Los escarabajos vuelan al atardecer (16 page)

BOOK: Los escarabajos vuelan al atardecer
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—Gracias. Muchas gracias.

Penetraron en la oscuridad. Jonás mantenía su farol en alto y alumbraba a su alrededor.

—¡Cuantos ataúdes! —exclamó.

—Claro, es una iglesia muy vieja —dijo Lindroth—. Ahora tienes que agacharte un poco. El techo no es muy alto. Jonás por fin vamos a comprobar nuestra teoría.

Jonás vio cómo pasaba entre sus pies una rata. No se asustó pero experimentó una sensación desagradable. Además, aquí y allá se oían tímidos y apagados arañazos. Era una pena no tener el magnetofón. ¡Qué reportaje se podía haber hecho!

—Aquí lo tenemos —sonó la voz de Lindroth—. Este es el ataúd de Emilie.

—Al parecer, está muy bien conservado —opinó Jonás en tono profesional. Se acercó y puso la mano sobre él.

—¡Excelente madera, mira! —Lindroth dio unos golpecitos sobre ella—. ¿Lo intentamos?

Jonás asintió con la cabeza. Dejaron las linternas.

Lindroth se frotó las manos.

—Tendremos que agarrarlo con fuerza. Suelen pesar mucho. Pero podemos probar.

Lindroth agarró el ataúd por la cabecera, al tiempo que Jonás lo cogía por los pies, Pero fue imposible. No pudieron moverlo. Pesaba como el plomo.

Lindroth se rascó la cabeza y contempló el ataúd.

—Es muy pesado.

—Intentémoslo de nuevo —respondió Jonás.

—¿Y si agarramos los dos por el mismo sitio e intentamos moverlo? —propuso Lindroth—. Así uniremos mejor nuestras fuerzas, digo yo.

Ambos agarraron la cabecera y resultó más fácil.

—Ahora vamos a agitarlo un poco —dijo Lindroth—. ¡Una, dos y… tres!

Volvieron a empujar con fuerza, jadeando.

De pronto se oyó un ruido seco. Se miraron fascinados. Los ojos de Lindroth brillaban como estrellas.

—¿Lo ves, Jonás? ¡Teníamos razón! Ese ruido no puede ser de…, ¿cómo decirlo…?, de restos humanos: después de tanto tiempo, los restos de Emilie sonarían de forma muy distinta. Por eso podemos concluir que…

Tartamudeaba de emoción, y Jonás prosiguió:

—¡… que la estatua está en este ataúd! Eso es lo que pensaba yo.

—Si, no entiendo que pueda ser otra cosa. ¡Es para volverse loco, Jonás!

—¿Cómo podemos abrirlo? —preguntó Jonás. Estaba dispuesto a comenzar inmediatamente.

Pero Lindroth opinó que era preciso esperar. Parecía preocupado.

—Si, realmente es una pena —dijo—. Pero, antes de actuar, tenemos que decidir cómo vamos a encauzar el asunto. Lo antes posible. No debemos esperar demasiado… ni meternos en trámites burocráticos. ¡De ninguna manera!

—¿Cómo sospechaste que estaba aquí, Jonás? —preguntó Lindroth—. Me gustaría saberlo.

—Bueno, fue una intuición —empezó Jonás—. Pensé que Petrus Wiik se delataba cuando hablaba de un “objeto pesado”. Si se hubiera tratado de una piedra, por ejemplo, lo habría dicho. Pero disimula. Primero afirma que con la estatua había procedido «de otra manera», pero no dice cómo. Petrus Wiik actuó misteriosamente, y eso es lo que me hizo sospechar.

—¡Has sido muy listo! —le elogió Lindroth.

—¿Y cómo lo ha deducido usted?

Lindroth se había puesto en el lugar de Petrus Wiik y había intentado rastrear sus pensamientos y sentimientos. «No se puede violar impunemente algo que ha estado consagrado al reposo eterno de la tumba», había escrito Petrus. La estatua había estado consagrada a ese descanso, luego ¿qué era lo más lógico, entonces?

—Lo que ha salido de la tumba debe volver a ella. Así razoné yo —dijo Lindroth—. Y así debió de pensar también Petrus Wiik, aquel hombre tan duramente probado; por eso colocó la vieja y funesta estatua en el sarcófago de Emilie, para que descansara de nuevo en paz. Ese fue mi razonamiento.

—Genial —alabó Jonás.

Se dirigieron el uno al otro una mirada de alegría y admiración. Jonás volvió a mirar de reojo la caja.

—¿La movemos otra vez? —dijo. Y movieron de nuevo el ataúd.

No había ninguna duda: un objeto pesado se movía dentro.

—¡Si, señor! Y ahora, lo que hay que hacer en Ringaryd son los preparativos para abrir la tumba —exclamó Lindroth entusiasmado—. Jonás, ¿te queda alguna pastilla de regaliz? Son muy estimulantes.

18. EN EL CENTRO DE LOS SUCESOS

—En todo caso, creo que deberíamos mantener cierta reserva —dijo David—. De hecho, no sabemos todavía nada seguro.

—¡Tú no estuviste allí! —replicó Jonás impaciente—. ¡Tendrías que haberlo oído! Lindroth y yo coincidimos plenamente. Aquel ruido no era el de un esqueleto viejo. ¡Era un objeto pesado! ¡Te lo aseguro!

—Si, yo me fío mucho de lo que dice Lindroth —intervino Annika—, pero…

Se interrumpió y guardó silencio. Los tres se hallaban en el autobús de Jönköping y se dirigían a la emisora de radio de Smaland para ser entrevistados. En los medios de comunicación había una enorme efervescencia. Los diarios de la mañana publicaban en primera página y con grandes titulares la noticia de la estatua egipcia de Ringaryd. Annika tenía delante un periódico; sacudió la cabeza y lo dobló. La prensa convertía sus investigaciones en una epopeya de gigantes, sobre todo en lo concerniente a Jonás, al que calificaba de “agudo”, “despierto”, “extraordinariamente audaz”. Eso era cierto y Annika lo reconocía. Sin embargo.

Había algo que no le agradaba. Todo se limitaba a esa vieja estatua, una cosa material. Pero ¿Y las personas que había detrás? ¡Ni una palabra sobre su suerte! Y esas personas habían vivido, reído, llorado… La estatua, no ¿Por qué dar a ésta más importancia? ¡Naturalmente, porque era muy “valiosa”! “De valor incalculable”, se podía leer por todas partes.

Como es natural, se había hablado de Andreas Wiik. Era él quien había llevado aquel tesoro. Además, había sido discípulo de Linneo. Pero nadie se acordaba de Emilie, que tanto había tenido que sufrir.

—No entiendo a Andreas —dijo Annika de repente—. No comprendo cómo pudo actuar de esa forma, permaneciendo en silencio durante tres años, el tiempo de su larga ausencia.

—Quizá creyó que sería mejor para ella acceder a los deseos de su padre y casarse con Braxe, y no quiso ser un obstáculo… No lo sé —respondió David.

—¡Sólo un hombre puede hablar así! —exclamó enfadada Annika—. Tenía que saber que Emilie no quería casarse con Braxe. Pero no, él sólo pensó en su carrera. ¡Fue un egoísta!

—Eso no lo podemos saber, Annika —dijo David—. Además, tenía que hacer carrera si quería conseguir a Emilie. Era la condición que ponía su padre.

—¡Bah!, callaos de una vez. No discutáis más sobre esa vieja historia de amor. Pensad, más bien, en la estatua. De eso se trata ahora. ¿Quién de nosotros será el portavoz, para que no hablemos todos a la vez?

—David —opinó Annika enseguida—. Yo no pienso abrir la boca.

—Entonces, ¿por qué has venido? —le preguntó Jonás.

—Yo mantendré cierta reserva, como he dicho —afirmó David.

—Pues hablaré yo —a Jonás no pareció disgustarle esta solución—. Estará presente nuestro viejo maestro. Me gustará ver qué dice.

—Me parece bien que venga —dijo David—. Está acostumbrado a mantener viva una conversación.

—No estoy de acuerdo —exclamó Jonás—. Es una pena que no venga Lindroth en su lugar. Nos compenetramos muy bien, cosa que no ocurre con el profesor Laub.

Cuando llegó el momento, Jonás tuvo la alegría de verse libre de Laub. Antón Laub, el maestro de Ringaryd, no estaba en el estudio. Habló por teléfono desde Falkenberg, donde pasaba sus vacaciones.

Mientras la emisora de Smaland transmitía el boletín de noticias, la aldea parecía muerta. Las calles estaban desiertas.

—Maestro Laub, tiene que significar una enorme satisfacción tener alumnos tan aventajados como los aquí presentes —dijo la presentadora.

El maestro Laub estaba totalmente de acuerdo. Dijo que era “fantástico”, y añadió que una cosa así no se veía todos los días. Destacó que el acontecimiento era especialmente honroso para Ringaryd.

—Si, si, yo he dado clase a esos tres jovencitos en diferentes asignaturas. Por eso los conozco bien. Los tres han destacado, cada uno a su manera. David se ha interesado siempre por la historia. Annika es una chica emprendedora y bien dotada. Se puede decir que es magnífica en todos los aspectos. Jonás es un muchacho muy vivo, que nunca se está quieto allí donde lo coloques. Se podía prever que llegaría muy lejos en la vida, de modo que en realidad no me sorprende todo esto.

Antón Laub hablaba sin parar y aún le quedaban muchas cosas por decir. Pero la presentadora lo cortó y se dirigió a los muchachos. Les preguntó cómo habían ocurrido los acontecimientos. Jonás respondió:

—Nosotros intervinimos en esta historia desde el principio, mucho antes que el Museo Británico. Y siempre estuvimos seguros de que sería algo sensacional.

—¿Qué quieres decir con eso de “antes que el Museo Británico”? —oyeron que gritaba Antón Laub, por teléfono, desde el estudio de Falkenberg.

—Todo esto es muy interesante —intervino la presentadora—. Pero ¿cómo actuasteis?

—Tuvimos grandes dificultades para encauzar el asunto —declaró Jonás—. Pero, a pesar de nuestros modestos medios, seguimos adelante con ayuda de algunos recursos técnicos.

—¡Ah! ¿Y de qué instrumentos se trata?

—Aparte del magnetofón, parte esencial del equipo básico, usamos walkie-talkies para comunicarnos; además también utilizamos unos sistemas de alarma y control para protegernos.

—¿Para protegeros? ¿Os habéis sentido en algún momento amenazados?

En los aparatos de radio se oyó un murmullo. Era Annika, que susurraba algo a Jonás. Temía que Jonás se fuera de la lengua.

La presentadora sonrió nerviosa.

—¿Quieres añadir algo, Annika?

—¡No! —exclamó asustada—. No sé…

—¿Tal vez David?

—No, no tengo nada que añadir.

—Bien, entonces, ¿Puedo continuar? —dijo Jonás con desenvoltura—. Como es natural, siempre fuimos conscientes del incalculable valor de una estatua egipcia como ésa. Teníamos que actuar con cautela y tomar precauciones.

El tiempo casi había terminado. La presentadora se dirigió otra vez a David; pero se mostró muy reservado, como había prometido, y no quiso añadir nada. En cambio, Antón Laub dijo que pensaba interrumpir sus vacaciones para ir a Ringaryd y estar en el “centro de los sucesos”. Presentía que lo necesitaban. Después de todo…, ¡era el profesor de los muchachos!

—Buenos, os damos las gracias y os deseamos el mayor de los éxitos en la apertura de la tumba, que está a punto de realizarse. Y esperamos que volváis otra vez y podáis explicar a los oyentes cómo es la estatua funeraria egipcia. Os agradezco de nuevo que hayáis venido a nuestros estudios.

19. LA APERTURA DE LA TUMBA

Existía en Ringayd, desde siempre, un local para celebrar las fiestas. Estaba junto al campo de tiro, y lo utilizaban para sus actos la Asociación de Cazadores de Ringaryd, el Club Deportivo y la Unión de Apuestas. Pero, a finales de los años sesenta, comenzaron a actuar allí cantantes de música moderna y se produjeron algunos desórdenes. A partir de entonces, nadie se atrevió a organizar fiestas allí, y el local se cerró.

Muchos echaban de menos las fiestas de Ringaryd. Por eso no era extraño que ahora quisieran comportarse correctamente. Naturalmente, esta vez no se trataba de una fiesta ordinaria. Se trataba de algo solemne. Los asistentes iban a presenciar un acontecimiento histórico. Tras la alegría y el regocijo existía un objetivo más serio. Pero eso no significaba que hubiera que tomarlo todo con una seriedad “sepulcral”, como Harald Hjärpe decía, con cierto humor, en el diario de Smaland.

Naturalmente, no cabía pensar en un baile. No convenía armar demasiado alboroto. Por otra parte, la pista de baile había desaparecido, y era preciso reunirse alrededor de la iglesia, que constituía el centro de los sucesos, pues había que rodear al acontecimiento de una cierta dignidad. No obstante, había puestos de café en la explanada de la iglesia y en otros sitios, así como de perritos calientes, helados, pasteles de nata y de mermelada de fresa, etc.

Los niños podían comprar globos. En el último momento se había instalado un gigantesco puesto de globos coronado por una esfinge egipcia y con una pirámide como fondo.

Algún avispado negociante había impreso la imagen de Nefertiti en unas camisetas que podían adquirirse en la tienda de los Berglund. Jonás llevaba puesta una para celebrar el día.

Toda la comarca había tomado parte en los preparativos. Se ofrecían las más increíbles sorpresas, aunque todo se había organizado con gran celeridad. Lo único que preocupaba era el tiempo. Muchas fiestas en Ringaryd se solían estropear por la lluvia. Pero esta vez fueron propicias las fuerzas del cielo. El día de la apertura de la tumba brilló el sol sobre Ringaryd.

Llegaban autobuses repletos. Los coches formaban largas caravanas. La gente reía, y se saludaban unos a otros. Los globos ascendían y explotaban. Los niños gritaban. Los perros ladraban. Todo era vida y movimiento. Los globos y las camisetas se agotaron rápidamente.

También había música y canciones. De cuando en cuando, el altavoz daba algunas instrucciones que era preciso repetir a gritos para que se oyeran en todas partes.

Jonás Berglund se deslizó por entre el gentío con el magnetofón. Trató de pasar inadvertido. Había ensayado la voz para que sonara como las que comentaban los entierros reales. Era una voz que siempre había admirado y ahora dominaba.

—Aquí, Jonás Berglund. Me encuentro con mi equipo delante de la iglesia. Me rodean representantes de la prensa, casi se puede decir que de la prensa mundial, que han acudido para informar sobre el acontecimiento del día. Hay gente de la radio y la televisión suecas, y también funcionarios de Patrimonio Nacional y del Museo Nacional de Historia. Aquí veo al profesor César Hald conversando con Harald Hjärpe, el principal reportero del diario de Smaland. Este zumbido que se oye procede de un equipo de aire. Es una especia de compresor, prestado por el Museo Vasa, de Estocolmo, para acondicionar inmediatamente el hallazgo. Ahora viene… ¡Un momento, por favor!

Una nube de fotógrafos había rodeado a Jonás. Por todas partes le disparaban flashes y le formulaban preguntas a gritos.

—Por favor, una foto para el “Dagens Nyheter”.

—¡Somos del Diario de la Noche! ¿Puedes atendernos un momento?

—Si, creo que será posible —Jonás se aprestó a colaborar. Era un terreno en el que se movía bien. Sabía de qué se trataba.

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