Los escarabajos vuelan al atardecer (20 page)

BOOK: Los escarabajos vuelan al atardecer
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No era difícil ponerse en lugar de Emilie y compartir su vida. Doscientos años no significan nada. Las cartas de Magdalena, sobre todo, permitían reconstruir la imagen de Emilie. A través de ellas se podía conocer mejor a Emilie que a la propia Magdalena. Si Emilie vivió la vida de Andreas, Magdalena vivió la vida de Emilie.

¿Vivían los hombres, en aquella época, la vida de otros en vez de la suya propia? ¿Qué pasaba ahora?

Absorbida por estos pensamientos, Annika cogió en secreto el magnetofón de Jonás y escuchó de nuevo todas las cartas. También la primera cinta, aquella que Jonás grabó el día de su cumpleaños, cuando estuvieron a oscuras delante de la quinta Selanderschen. La cinta en que David y Jonás creyeron oír que una voz susurraba: “en el cuarto de verano… yo… Emilie”.

En aquella ocasión, Annika no pudo oír la voz. Ni siquiera tomó en serio lo que le dijeron los otros dos. Ahora, en cambio, la oía claramente.

Pero hubo algo más; descubrió en otra cinta algo que se les había pasado a los otros dos. Esta última cinta había sido grabada en la iglesia el día anterior a la apertura de la tumba. En aquel momento, los muchachos estaban esperando a Lindroth. El padre de David, sentado en el coro, tocaba el órgano. Jonás había estado ensayando su voz para el reportaje de apertura. Se esforzaba por conseguir un tono discreto, serio, adecuado para un entierro real, y la atmósfera le pareció sugerente. Describió el púlpito, el altar y cosas por el estilo. David iba junto a él. Annika, un poco detrás.

De repente, David había dicho que hacía frío en la iglesia y que quería salir.

También Annika había notado algo así como un soplo frío. «Salgamos a la calle», había propuesto.

En aquel instante se había parado el órgano, ¡y una voz había quedado grabada en la cinta! ¡La misma voz que entonces! Annika lo notó inmediatamente. Retrocedió la cinto y volvió a escucharlo muchas veces más. La voz resultaba cada vez más clara.

¿La voz de Emilie…?

Como la primera vez, al principio resultó difícil entender qué decía. El mensaje era breve. Se componía de un par de palabras entrecortadas, lo mismo que la vez anterior.

Finalmente, Annika creyó escuchar la palabra “avispa”.

Cuando la voz dijo: “en el cuarto de verano”, ellos descubrieron el cuarto de verano. Pero ¿qué podría significar la palabra “avispa”?

¡En todo caso era un descubrimiento que abría la esperanza! Annika telefoneó a David y le pidió que fuera a verla.

David oyó enseguida la voz, pero interpretó el mensaje de otra manera. Le pareció que decía “obispo”. Eso era aún menos comprensible. ¿Qué obispo? ¿Uno que viviese ahora o uno de la época de Emilie? ¡Debía haber dado su nombre!

Cuando volvían de la excursión con Lindroth al Monte de la Horca, el pastor había hablado del texto para la música que el padre de David había compuesto. Es decir, para la melodía que David había escuchado en sueños. Lindroth les contó que había tenido una inspiración mientras estaban junto al epitafio de Andreas. Estando allí de pie, le vino de repente el texto. Lo escuchó, lo vio. O, al menos, él había tenido esa impresión. Pero luego, se le habían esfumado las palabras…

Insistió en que eran las palabras adecuadas. Había tenido una sensación extraña: que sólo podía haber un texto para aquella melodía. Era preciso encontrar ese texto, las palabras, el contenido. Esas palabras habían surgido en su interior en el Monte de la Horca; después habían desaparecido, esfumadas como en un sueño.

Sin duda ocurría algo raro, pues también David pensaba que ya existía un texto para aquella melodía. Lo había oído cantar en sueños, palabra por palabra, pero lo había olvidado al despertarse.

Su padre, Svante, estaba convencido de ser el autor de la melodía. Cuando David le había dicho que creía conocer la melodía, él le había respondido que eso era imposible, a no ser que todas las melodías existieran y estuvieran almacenadas en algún sito y el arte de componer consistiera en redescubrirlas y sacarlas del olvido.

Al anochecer, David fue a la quinta Selanderchen; quería echar una mirada a la selandria. La planta había echado capullos y él deseaba ver cuánto habían crecido. Eran grandes y pronto se abrirían. Sólo estuvo allí un momento.

Al volver a casa, pasó junto a la iglesia. Sabía que su padre estaba allí, trabajando como de costumbre.

Al entrar, además del sonido del órgano, oyó el tecleo de una máquina de escribir. Sentado en un banco del centro de la iglesia. Lindroth escribía. Era evidente que estaba inspirado. Golpeaba las teclas con fuerza y no advirtió la presencia de David.

David se colocó sigilosamente detrás de él y miró por encima de su hombro.

Lindroth levantó la mirada y lo vio.

—¿Llevas pastilla de esas? —preguntó con cautela.

—¿Se refiere a las de regaliz? Lo siento, pero no.

—No importa. Creí que… Son tan estimulantes esas pildoritas… —Lindroth fijó de nuevo los ojos en el papel, en lo que acababa de escribir—. Si, David, estoy trabajando en el texto para la melodía que está tocando tu padre. Me vienen las palabras mientras la escucho.

—Entonces, no quiero molestarle —dijo David.

—No molestas. Ya he encontrado el texto —Lindroth hablaba con seguridad y parecía feliz.

—¿Puedo leerlo?

Lindroth asintió con la cabeza, y David leyó:

Escucha, escucha, flor azul,

Tienes que hablar y darme una respuesta

El cielo y la tierra están en silencio.

Hay silencio en el mundo entero…

David se sentó lentamente en el banco junto a Lindroth. Las palabras le eran conocidas. Las reconocía de nuevo. De repente advirtió que conocía todo el texto, incluso la parte de Lindroth no había escrito todavía.

Y empezó a recitar los restantes versos. Lindroth le echó una mirada…, pero no pareció sorprendido. Comenzó a escribir mientras David hablaba.

Flor azul, tú debes saberlo,

Tú lo sabes, y te acuerdas.

Háblame, susurra, respira,

Dame tan sólo una señal…

David enmudeció y Lindroth dejó de teclear. Sonrió satisfecho y leyó lo que había escrito.

—Si, así está bien —dijo—. ¡Somos geniales, David!

David le devolvió la sonrisa. También él se sintió de repente tan extrañamente alegre, tranquilo y satisfecho como Lindroth.

Este miró de nuevo el texto y se enfrascó en él. Se frotó las cejas y comentó:

—Me gustaría saber si hemos captado todo. ¿Lo repaso otra vez? ¿Qué opinas, David?

Pero no recibió ninguna respuesta. Se volvió y buscó a David con la mirada. Lo llamó…

David había desaparecido.

¿Dónde podría estar el chico? ¿Por qué tenía tanta prisa? Lindroth siguió sentado y trabajó durante un rato en su obra. Se le había dado muy bien, y era emocionante esperar a ver si se le ocurría algo más.

David cogió la bicicleta y se sumergió en la noche. Siguiendo una vieja costumbre, pedaleó hacia la quinta Selanderschen. Se apeó y dio una vuelta. Los rosales florecían por todas partes; rosas amarillas y blancas perfumaban la noche.

Un sapo salió de su agujero. Los sapos tienen los ojos muy bonitos… David se inclinó, el sapo se detuvo, y los dos se miraron largo tiempo a los ojos. ¡A David le hubiera gustado compartir los pensamientos del sapo! Y se preguntó sonriendo si el sapo tendría el mismo interés en conocer los suyos.

Entonces oyó el teléfono de la casa. Dejó el sapo, abrió la puerta de la cocina y entró deprisa. Todavía seguía sonando. Fue hacia el aparato y cogió el auricular.

Era Julia:

—Buenas noche, David.

—Buenos noches.

—Parece que te falta la respiración.

—Estaba en el jardín y he oído el teléfono ¿Qué hora es? ¿No es ya muy tarde?

—¿Si? No me he dado cuenta. Yo no me guío mucho por el tiempo… —Julia sonrió quedamente.

—No importa —dijo David.

—¿Cómo van las cosas, David? ¿Ha florecido ya la selandria?

—No. Tiene capullos grandes, pero creo que no ha florecido ninguno todavía; al menos hace un par de horas no había ninguna flor.

—¡Ah ya! Pero, cuando empiezan a salir, se desarrollan deprisa; los capullos de la selandria se abren siempre por la noche.

—Entonces miraré otra vez antes de irme.

—Hazlo, David. ¡Y cuídala bien!

—Se lo prometo.

—Bien, David. Otra cosa: el movimiento del caballo que hiciste la última vez…

—¿El que me sugirió el escarabajo?

—Si. Le ha dado la vuelta a la partida.

—¿De verdad? ¿Cómo ha sido?

—Ahora estoy obligada a cambiar tu dama por la mía y darte otra vez jaque. ¿Estás en peligro?

—No, en realidad no; pero…, ¿no es una jugada extraña?

—Depende de lo que uno se proponga con ella. La jugada siguiente si que va a ser muy importante. De ella puede depender toda la partida.

—¿Si?

—Si. Piénsala bien. Buenas noches, David.

—Buenas noches.

David colgó el auricular y movió la cabeza. Julia era un caso curioso. De pronto, el muchacho cayó en la cuenta de que nunca habían convenido la hora en que ella iba a llamar, para que él estuviera allí. No obstante, Julia llamaba siempre casi en el momento mismo en que él entraba por la puerta. O estaba colgada continuamente al teléfono, o tenía un sexto sentido. Jamás parecía sorprendida cuando él lo cogía. A David tampoco le causaba sorpresa que fuera ella. Su partida de ajedrez se había convertido en la cosa más natural. Aquella sensación resultaba agradable.

Julia había dicho que la jugada siguiente iba a ser muy importante. Tendría que esforzarse. No quería que lo tuviera por un mal jugador. Julia había conseguido dos veces darle jaque. Si, David tendría que esforzarse.

Fue hacia la puerta; y entonces recordó lo que había dicho a Julia sobre la selandria. Tenía que comprobar otra vez el estado de los capullos.

En cuanto abrió la puerta, vio que la selandria había florecido. Tenía flores azules, grandes flores azules. Temblaban y se balanceaban delicadamente en sus tallos, mientras él cruzaba el cuarto. Cuando se paró delante de ella, las flores se quedaron quietas, dejaron de moverse. Parecían escuchar atentamente y sin respirar cuando David se inclinó sobre ellas y tarareó la melodía que había escuchado en sueños.

23. LA FOTOGRAFIA

Jonás daba vueltas pensativo. Tenía que encontrar algo interesante para Hjärpe. Los dos querían mantenerse en contacto. Hjärpe había dicho que a Jonás le iba la profesión de periodista, y el muchacho no podía defraudar a Hjärpe.

¿Podrían servirle las voces de las cintas?

Tal vez no. Era difícil oírlas. Se necesitaba tiempo para llegar a entenderlas, y Hjärpe parecía siempre muy agitado y con prisas, nunca tenía tiempo para nada.

Jonás había perdido la esperanza de encontrar la vieja estatua. Ahora iba siempre de mala gana a la quinta Selanderschen, donde tantas expectativas habían quedado enterradas. En cuanto allí llegaba, se sentía deprimido.

Pero ahora florecía la selandria y, naturalmente, deseaba observarla. ¿Podría interesarle a Hjärpe? En todo caso, provenía de una discípulo de Linneo y tenía su historia. Pero ¿a Hjärpe con una planta? No. Un tema así era demasiado vulgar, poco llamativo. Sin duda, iría a parar a la papelera. ¡Tenía que encontrar algo más emocionante!

De todas formas, fue con los otros a la quinta Selanderschen y contempló la planta. Era fantástica y no tenía ningún parecido con otras plantas que él había visto.

Los tres pasaron un largo rato junto a ella. Hablaron de Emilie y de que ella había estado muchas veces allí y le había pedido una señal. David silbó la melodía y recitó el texto. ¡Aquella tenía que ser la canción de Emilie!

Annika olió la planta. Exhalaba un suave olor balsámico.

—De noche emite un aroma más fuerte todavía —explicó David.

Annika había llevado consigo zumos y bocadillos. Decidieron tomarlos en el cuarto de verano. Cuando iban a subir, sonó el timbre de la puerta.

—Es mamá —dijo Annika—. La señora Göransson le ha dado permiso para coger rosas del jardín. Subid vosotros, yo voy a abrir la puerta.

Volvió a sonar el timbre y Annika bajó corriendo. Cuando llegó a la puerta, oyó que alguien tosía fuera. Se quedó petrificada. ¡No era mamá! Dio un paso atrás. Luego oyó como metían una llave en la cerradura. ¡Mamá no tenía llave!

Annika dio medio vuelta y corrió escaleras arriba, presa del pánico. Los otros dos estaban delante de la puerta del desván. No habían entrado todavía.

—¡No es mamá! —susurró ella—. ¡Es alguien que tiene llave!

Jonás se acercó sigilosamente a la ventana. ¡Exacto! Allí estaba el Peugeot azul, delante del portón del jardín. Y alguien esperaba sentado en el coche.

Abajo se oían pasas. Habían entrado alguien, alguien que creía encontrarse solo.

¿Qué debían hacer? David y Annika se miraron fijamente, parecían sobresaltados. Jonás pensó que había llegado su gran ocasión. Susurró a los otros que no hicieran nada. Luego, conectó el magnetofón. Aquello había que grabarlo con todo detalle. Sería interesantísimo llevar esto a Hjärpe.

—Aquí, Jonás Berglund desde la quinta Selanderschen. Estoy en el piso superior y voy a intentar ver, a través de la barandilla de la escalera, lo que sucede abajo. Las condiciones para grabar son difíciles, pero intentaré hacerlo lo mejor posible —dijo lo más bajo que pudo y pegando la boca al micrófono—. Ha penetrado en la casa un extraño. Ha utilizado una llave, probablemente robada. Ahora está en el piso inferior; parece inseguro, indeciso. Quizá porque todavía dude de si se encuentra solo. Mis colaboradores y yo queremos hacerle creer que está solo. Así podremos averiguar qué pretende… Es preciso esperar hasta que se sienta seguro. Entonces lo sorprenderemos y desenmascararemos. Ahora veo cómo se mueven sus pantalones de color canela. Las toses que se oyen de vez en cuando son las de una persona que fuma. Se dirige hacia la librería y empieza a revolver entre los libros. Registra por todas partes, sus movimientos son nerviosos, tiene prisa. Es claro que busca algo. Tiene que ser algo determinado. Saca filas enteras de libros, busca detrás del estante, deja caer los libros, maldice, los levanta de nuevo y sigue buscando. ¿Qué espera encontrar en la estantería? ¡Es un misterio!

David y Annika se habían colocado detrás de una cortina.

—¿Qué está haciendo? —siseó Annika, y sacó la cabeza.

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