por semejanza, que en ocasiones pueden ayudar y en otras dificultar la cercanía de aproximación. Y a veces quizá no tengan mucho que ver ni de un modo ni de otro.

Capítulo II: Gustos y amores por lo sub-humano

Muchos de mi generación fuimos reprendidos cuando éramos niños por decir que «amábamos» las fresas. Hay gente que se enorgullece por el hecho de que el idioma inglés posea estos dos verbos «amar» y «gustar», mientras que el francés tiene que contentarse con «aimer» para ambas acepciones. Aunque el francés tiene muchos otros idiomas de su parte; incluso también tiene de su parte con mucha frecuencia el inglés actual hablado. Casi todas las personas cuando hablan, tanto da que sea gente pedante o piadosa, dicen una y otra vez que «aman»: «aman» una comida, un juego o una actividad cualquiera. En realidad hay una cierta relación entre nuestros gustos básicos por las cosas y nuestro amor por las personas. Y ya que lo más alto no se sostiene sin lo más bajo, será mejor que empecemos por la base, con los simples gustos; que «guste» algo indica que se siente placer por ello, por tanto, debemos empezar por el placer.

Es un descubrimiento muy antiguo que los placeres pueden dividirse en dos clases: los que no lo serían si no estuviesen precedidos por el deseo, y aquellos que lo son de por sí, y no necesitan de una preparación. Un ejemplo de lo primero sería un trago de agua: es un placer si uno tiene sed, y es un placer enorme si uno está muy sediento. Pero probablemente nadie en el mundo, salvo que se sienta empujado por la sed o por indicación del médico, se serviría un vaso de agua y se lo bebería por puro gusto. Un ejemplo de la otra clase serían los involuntarios e imprevistos placeres del olfato: el aroma proveniente de un sembrado de habas o de una hilera de guisantes de olor, que a uno le llega de improviso en su paseo matinal. Hasta ese momento uno estaba satisfecho sin desear nada; y entonces el placer —que puede ser muy grande— llega como un don no buscado, como algo que viene de pronto. Me estoy valiendo de ejemplos muy sencillos para mayor claridad, aunque realmente el asunto es muy complicado. Si a uno le sirven café o cerveza cuando lo que esperaba, y le bastaba, era un vaso de agua, es evidente que siente un placer de la primera clase —saciar la sed—, y al mismo tiempo de la segunda —el agradable sabor—. Del mismo modo también, un añadido puede hacer que un placer de la segunda clase se convierta en un placer de la primera: para el hombre sobrio un vaso de vino de cuando en cuando es algo agradable, como lo es el olor de un sembrado de habas; pero para el alcohólico, cuyo paladar y cuyo estómago hace tiempo que están dañados, ninguna bebida le produce placer salvo el de aliviar su insoportable ansiedad: hasta donde puede apreciar el sabor, beber le disgusta, pero incluso eso es mejor que la tortura de permanecer sobrio.

Sea lo que sea, y a pesar de todas sus variantes y posibles combinaciones, la distinción entre las dos clases de placer me parece que queda aceptablemente clara. Podríamos, por tanto, darles los nombres de placeres-necesidad y placeres de apreciación.

La semejanza entre los placeres-necesidad y los «amores-necesidad», de los que hablamos en el primer capítulo, la puede advertir cualquiera. Recordemos, sin embargo, que en ese capítulo confesé que tuve que resistirme a la tentación de menospreciar los amores-necesidad, e incluso de considerarlos como si no fueran amores. En esto, y para la mayoría de la gente, puede darse una tendencia opuesta. Sería muy fácil extenderse en alabanzas a los placeres-necesidad y minusvalorar los placeres de apreciación. Los primeros son tan naturales (palabra ésta mágica), tan necesarios, que están al abrigo de excesos por su mismo carácter de naturales; los otros, los de apreciación, no son necesarios, y abren la puerta a toda clase de lujos y de vicios. Si nos hiciera falta material sobre este tema, podríamos abrir, como con un grifo, las obras de los estoicos y brotaría tema hasta dejar una bañera llena; pero mientras tanto debemos procurar no tomar una actitud moral o de valor antes de tiempo. La mente humana, por lo general, es más propensa a elogiar o despreciar que a describir y definir. Quiere hacer de cada distinción una distinción valorativa, de ahí ese tipo nefasto de crítico que no puede señalar nunca la diferente calidad de dos poetas sin ponerlos en un orden de preferencia, como si fueran candidatos a un premio. No debemos hacer nada de ese estilo al tratar de los placeres: la realidad es demasiado compleja. Estamos ya advertidos sobre esto por el hecho de que el placer-necesidad es ese estado en el que los placeres de apreciación acaban; y acaban cuando, por añadidura, van mal.

En todo caso, para nosotros la importancia de estas dos clases de placer reside en que su alcance prefigura las características de nuestros «amores» propiamente dichos.

El hombre que, sediento, acaba de beber un vaso de agua, puede decir: «Qué ganas tenía». Lo mismo podría decir un alcohólico que acaba de tomarse un trago. Pero el que, en su paseo matinal, pasa junto a los guisantes de olor es probable que diga: «Qué olor más agradable»; y el entendido en vinos, después del primer sorbo de un famoso clarete, puede igualmente decir: «Es un gran vino». Cuando se trata de placeres-necesidad tendemos a hacer apreciaciones personales en pasado. Cuando se trata de placeres de apreciación, la tendencia es a hacer comentarios, sobre el objeto en cuestión, en presente. Y es fácil saber por qué.

Shakespeare describe así el deseo tiránico satisfecho: es algo, dice, «buscado fuera de toda razón y, nada más hallado, odiado fuera de toda razón».

Pero los más inocentes y necesarios placeres-necesidad tienen algo de parecido; sólo algo, por supuesto. No son odiados después que los hemos alcanzado, pero ciertamente «mueren en nosotros», por completo, y de forma asombrosamente repentina. El grifo del agua y el vaso resultan muy atractivos cuando entramos en casa sedientos después de haber cortado el césped; y al cabo de unos segundos han perdido todo su interés. El olor a huevos fritos es muy distinto antes y después del desayuno. Y, si se me perdona por poner un ejemplo límite, diré: ¿no ha habido momentos para casi todo el mundo, en una ciudad que no conocemos, en que la palabra «Caballeros» pintada en una puerta blanca ha despertado en nosotros una alegría casi digna de ser cantada en verso?

Los placeres de apreciación son muy distintos. Nos hacen sentir no sólo que algo ha sido grato a los sentidos, sino que también ha exigido, como con derecho, que lo apreciáramos. El catador de vinos no solamente goza con su clarete como podría gozar calentándose los pies si los tuviera fríos; siente, además, que ese clarete es un vino que merece toda su atención, que justifica toda la elaboración y el cuidado que hicieron falta para conseguirlo, todos los años de catador que han dado a su paladar esa capacidad de saber apreciarlo; hasta hay en su actitud un algo de desinterés: desea que el vino se conserve y se guarde en buenas condiciones no sólo por su propio bien, sino, aunque estuviera muriéndose y nunca más fuera a poder beber vino, porque se horrorizaría ante la sola idea de que esa cosecha se desperdiciara o se estropeara, o de que se la bebiera gente zafia, como yo, que no sabe distinguir entre un buen clarete y uno malo. Y lo mismo sucede con el que pasa al lado de los guisantes de olor: no solamente disfruta al olerlos, sino que advierte que esa fragancia merece ser disfrutada; se sentiría hasta culpable si pasara de largo, distraído, sin gozar de ese placer; eso sería de estúpidos, de insensibles; sería una lástima que algo tan hermoso se desperdiciara. Muchos años después será capaz de recordar aquel momento delicioso; y le dará pena saber que el jardín, por donde pasó un día, ha sido ahora tragado por un cine, un garaje y un nuevo desvío.

Científicamente sabemos que ambas clases de placer están relacionadas de modo indudable con nuestro organismo; pero los placeres-necesidad manifiestan no sólo su evidente relación con la estructura humana, sino su condición de ser momentáneos; fuera de esa relación no tienen ningún significado ni interés para nosotros.

Los objetos que producen placer de apreciación nos dan la sensación —sea irracional o no— de que, en cierto modo, estamos obligados a prestarles atención, a elogiarlos, a gozar de ellos. «Sería casi un pecado darle un vino como éste a Lewis», dice el experto en clarete. «¿Cómo puede usted pasar junto a ese jardín sin advertir el aroma?», preguntamos.

Pero nunca sentiríamos lo mismo respecto a los placeres-necesidad: nunca nos reprocharíamos a nosotros mismos ni a los demás el no haber tenido sed y, por tanto, el haber pasado junto a una fuente sin beber un vaso de agua.

Es obvio que los placeres-necesidad determinan nuestros amores-necesidad; en éstos lo amado se ve en función de nuestra propia necesidad, igual a como el sediento mira el grifo del agua y el alcohólico su copa de ginebra. El amor-necesidad, como el placer-necesidad, no dura más allá de la necesidad misma. Afortunadamente, esto no significa que todos los afectos que comienzan por el amor-necesidad tengan que ser transitorios; la misma necesidad puede ser permanente o recurrente. En el amor-necesidad puede brotar otra clase de amor. Los principios morales (fidelidad conyugal, devoción filial, gratitud y otros) pueden mantener una relación humana durante toda una vida. Pero si al amor-necesidad no se le ayuda, mal podremos evitar que «muera en nosotros» una vez desaparecida la necesidad. Por eso, en el mundo resuenan los lamentos de madres desatendidas por sus hijos, de mujeres abandonadas por amantes cuyo amor era sólo una necesidad que ya saciaron. Nuestro amor-necesidad hacia Dios está en una posición diferente, porque nuestra necesidad de El no puede terminar nunca, ni en este mundo ni en el otro; sin embargo, nuestra advertencia de ello sí que puede terminar, y entonces este amor-necesidad también puede morir. «Si el diablo se pusiera enfermo, se haría monje.» Parece que no se debe calificar de hipócrita la breve piedad de aquellos cuya devoción se esfuma en cuanto los peligros, necesidades o tribulaciones desaparecen. ¿Por qué no pueden haber sido sinceros? Estaban desesperados y gritaron pidiendo socorro. ¿Quién no lo haría?

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