Read Los escarabajos vuelan al atardecer Online
Authors: María Gripe
—Bien. Después viene el subtítulo: Singular colaboración entre el Museo Británico y el Museo Provincial de Jönköping. ¡Después dejas libre la página! ¡Toda la página! Me siento pletórico de energía; así que pronto estará preparado todo. Ve al archivo y busca fotografías del antiguo Egipto, algunas estatuas y cosas por el estilo. ¡Lo que encuentres! ¡Coge también una pirámide y saca una prueba, para que esté todo listo!
—Si… Pero ¿qué hacemos con el ministro?
—¡A la última página! ¡Y el premio de cultura lo eliminamos! Nada más, Linkan, y no te olvides de informar a la radio. ¡Por fin venderemos números extra!
Aquel mismo día, cuando el sol de la tarde caía con más fuerza sobre Ringaryd, se podía oír por todas partes, a través de las ventanas abiertas, el noticiario radiofónico de Smaland:
«¡Bienvenidos al noticiario de Smaland! En primer lugar las noticias.
»El ministro de Estado ha comunicado hoy, en el encuentro anual con la asociación industrial de Smaland, que no podía tomar una decisión sobre las peticiones formuladas durante la conferencia de los representantes de industria smalándica. En su discurso de clausura, pronunciado ante el numeroso público que abarrotaba la sala de congresos, el ministro dijo que era preciso expresar.
»En los últimos días se ha iniciado una singular colaboración entre el Museo Provincial de Jönköping y el Museo Británico de Londres. También participa el Departamento egipcio del Museo Mediterráneo de Estocolmo. La colaboración se refiere a unos objetos hallados en una antigua tumba egipcia, de los que se han encontrado pistas en nuestra provincia. Según fuentes fidedignas, habría valiosos tesoros funerarios en el pueblo de Ringaryd.
»El alce que produjo esta tarde un caos en el tráfico de Tarnas ha podido ser conducido a un bosque cercano, gracias a un gran número de voluntarios, bajo la dirección de la policía».
Aquella misma tarde, a las nueve, se pusieron en movimiento las rotativas del periódico de Smaland. ¡La noticia estaba ya en la calle!
Si, la noticia estaba ya en la calle. ¿Qué pasaría a partir de ahora?
Jonás agitó las manos.
—De hecho, algo…
—Aún es demasiado pronto para opinar —dijo David pensativo.
—Esto puede provocar una terrible inquietud en el pueblo —dijo Annika.
Los tres contemplaban inclinado un periódico que había sobre la mesa del cuarto de Jonás. Lo acababa de traer David, que se estaba frotando la cabeza con una toalla. Le había sorprendido un aguacero cuando se dirigía a casa de los Berglund.
—Eso dependerá del interés que haya en el pueblo por las estatuas egipcias —apuntó Annika.
David no creía que tal interés fuera demasiado grande. Pero el nombre de Ringaryd había aparecido en el periódico de Smaland, y aparecer en el periódico, por el motivo que sea, despierta siempre interés en un pueblo.
—Por la noticia, parece como si todos los pueblos de Smaland estuvieran llenos de estatuas —dijo Annika indignada—. Y eso no es posible.
No, no era posible, pero ¿cómo se habría enterado el Museo Británico de la existencia de la estatua?
—Pásame un momento ese periodicucho —dijo Jonás. Lo agarró y comenzó a leer.
Pero el periódico sólo decía que había llegado una solicitud del Museo Británico y que se había iniciado un trabajo conjunto con el Museo Provincial. Todo lo demás eran afirmaciones vagas.
¿Habría alguna otra persona, aparte de David, Annika y Jonás, que conociera el estuche y hubiera leído las cartas?
No, Jonás aseguró que no era posible. Él había metido una pastilla de regaliz en la rendija de las tablas siempre la había encontrado en el mismo sitio. No podía garantizar que no había entrado nadie en la casa; pero sí podía apostar su cabeza a que nadie había tocado el estuche. Annika cogió el periódico.
—¡Qué palabrería! ¡No consigo sacar nada en limpio!
Jonás le echó una mirada compasiva.
—Tampoco es eso lo que se pretende. ¡Eso es el periodismo! Lo ha escrito un gran periodista, Harold Hjärpe.
—¡Ese tipo no sabe de qué habla! —Annika estaba indignada y tiró el periódico.
—¡Oh, claro que sí, Harold Hjärpe sabe muy bien lo que hace! —replicó Jonás con énfasis—. Hjärpe escribe así para despistar, en el caso de que se compruebe que ha intervenido una banda de ladrones internacionales. Acordaos del que anduvo por el desván.
Sonó el teléfono. Jonás corrió hacia él y descolgó el auricular. Era el pastor Lindroth; había recibido un montón de interesantes papeles del archivo provincial en Vadstena, y quería que Annika fuese a verlo lo antes posible. Estaba muy nervioso.
—¿No le habrás dicho algo sobre las cartas? —preguntó Jonás.
—No.
Annika no le había dicho nada. Pero muchas veces había pensado que tal vez sería mejor no cargar ellos solos con un secreto tan grave. Y, de compartirlo con alguien, no cabía pensar en nadie mejor que Lindroth.
—Es párroco y tiene que guardar el secreto profesional —dijo ella.
—Esto es muy peligroso —replicó Jonás.
Pero David no estaba de acuerdo con él. Quizá podría ser una ventaja hablar con Lindroth a través de su padre, pues trabajaban juntos en el coro.
—El viejo tiene ideas —exclamó David—, y podemos confiar en él.
—¡Hemos prometido mantener las cartas en secreto! —Jonás parecía impresionado.
—Por supuesto —confirmó David—. Pero ahora, al intervenir la prensa, ha cambiado la situación. Va a ocurrir algo, y nosotros cargamos con una gran responsabilidad si seguimos trabajando por nuestra cuenta. Creo que deberíamos dejar a Annika las manos libres para que haga lo que crea conveniente.
Se produjo un silencio, Jonás y Annika reflexionaban sobre lo que David acababa de decir.
—¿Es de confianza? —preguntó Jonás.
—Si, totalmente —contestó David.
—Entonces, se lo puedes contar. Pero sólo en caso de absoluta necesidad. ¿Me oyes, Annika?
Annika afirmó con la cabeza y se marchó a la parroquia, donde le esperaba el pastor Lindroth. Iba a gusto, pues siempre había sentido afecto por él. Le agradaba su presencia.
Lindroth era un hombre de unos sesenta años. Grande, muy grande y fuerte. Tenía el pelo espeso, gris y un poco rizado; frente alta y grandes ojos, casi cuadrados, de un color azul poco corriente. Era “guapo”, como solía decir Annika de pequeña.
Lindroth invitó a Annika a sentarse frente a él, en el escritorio. Durante la conversación, removió los papeles de un lado a otro, como hacía siempre. En su escritorio no había precisamente mucho orden.
—A ver por aquí… ¿Dónde podrá estar…? ¿Dónde los habré colocado…? Pero si estaba aquí…, si lo he tenido en mis manos.
Mientras decía eso, Annika se recostó en su silla y advirtió que su sensación de bienestar cruzaba por encima de la mesa. Sin darse cuenta, estaba sonriendo.
Por fin Lindroth encontró lo que buscaba. Miró a Annika y le devolvió la sonrisa.
—Escucha, Annika —dijo Lindroth, y cogió un papel del montón—. Prepárate a oír algo muy interesante. Tengo que contarte cosas de gran importancia. En primer lugar, he recibido un acta de defunción de Andreas Wiik, fechada el treinta de agosto de mil setecientos cincuenta y nueve. Del documento se deduce que ese día se pegó un tiro y después ardió con la casa en que vivía.
—Si, ya lo sé —dijo Annika.
Lindroth le clavó sus ojos azules.
—¿Cómo te has enterado?
Annika enrojeció. Se había ido de la lengua.
—Bueno, quizá podamos hablar de eso más tarde —dijo tímidamente.
Lindroth asintió con un movimiento de cabeza. Cogió la hoja siguiente y la agitó como si fuera un abanico.
—¿Conoces también esto? Es sorprendente cómo pudo pasar algo así. Aquí, con fecha de dos de junio de mil setecientos sesenta y cuatro se anula la partida de defunción de Andreas Wiik. Así que no estaba muerto. Se encontraba vivo todavía y vivió hasta mil setecientos ochenta y cinco. Incomprensible, ¿no es cierto?
—¿Es eso verdad? —Annika estaba totalmente desconcertada.
—¿No lo sabías? —Lindroth la miró satisfecho—. Y todavía tengo más. Esta es una carta de Petrus Wiik, es decir, del anciano padre de Andreas, que le sobrevivió. Contiene un relato muy singular escrito por él. ¿Entiendes, Annika? Su lectura es apasionante. Poco a poco se ve y se entiende como unas cosas están relacionadas con otras… Y cuando uno piensa que esta carta ha estado mucho tiempo en el archivo de Vadstena, tan lejos de aquí (tiene que haberse traspapelado), y que aparece precisamente en estos días…, es realmente sorprendente, y no se pregunta si todo esto es una casualidad o… Bueno, escúchame bien, Annika, aquí está la carta.
Lindroth volvió a clavar sus ojos en Annika. Luego, comprobó que estaba abierta la ventana que daba al jardín. Se levantó y la cerró.
—Cerraremos las ventanas para poder hablar sin que nadie nos moleste —dijo y se sentó de nuevo. Le brillaban los ojos y tenía un aspecto misterioso.
—¿Una carta de Petrus Wiik? —preguntó Annika asombrada—. ¿Cuándo la escribió?
—Está fechada el diecinueve de septiembre de mil setecientos ochenta y cinco, un día después del entierro de Andreas. Empieza diciendo que la carta no se debe abrir hasta que todos los miembros de las familias Wiik, Selander y Braxe hayan dejado esta vida, y hayan transcurrido, al menos, cincuenta años. Esto lo dice aquí, ¿ves? Está escrito con una pluma de ganso, de las que se usaban en aquel tiempo. Después viene su confesión, pues se trata de una verdadera confesión, Annika. Dice así:
Lo que ahora voy a escribir aquí, en este papel, prometí en otro tiempo no confiárselo nunca a nadie.
—Así, pues, va a contar cosas muy importantes, como ves. Después continúa:
El Todopoderoso tenga misericordia de mi alma. Los días de mi vida están contados, por eso mi conciencia me exige que haga esta confesión.
Lindroth suspiró y sacudió la cabeza.
—Si, presentía que ya no iba a vivir mucho, y tenía en la conciencia algo que le oprimía…¡Pobre hombre!
El 16 de junio del año 1763, hacia las seis menos cuarto de la tarde, fui llamado a la quinta Selanderschen. Emilie Selander, la señora de Braxe, me recibió en su cuarto de verano, situado en el desván. No había nadie más. Emilie me contó que sabía que iba a morir pronto.
Lindroth hizo de nuevo una pausa y suspiró.
—Ahora viene lo que debes escuchar atentamente, Annika.
Fue una promesa extraña y horrible la que Emilie me obligó a hacerle aquella tarde. Me pidió que, cuando ella muriese enterrara en secreto su cadáver junto al de Andreas, en la tumba del Monte de la Horca, en la que creíamos que descansaban los resto de mi desafortunado hijo. Emilie me hizo jurar que lo haría.
Lindroth se pasó un dedo por las cejas y murmuró:
—A mi entender, entre Emilie Selander y el joven Andreas Wiik tuvo que existir algo; algo, según parece, muy serio. Pero ella estaba casada y…, bueno, si, ése era asunto suyo, pero… aquí hay muchas cosas oscuras… Y prepárate a oír lo que dice a continuación. Creo que es una coincidencia muy extraña, si se piensa en lo que decía el periódico esta mañana. Escucha:
Emilie deseaba también que aquella funesta estatua de madera que ella misma guardaba en el banco de su cuarto fuera enterrada con ella…
—¿En el Monte de la Horca? —exclamó Annika asombrada—. ¿Podría estar la estatua en el Monte de la Horca? ¡Eso tendría que haberlo pensado Jonás!
Lindroth continuó leyendo:
Pero yo me negué con todas mis fuerzas a enterrar la estatua de madera junto a Andreas y Emilie. Porque estoy convencido de que la estatua que Andreas trajo de una tumba en Egipto fue la raíz de todas sus desgracias posteriores. No se profana impunemente algo que ha sido destinado al reposo sepulcral.
Lindroth hizo de nuevo una pausa y reflexionó.
—Bueno, ahora entra en acción Petrus Wiik —comenzó, y continuó leyendo con voz profunda:
El 1 de julio del año del Señor de 1763, Emilie dejó esta vida terrena, y yo cumplí mi promesa, lo reconozco aquí humildemente. Con la colaboración del ayudante del verdugo, Knut Mattson, la noche siguiente al día del entierro fui a la iglesia de Ringaryd, abrí la tumba de los Selander, saqué del ataúd el cuerpo de Emilie, puse en su lugar un objeto pesado, coloqué el cadáver en una sencilla caja de pino y lo enterré en el Monte de la Horca. Con la imagen, procedí de forma diferente.
—¿Has oído, Annika? —Lindroth la miró con los ojos muy abiertos.
—Si, es horrible —susurró ella.
—Y eso no es todo. Todavía vas a oír más. Realmente, la vida no fue fácil para ese pobre hombre. Después, escribe… Bueno, a lo mejor es demasiado largo para leerlo… Te lo resumiré. Viene a decir que Andreas no estaba en el Monte de la Horca. No había muerto; fue otro el que se suicidó y ardió en la casita de Andreas y fue enterrado después de ese monte. Pero eso no lo sabía nadie, pues Andreas no estaba en Suecia, sino que se encontraba en Suramérica haciendo un viaje por encargo de Linneo. Y no se enteró de nada hasta que regresó. Para entonces, Emilie ya había muerto.
Lindroth hizo una pausa y se sumergió en sus pensamientos. Annika esperó en silencio.
—Puedo imaginarme lo que debió de sentir el anciano Petrus Wiik al verse obligado a guardar su horrible secreto mientras contemplaba como Andreas visitaba afligido la tumba de Emilie en la iglesia, donde ella no estaba. Esto tuvo que…, bueno, al fin ya no pudo aguantar más y le contó a Andreas lo que le había pasado a Emilie. Le contó que, convencida de que él se había suicidado y esta enterrado en el Monte de la Horca, había querido ser enterrada junto a él y… ahora estaba junto a un hombre desconocido… y no en la iglesia. Fuera de sí, Andreas pidió a su pobre padre que, cuando le llegara la hora, se encargara de sepultarlo junto a Emilie. Él sabía que ya no le quedaba mucho tiempo de vida, pues había contraído en las lejanas tierras tropicales una enfermedad que en aquellos tiempos era casi incurable. De hecho vivió hasta 1785; pero, cuando regresó tan enfermo y desdichado, no creía que iba a vivir tanto tiempo…, pensaba que pronto se reuniría otra vez con Emilie. Si, realmente Petrus Wiik tuvo un destino cruel. Así lo escribe en su confesión: «Por tanto, hice otra vez la horrible promesa».