Read Los escarabajos vuelan al atardecer Online
Authors: María Gripe
—Perdone, no tengo tiempo —dijo—. He de ir a un entierro, es decir…
—¡Ah! Entonces no quiero molestarte. Espero no…
—¡Oh, no! —le interrumpió Jonás—. No es nada triste. Pero tengo que irme ahora.
—De acuerdo, Jonás. Muchas gracias otra vez. Creo que te va esta profesión.
—¿De verdad? —preguntó Jonás entusiasmado.
—Si, creo que si. Oye, si surge algo interesante, ponte inmediatamente en contacto conmigo. ¿De acuerdo? Bien, márchate ya. Saluda de mi parte al muerto… ¡Oh!, perdón quiero decir… Bueno, seguiremos en contacto.
—Hasta pronto.
—Adiós.
Jonás colgó el teléfono. Esta desconcertado y no precisamente satisfecho. No obstante, decidió dejar como estaban sus relaciones con Hjärpe y no decir nada a nadie. Ahora tenía que darse prisa. David y Annika habían salido ya. Cuando llegó, todos estaban sentados en el coche y le esperaban. Annika le dirigió una mirada cargada de reproches, pero Lindroth dijo que no tenía ninguna prisa.
Jonás se sentó junto a Lindroth.
—¿Has traído tu libro de canto, Jonás? —preguntó Annika.
¡Ay! ¡Lo había olvidado! ¿Debía ir a buscarlo? Lindroth no lo creyó necesario. Si fue preciso, Jonás podría echar una mirada al libro de cualquier otro.
—¡Claro que será preciso! —comentó Annika mordaz. Estaba sentada y tenía en las manos su libro de canto y un ramo de margaritas.
Jonás se volvió y le hizo una mueca.
David llevaba una tabla con una inscripción. En el suelo del coche había una barra de hierro y un hacha.
Lindroth conducía un viejo coche, de motor de dos tiempos, que producía un ruido horrible. Le gustaba conducir. En el pueblo se decía que no lo hacía bien. No le gustaban las autopistas y evitaba las carreteras anchas. De ordinario iba por carreteras estrechas.
Era divertido viajar con él. Jonás tuvo que salir y abrir un portón. Lindroth torció por un camino de tierra. El coche traqueteaba tanto, que todos saltaban en los asientos y gritaban de risa.
—¡Cuidado! ¡Mis flores! —exclamó Annika riéndose—. ¡Se están quedando sin pétalos!
El camino descendía y luego ascendía muy pendiente.
—¿Conseguiremos subir? —preguntó David, con una sombra de duda.
—¡Claro que si! Primero descenderemos despacio, y luego pisaré el acelerador a fondo —explicó Lindroth.
El coche se balanceaba. Con fuertes crujidos, Lindroth logró meter la primera y pisó con entusiasmo el acelerador. El coche dio un salto hacia adelante.
—En las cuestas soy fenomenal —se vanaglorió, satisfecho de su proeza.
Ramas grandes y pequeñas pasaban disparadas chocando contra las ventanillas y el techo del coche. Unas vacas los miraban con ojos inexpresivos. Lindroth paró el coche, bajó la ventanilla y les acarició los morros. Las vacas mugieron y siguieron al coche.
—¿Quiere usted llevar las vacas a nuestra reunión? —preguntó David con una sonrisa.
Lindroth subió de nuevo el cristal e hizo a las vacas un gesto de despedida. No, tal vez no sería oportuno tenerlas cerca cuando llegara el momento.
De repente, Lindroth tuvo que girar y terminó contra una mata de escaramujo. Entre las hierbas de la orilla del sendero había alguien escondido.
Era Natte. No parecía estar muy sobrio.
El coche quedó al ralentí. Lindroth se bajó y fue hacia Natte.
—¡Ay, Natte! ¡Esto podría haber terminado mal! —le dijo amistosamente.
Pero Natte estaba enfadado. Le dirigió una torva mirada y no contestó, ni siquiera saludó.
Lindroth, un poco confuso, tosió ligeramente.
—¿No sería mejor que se cambiase de sitio, Natte? Lo digo por si pasa otro —dijo con cierta cautela.
—¿Qué? —preguntó Natte mirándole fijamente.
—Bueno, lo digo porque…
—Ya le he oído, pero no tengo ganas de contestar —bufó—. ¡Me parece estúpido! ¡Sólo un loco como usted se atrevería a pasar con el coche por un camino como éste!
Lindroth miró a su alrededor. Estaba claro que aquél era un camino de animales.
—De todos modos, nunca se sabe, Natte —contestó.
Natte escupió lejos y con fuerza.
—¿No es verdad lo que he dicho?
—Puede venir una moto, una bicicleta… y ocurrirle una desgracia —intentó aclarar Lindroth.
Natte no contestó ni hizo ademán de levantarse.
—Es preciso tener los ojos abiertos y ser prudente —dijo Lindroth en tono de advertencia.
Natte le lanzó una mirada penetrante.
—No está bien meter las narices donde no le llaman a uno —dijo.
—¿Meter las narices? Aquí nadie mete las narices en nada.
—¿Y qué hizo usted en la cripta de la iglesia?
Lindroth se rascó la cabeza. ¿También a Natte tenía que darle explicaciones?
—¡Basta ya de tonterías! —gritó Natte con vez imperiosa, al tiempo que se levantaba—. ¡Llevar a todo el pueblo al ridículo! ¡Puede que algún día se arrepienta!
Estuvo un rato en pie y mirando fijamente a Lindroth por debajo de sus mechones de pelo. Luego, echó a andar con paso vacilante y se internó en el bosque saltando una zanja.
—Adiós, Natte —dijo Lindroth casi desconcertado.
—Tome una pastilla de regaliz. Coja dos —le ofreció Jonás.
—Si, son muy refrescantes. Gracias.
Lindroth se sentó al volante y arrancó. Tuvo que apretar con fuerza el acelerador para conseguir que el coche subiera la pendiente.
—Pobre Natte, parece que algo le atormente —comentó David.
De nuevo estaban en marcha. Cuando se tranquilizó un poco, Lindroth continuó conduciendo con tanta intrepidez como antes y recobró su buen humor.
Por fin llegaron al Monte de la Horca. Se apearon los cuatro. Lindroth abrió el maletero y examinó como había llegado la cesta de la merienda.
—Cuando se viaja en coche se producen muchas sacudidas; por eso hay que tener un poco de cuidado —comentó con evidente falta de lógica. Luego, advirtió lo que había dicho y se rió divertido—. Quiero decir que siempre tiene uno miedo de que pueda pasar algo —añadió.
Pero no había sucedido nada. Todo estaba en orden. Abrió la cesta, levantó la servilleta colocada sobre la merienda y husmeó impaciente.
—No. Primero celebraremos la ceremonia religiosa —dijo, y colocó de nuevo la servilleta.
El Monte de la Horca era un sito precioso, con una vista magnífica.
—Así son todos los antiguos sitos de ejecución —explicó Lindroth—. A menudo tienen una vista espléndida; tal vez para que los ahorcados pudieran ser vistos desde los caminos transitados por los hombres, o para que los condenados a muerte pudieran contemplar algo agradable antes de morir.
Annika se estremeció.
—Es horrible imaginar —continuó Lindroth— que hay personas que se creen con derecho a decidir sobre la vida de los otros —hizo una pausa—. Pero hay que reconocer que el lugar es bello.
La pendiente estaba cubierta de hierba verde. En la cima crecían robles añosos. El viento susurraba entre la hierba y en las copas de los árboles. En la lejanía sonaba un cencerro. Los pájaros cantaban en el follaje.
—A pesar de todo, no es mal sitio para descansar —comentó David. Sacaron las cosas del coche y se dirigieron a la cima de la colina. Decidieron empezar con un canto.
—Himno quinientos setenta y nueve, verso primero —dijo Lindroth, y entonó. Los otros lo siguieron.
Soy peregrino en la tierra,
Soy un pobre extranjero.
Aquí no hay hogar para mí,
Mi morada está en el cielo.
Lugo llegó el momento de colocar la inscripción conmemorativa. Lindroth clavó el poste; David y Jonás lo sujetaban. Lo golpeó con el hacha hasta fijarlo bien en el suelo. Después clavaron en él la tabla con la inscripción.
Lindroth leyó el texto escrito en ella:
EN MEMORIA DEL DISCÍPULO DE LINNEO
ANDREAS WIIK
NACIDO EN RINGARYD EL 23 DE MAYO DE 1738,
MUERTO EN RINGARYD EL 9 DE SEPTIEMBRE DE 178.
EL MISMO ELIGIÓ ESTE LUGAR
PARA SU ÚLTIMO DESCANSO.
—Si —prosiguió Lindroth tras un minuto de silencio—. «Todo lo viviente está unido entre sí». Estas palabras son tuyas, Andreas Wiik. Esa fue la idea que inspiró tu vida y todos tus actos. La muerte no fue para ti el fin, sino la continuación de la vida. Los muertos viven. Así pensabas tú.
Lindroth enmudeció. En la lejanía sonaba un cencerro. El viento susurraba entre la hierba y en las copas de los árboles. Los pájaros trinaban, las hojas de los libros de canto parecían aletear mientras Lindroth y los tres muchachos cantaban:
El tiempo corre como un vendaval,
Y con él se van nuestras vidas.
Pero, tras la incertidumbre,
Llega la inmortalidad del alma.
—Bien, ya hemos cantado los himnos —añadió Lindroth en voz baja—. Coloca las flores, Annika.
Annika arregló un poco el ramo que tenía en las manos, se acercó y lo colocó junto a la inscripción. Luego, hizo una pequeña inclinación.
—¿Cree usted que los muertos viven? —preguntó Jonás.
Lindroth no contestó inmediatamente; se pasó la mano por las espesas cejas, como solía hacer buscando respondía a determinadas preguntas.
—Naturalmente —dijo al cabo de un rato—. Creo que existe una vida eterna, como se afirma en la Biblia. No puedo imaginar que todo se acabe en la tierra, con el cuerpo y la muerte.
—Pero, ¿qué pasa con los muertos? —preguntó Annika—. ¿Cree que pueden comunicarse con los vivos?
—¿A qué te refieres, Annika?
—Bueno, me pregunto si pueden ponerse de algún modo en contacto con nosotros.
—No sé… ¿Por qué iban a hacerlo? —Lindroth se frotó otra vez las cejas.
—Sólo era una pregunta —dijo Annika.
Lindroth respiró profundamente y contempló el cielo. Luego miró de nuevo a Annika y observó sus ojos.
—Si, Annika, yo también me lo pregunto. Si nos atenemos a lo que dicen Las Escrituras, no hay ninguna prueba directa. Pero cuando uno ha estado sentado, como yo, junto a tantos lechos de moribundos, ha visto y escuchado cosas muy extrañas; y eso da que pensar. Es todo lo que te puedo decir.
—¿Cuándo comemos?
Era Jonás. Estaba en pie y contemplaba la cesta de la merienda.
—Ahora mismo.
Lindroth se acercó a la cesta y quitó la servilleta.
—¡Qué comida!
—¡Qué excursión!
—¡Qué día tan maravilloso!
—¿Qué importa ahora que una determinada estatua no estuviera en un determinado ataúd? —suspiró Lindroth satisfecho.
—¡Nada en absoluto! —asintió Jonás. Miró hacia el horizonte con ojos soñadores—. Tal vez deberíamos haber traído a Hjärpe —dijo, pensando en voz alta algo que no iba dirigido a los demás. Se mordió la lengua.
David y Annika lo miraron sin comprender.
—Ha sido sólo una idea… Creo que no se entierra todos los días a un alumno de Linneo descubierto por nosotros.
Annika nunca se había interesado especialmente por la estatua egipcia. David, tampoco. Sólo Jonás.
Y ahora, cuando ya Jonás había dejado de pensar en la estatua, ahora era cuando Annika empezaba a pensar en ella. No porque se tratara de un tesoro perdido, de una pieza de museo, sino por lo mucho que había significado para Emilie Selander; tanto, que incluso en sus últimas horas se había ocupado de ella.
¡Qué destino! Emilie había tenido razón cuando pensaba que Andreas no había muerto sino que vivía todavía. Se acercaba con frecuencia a “su” planta, palpaba la presencia de Andreas, sentía sus pensamientos llenos de vida. Pidió a la planta que, si Andreas había muerto, le diera una señal. Dejando que se marchitara una determinada hoja. Y, en vez de eso, habían salido nuevos brotes junto a aquella hoja. Emilie creía descubrir constantemente signos de que él seguía vivo.
Pero estaba rodeada de personas que creían que había perdido el juicio. Se compadecían de ella y terminaron por convencerla de que se casara con otro. Por supuesto, lo hicieron de buena fe, pues Andreas no daba señales de vida. ¿Por qué obró así él? ¿Sabía el daño que ocasionaba? Las cartas revelaban que estaba muy pagado de sí mismo. ¿Nunca había pensado Emilie en eso?
Probablemente no. Vivía sólo para Andreas. Estuvo siempre consagrada a él, del mismo modo que luego se consagró a su padre mientras vivió.
¡Pobre Emilie…, nunca vivió su propia vida! Cuando su padre confesó que había matado a Andreas, ella llegó a creer que Andreas estaba muerto. Entonces se apagó su esperanza y desapareció su alegría de vivir.
En aquel momento, sus pensamientos empezaron a girar en torno a la estatua. Comenzó a creer que pesaba sobre ella una maldición y que era la estatua la causa de la desgracia. Esa era la única posibilidad de explicar por qué su padre había matado a Andreas; no pudo evitarlo, fue víctima de la maldición. La estatua fue el chivo expiatorio, y Emilie no pudo culpar a su padre.
Evidentemente, la estatua egipcia tenía más importancia de lo que Annika había creído al principio. De repente, tuvo la sensación de que la estatua se encontraba aún en algún sitio. Había ocupado los pensamientos de tanta gente, había influido tanto tiempo en tantas vidas humanas, que no podía haber terminado miserablemente, ardiendo en el patio del campanero, como creían todos.
Aunque no se lo dijo a nadie, Annika cambió de opinión. David seguía pensando como siempre, ella lo sabía.
«Al hombre —decía David— se le había otorgado la fantasía y los sentimientos para poder ponerse en el lugar de los otros seres vivos, y compartir sus pensamientos y sentimientos; tal vez, incluso, más allá del tiempo en que vive».
Como Andreas Wiik, David opinaba que la capacidad de comprensión era común a todos los seres vivos, cualquiera que fuese su forma de existencia. El hombre no era la única criatura que poseía inteligencia y sentimientos. Todos los seres vivos estaban dotados de disposiciones parecidas. Por eso tenía que ser posible comunicarse con animales, pájaros y plantas.
«Si —pensaba David—, tenemos algo importante en común con todo lo que vive, e incluso algo importante en común con todo lo que vive, e incluso con todo lo que ha vivido antes. La muerte no es el fin de la vida, sino la entrada a una nueva forma de existencia».
Annika no quería llegar tan lejos. Opinaba que el hombre era el único ser dotado de fantasía y sentimientos, y que por eso mismo tenía una grave responsabilidad sobre la naturaleza y sobre todo lo que vivía.