Read Los ladrones del cordero mistico Online
Authors: Noah Charney
Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo
La pieza fundamental de
La Adoración del Cordero Místico
se encuentra en el panel central inferior del retablo abierto, y constituye el elemento más importante para comprender la obra en su conjunto. Mide 134,3 × 237,5 cm, e iguala en tamaño a los tres paneles superiores juntos. El tema está tomado del Apocalipsis de San Juan Evangelista, el último libro del Nuevo Testamento.
La escena se sitúa en un extenso e idílico prado rodeado de árboles y setos. Aquí, la excepcional paciencia de Van Eyck y su atención al detalle se muestran en todo su esplendor. La mayoría de las plantas, arbustos y árboles se representan con la precisión necesaria para que los botánicos puedan reconocerlos. No puede tratarse de un campo real, pues la combinación vegetal, que incluye desde rosas hasta lirios, pasando por cipreses, robles y palmeras, no podría coexistir en un solo hábitat natural. La luz no procede del sol, sino del Espíritu Santo que, en forma de paloma, emite claridad y baña la escena de un resplandor de mediodía. Como está escrito en la Revelación de San Juan: «Vi al Espíritu descender de los Cielos como una paloma».
La escena se contempla desde un alto, y el prado en pendiente está ocupado por centenares de figuras. Las líneas básicas de la perspectiva conducen a nuestros ojos hasta el altar del sacrificio que se alza en el centro, sobre el que se encuentra el Cordero de Dios, o
Agnus Dei
, en el que se concentra la atención de todos los presentes en el campo. De todos salvo de uno.
Sobre los dos
penduli
del panel central —dos tiras de terciopelo que descienden a ambos lados del altar— se lee
Ihesus Via
y
Veritas Vita
(«Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida»), que también es una cita del Evangelio de Juan. Si seguimos descendiendo por el centro del panel nos encontramos con una fuente, la
Fons Vitae
o Fuente del Agua de la Vida, que simboliza la celebración de la misa, y de la que fluye la gracia infinita para los creyentes. El agua pintada fluye desde la fuente a través de un caño con embocadura de gárgola, y se diría que podría salirse del retablo y derramarse sobre el altar verdadero, de piedra, en un intento de trascender los límites entre la realidad pintada y la capilla en la que se encuentran quienes observan el cuadro. Alrededor del borde de piedra de la fuente octogonal (cuya base recuerda los pedestales sobre los que se apoyan los dos santos Juanes que ocupan el reverso) se observa, labrada, la inscripción
Hic est fons aquae vitae procedens de sede Dei + Agni
: «Ésta es el agua de la fuente de la vida que brota del trono de Dios y del Cordero», cita del Apocalipsis.
Unos ángeles con alas de colores, que son como piedras preciosas, se arrodillan y rezan en torno al Cordero erguido sobre el altar, al tiempo que sujetan los instrumentos de la pasión de Cristo: la cruz, la corona de espinas y la columna en la que fue azotado. Sus túnicas blancas recuerdan a las que llevaban los monaguillos, que participarían en las misas celebradas en la capilla, bajo el retablo.
Incluso las alas multicolores de esos ángeles tienen un origen simbólico. Son dos las historias que relacionan las alas coloridas de las aves con la iconografía católica: el origen de una de ellas se basa en la concepción errónea de que la carne del pavo real no se descompone después de la muerte. Así pues, el pavo real se asociaba con Cristo, resucitado antes de descomponerse. La otra referencia es a otro pájaro de colores muy vivos: el loro. Otra idea peregrina para justificar que una virgen pudiera quedar encinta decía más o menos así: si a un loro puede enseñársele a decir «Ave, María», entonces, ¿por qué María no puede ser una virgen encinta? Esta especie de lógica del embarazo acallaba en gran medida las dudas de las masas durante la Edad Media y, por más endeble que el argumento nos parezca en la actualidad, desembocó en la representación pictórica de numerosos loros en las obras religiosas del Medievo y el Renacimiento.
Los ángeles ataviados como monaguillos hacen oscilar unos incensarios con los que rocían al Cordero de incienso en polvo. La pintura los capta en pleno vuelo. La escena central es una instantánea, un instante de acción congelado en el tiempo. Durante el Renacimiento, sobre todo en Italia, los pintores preferían representar a sus figuras en actitudes estables, geométricas, que sugirieran permanencia sosegada, escultórica, eterna. En el período barroco, que se desarrolló dos siglos después de la época de Van Eyck, los pintores, sobre todo los que seguían la estela de Caravaggio, preferían pinturas dinámicas, inestables, en que las figuras se representaran en sus momentos de mayor intensidad dramática y movimiento —una taza que caía de una mesa, una cabeza seccionada de su cuerpo—. Van Eyck aporta la estabilidad del Alto Renacimiento a todos los elementos de la pintura central del retablo, salvo por esos ángeles de los incensarios, que anticipan el dinamismo del Barroco, y que están ahí para recordarnos que lo que vemos es el momento, no una eternidad inmóvil.
El prado está lleno de figuras. Tal como se dice en el Apocalipsis 7:9, «he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas», que rodean el Cordero de Dios en los campos del paraíso. En el caso de esta pintura, la gran multitud sí puede contarse. Para ser exactos, aparecen 46 profetas y patriarcas (si se cuentan cabezas y sombreros), 46 apóstoles y clérigos (si se cuentan porciones de cabezas con tonsura), 32 confesores (la suma total de tonsuras y mitras), y 46 santas (contando los rostros y los tocados de varios colores). El total es de 170 individuos, más dieciséis ángeles.
Cada una de las figuras, sobre todo las que forman los grupos del fondo (los profetas y los patriarcas de la izquierda, y los apóstoles y los clérigos de la derecha), están representadas con rostros identificables. En la mayoría de las pinturas italianas de la época, exceptuando los retratos concretos de los mecenas, las figuras de santos se representaban de modo genérico, sin rasgos distintivos bajo las barbas. Pero Van Eyck los dota de ceños fruncidos, ojeras, rostros llenos de carácter. Un buen examen para determinar si un rostro pintado es realista consiste en preguntarse: «¿Reconocería a este individuo pintado si lo viera caminando por la calle?». A diferencia de lo que sucedería con casi todos los rostros italianos pintados en ese período, los de Van Eyck destacarían en medio de una multitud.
Aunque no se ha identificado a la mayoría de las figuras del prado como personajes históricos, hay bastantes que sí lo son. Dicho reconocimiento no procede de una similitud en el retrato —puesto que no existe registro del aspecto de esas personas—. Los atributos iconográficos, como son los iconos hagiográficos de los santos, actúan como etiquetas o chapas identificativas que nos ayudan a reconocer a figuras clave. Entre las santas, que en todos los casos sostienen palmas (símbolo de haber sido martirizadas), podemos identificar a santa Inés, cuyo icono hagiográfico es el cordero; a santa Bárbara, que sostiene una torre (en la que fue encerrada por negarse a casarse con un pagano); a santa Dorotea, que lleva un cesto de flores; y a santa Úrsula con su flecha (el instrumentos usado para su ejecución a manos de los hunos). Dos miembros del grupo son abadesas, reconocibles por llevar báculos. Junto a ese ramillete de mujeres santas brotan lirios blancos, símbolo de su virginidad.
Entre los apóstoles y el clero aparecen tres papas que llevan su tiara pontificia: Martín V, Alejandro V y Gregorio XII. También están presentes los santos Pedro, Pablo y Juan, así como Esteban y Livinio. Entre los profetas y los patriarcas de la izquierda se distingue a Isaías, vestido de azul y que sostiene una vara en flor, en referencia a su profecía: «Saldrá una vara del tronco de Isaí», siendo éste el padre del rey David del Antiguo Testamento que, a su vez, era considerado, en las fuentes apócrifas, antepasado de Cristo. Por asombroso que pueda parecer, Virgilio también está presente, y es el único pagano reconocible en ese prado del paraíso. Lleva una corona de hojas de laurel, símbolo de excelencia poética (del que deriva el término «laureado»).
A pesar de contemplar la escena desde un punto elevado, y del gran número de figuras que aparecen en ella, el nivel de detallismo de Van Eyck resulta abrumador. Entre los cuerpos aparece profusión de elementos que pueden resultar visibles sólo tras un examen minucioso, o que, incluso, mediante el uso de una lupa, llegan a ser difíciles de identificar.
Tomemos, por ejemplo, las tres letras hebreas pintadas en oro en la cinta que rodea el sombrero rojo del caballero apostado tras los profetas. El primero en hacer mención de ellas fue el canónigo Gabriel van den Gheyn, un valeroso clérigo de la catedral de San Bavón gracias a cuyo heroísmo
El retablo de Gante
sería salvado del robo y la posible destrucción durante la Primera Guerra Mundial. Van den Gheyn publicó un artículo en 1924 en el que mencionaba las letras hebreas
yod, feh
y
alef
, que según él formaban la abreviatura de la palabra
sabaoth
(que significa «huestes» o «ejércitos», como en «Señor de las Huestes». El argumento de Van den Gheyn según el cual esas letras representaban esa palabra no fue aceptado por los historiadores posteriores, pero la existencia de esas tres letras hebreas sí fue tenida en cuenta.
Dichas tres letras no forman ninguna palabra conocida en hebreo aunque, según veremos más adelante, es posible que representen una transliteración y no una palabra literal. El vocablo más próximo con sentido implicaría añadir la letra
ramish
. Significa «Él hermoseará», versículo de los Salmos 149:4, que contiene una letra más. Otro versículo de los Salmos aparece en el panel de los músicos angelicales del nivel superior, por lo que esta referencia se corresponde teológicamente con el resto del retablo. Si esa letra estuviera presente, la frase «Él hermoseará» tendría sentido, pero lo cierto es que las letras hebreas que aparecen en el sombrero son tan pequeñas que resulta prácticamente imposible afirmarlo con certeza.
Van Eyck fue, en ciertos momentos de su vida, una persona orgullosa y presumida. En ocasiones ocultaba su firma, pero lo hacía de manera descarada, como en el caso de
El retrato del matrimonio Arnolfini
, que firmó en el centro del cuadro, como testigo del enlace matrimonial que según se cree era el de Giovani Arnolfini y Giovanna Cenami. El pintor incorporó también una frase pintada en trampantojo, que era su lema personal, en el marco de su (Auto)
Retrato con turbante rojo
:
Ais Ich Kan
(«Tan bien como pueda»), a pesar de saber muy bien que la obra que había creado era la perfección misma. Se trataba, además, de un modo de darse importancia porque, tradicionalmente, sólo los nobles tenían lemas. De modo que si bien la frase «Él hermoseará» es una inclusión legítima en su obra religiosa, también podría tratarse de una afirmación sobre las dotes pictóricas de Van Eyck: él hermoseará (o embellecerá) todo lo que toque con su pincel.
A Van Eyck le encantaba la ambigüedad, y salpicaba sus obras de motivos de discusión incluso para sus espectadores más cultos. Si las letras doradas que figuran en la banda del sombrero son, en realidad,
yod, feh
y
alef
, podrían constituir, simplemente, una manera discreta de firmar el cuadro. Un especialista ha sugerido que esas tres letras podrían ser una transliteración de las iniciales de Jan van Eyck.
Yod
equivale al sonido de i griega de «Jan»,
feh
equivale a la pronunciación flamenca de «van» (que suena más como «fan»), y la
alef
sería el principio de Eyck.
¿Un reto? Tal vez. En cualquier caso, no sería impropio de Van Eyck incorporar un juego de letras de ese tipo que generara discusiones activas entre sus colegas más eruditos, aquellos que sabían hebreo y eran lo bastante listos como para captar la broma oculta.
El modo que tiene el pintor de representar los ropajes constituye otra innovación artística. Los cuerpos que se intuyen bajo los ropajes exhiben una fuerza en su forma que estaba ausente en obras anteriores, en que las telas colgaban amorfas bajo las cabezas pintadas de aquellos que las «vestían». Las ropas de Van Eyck recuerdan, una vez más, la forma novedosa en que Donatello esculpió las suyas en las figuras de Orsanmichele. El escultor recurrió a una técnica que consistía en crear un modelo de escayola, en miniatura, de la escultura desnuda. Posteriormente empapaba una tela en una mezcla de escayola y agua, y cubría con ella la figura desnuda. De ese modo veía de qué manera las telas se pegaban al cuerpo, que aparecía como una presencia sólida, física, bajo aquéllas. Las figuras pintadas de Van Eyck producen el mismo efecto. Son ellas las que llevan las ropas, y no las ropas las que llevan a las figuras.