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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Los ojos del tuareg (2 page)

BOOK: Los ojos del tuareg
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El terreno estaba demasiado seco a causa de los cientos de años en los que no había caído sobre él ni la más diminuta gota de lluvia, y debido a ello la arena se deslizaba de tanto en tanto en incontenibles cascadas, lo que los obligaba a transportar desde las cercanas montañas gran cantidad de negras lajas de lisa roca que iban superponiendo con infinita paciencia a todo lo largo de las paredes.

Sin herramientas apropiadas, cemento, o argamasa, el trabajo se convertía en un esfuerzo de auténticos titanes en el que apenas conseguían profundizar medio metro al día, hasta el extremo de que al fin el mayor de los hermanos se vio obligado a admitir que no existía la más remota posibilidad de alcanzar su objetivo —si es que existía— antes de que la sed los fuese aniquilando uno por uno.

—Aún no hemos encontrado ni trazos de humedad, y lo mejor que podemos hacer es ir a buscar agua —dijo—. Dos de nosotros deberán viajar hasta el pozo de
Sidi-Kaufa
para regresar con toda la que puedan contener las girbas, puesto que de otro modo corremos el riesgo de no conseguir salir de aquí con vida.

—¿Y el ganado? —quiso saber su madre.

—Lo llevaremos a las montañas para que laman el rocío que se deposita sobre las rocas al amanecer —replicó un no demasiado convencido Gacel—. Con un poco de suerte, los camellos y las cabras resistirán.

—¿Y las ovejas?

—Supongo que perderemos a la mayoría, pero eso es algo que tan sólo depende de la voluntad de Alá y de lo que se tarde en regresar del pozo.

—¿Quién quieres que vaya?

—Los dos mejores jinetes con los seis mejores camellos puesto que no podrán descansar ni un solo instante.

Para nadie de la familia era un secreto que el mejor jinete siempre había sido —casi desde que aprendió a mantenerse sobre una silla— el segundo de los hermanos, Ajamuk, y para nadie era un secreto tampoco, que el único que podía competir con él en habilidad y resistencia era el nieto predilecto del negro Suilem, el gigantesco Rachid.

Media hora más tarde ambos estaban por tanto en marcha conduciendo los más briosos «meharis» del reino, y cuando al fin se hubieron perdido de vista rumbo al norte, fue el propio Gacel el que agitó negativamente la cabeza.

—No sé si regresaran a tiempo —dijo—. Pero me temo que aunque lo hagan, no será éste el último viaje que se vean obligados a realizar.

—¿Qué pretendes decir con eso? —se inquietó Aisha, que estaba a punto de convertirse en una espigada y hermosa mujer—. ¿Crees que aún tardaremos mucho en llegar al agua?

—Me temo que sí… —intervino Suleiman que hasta el momento siempre había evitado manifestarse al respecto—. Mi impresión es que tendremos que profundizar hasta más allá de los treinta metros.

—Treinta metros… —repitió escandalizada la muchacha—. ¿Te das cuenta de lo que es semejante profundidad? ¡Apenas podréis respirar!

—Lo sé… —admitió con naturalidad su hermano—. Si aún no hemos alcanzado ni tan siquiera la mitad, y ya en ocasiones me asalta la sensación de que me asfixio, no quiero ni imaginar lo que será más abajo, pero dime: ¿qué otra cosa podemos hacer?

—Abandonar.

—¿Y volver a la ciudad? —inquirió Gacel en tono despectivo—. ¿O volver a vagabundear como leprosos? Nadie nos quiere en ninguna parte, pequeña. Nadie quiere saber nada de la familia Sayah, y no podemos obligar a la gente a que nos acepte. Pero sí podemos obligar al desierto a que nos acepte, aunque sea profundizando en él hasta que lleguemos a su mismísimo corazón.

—¿Pero y si no llegamos nunca?

—Llegaremos —replicó su hermano mayor con absoluta firmeza—. Si las palmeras han conseguido llegar, nosotros también.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque el día que un
imohag
no sea capaz de hacer lo que es capaz de hacer una palmera, nuestra raza estará condenada a desaparecer de la faz de la tierra. Y aún no ha llegado ese momento.

—Pero una palmera tiene raíces y nosotros no.

—Las raíces de nuestro pueblo son más profundas y están más firmemente asentadas en esta tierra que las de la más alta de las palmeras —intervino su madre con voz pausada—. Eso es algo que tu padre me enseñó y que tú tendrás que enseñar a tus hijos. Si no hubiera estado tan seguro de que el desierto jamás le traicionaría, nunca hubiera conseguido vencer a todos los ejércitos que enviaron en su persecución.

El espíritu del indomable
inmouchar
sobrevolaba a todas horas sobre el campamento de su familia, había conseguido asentarse en lo más profundo de su ánimo, y tanto su esposa como sus hijos se habían hecho desde mucho tiempo atrás a la idea de que habían sido elegidos para mantener vivos los principios éticos y morales sobre los que se había asentado toda su existencia.

Vivían convencidos de que desde el paraíso al que había ascendido en el momento mismo de su muerte, los ojos de Gacel Sayah seguían clavados en todos y cada uno de ellos, y que en lugar de limitarse a disfrutar de los mil placeres que el profeta prometía a quien caía en defensa de su fe, su principal preocupación se centraba en transmitir parte de su fuerza a cuantos compartían su sangre.

Si allí, en el cauce de aquella vieja
sekia
y al pie de aquellas mustias palmeras corría tan sólo un esquivo hilo de agua que les permitiera seguir subsistiendo, él hubiera sido capaz de encontrarlo, y por lo tanto sus hijos tenían la ineludible obligación de luchar con el mismo ardor con que Gacel Sayah lo hubiera hecho.

Con la caída del sol reanudaron el trabajo.

Y era en verdad un trabajo ímprobo.

Quien se encontrara en el fondo del pozo debía ir cavando, sin más ayuda que las manos, bajo la última de las lajas de piedra, aunque procurando siempre que no se viniera abajo antes de haber introducido una nueva que soportara todo el peso de la columna que se encontraba sobre ella.

Luego, recomenzaba la labor siempre hacia la derecha, colocaba una nueva cuña, cargaba en un cesto la arena, pedía a gritos que la subieran y le enviaran nuevas piedras con las que continuaba formando un círculo, de tal forma que pasaban horas antes de que hubiera conseguido profundizar tan siquiera una cuarta.

Cuando extenuado y empapado en sudor ascendía al fin hasta la superficie, su hermano ocupaba su lugar, y así seguían paso a paso, centímetro a centímetro, con aquella capacidad de resistencia al calor, a la fatiga y a la sed que tan sólo los de su raza eran capaces de sobrellevar.

Como aquél debía ser en esencia un pozo auténticamente tuareg, ninguno de los siervos tenía permiso para descender a su interior, por lo que su única misión se limitaba a subir los escombros o ir hasta las montañas a buscar las lajas de piedra que transportaban luego a lomos de camello.

No obstante llegó un momento en que la prudente Laila tomó unilateralmente la decisión de hacer un alto en el camino, ya que apenas quedaban poco más de tres girbas de agua, e incluso un tuareg corría el riesgo de deshidratarse si se veía obligado a trabajar durante horas en tan difíciles circunstancias.

Consideró, con muy acertado criterio, que no podían hacer otra cosa que sentarse a la sombra para conservar las fuerzas.

Sacrificaron a una de las ovejas que estaba a punto de morir, bebieron su sangre, comieron, casi cruda, su carne, y aguardaron con la vista clavada en el punto por el que harían su aparición los que habían ido a buscar agua al lejano pozo de
Sidi-Kaufa
.

Pero quien hizo su aparición fueron los buitres.

De dónde surgían o qué extraño sexto sentido les permitía adivinar que en aquel perdido rincón del Sahara estaba a punto de desencadenarse una tragedia era un misterio que ni tan siquiera los más experimentados beduinos habían logrado desentrañar, pero lo cierto fue que una mañana comenzaron a trazar círculos sobre los techos de las
jaimas
, con la aparente seguridad de que bajo ellos se había instalado ya la descarnada mujer de la guadaña.

Para un auténtico tuareg, morir de sed no significaba tan sólo la última de las tragedias, sino sobre todo una inaceptable afrenta.

Cuando un tuareg moría de sed estaba aceptando que no había aprendido las enseñanzas de generaciones de antepasados que durante siglos se mantuvieron orgullosamente en pie en el más desolado de los paisajes del planeta, y eso era algo que siempre le echarían en cara en el momento de enfrentarse en el Más Allá todos cuantos le habían precedido.

La guerra era una hermosa y noble forma de morir y la enfermedad un mal enviado por el Todopoderoso y contra el que nadie podía luchar, pero permitir que la sed le derrotara era tanto como reconocer que nunca se había sido un auténtico miembro del «Pueblo del Velo», «la Espada» o «la Lanza».

Transcurrió un nuevo día.

Y luego otro.

Llegaron nuevos buitres.

Y muchos más.

Nada se movía en torno a las tres sucias palmeras, puesto que incluso el viento, la más ligera de las brisas, parecía haber escapado para siempre de aquel maldito lugar.

El sol y el silencio eran los dueños.

La Muerte, la invitada.

Laila repartió el agua que quedaba, un cazo por persona, sin distinción de sexos ni de rangos, y cuando de la manoseada piel de cabra se escurrió la última gota, lanzó un hondo suspiro y musitó:

—¡Alá es grande, Alabado sea! Ahora lo único que queda es esperar.

Y esperaron.

La Muerte, pese a ser tan vieja y descarnada, es ante todo mujer, y por lo tanto, caprichosa.

Demasiado a menudo se regodea llevándose antes de tiempo a criaturas sanas y fuertes a las que aguarda un hermoso futuro, pero en otras ocasiones, y sin razón aparente, remolonea en exceso cuando más fácil se le presenta su trabajo.

Estaba allí, rodeada de hombres y mujeres casi agonizantes, no hubiera tenido más que soplar para apagar el pabilo de tan maltrechas velas, pero se contentó con sentarse a observar como si el agobiante calor y la desidia se hubieran apoderado súbitamente de su ánimo.

¿Cuántos años ha sido capaz de pasar la Muerte sentada a los pies de la cama de un pobre desahuciado?

¿Cuántas veces ha hecho oídos sordos a quienes la reclamaban como la única forma válida de poner fin a tanto sufrimiento?

¿Cuántas veces se ha burlado de un suicida que se le ofrecía en bandeja de plata?

¿Y cuántas más, ¡infinitamente más!, ha arrastrado por la fuerza a quien le aterrorizaba seguirla?

Lo peor de la Muerte es que aborrece por igual a quienes la aman y a quienes la odian.

Lo peor de la Muerte es que persigue al que huye y huye de quien la persigue.

Lo peor de la Muerte es que ningún ser humano ha sabido entender nunca su aberrante sentido del humor.

Pero ¿qué otra cosa se puede esperar de quien debe sentirse demasiado aburrida porque tiene la absoluta seguridad de que al final siempre acaba venciendo?

Gacel Sayah, hijo primogénito de aquel mítico
inmouchar
de quien —según una vieja costumbre familiar— había heredado el nombre y el título desde el momento mismo de su desaparición, permanecía sentado al pie de la mayor de las palmeras, haciéndose a sí mismo parecidas preguntas al tiempo que observaba el vuelo de los buitres.

¿Por qué razón había enviado por delante la Muerte a tantos alados mensajeros si al final decidía no presentarse?

¿A qué esperaba?

De tanto en tanto cerraba los ojos e intentaba adivinar cuál hubiera sido el comportamiento de su padre en aquellos momentos.

Matar a un camello, beber su sangre y masticar cruda la grasa de su giba podría ser sin duda una solución para los hombres, pero tenía muy claro que ni las mujeres, ni los niños, ni mucho menos el anciano Suilem, responderían positivamente a semejante tratamiento de choque.

Tampoco sabía a ciencia cierta si con sus recién cumplidos dieciocho años, o los dieciséis de Suleiman, serían capaces de soportar tan dura prueba.

Tan sólo los guerreros o los cazadores más experimentados conseguían sobreponerse a la falta absoluta de agua cuando la temperatura se aproximaba como en aquellos momentos a los cincuenta grados, y resultaba de todo punto absurdo suponer que la delicada Laila, la adolescente Aisha, o los desnutridos siervos tuvieran la más remota esperanza de salir adelante en semejantes circunstancias.

Como bien había dicho su madre, lo único que podían hacer era confiar en la benevolencia de Alá.

Y esperar.

Con el sol cayendo a plomo, las sombras de los buitres era cuanto se movía en torno al campamento puesto que ni las moscas se sentían con fuerzas para alzar el vuelo y se quedaban donde se habían posado, como despatarradas sobre las secas pieles, a la espera de momentos más propicios para reiniciar la tarea de alimentarse.

Aquel macizo rocoso que probablemente no había figurado jamás en ningún mapa, se alzaba casi en el centro mismo del mayor de los desiertos, y apenas a unas jornadas de marcha de la depresión natural en la que se registraban anualmente las más altas temperaturas del planeta.

Aquél era el lugar más desolado e inhabitable que ser humano alguno pudiera elegir para intentar formar un hogar, pero las circunstancias habían querido que aquél fuese el punto al que había ido a parar la familia del malogrado Gacel Sayah.

Debido a ello no resultaba sorprendente que se encontraran en trance de perecer.

Los buitres se convirtieron en legión.

La sangre en las venas se espesaba como el magma que surge a borbotones de la boca de un volcán, pero que a medida que se desliza pendiente abajo va perdiendo color y fluidez hasta acabar por transformarse en una masa viscosa, oscura y fatigada que se desparrama en grandes charcos que días más tarde no serán más que enormes explanadas de dura roca.

Ya no sudaban.

¡Ni siquiera sudaban!

Oculta en lo más profundo de la mayor de las
jaimas
, Laila cerró los ojos, y evocó una vez más el curtido rostro del hombre al que había amado sobre todas las cosas, al que había sido fiel incluso con el pensamiento, pero al que en aquellos momentos tenía la amarga impresión de estar traicionando.

El día en que su esposo abandonó el campamento rumbo a lo que habría de ser su grandiosa epopeya, le confió a sus hijos, pero resultaba evidente que ella no había sabido cuidar de ellos, arrastrándolos durante años de un lado a otro, y ahora estaban allí, justo al borde del desastre, sin que se le ocurriera forma alguna de evitarlo.

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