Los escarabajos vuelan al atardecer (26 page)

BOOK: Los escarabajos vuelan al atardecer
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Estaba boca arriba. David le quitó el polvo que lo cubría.

—Ha sido una suerte para él que hayamos venido. Solo, no habría conseguido darse la vuelta. Hubiese muerto.

Lo dejó salir por el respiradero del sótano, y el escarabajo escapó con un zumbido.

David se volvió hacia los otros y dirigió hacia el ataúd la luz de su linterna.

—Ha sido una señal clara —dijo—. El escarabajo nos ha indicado el camino. Tiene que ser este ataúd.

—¡Traed la palanca! —Jonás no podía dominarse. Estaba a punto de reventar de emoción—. No será difícil abrirlo.

David se aprestó a ayudarle, mientras Annika sostenía las tres linternas.

En ese momento oyeron chirriar la puerta de hierro.

—¡Viene alguien! —se sobresaltó Annika.

—¡Apaga la luz! —siseó Jonás.

Annika intentó apagar las tres linternas que tenían en las manos, pero se le cayó una al suelo con gran estrépito. Luego siguió un silencio profundo.

Se oyeron pasos en la escalera. A su alrededor la oscuridad era total.

Ninguno se atrevía a respirar. Annika buscó con su mano la de David, quien, sin duda, buscaba también la de ella, pues se encontraron las dos.

Los pasos se acercaban. Eran pasos enérgicos, pasos que sabían a dónde se dirigían. Se oían claramente.

—¿Hay alguien aquí?

La voz que resonó bajo las bóvedas era la de Lindroth.

—¡Si! —gritaron los tres, aliviados—. ¡Es una suerte que haya venido!

Encendieron de nuevo las linternas.

—He notado que la puerta de arriba no estaba bien cerrada —dijo Lindroth, y miró a su alrededor con ojos brillantes. Había traído la linterna de las tormentas—. ¿Qué sucede?

—Discúlpenos, tendríamos que habérselo dicho —explicó Annika.

—Queríamos darle una sorpresa —añadió Jonás, todavía con la palanca en la mano. Señaló el ataúd. Parecía pensativo.

—Esta vez estoy totalmente seguro de que hemos encontrado la verdadera —dijo David. Lindroth estaba perplejo. No es que dudara de lo que ellos decían, pero…

—Por favor, tome una pastilla de regaliz —dijo Jonás, y le ofreció una. Lindroth la cogió distraído y se la metió a la boca.

—Es una auténtica sorpresa —dijo—. Tengo que reconocerlo.

—Todas las señales apuntan de repente hacia aquí, ¿entiende? Súbitamente, han encajado todas las piezas del rompecabezas.

—Así es —asintió Jonás—. Y será fácil abrirla. Basta levantar la tapa.

Lindroth luchaba consigo mismo. Su conciencia le preguntaba: «¿Está bien lo que vas a hacer? ¿Es lícito?». En busca de una respuesta a sus dudas, miró a Jonás y le preguntó:

—¿Te parece que esta vez no hay dudas? ¿Está todo claro?

—¡Seguro! —asintió Jonás—. Ahora sólo falta levantar la tapa y constatar los hechos.

—Si… —los ojos de Lindroth empezaron a brillar. Se inclinó hacia adelante y golpeó cuidadosamente la tapa con la mano. ¡Se movía!—. En estos viejos ataúdes no puede haber más que… quiero decir que no puedo imaginarme otra cosa…

Dejó la linterna y golpeó otra vez, pero ahora con las dos manos. Notó que la tapa estaba suelta.

—¡Es emocionante! —admitió—. ¡Realmente emocionante! Si yo la levanto por aquí, vosotros podéis hacerlo por el otro lado.

Lindroth tiró con fuerza de una extremo. David y Jonás asieron el otro. La tapa no era muy pesada. Tiraron con más fuerza de la necesaria y se encontraron de pronto con la tapa en las manos. ¡El ataúd estaba abierto!

—¡Alumbra, Annika, alumbra! —gritó David.

Annika alumbró. Levantó en alto la linterna de Lindroth e iluminó el interior.

¡El ataúd estaba vacío!

Bajo las bóvedas se hizo un silencio mortal. Luego resonó un sollozo y Lindroth dijo en tono de consolación:

—Está bien, Annika, está bien…

—Tal vez sea otro ataúd —sugirió Jonás. Pero David negó moviendo con fuerza la cabeza. No era posible ¡O aquel o ninguno!

—Me siento ridícula —sollozó Annika.

—No te lo tomes trágicamente —la tranquilizó Lindroth—. Tiene que haber algún error. Ya lo encontraremos. Ten paciencia.

David cogió la linterna e iluminó el ataúd.

—¡No, no! —gritó—: ¡Esperad! ¡Esperad un momento!

Se inclinó precipitadamente y sacó algo del ataúd. Brilló un objeto en su mano y mostró a los otros la palma.

—¡Mirad! ¡Un escarabajo de oro! —susurró Jonás.

—¡El escarabajo sagrado! —dijo David solemnemente—. Esto prueba que la estatua ha estado aquí.

Lindroth observó el escarabajo con curiosidad. Lo cogió cuidadosamente y lo examinó a la luz de la linterna.

—Si, ahora podemos estar totalmente seguros —dijo—. Y este pequeño escarabajo se desprendió de la estatua cuando la sacaron y se la llevaron. Es una suerte haberlo encontrado. Ya ves, Annika, no andábamos descaminados.

—Si… —contestó Annika un poco avergonzada—. No sé qué me ha pasado.

—Pero, ¿qué ha sido de la estatua? ¿Dónde la habrán llevado? —preguntó Jonás.

—Lo averiguaremos poco a poco —respondió Lindroth convencido. Se inclinó y observó el interior del ataúd como si esperara descubrir más escarabajos.

—¡Mirad! —dijo de repente—. ¡Es fantástico!

—¿Qué ha descubierto?

Lo rodearon. Levantaron las linternas para alumbrar y examinaron el fondo del ataúd.

—Mirad vosotros mismos. Ahí pone algo.

Lindroth se puso las gafas. Efectivamente allí había algo escrito. El texto era difícil de ver, pero plenamente legible.

—¿Puedes leer algo, David?

—Parece que es latín —respondió el muchacho—. ¡Pero el latín no es, precisamente, mi fuerte!

—Quizá pueda leerlo yo —dijo Annika. Se inclinó hacia adelante y leyó con voz insegura:

—Gemini geminos quaerunt… ¿Qué significa eso?

Lindroth estaba callado, con las gafas en una mano y el escarabajo sagrado en la otra.

—Es latín, efectivamente, y significa: «dos gemelos se buscan mutuamente».

—¡Qué extraño! —dijo David.

—Si, es un mensaje extraño, sobre el que será preciso reflexionar —afirmó Lindroth.

30. REFLEXIONES NOCTURNAS

—Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a poner los pies entre los muertos —aseguró Lindroth, encendiendo la lámpara de encima de la mesa de la cocina.

—Lo mismo digo yo —añadió Annika. Estaba junto al fogón y preparaba un cazo de cacao, mientras Jonás abría una lata de mermelada de albaricoque y David ponía las tazas en la mesa de la cocina de Lindroth.

En el viejo fogón chisporroteaba el fuego.

—Yo me encuentro muy a gusto entre los vivos —bromeó Lindroth—. Creo que aquí arriba hay algo más de variedad —abrió la nevera y sacó algunos dulces—. Realmente nos hemos ganado un poco de cacao y pan con mantequilla —comentó—. Eso sienta bien a estas horas. Lo tomaremos mientras resumimos y comentamos los hechos…

—¿Puede estar la estatua en algún otro lugar de la cripta? —preguntó Annika, y quitó del fuego el humeante cacao. Lo sirvió en las tazas, y se sentaron todos alrededor de la mesa.

—No, imposible —dijo David.

—¿Lo dices porque encima de la tapa estaba el escarabajo?

—Si, también por eso. Todas las pistas apuntan hacia ese ataúd, y, desde luego, tenemos la prueba de que ha estado allí.

—Tal vez el escarabajo pelotero sólo quería indicarnos dónde estaba el escarabajo sagrado —dijo Annika—. Es posible que no haya nada más.

Pero Jonás no estaba de acuerdo. El escarabajo sagrado indicaba que la estatua estuvo allí. Tenían que continuar en esa dirección.

Lindroth se dirigió sobre la mesa una mirada satisfecha.

—Es auténtico queso noruego, muy suave; tenéis que probar también este embutido. Está ahumado con ramas de enebro. Te gustará, Jonás. Lo compré en Liared el sábado pasado.

—¡Tiene un olor delicioso! Creo que voy a empezar por el embutido —dijo Jonás cortándose un trozo.

—No comprendo por qué no dejaron a la estatua descansar en paz allí —exclamó Annika.

—¡Está claro! Si alguien hubiera descubierto la pista de un objeto tan valioso… —respondió Jonás, y se llevó a la boca otro trozo de embutido.

Lindroth estaba sentado y se tomaba el cacao con expresión ausente.

—¡Está delicioso, Annika! ¿Qué le has puesto?

—Dos cucharadas de cacao; pero colmadas. Y sólo una de azúcar. De otro modo estaría demasiado dulce.

—Está en su punto; ¡menuda cocinera…! ¿Puedes pasarme el embutido, Jonás? Gracias, gracias —Lindroth cortó dos grandes rodajas de embutido y se las llevó a la boca. Después se lo pasó otra vez a Jonás, que hizo lo mismo.

—Las cosas están así —dijo Lindroth pensativo—. Por lo que se refiere al pasado lejano, sólo podemos basarnos en suposiciones. Pero tenemos que intentar ponernos en el lugar de las personas que vivieron entonces, procurar averiguar qué pensaban y qué sentían. Es la única manera y, además, resulta interesante.

—¡Oh, si! —confirmó Annika entusiasmada—. Yo creo que en lo específicamente humano, las personas han cambiado muy poco a lo largo de los siglos. Si no nos apegamos demasiado a lo externo, a cosas episódicas como la moda, podremos entendernos mutuamente en lo esencial, en lo más íntimo, sin que importe el siglo en que vivamos.

—Soy de la misma opinión —dijo David—. Yo, por ejemplo, no tengo ninguna dificultad para comprender a Andreas, entiendo perfectamente su forma de razonar.

—¡Lo sé, no hace falta que lo digas! —comentó Annika un poco agresiva.

—¡No empecéis otra vez con vuestras aburridas discusiones sobre esa vieja historia de amor! —Jonás dirigió a los dos una mirada cargada de reproches—. Quiero escuchar la opinión de Lindroth y no vuestra charla insípida. ¿Cómo demonios se atrevió Carl Andreas a tocar la estatua, cuando todas hablaban de una maldición? ¿Y cómo averiguó dónde estaba?

Lindroth bebió un gran sorbo de cacao. Luego, dejó de comer, se recostó en la silla y razonó así:

—Hombre, se me ocurren varias cosas. En primer lugar, siempre circulan rumores, ya se sabe. Por precavido que se quiera ser, siempre se escapa algo. Es muy difícil mantener algo en secreto. En este caso de la estatua, la gente de pueblo estaba asustada por el ídolo que, pensaban, iba a acarrear desgracias. Sin duda, muchos se preguntarían por su paradero, y ya en vida de Petrus Wiik circularían rumores y suposiciones sobre el lugar donde se encontraba. Aunque seguramente, él no diría ni una palabra.

»Ahora bien, nosotros sabemos lo que ocurrió después; Andreas, el hijo perdido que todos daban por muerto, regresó a Ringaryd. Un buen día se presentó sano y salvo en casa de su padre y preguntó… Cuando supo lo que le había pasado a Emilie y dónde estaba enterrada, Petrus Wiik pensó, creo yo que ya no habría inconveniente en decirle qué había hecho con la estatua. Si, podemos suponer que Andreas supo dónde se encontraba la estatua. Y cuando su hijo Carl Andreas fue mayor y se dedicó a la pintura, al arte, Andreas le hablaría de la maravillosa obra de arte que había traído de Egipto, y le indicaría el lugar de la iglesia en que estaba enterrada.

Lindroth hizo una pausa y observó a los otros. ¿Estaban de acuerdo? ¿O tenían otros puntos de vista? No, parecía que no. Los tres estaban sentados y seguían merendando. Asintieron interesados y le pidieron que prosiguiera. Lo hizo al cabo de un rato; antes metió la cuchara en el tarro de miel y la chupó. Luego, se recostó otra vez en la silla.

—Carl Andreas, que, por otra parte, debió de ser un calavera durante su juventud, sintió, sin duda, curiosidad. Probablemente no tomó en serio los rumores sobre la maldición, lo mismo que Andreas. De todos modos, yo supongo que a Carl Andreas no se le ocurrió coger la estatua en vida de Petrus Wiik. Pero pasó el tiempo, y murieron Andreas y Petrus Wiik. ¿Qué ocurrió después?

Lindroth hizo una pausa y cogió una galleta. Los otros esperaron.

—¿Qué cree usted que pasó? —le preguntó Annika.

—Bueno, yo pienso en una cosa que debió de tener su importancia. Es posible que, a pesar de todo, la estatua hubiera seguido en su sitio si no se hubiera restaurado la iglesia. En mil ochocientos uno se hizo en la iglesia de Ringaryd una restauración a fondo. Creo que fue entonces cuando se descubrieron los frescos medievales de la bóveda. ¿O fue más tarde? Bueno, eso no interesa a nuestro asunto… En todo caso, aquel año restauraron la iglesia, levantaron el suelo y dejaron al descubierto las bóvedas de la cripta. Como sabéis, esas restauraciones siempre duran mucho. Se hablaría mucho de ellas, y con motivo de eso Carl Andreas volvería a pensar en la estatua. ¡No podía dejarla donde estaba! No olvidemos que se trataba de una obra de arte muy valiosa. Tal vez únicamente pensó en echarle una mirada. ¿Quién sabe? Pero quedó subyugado al verla. Es comprensible. ¡Resplandecería como una maravilla entre los trastos y enseres viejos! Ante una visión así hay que tener mucha fuerza de voluntad para controlar los deseos de poseerla. No es preciso ser un calavera para flaquear en un caso así. Además, había sido su propio padre quién había traído la estatua. Sin duda creyó que era una lástima que permaneciera oculta y que nadie pudiera vela. Yo me lo imagino, reflexionando una y otra vez sobre lo que debía hacer.

—¡Yo también! —exclamó Jonás con convicción. Miró a Lindroth con admiración—: ¡Con qué agudeza razona! ¡Es usted muy inteligente!

—Es cierto —corroboró Annika.

—¿Lo creéis así? —Lindroth se sentía adulado, pero también un poco confuso—. Vosotros decís eso, pero yo no sé… El queso está en su punto —cortó Lindroth, y se sirvió una rebanada—. Probadlo con algo de mermelada inglesa. Es una mezcla rara, pero muy sabrosa.

—Tuvo que suceder más o menos como usted dice —opinó David pensativo—. Pero luego comenzaron las desgracias para Carl Andreas. Y empezó a sentir miedo. Cuando murieron sus hijos, los gemelos, escribió a un amigo y, entre los dos, enterraron la estatua.

—¿Y la copia? —añadió Annika—. ¿La esculpió como vosotros creéis, para conservar la estatua de alguna manera? De una copia no tenía por qué tener miedo.

—Exacto —dijo David.

—Pero ¿qué ocurrió después? ¿Por qué no está en el sepulcro la estatua si Carl Andreas la llevó de nuevo? ¡Ha desaparecido! ¿Qué ha podido pasar? ¿Qué debemos hacer? ¿Debemos abandonar la búsqueda? —preguntó Jonás.

Lindroth cortó lonchas de queso para todos, se llevó una a la boca y masticó lentamente mientras pensaba.

—No, no podemos abandonar la búsqueda —dijo al cabo de un rato—. Hemos encontrado un escarabajo de oro que estuvo engarzado en la estatua, y también un extraño mensaje: gemini geminos quaerunt. Esto puede ser una pista, ¿quién sabe? Creo que debemos seguir indagando.

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