Los límites de la Fundación (41 page)

Read Los límites de la Fundación Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los límites de la Fundación
10.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Tienes que estar rápidamente allí porque hay peligro, maestro?

—¿Qué te hace pensar que hay peligro, Novi?

—Porque a veces te observo cuando creo que no me ves y tu cara parece… no sé la palabra. No sustada… quiero decir, asustada… y tampoco malexpectante.

—Aprensiva —murmuró Gendibal.

—Pareces… preocupado. ¿Es ésta la palabra?

—Depende. ¿Qué quieres decir con «preocupado», Novi?

—Quiero decir que parece como si estuvieras diciéndote a ti mismo: «¿Qué voy a hacer ahora en este gran problema?»

Gendibal se quedó atónito.

—Eso es «preocupado» pero, ¿es eso lo que ves en mi cara, Novi? En el Lugar de los Sabios, tengo mucho cuidado de que nadie vea nada en mi cara, pero pensaba que, solo en el espacio, a excepción de ti, podía relajarme y dejar que mi cara se quedara en ropa interior, por así decirlo… Oh, lo siento. Esto te ha avergonzado. Lo que intento explicarte es que si eres tan perceptiva, tendré que ser más cuidadoso.

De tiempo en tiempo he de volver a aprender la lección de que incluso los no mentálicos pueden hacer suposiciones astutas.

Novi lo miró con desconcierto.

—No entiendo, maestro.

—Estoy hablando conmigo mismo, Novi. No te preocupes. Ahí tienes la palabra otra vez.

—Pero, ¿hay peligro?

—Hay un problema, Novi. No sé qué encontraré cuando llegue a Sayshell, que es el lugar adonde vamos. Quizá me encuentre en una situación muy difícil.

—¿ Eso no significa peligro?

—No, porque podré controlarlo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque soy un… sabio. Y el mejor de todos ellos. No hay nada en la Galaxia que yo no pueda controlar.

—Maestro —y algo parecido a la angustia desfiguró el rostro de Novi—. No deseo ofensionarte… quiero decir, ofenderte…, y hacerte enfadar. Yo te he visto con ese: bruto de Rufirant y entonces estabas en peligro, y él sólo era un campesino hameniano. Ahora no sé qué te espera, y tú tampoco.

Gendibal se sintió mortificado.

—¿Tienes miedo, Novi?

—No por mí, maestro. Temo… tengo miedo… por ti.

—Puedes decir «temo» —murmuró Gendibal—. También es correcto.

Por un momento permaneció sumido en sus pensamientos. Luego alzó la mirada, tomó las ásperas manos de Sura Novi entre las suyas, y dijo:

—Novi, no quiero que temas nada. Déjame explicártelo. ¿Sabes cómo has visto qué había, o podía haber, peligro por la expresión de mi cara… casi como si pudieras leer mis pensamientos?

—¿Si?

—Yo puedo leer los pensamientos mejor que tú.

Esto es lo que los sabios aprenden a hacer, y yo soy un sabio muy bueno.

Novi abrió mucho los ojos y rescató su mano. Parecía estar conteniendo la respiración.

—¿Tú puedes leer mis pensamientos?

Gendibal se apresuró a levantar un dedo.

—No lo hago, Novi. No leo tus pensamientos, excepto cuando no tengo más remedio. No leo tus pensamientos.

(Sabía que, en un sentido práctico, estaba mintiendo. Era imposible hallarse con Sura Novi y no captar la índole general de algunos de sus pensamientos. No había que ser miembro de la Segunda Fundación para hacerlo. Gendibal comprendió que estaba a punto de sonrojarse. Pero incluso tratándose de una hameniana, dicha actitud resultaba halagadora. Y sin embargo, tenía que tranquilizarla, aunque sólo fuese por humanidad…)

—También puedo cambiar el modo de pensar de la gente. Puedo producirles dolor. Puedo…

Pero Novi estaba meneando la cabeza.

—¿Cómo puedes hacer todo esto, maestro? Rufirant…

—Olvídate de Rufirant —replicó Gendibal con irritación—. Habría podido atajarlo en un momento. Habría podido hacerle caer al suelo. Habría podido hacer que todos los hamenianos… —Se calló de repente, avergonzado de alardear, de intentar impresionar a aquella mujer ignorante. Y ella seguía meneando la cabeza.

—Maestro —dijo—, tú intentas quitarme el miedo, pero yo sólo tengo miedo por ti, de modo que no hay necesidad. Sé que eres un gran sabio y puedes hacer que esta nave vuele por el espacio cuando a mi me parece que ninguna persona lograría otro que… quiero decir, otra cosa… que perderse. Y usas máquinas que yo no puedo entender, y que ninguna persona hameniana podría entender. Pero no necesitas hablarme de estos poderes mentales, que sin duda no son así, ya que todo lo que dices que habrías podido hacer a Rufirant, no lo hiciste, aunque estabas en peligro.

Gendibal apretó los labios. «Más vale dejarlo así —pensó—. Si ella insiste en que no teme por sí misma, más vale dejarlo así,» Sin embargo, no quería que le considerase un apocado y un fanfarrón. Simplemente, no quería.

—Si no le hice nada a Rufirant, fue porque no lo deseaba. Los sabios no debemos hacer nada a los hamenianos. Somos huéspedes en vuestro mundo. ¿Lo entiendes?

—Vosotros sois nuestros amos. Es lo que nosotros siempre decimos.

Por un momento Gendibal se distrajo.

—¿Cómo es, entonces, que Rufirant me atacó?

—No lo sé —repuso ella con sencillez—. No creo que él lo supiera. Debía estar con su yo fuera… uh, fuera de sí…

Gendibal gruñó.

—En todo caso, nosotros no lastimamos a los hamenianos. Si no me hubiera quedado más remedio que detenerle lastimándole, los demás sabios habrían tenido una pobre opinión de mí y quizás habría perdido mi cargo. Pero para evitar que él me lastimara a mí, tendría que haberle manipulado un poco… lo menos posible.

Novi se mostró súbitamente abatida.

—Entonces, no era necesario que yo interviniera a toda prisa, como una tonta.

—Hiciste bien —le aseguró Gendibal—. Acabo de decirte que yo habría actuado mal lastimándole—. Tú hiciste que eso fuera innecesario. Tú le detuviste y eso estuvo bien. Te lo agradezco.

Ella volvió a sonreír, con arrobamiento.

—Ahora comprendo por qué has sido tan amable conmigo.

—Estaba agradecido, naturalmente —dijo Gendibal, algo turbado—, pero lo importante es que comprendas que no hay peligro. Puedo controlar a un ejército de personas normales. Cualquier sabio puede hacerlo, en especial los importantes, y ya te he dicho que soy el mejor de todos. No hay nadie en la Galaxia que pueda resistírseme.

—Si tú lo dices, maestro, estoy segura de ello.

—Lo digo. Y ahora, ¿tienes miedo por mí?

—No, maestro, pero… Maestro, ¿sólo nuestros sabios pueden leer la mente y,…? ¿Hay otros sabios, en otros lugares, que puedan oponerse a ti?

Por un momento Gendibal se quedó perplejo. Aquella mujer tenía una perspicacia asombrosa.

Era necesario mentir.

—No los hay —contestó.

—Pero hay tantas estrellas en el cielo… Una vez intenté contarlas y no pude. Si hay tantos mundos de personas como estrellas, ¿no serán sabios algunas de ellas? Aparte de los sabios de nuestro mundo, quiero decir.

—No.

—¿Y si los hay?

—No serán tan fuertes como yo.

—¿Y si saltan de repente sobre ti antes de que te des cuenta?

—No pueden hacerlo. Si algún sabio desconocido se acercara, yo lo sabría en seguida. Lo sabría mucho antes de que pudiera lastimarme.

—¿Podrías huir?

—No tendría que huir. Pero (anticipándose a sus objeciones) si tuviera que hacerlo, podría refugiarme en otra nave, una nave mejor que cualquiera de la Galaxia. No me alcanzarían.

—¿No podrían cambiar tus pensamientos y obligarte a quedarte?

—No.

—Ellos podrían ser muchos. Tú sólo eres uno.

—En cuanto se acercaran, mucho, antes de que ellos lo creyeran posible, yo sabría que estaban ahí y me marcharía. Entonces, todo nuestro mundo de sabios se volvería contra ellos y no podrían resistirse.

Y ellos lo sabrían, de modo que no se atreverían a hacerme nada. De hecho, no querrían que yo supiera nada de ellos… y, sin embargo, sería así.

—¿Porque eres mucho mejor que ellos? —preguntó Novi, con el rostro iluminado por un incierto orgullo.

Gendibal no pudo impedirlo. La innata inteligencia y la rápida comprensión de la muchacha eran tales que resultaba un placer estar con ella. Aquel monstruo de voz suave, la oradora Delora Delarmi, le había hecho un favor enorme al imponerle la compañía de esta campesina hameniana.

—No, Novi, no porque yo sea mejor que ellos, aunque lo soy. Es porque tú estás conmigo.

—¿Yo?

—Exactamente, Novi. ¿Lo habías adivinado?

—No, maestro —contestó ella, extrañada—. ¿Qué podría hacer yo?

—Es tu mente. —Levantó la mano enseguida—, No leo tus pensamientos. Sólo veo el contorno de tu mente y es un contorno uniforme, un contorno extraordinariamente uniforme.

La muchacha se llevó una mano a la frente.

—¿Porque soy una ignorante, maestro? ¿Por qué soy tan tonta?

—No, querida. —No reparó en el modo de dirigirse a ella—. Es porque eres sincera y sin dobleces; porque eres honrada y hablas sin ambages; porque eres bondadosa y… y otras cosas. Si otros sabios intentaran tocar nuestras mentes, la tuya y la mía, el toque sería instantáneamente visible sobre la uniformidad de tu mente. Yo me daría cuenta de ello incluso antes de advertir un toque sobre mi propia mente, y entonces tendría tiempo para contratacar; es decir, para rechazarlo.

Un largo silencio sucedió a estas palabras. Gendibal observó que no sólo había felicidad en los ojos de Novi, sino también alborozo y orgullo.

—¿Y me llevaste contigo por esta razón? —dijo con dulzura.

Gendibal asintió.

—Esta fue una razón importante. Si.

La voz de la hameniana se convirtió en un susurro.

—¿Cómo puedo ayudarte lo más posible, maestro?

El contestó:

—Permanece tranquila. No tengas miedo. Y… y sigue siendo como eres.

—Seguiré siendo como soy. Y me interpondré entre ti y el peligro, como hice en el caso de Rufirant —repuso ella.

Salió de la habitación y Gendibal la siguió con la mirada.

Era extraño lo mucho que se escondía en su interior. ¿Cómo podía una criatura tan simple albergar tal complejidad? Bajo la uniformidad de su estructura mental había una inteligencia, una comprensión y un valor enormes. ¿Qué más podía pedir él de nadie?

De algún modo, percibió una imagen de Sura Novi que no era una oradora, ni siquiera un miembro de la Segunda Fundación, ni siquiera una mujer instruida junto a sí mismo, desempeñando un papel secundario vital en el drama que se avecinaba.

Sin embargo, no pudo ver los detalles con claridad. Aún no pudo ver exactamente qué era lo que les esperaba.

59

—Un solo salto —murmuró Trevize —y habremos llegado.

—¿A Gaia? —preguntó Pelorat, mirando la pantalla por encima del hombro de Trevize.

—Al sol de Gaia —respondió Trevize—. Llámelo Gaia—S, si quiere, para evitar confusiones. Los galactógrafos suelen hacerlo.

—Entonces, ¿dónde está Gaia? ¿O debo llamarlo Gaia—P, para designar al planeta?

—Gaia será suficiente para el planeta. Sin embargo, aún no podemos ver Gaia. Los planetas no son tan fáciles de ver como las estrellas, y todavía estamos a cien microparsecs de Gaia—S. Observará que sólo es una estrella, aunque muy brillante. No nos encontramos suficientemente cerca para que se vea como un disco. Y no lo mire directamente, Janov. A pesar de todo, es suficientemente brillante para lesionar la retina. Colocaré un filtro, una vez haya terminado mis observaciones. Entonces podrá mirarlo.

—¿Cuánto son cien microparsecs en unidades que un mitologista pueda entender, Golan?

—Tres mil millones de kilómetros; unas veinte veces la distancia que separa Términus de nuestro propio sol. ¿Le sirve eso de ayuda?

—Enormemente. Pero, ¿no nos acercamos más?

—¡No! —Trevize levantó los ojos con sorpresa—. Por ahora, no. Después de lo que sabemos sobre Gaia, ¿para qué precipitamos? Una cosa es tener agallas, y otra estar loco. Primero echaremos una ojeada.

—¿A qué, Golan? ¿No ha dicho que aún no podemos ver Gaia?

—A simple vista, no. Pero tenemos visores telescópicos y una excelente computadora para análisis rápidos. En primer lugar, podemos estudiar Gaia—S y tal vez realizar alguna otra observación. Relájese, Janov. —Alargó una mano y dio una palmada en el hombro de su compañero.

Tras una pausa, Trevize dijo:

—Gaia—S es una estrella aislada o, si tiene un acompañante, ese acompañante está mucho más lejos de él que nosotros en este momento y, en el mejor de los casos, es una estrella enana de color rojo, así que no debemos preocuparnos. Gaia—S es una estrella G4, lo cual significa que es perfectamente capaz de tener un planeta habitable, y eso es bueno. Si fuese una A o una M, tendríamos que dar media vuelta y marcharnos ahora mismo.

—Es posible que yo sólo sea un mitologista pero, ¿no podríamos haber determinado la clase espectral de Gaia—S desde Sayshell? —dijo Pelorat.

—Podíamos y lo hicimos, Janov, pero nunca está de más verificarlo sobre el terreno. Gaia—S tiene un sistema planetario, lo cual no es ninguna sorpresa. Hay dos gigantes gaseosos a la vista y uno de ellos es muy grande, si la computadora no se ha equivocado al calcular la distancia. Podría fácilmente haber otro en el lado opuesto de la estrella y, por lo tanto, no seria fácilmente detectable, ya que da la casualidad de que estamos cerca del plano planetario. No puedo vislumbrar nada en las regiones interiores, lo cual tampoco constituye una sorpresa.

—¿Es eso malo?

—En realidad, no. Era de esperar. Los planetas habitables serían de roca y metal, mucho más pequeños que los gigantes gaseosos, y estarían mucho más cerca de la estrella, si es que son suficientemente cálidos…, y en ambos casos resultarían mucho más difíciles de ver desde aquí fuera. Eso significa que tendremos que acercamos mucho más para inspeccionar la zona comprendida dentro del límite de los cuatro microparsecs de Gaia—S.

—Estoy preparado.

—Yo no. Haremos el salto mañana.

—¿Por qué mañana?

—¿Por qué no? Démosles un día para salir y alcanzarnos…, y para huir nosotros, tal vez, si los vemos venir y no nos gusta lo que vemos.

60

Fue un proceso lento y delicado. Durante todo aquel día, Trevize dirigió el cálculo de varias aproximaciones distintas e intentó escoger una de ellas.

Como carecía de datos seguros, sólo podía depender de la intuición, que desgraciadamente no le dijo nada. Carecía de aquella «seguridad» que a veces experimentaba.

Al fin marcó las indicaciones para un salto que les trasladara a gran distancia del plano planetario.

Other books

Bowl of Heaven by Gregory Benford and Larry Niven
The Queene's Cure by Karen Harper
The Rip-Off by Jim Thompson
Salvage by Duncan, Alexandra
Dead Man’s Shoes by Bruce, Leo
Murder at the Laurels by Lesley Cookman
La piel del tambor by Arturo Pérez-Reverte
Magnificat by Chelsea Quinn Yarbro