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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

Los cuatro amores (6 page)

BOOK: Los cuatro amores
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Un síntoma de eso es, quizá, la repugnancia por esas almibaradas canciones y esos poemas dulzones con que el arte popular expresa el afecto. Son repugnantes debido a su falsedad. Lo que ofrecen es una especie de receta para lograr la felicidad (e incluso la bondad), pero, en realidad, de lo que hablan es de una suerte puramente casual No hay ni la más mínima sugerencia de que se deba hacer algo, basta con dejar que el afecto caiga sobre nosotros como una ducha caliente, y todo, se da por supuesto, irá bien.

El afecto, lo hemos visto, incluye tanto el amor-necesidad como el amor-dádiva. Empezaré con la necesidad: nuestra ansia del afecto de los demás.

Existe una razón muy clara por la que esta ansia, entre todas las ansias del amor, se convierte fácilmente en el amor menos razonable. Dije que casi todo el mundo puede ser objeto de afecto. Sí, y casi todo el mundo espera serlo. El egregio señor Pontifex, en
The way of all flesh
, se siente ofendido al comprobar que su hijo no le ama: no es natural que un hijo no quiera a su propio padre. No se le ocurre preguntarse si desde el primer día en que el niño pudo empezar a almacenar recuerdos ha dicho o hecho algo que inspire amor. Igualmente, al comienzo de
El Rey Lear
, el héroe aparece como un anciano muy poco amable, devorado por una insaciable hambre de afecto. Recurro a ejemplos literarios porque usted, lector, y yo no vivimos en el mismo sitio; si así fuera, no habría inconveniente en sustituirlos por ejemplos de la vida real, desgraciadamente, porque estas cosas pasan todos los días. Y podemos darnos cuenta del porqué. Todos sabemos que debemos hacer algo, si no para merecer el afecto, al menos para atraer el amor erótico o el amor de amistad; pero a menudo el afecto se considera como algo preparado y entregado gratuitamente por la naturaleza, que «nos lo incluye», «nos lo coloca», «nos lo trae a casa». Tenemos derecho a esperarlo así, decimos, y si los demás no nos lo dan son unos «desnaturalizados».

Esta presunción es, sin duda, una distorsión de la realidad. Es cierto que mucho viene «incluido»: somos de la especie mamífera, el instinto nos proporciona por lo menos un cierto grado, a veces bastante alto, de amor maternal; somos de una especie sociable, y el círculo familiar proporciona un ambiente en el que, si todo marcha bien, el afecto surge y crece con fuerza, sin exigir de nosotros unas cualidades brillantes; tanto es así que si se nos da afecto no suele ser necesariamente por nuestros méritos: podemos conseguirlo con muy poco esfuerzo.

Desde una confusa percepción de la verdad (muchos son amados con afecto independientemente de sus méritos), el señor Pontifex saca una absurda conclusión: «Por tanto yo, que no lo merezco, tengo derecho a él». Es como si —en un plano mucho más elevado— argumentáramos que dado que ningún hombre tiene por sus méritos derecho a la gracia de Dios, yo, al no tener mérito, tengo derecho a ella.

En ninguno de esos casos es cuestión de derechos. Lo que tenemos no es «un derecho a esperar», sino una «razonable expectativa» de ser amados por nuestros familiares si nosotros y ellos somos, más o menos, gente normal; pero puede que no lo seamos, puede que seamos insoportables. Si lo somos, «la naturaleza» obrará en contra nuestra, porque las mismas condiciones de familiaridad que hacen posible el afecto, también, y no menos naturalmente, hacen posible un especial disgusto incurable, una especie de aversión tan «de siempre», constante, cotidiana, a veces casi inconsciente, como la correspondiente forma de amor.

Sigfrido, en la ópera, no podía recordar el momento en que se le hicieron aborrecibles el arrastrar de los pies, el refunfuñar y el constante ajetreo de su padrastro enano. Nunca advertimos esta clase de odio en su inicio, sucede lo mismo que con el afecto: estuvo siempre ahí. Observemos que «viejo» es un término tanto peyorativo como cariñoso: «sus viejas tretas», «su viejo estilo», «la vieja historia de siempre».

Sería absurdo decir que Lear carece de afecto; en la medida en que el afecto es amor-necesidad, casi enloquece por eso. Al menos, si no amara a sus hijas no desearía tan desesperadamente su amor. El padre o el niño que menos amor inspiran pueden estar poseídos de ese tipo de amor voraz, aunque redunda en su propia desgracia y en la de los demás. La situación se vuelve insoportable. Las personas que son de suyo difíciles de amar, su continua exigencia de ser amadas, como si fuera un derecho, su manifiesta conciencia de ser objeto de un trato injusto, sus reproches, sea con estridentes gritos o con quejas solamente implícitas en cada mirada o en cada gesto de resentida autocompasión, provocan en nosotros un sentimiento de culpa —ésa es su intención— por una falta que no podíamos evitar y que no podemos dejar de cometer.

Esas personas sellan así la verdadera fuente en la que desean beber. Si en algún momento propicio surge en nosotros cualquier brizna de afecto por ellas, su exigencia creciente nos paraliza de nuevo. Y, por supuesto, esas personas desean siempre las mismas pruebas de nuestro amor: tenemos que estar a su lado, escucharles, compartir sus quejas contra alguna determinada persona… «Si mi hijo me quisiera de veras, se daría cuenta de lo egoísta que es su padre», «Si mi hermano me quisiera, tomaría partido por mí y contra nuestra hermana», «Si usted me quisiera, no permitiría que me trataran así».

Y, mientras tanto, siguen estando lejos del verdadero camino. «Si quieres ser amado, sé amable», dijo Ovidio. Ese viejo y simpático bribón sólo quería decir: «Si quieres atraer a las chicas, tienes que ser atractivo»; pero su consejo tiene una aplicación más amplia. El amante de su generación era más listo que el señor Pontifex y que el Rey Lear.

Lo verdaderamente asombroso no es que estas insaciables exigencias de los que menos amor inspiran resulten vanas a veces, sino que sean con tanta frecuencia atendidas. Uno puede ver cómo a una mujer en su adolescencia, en su juventud y en los largos años de madurez, hasta que llega casi a la vejez, se la atiende, se la obedece, se la mima, y quizá lo que se está haciendo es mantener a un vampiro materno para el que todo cariño y obediencia son pocos. El sacrificio —siempre hay dos puntos de vista sobre eso— puede ser hermoso; pero no lo es cuando esa vieja lo exige.

El carácter de «incluido» o inmerecido del afecto arrastra a una interpretación terriblemente equivocada, que se hace con tanta facilidad como falta de coherencia.

Se oye hablar mucho de la grosería de las nuevas generaciones. Yo soy una persona mayor y podría esperarse que tomara partido por los viejos, pero en realidad me han impresionado mucho más los malos modales de los padres hacia sus hijos que los de éstos hacia sus padres. ¿Quién no ha estado en la incómoda situación de invitado a una mesa familiar donde el padre o la madre han tratado a su hijo ya mayor con una descortesía que, si se dirigiera a cualquier otro joven, habría supuesto sencillamente terminar con ellos toda relación? Las afirmaciones dogmáticas sobre temas que los jóvenes entienden y los mayores no, las crueles interrupciones, el contradecirles de plano, hacer burla de cosas que los jóvenes toman en serio —a veces sobre religión—, insultantes alusiones a amigos suyos…, todo eso proporciona una fácil respuesta a la pregunta: «¿Por qué están siempre fuera? ¿Por qué les gusta más cualquier casa que su propio hogar?» ¿Quién no prefiere la educación a la barbarie?

Si uno preguntara a una de esas personas insoportables —no todas, evidentemente, son padres de familia— por qué se comporta de ese modo en casa, podría contestar: «Oh, no fastidie, uno llega a casa dispuesto a relajarse. Un tío normal no está siempre en su mejor momento. Además, si un hombre no puede ser él mismo en su propia casa, ¿entonces dónde? Por supuesto que no queremos andarnos con fórmulas de urbanidad en casa. Somos una familia feliz. Podemos decirnos “cualquier cosa” y nadie se enfada; todos nos comprendemos».

Todo esto, de nuevo, está muy cerca de la verdad, pero fatalmente equivocado. El afecto es cuestión de ropa cómoda y distensión, de no andar con rigideces, de libertades que serían de mala educación si nos las tomáramos ante extraños. Pero la ropa cómoda es una cosa, y llevar la misma camisa hasta que huele mal es otra muy distinta. Hay ropa apropiada para una fiesta al aire libre, pero la que se usa para estar en casa también debe ser apropiada, cada una de manera distinta. De igual forma, existe una diferencia entre la cortesía que se exige en público y la cortesía doméstica. El principio básico para ambas es el mismo: «Que nadie se dé a sí mismo ningún tipo de preferencia». Pero mientras más pública sea la ocasión, más «reglada» o formalizada estará nuestra obediencia a ese principio. Existen normas de buenos modales. Mientras más familiar es la ocasión, menor es la formalidad; pero no por eso ha de ser menor la necesidad de educación.

En cambio, el mejor afecto pone en práctica una cortesía que es incomparablemente más sutil, más fina y profunda que la mera cortesía en público. En público se sigue un código de comportamiento. En casa, uno debe vivir en la realidad lo que ese código representa, o, si no, se vivirá el triunfo arrollador del que sea más egoísta. Hay que negarse sinceramente a sí mismo todo tipo de preferencias; en una fiesta basta con disimular esa preferencia que uno puede darse. De ahí el antiguo proverbio: «Ven a vivir conmigo y me conocerás». El comportamiento de un hombre en familia revela, sobre todo, el verdadero valor de (¡frase significativamente odiosa!) su comportamiento «en sociedad» o en una fiesta. Quienes olvidan sus modales cuando llegan a casa, después del baile o de la reunión social, es que allí tampoco viven una verdadera cortesía; sólo remedan a los que la viven.

«Podemos decirnos “cualquier cosa”.» La verdad que está detrás de esto es que el mejor afecto puede decir lo que el mejor afecto quiere decir, sin tener presentes las normas de educación que rigen en público; porque el mejor afecto no desea herir ni humillar ni dominar. Puedes dirigirte a la esposa de tu corazón llamándole «¡Cochina!» cuando inadvertidamente está bebiendo de tu cocktail además del suyo; se puede cortar la historieta que nuestro padre está contando ya demasiadas veces; podemos meternos con los demás y burlarnos y hacerles bromas; se puede decir: «¡Callaos, quiero leer!» Se puede decir «cualquier cosa» en el tono adecuado y en el momento oportuno, tono y momento que han sido buscados para no herir, y de hecho no hieren. Cuanto mejor es el afecto más acierta con el tono y el momento adecuados (cada amor tiene su «arte de amar»).

Pero ese tipo grosero que al llegar a casa exige la libertad de poder decir «cualquier cosa» está pensando en algo muy distinto. Al poseer un tipo de afecto muy imperfecto, o quizá ninguno en ese momento, se apropia de las hermosas libertades a las que sólo el afecto más pleno tiene derecho o sabe cómo usarlas. Ese las usa con mala fe, siguiendo el dictado del resentimiento, o de modo cruel y obedeciendo a su propio egoísmo; en el mejor de los casos las usa de un modo estúpido, por carecer del arte adecuado. Y es posible que durante todo el tiempo tenga buena conciencia, porque sabe que el afecto se toma esas libertades; por lo tanto, concluye él, al hacerlo así, está siendo afectuoso. Si alguien se ofende, él dirá que la culpa es del otro, que no sabe querer. Se siente herido, ha sido mal interpretado.

En esas ocasiones a veces se venga «levantando la cola» y adoptando una actitud buscadamente «educada», con la que implícitamente quiere decir: «¡Ah!, ¿de modo que no estamos en familia? ¿Así que tenemos que comportarnos como simples conocidos? Muy bien; yo esperaba que… Pero no importa, se hará como tú digas». Esto ilustra bastante bien la diferencia entre cortesía en familia y cortesía formal. Lo que es adecuado para una puede ser, justamente, lo que infringe la otra: una actitud despreocupada y desenvuelta al ser presentado a una persona eminente es tener malos modales; poner en práctica en casa ceremoniosas fórmulas de cortesía («actitudes públicas en lugares privados») es, y lo será siempre, una forma de tener malos modales.

En
Tristram Shandy
hay un delicioso ejemplo de lo que son verdaderos buenos modales en familia: en un momento particularmente inoportuno, el tío Toby se ha estado explayando sobre lo que son las fortificaciones, su tema favorito. «Mi padre», al ser llevado otra vez más allá de lo soportable, le interrumpe violentamente. Entonces ve la cara de su hermano, la cara de Toby, que en absoluto parece dispuesto a responderle de la misma manera —nunca se le hubiera ocurrido—, herido por el desprecio a ese noble arte de las fortificaciones. Viene la petición de excusas, y luego la reconciliación total. Tío Toby, para demostrar cómo lo ha olvidado todo, para mostrar que no se siente herido, reanuda su explicación sobre las fortificaciones.

Pero aún no hemos tocado el tema de los celos. Supongo que ahora nadie cree que los celos estén exclusivamente referidos al amor erótico. Si alguien lo cree, el comportamiento de niños, empleados animales domésticos debería enseguida sacarles del error. Toda clase de amor, casi toda clase de relación está expuesta a los celos. Los celos del afecto están estrechamente ligados a la confianza con lo viejo y lo familiar. Lo mismo sucede con la falta de importancia, total o relativa, para el afecto de lo que yo denomino amor de apreciación. No deseamos que «los viejos rostros familiares» se vuelvan más vivos o más hermosos, que los viejos hábitos cambien, aunque sea para mejor, que las viejas bromas e intereses sean reemplazados por atrayentes novedades. Todo cambio es una traición al afecto.

Un hermano y una hermana, o dos hermanos —porque el sexo aquí no interviene—, crecen hasta cierta edad compartiéndolo todo. Leyeron los mismos tebeos, treparon a los mismos árboles; juntos fueron piratas o astronautas, comenzaron y abandonaron al mismo tiempo la colección de sellos. De pronto sucedió algo terrible. Uno de ellos se adelanta: descubre la poesía o las ciencias o la música seria o quizá pasa por una conversión religiosa. Su vida se llena con este nuevo interés, que el otro no puede compartir: se queda atrás. Dudo que la infidelidad de una mujer o de un marido produzca una sensación más terrible de abandono o de celos más fuertes que los que puede provocar a veces esta situación. No son aún los celos por los nuevos amigos, que pronto hará el «desertor»; pero eso vendrá. Al principio son celos por la cosa en sí: por esa ciencia, por esa música, por Dios (llamado en este contexto «religión», «todo eso de la religión»). Probablemente, los celos se manifiesten con un intento de ridiculizar ese nuevo interés del amigo: es «una solemne tontería», despreciablemente infantil (o, más bien, despreciablemente adulta); o bien se dice que el «desertor» no está de verdad interesado en eso, lo está haciendo sólo por alardear, por ostentación, todo es pura afectación. Pronto le esconderá los libros, los muestrarios científicos aparecerán destruidos, desconectará violentamente las emisiones de radio de música clásica… Y es que el afecto es el más instintivo, y en este sentido el más animal, de los amores: sus celos son, proporcionadamente, feroces: gruñen y enseñan los dientes como un perro al que se le ha arrebatado su comida. ¿Por qué no habría de ser así? Algo o alguien ha arrebatado al niño que estoy describiendo su alimento de toda una vida, su segundo yo; su mundo está en ruinas.

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