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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Los límites de la Fundación (43 page)

BOOK: Los límites de la Fundación
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Compor había experimentado, más de una vez, una especie de exaltación al pensar en su papel. Qué reducido era el grupo del que formaba parte; qué enorme influencia ejercían. Y qué secreto era todo. Ni siquiera su esposa sabía nada de su vida oculta.

Y eran los oradores quienes movían los hilos; y este orador en particular, este Gendibal, podía ser (pensaba Compor) el siguiente primer orador, el más que un emperador del más que un Imperio.

Ahora Gendibal estaba aquí, en una nave de Trántor, y Compor intentaba borrar su decepción por el hecho de que el encuentro no tuviese lugar en el mismo Trántor.

¿Podía ser aquello una nave de Trántor? Cualquiera de los primeros comerciantes que habían llevado los productos de la Fundación a través de una Galaxia hostil habrían tenido una nave mejor que aquélla. No era extraño que el orador hubiese tardado tanto en cubrir la distancia de Trántor a Sayshell.

Ni siquiera estaba equipada con el mecanismo de acoplamiento que habría unido las dos naves para el transbordo. Incluso la desdeñable flota sayshelliana lo poseía. En cambio, el orador tuvo que igualar las velocidades y después lanzar una correa sobre el abismo y deslizarse por ella, como en tiempos imperiales.

Exactamente igual, pensó Compor con abatimiento, incapaz de refrenar la sensación. La nave no era más que una anticuada embarcación imperial y, por si esto fuera poco, pequeña.

Dos figuras avanzaban a lo largo de la correa, una de ellas tan torpemente que debía de ser la primera vez que se aventuraba a salir al espacio.

Al fin llegaron a bordo y se quitaron los trajes espaciales. El orador Stor Gendibal era un hombre de estatura media y aspecto normal; no era grande ni vigoroso, ni exudaba un aire de saber. Sus ojos oscuros y hundidos constituían la única indicación de su sabiduría. Pero entonces el orador miró en torno suyo con una clara indicación de estar impresionado.

El otro era una mujer tan alta como Gendibal, de aspecto vulgar. Abrió la boca con estupefacción mientras miraba a su alrededor.

66

Deslizarse por la correa no había sido una experiencia totalmente desagradable para Gendibal. No era astronauta, ningún miembro de la Segunda Fundación lo era, pero tampoco era un completo gusano de superficie, pues a ningún miembro de la Segunda Fundación se le permitía serlo. Al fin y al cabo, la posible necesidad de emprender un vuelo espacial era una amenaza constante para todos ellos, aunque hasta el último miembro de la Segunda Fundación esperaba que esa necesidad no surgiera con frecuencia. (Preem Palver, cuya experiencia en viajes espaciales era legendaria, —había dicho una vez, sin poder ocultar su tristeza, que la medida del éxito de un orador era la escasez de veces que tuviera que salir al espacio para asegurar el éxito del Plan.)

Gendibal había tenido que utilizar una correa en tres ocasiones. Esta era la cuarta y, aunque le hubiese causado ansiedad, habría desaparecido ante su inquietud por Sura Novi. No necesitó la mentálica para ver que su próxima salida al vacío la había trastornado completamente.

—Yo ser temerosa, maestro —dijo, cuando él le explicó lo que debería hacer—. Ser la vaciedad y yo no puedo poner el pie en nada. —Si no otra cosa, su repentina adopción del dialecto hameniano habría revelado el alcance de su preocupación.

Gendibal arguyó con amabilidad:

—No puedo dejarte a bordo de esta nave, Novi, porque yo iré a la otra y debo tenerte conmigo. No hay peligro, pues tu traje espacial te protegerá de todo mal y no hay lugar donde puedas caerte. Aunque llegues a soltarte de la correa, permanecerás casi en el mismo sitio y yo estaré cerca para cogerte. Vamos, Novi, demuéstrame que eres valiente, y suficiente mente inteligente para convertirte en sabia.

No hizo más objeciones y Gendibal, aunque reacio a alterar la uniformidad de su mente, se decidió a inyectar un toque tranquilizador en la superficie de la misma.

—Puedes seguir hablándome —dijo, una vez se hubieron puesto los trajes espaciales—. Te oiré si piensas intensamente. Piensa las palabras con intensidad y claridad, una por una. Me oyes ahora, ¿verdad?

—Sí, maestro —contestó ella.

Gendibal vio moverse sus labios a través, de la placa transparente y dijo:

—Habla sin mover los labios, Novi. No hay radio en los trajes de los sabios. Todo se hace con la mente.

Los labios de Novi no se movieron y su expresión se hizo más ansiosa: «¿Me oyes, maestro?»

«Perfectamente bien —pensó Gendibal, sin mover tampoco los labios—. ¿Me oyes tú?»

—«Sí, maestro.».

—«Entonces, ven conmigo y haz lo que yo haga.»

Salieron de la nave. Gendibal sabía la teoría, aunque sólo dominara la práctica moderadamente bien.

—El truco era mantener las piernas juntas y extendidas, y balancearlas sólo desde las caderas. Esto hacía que el centro de gravedad se desplazara en línea recta mientras los brazos se balanceaban hacia delante en una alternancia continua. Se lo había explicado a Sura Novi y, sin volverse a mirarla, examinó la actitud de su cuerpo por la configuración de las zonas motoras de su cerebro.

Para ser una novata, lo hizo muy bien, casi tanto como Gendibal. Reprimió sus propias tensiones y siguió todas las indicaciones. Gendibal se sintió, una vez más, muy satisfecho de ella.

Sin embargo, no pudo ocultar su alegría al hallarse de nuevo en una nave, y Gendibal tampoco. Miró a su alrededor mientras se quitaba el traje espacial y se quedó atónito al ver el lujo y la calidad del equipo. No reconoció casi nada, y se le cayó el alma a los pies al pensar que tal vez dispusiera de muy poco tiempo para aprender a manejarlo todo. Tal vez tendría que absorber los conocimientos del hombre que ya estaba a bordo, lo cual nunca era tan satisfactorio como el verdadero saber.

Luego se concentró en Compor. Compor era alto y delgado, unos cinco años mayor que él, bastante apuesto en un estilo ligeramente frágil, y con un ensortijado cabello de un sorprendente amarillo mantecoso.

Gendibal vio claramente que se sentía decepcionado, hasta el desdén, por el orador con quien ahora se encontraba por primera vez. Lo que es más, ni siquiera lograba ocultarlo.

En general, a Gendibal no le importaban esas cosas. Compor no era trantoriano, ni tan sólo un miembro verdadero de la Segunda Fundación, y evidentemente tenía sus ilusiones. Incluso el más superficial examen de su mente lo revelaba. Entre ellas estaba la ilusión de que el poder real se relacionaba necesariamente con la apariencia de poder. Sin duda, podía conservar sus ilusiones siempre que no fuesen obstáculo para lo que Gendibal necesitaba, pero en aquel momento, esa ilusión determinada constituía un obstáculo.

Lo que Gendibal hizo fue el equivalente mentálico de un chasquido de los dedos. Compor se sobresaltó ligeramente bajo la impresión de un dolor agudo pero fugaz. Fue una impresión de concentración impuesta que arrugó la corteza de su pensamiento y le hizo consciente de un poder enorme que podría ser utilizado si el orador lo deseaba.

Compor sintió instantáneamente un gran respeto por Gendibal.

Gendibal dijo con amabilidad:

—Sólo quiero atraer su atención, Compor, amigo mío. Haga el favor de comunicarme el paradero de su amigo Golan Trevize, y el amigo de éste, Janov Pelorat.

Compor respondió con indecisión:

—¿Puedo hablar en presencia de la mujer, orador?

—La mujer, Compor, es una prolongación de mí mismo. Así pues, no hay ningún motivo por el que no pueda hablar sin reservas.

—Como usted diga, orador. Trevize y Pelorat están aproximándose a un planeta conocido como Gaia.

—Eso me decía en su último comunicado. Seguramente ya han aterrizado en Gaia y tal vez hayan vuelto a marcharse. No se quedaron demasiado tiempo en el planeta Sayshell.

—Aún no habían aterrizado mientras yo los seguía, orador. Se acercaban al planeta con grandes precauciones, deteniéndose durante períodos sustanciales entre uno y otro microsalto. Está claro que no tienen información sobre el planeta y, por lo tanto, vacilan.

—¿Tiene usted información, Compor?

—Ninguna, orador —dijo Compor—, o por lo menos, la computadora de mi nave no la tiene.

—¿Esta computadora? —Los ojos de Gendibal se posaron sobre el panel de mandos y preguntó con súbita esperanza —: ¿Es capaz de ayudar a pilotar la nave?

—Es capaz de pilotar la nave por si sola, orador.

Sólo es necesario pensar en lo que se quiere que haga.

Gendibal se sintió repentinamente inquieto.

—¿Es que la Fundación ha llegado tan lejos?

—Sí, pero de un modo muy torpe. La computadora no funciona bien. Tengo que repetir mis pensamientos varias veces e incluso así sólo obtengo una información mínima.

—Quizá yo pueda conseguir algo más —dijo Gendibal.

—Estoy seguro de ello, orador —contestó Compor respetuosamente.

—Pero dejemos eso por el momento. ¿Por qué no tiene información sobre Gaia?

—No lo sé, orador. Alega tener información, si es que se puede decir que una computadora es capaz de alegar, sobre todos los planetas de la Galaxia habitados por seres humanos.

—No puede tener más información de la que le han proporcionado, y si los que la procesaron creían tener datos sobre todos esos planetas cuando, en realidad, no los tenían, la computadora funcionaría bajo ese mismo malentendido. ¿Correcto?

—Desde luego, orador.

—¿Hizo usted averiguaciones en Sayshell?

—Orador —repuso Compor con desasosiego—, en Sayshell hay personas que hablan sobre Gaia, pero lo que dicen es absurdo. Una mera superstición. Sostienen que Gaia es un mundo poderoso que incluso mantuvo alejado al Mulo.

—¿Eso dicen? —preguntó Gendibal, reprimiendo la excitación—. ¿Estaba tan seguro de que era una superstición que no pidió detalles?

—No, orador. Seguí preguntando, pero lo que acabo de contarle es lo único que saben. Pueden hablar del tema durante largo rato, pero cuando han terminado, todo se reduce a lo que acabo de contarle.

—Al parecer —dijo Gendibal—, eso es también lo que Trevize ha averiguado, y va a Gaia por alguna razón relacionada con ello…, para comprobar si es cierto, quizá. Y lo hace con cautela, porque quizá también teme ese gran poder.

—Es muy posible, orador.

—Y, sin embargo, ¿no lo siguió?

—Claro que lo seguí, orador, lo suficiente para asegurarme de que se dirigía hacia Gaia. Después regresé a las afueras del sistema gaiano.

—¿Por qué?

—Por tres razones, orador. Primera, usted estaba a punto de llegar y yo quería ir a su encuentro y traerle a bordo cuanto antes, tal como usted me indicó. Ya que mi nave tiene un hiperrelé a bordo, no podía alejarme demasiado de Trevize y Pelorat sin despertar sospechas en Términus, pero consideré que podía arriesgarme a venir hasta aquí. Segunda, cuando vi que Trevize se acercaba muy lentamente al planeta Gaia, consideré que yo tendría tiempo suficiente para venir a recibirle y apresurar nuestro encuentro sin ser sorprendido por los acontecimientos, en especial porque usted sería más competente que yo para seguirlo hasta el mismo planeta y para resolver cualquier problema que pudiera surgir.

—Muy cierto. ¿Y la tercera razón?

—Desde nuestra última comunicación, orador, ha sucedido algo que yo no esperaba y que no comprendo. Pensé que, también por esta razón, debía apresurar nuestro encuentro todo lo posible.

—¿Y este acontecimiento que no esperaba y no comprende?

—Unas naves de la flota de la Fundación están aproximándose a la frontera sayshelliana. Mi computadora ha obtenido la información por los noticiarios radiofónicos sayshellianos. Un mínimo de cinco sofisticadas naves componen la flotilla y tienen poder suficiente para arrollar Sayshell.

Gendibal no contestó en seguida, pues no era conveniente demostrar que él tampoco esperaba ese hecho… o que no lo comprendía, Así pues, al cabo de un momento, dijo con indiferencia:

—¿Supone que esto tiene algo que ver con el avance de Trevize hacia Gaia?

—Sin duda se produjo inmediatamente después, y si B sigue a A, hay una posibilidad de que A causara B —respondió Compor.

—Bueno, parece ser que todos convergemos sobre Gaia; Trevize y yo, y la Primera Fundación. Ha actuado bien, Compor —dijo Gendibal—, y esto es lo que haremos ahora, En primer lugar, me enseñará cómo funciona esta computadora y, al mismo tiempo, cómo se maneja la nave. Estoy seguro de que no tardaremos demasiado tiempo.

»Después de eso, usted irá a mi nave, ya que entonces habré impresionado sobre su mente cómo se maneja. No tendrá ningún problema, aunque debo decirle, como sin duda habrá adivinado por su aspecto, que la encontrará muy primitiva. Una vez esté al mando de la nave, la mantendrá aquí y me esperará.

—¿Cuánto tiempo, orador?

—Hasta que regrese. No creo que tarde tanto como para que usted se quede sin provisiones, pero si algo me retrasa, puede ir a algún planeta habitado de la Unión de Sayshell y esperar allí. Dondequiera que esté, le encontraré.

—Como usted diga, orador.

—Y no se alarme. Puedo controlar este misterioso Gaia y, si es necesario, las cinco naves de la Fundación.

67

Littoral Thoobing había sido embajador de la Fundación en Sayshell durante siete años. Le gustaba el cargo.

Alto y bastante robusto, llevaba un tupido bigote castaño en una época en que la moda preponderante, tanto en la Fundación como en Sayshell, era ir afeitado. Aunque sólo contaba cincuenta y cuatro años, tenía el rostro surcado de arrugas, y era muy dado a una disciplinada indiferencia. Su actitud hacia el trabajo que llevaba a cabo no era manifiesta.

Sin embargo, le gustaba el cargo. Le mantenía alejado de la tumultuosa política de Términus, lo cual consideraba valioso, y le daba la oportunidad de vivir como un sibarita sayshelliano y mantener a su esposa e hija en el nivel al que se habían acostumbrado. No quería que su vida cambiara.

Por otra parte, tenía una cierta aversión a Liono Kodell, quizá porque Kodell también lucía bigote, aunque más pequeño, más corto y blanquecino. En los viejos tiempos, habían sido las dos únicas personalidades de la vida pública que siguieron esa moda, y había habido una especie de rivalidad entre ellos por esta causa. Ahora (pensaba Thoobing) ya no había ninguna; el de Kodell era despreciable.

Kodell había sido director de Seguridad mientras Thoobing aún estaba en Términus, soñando con enfrentarse a Harla Branno en la carrera por la alcaldía, hasta que lo compraron con la embajada. Naturalmente, Branno lo había hecho por su propio bien, pero él había terminado agradeciéndoselo.

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