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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Los ojos del tuareg (4 page)

BOOK: Los ojos del tuareg
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Laila comenzó a envejecer.

Suleiman se hizo aún más fuerte.

Aisha se convirtió en una espléndida mujer.

Y Gacel Sayah cada día se parecía más, en el físico, pero sobre todo en la firmeza de carácter, a su difunto padre.

El viejo Suilem murió de puro viejo, y pocos días más tarde su nieto pidió respetuosamente permiso para marcharse. Quería dirigirse al sur, al «País de los Ashantis» del que tanto le había hablado su abuelo, con el fin de encontrar una hermosa mujer de su propia raza con la que fundar una familia.

Le dieron su bendición, le regalaron un buen camello, un fusil y una cabra y le concedieron la libertad para él y todos sus descendientes, garantizándole que el «gri-gri» de los demonios que perseguía hasta la muerte a los esclavos fugitivos nunca le acosaría.

La muerte del anciano y la marcha de Rachid dejaron un vacío en la exigua comunidad, y Laila se entristeció profundamente pese a que aceptara y comprendiera que el gigantón tenía derecho a su propia vida después de tantos años de fieles servicios.

Cuando hombre, cabra y camello se perdieron de vista en la vasta llanura que se abría hacia el sur, tuvo la extraña sensación de que la gran familia que su difunto esposo había llegado a constituir se le estaba derritiendo entre los dedos.

De lo que antaño fuera un poderoso clan temido y respetado en «la árida tierra que sólo sirve para cruzarla», no quedaba ya más que un puñado de miembros que malvivían de un mísero pozo que daba menos agua que leche una vieja cabra.

Una tórrida mañana de finales de verano, un extraño rumor surgió llegando desde el sudoeste, fue creciendo muy poco a poco en intensidad, y al fin una blanca avioneta hizo su aparición en el horizonte para ir a cruzar justamente sobre sus cabezas.

Todos corrieron a observarla, y aunque en la ciudad las habían visto con cierta frecuencia, su presencia allí, tan lejos de todo, no pudo por menos que atemorizarles.

La ruidosa máquina trazó cuatro o cinco círculos cada vez más cerrados, sus ocupantes hicieron varias fotografías y les preguntaron algo que no pudieron entender mientras señalaban insistentemente el brocal del pozo, y por último desaparecieron en la misma dirección que habían traído.

En los días que siguieron no pudieron dejar de hablar de otra cosa que no fuera la inesperada visita que sin lugar a dudas constituía un hito en su pequeña historia tan falta de acontecimientos de auténtica relevancia.

¿A qué se debía, y qué diablos se les había perdido a aquellos hombres tan lejos de todo lugar civilizado? ¿Qué era lo que con tanta insistencia preguntaban? No se trataba de un avión de guerra, de eso estaban seguros, pero por más que se esforzaron y más vueltas que le dieron, no consiguieron encontrar una explicación razonable al hecho de que un aparato de apariencia tan frágil se hubiese aventurado hasta el corazón mismo del Teneré cuando el aeropuerto más próximo se encontraba a cientos de kilómetros de distancia.

De tanto en tanto algún gigantesco reactor surcaba el cielo a alturas inconcebibles dejando a su paso una blanca estela, e infinidad de noches escuchaban el rumor de motores y distinguían luces rojas y blancas parpadeando en dirección al norte.

Sabían que se trataba de aviones comerciales que continuamente cruzaban el continente rumbo a Europa, pero siempre los habían considerado casi como pertenecientes a otra galaxia, puesto que la distancia que los separaba de ellos era sin duda tan difícil de salvar como si en verdad sus pasajeros se encontraran en el mismísimo París.

Sin embargo, aquel pequeño aparato cuyos motores runruneaban como avispas furiosas, y que volaba a tan baja altura que incluso habían podido percatarse de que el piloto lucía una espesa barba entrecana, se convertía de improviso en algo tangible que casi podía tocarse con la mano.

Gracias a su estancia en la ciudad, los Sayah tenían una remota idea de lo que significaban los aventureros empedernidos, los turistas amantes de nuevos horizontes, e incluso los arqueólogos empecinados en encontrar restos de remotos antepasados en los rincones más insólitos, pero también tenían muy claro que ni arqueólogos, ni turistas, ni viajeros tenían nada que buscar en el lugar en que se encontraban.

Mucho más al norte, en el Macizo del Tassili existían fastuosos paisajes y podían encontrarse curiosas pinturas rupestres que al parecer apasionaban a los investigadores que llegaban incluso desde América, pero allí, al pie de aquellas peladas rocas cuya cima no superaba los doscientos metros, no existían atractivos paisajes y nadie más que ellos había descubierto restos de pasadas culturas.

Tampoco resultaba imaginable que los estuvieran buscando después de tantos años, cuando era ya más que probable que su amarga historia hubiese quedado en el olvido, y por lo tanto llegó un momento en que dejaron de pensar en la avioneta para regresar a lo que consistía su pacífica y en cierto modo monótona existencia.

Hasta que al fin, un tranquilo atardecer idéntico a miles de tranquilos atardeceres, una alta columna de polvo se destacó en el horizonte.

A
isha, que fue la primera en divisarla, acudió de inmediato en busca del mayor de sus hermanos.

—Alguien viene —dijo.

Gacel salió de la
jaima
y observó, desconcertado, cómo la columna de polvo crecía y se aproximaba con vertiginosa rapidez, hasta que al fin pudo distinguir los contornos del rojo vehículo que se aproximaba a una velocidad endiablada.

—Avisa a Suleiman —rogó al tiempo que penetraba en la vivienda para regresar con dos viejos fusiles en la mano, y en cuanto su hermano llegó a su lado le entregó uno indicándole con un gesto que ocupara un estratégico emplazamiento al otro lado del pozo, justo al pie de la mayor de las palmeras.

Luego, la familia al completo aguardó a que el rugiente vehículo llegara hasta donde se encontraban y se detuviera a unos diez metros de la boca del pozo para que descendieran dos jóvenes totalmente cubiertos de polvo.


¡Aselam aleikum!
—saludaron.


¡Metulem, metulem!

—¡Buenas tardes! —añadieron amablemente en un perfecto francés.

—¡Buenas tardes! —les respondieron de igual modo.

—Venimos en son de paz.

—En son de paz sois recibidos.

—Solicitamos hospitalidad.

—Considérense nuestros huéspedes.

—¿Podemos coger agua?

—¡Naturalmente!

Los recién llegados se aproximaron al pozo, lo observaron, parecieron sorprenderse por su rústico aspecto o su profundidad, pero sin hacer el menor comentario halaron de la vieja cuerda hasta conseguir que la piel de cabra que servía de recipiente hiciera su aparición rezumando por los cuatro costados.

Pero lo que ocurrió entonces dejó perplejos al resto de los presentes, puesto que en lugar de beber, se dedicaron a lavarse cara y manos, y más tarde comenzaron a limpiar cuidadosamente el parabrisas del vehículo.

—¿Es que no tienen sed? —inquirió al fin Aisha sin poder ocultar su desconcierto.

—¡Oh, no! ¡En absoluto! —replicó el conductor con una leve sonrisa—. Aún nos queda suficiente agua en la nevera… —Reparó en la expresión de cuantos le rodeaban, e inquirió en tono de evidente preocupación—: ¿Es que ocurre algo?

—Aquí el agua es muy escasa… —le hizo notar Gacel sin aparente acritud—. La empleamos únicamente para beber y para regar las plantas.

—Pero nos han asegurado que este pozo cuenta con un caudal muy importante durante todo el año… —señaló el otro al que se le notaba un tanto incómodo.

—¿Y quién puede haberlo dicho? Que yo sepa, nadie más que nosotros lo conoce.

—¿Acaso no es el pozo
Sidi-Kaufa
?

—No. Éste es el pozo Ajamuk.
Sidi-Kaufa
queda a cuatro días de marcha, al noroeste.

—¡No es posible!

—Les aseguro que lo es.

Podría creerse que a los recién llegados se les caía de improviso el mundo encima, puesto que la amable sonrisa huyó de sus labios, palidecieron e intercambiaron una mirada que casi cabría considerar de terror.

—¡Dios bendito! —exclamó el que había llevado hasta ese momento la voz cantante—. Nos hemos equivocado de ruta. Pero ¿en qué coño estabas pensando?

—¿Yo? —replicó su copiloto al que costaba dar crédito a lo que estaba oyendo—. ¿De qué demonios hablas? Estamos en el lugar exacto.

—¿A cuatro días de marcha de
Sidi-Kaufa
…?

El otro no respondió, se introdujo en el vehículo, consultó con suma atención el panel de instrumentos y regresó con un sobado cuaderno de negras tapas en las manos.

—Éstas son las coordenadas, y según el GPS nos encontramos exactamente aquí con un margen de error de menos de un kilómetro. Y de acuerdo con el «Libro de Rutas», esto es
Sidi-Kaufa
.

—Pues esta buena gente opina otra cosa, y me da la impresión de que llevan viviendo aquí bastante tiempo… ¿O no?

—Unos seis años. Y el pozo lo construimos nosotros.

—¿Te vas enterando? Esto no es el pozo
Sidi-Kaufa
de los cojones. Es el pozo Ajamuk y pertenece a estos señores.

El copiloto, que había tomado asiento en el pescante del vehículo y observaba una y otra vez el mapa como si lo viera por primera vez, alzó el rostro y sus ojos mostraban la magnitud de su desolación.

—Pues en ese caso es el mapa el que está equivocado… —masculló al fin—. Esas montañas de enfrente no aparecen por ninguna parte y hace una hora deberíamos haber cruzado un campo de dunas que tampoco hemos visto… ¡La madre que los parió! ¡Si serán imbéciles! ¿Qué vamos a hacer ahora?

—No tengo ni la más mínima idea.

—Pronto oscurecerá.

Ya me había dado cuenta.

—¿Y…?

—¿Qué quieres que te diga? —El atribulado conductor se volvió una vez más a Gacel Sayah para inquirir en tono casi suplicante—: ¿Sabría indicarnos el camino para llegar a
Sidi-Kaufa
?

El aludido asintió seguro de lo que decía:

—Rodeando aquellas rocas siempre hacia el noroeste, pero si lo intentan de noche se enterrarán hasta el cuello. Por allí siempre sopla viento del norte y las dunas son jóvenes e inestables… Mi consejo es que esperen a que amanezca.

—¡Joder!

—Nos sentiremos muy honrados permitiéndoles dormir en una de nuestras
jaimas
.

—Lo sé… —admitió su interlocutor esforzándose en sonreír nuevamente—. Conozco bien el sentido de la hospitalidad de los tuaregs… Porque son tuaregs, ¿verdad?

—¡Naturalmente! ¿Qué otra cosa podíamos ser?

—Esquimales no, desde luego… ¡Bien! A mal tiempo buena cara. ¿Qué le vamos a hacer? Perdidos pero contentos… Y a todas éstas aún no nos hemos presentado: me llamo Marcel Charriere, y mi compañero Alain Guitay.

—Ésta es mi madre, y éstos mis hermanos. Todo cuanto tenemos está a su disposición. ¿Tienen hambre?

—De lobo, pero en el coche llevamos siempre provisiones por si se nos presenta una emergencia y me da la impresión de que por estos lugares los supermercados escasean. ¿No se ofenderían si nos permitiéramos invitarlos? Presumo de ser un excelente cocinero.

—No es la costumbre.

—Tampoco es mi costumbre perderme en mitad del desierto… ¡Por favor…!

Gacel consultó a su madre con la mirada, ésta dudó, pero al fin acabó por encogerse de hombros.

—La verdad es que hace años que no probamos la comida de los franceses. Veamos si es tan buen cocinero como dice…

Marcel Charriere demostró ser, en efecto, un cocinero más que aceptable, y en menos de una hora había preparado una gigantesca fuente de sabrosos espaguetis con salsa picante a los que siguió una generosa ración de muslos de pato a la brasa, en lo que constituía un auténtico banquete para unos pobres beduinos que llevaban años comiendo siempre lo mismo.

Incluso preparó un magnífico café muy cargado y obsequió a los hombres con auténticos habanos que obligaron a toser al forzudo Suleiman, que cambió de color y tuvo que acabar por apagarlo puesto que comenzaba a marearse.

—Y ahora díganme —inquirió por fin Gacel Sayah que se había esforzado por mostrarse prudente, pero al que la curiosidad reconcomía—. ¿Adónde se dirigen con tanta prisa por mitad del desierto?

—A El Cairo.

Se hizo un pesado silencio puesto que la incredulidad se había apoderado de todos los presentes exceptuando, naturalmente, los dos franceses.

—¿A El Cairo…? —repitió al fin Aisha casi con un hilo de voz—. Pero ¿El Cairo no es una gran ciudad que está muy lejos, en el extranjero?

—En efecto. Es la capital de Egipto.

—¿Y van en coche hasta allí?

—¡Exactamente!

—Pero eso debe de estar…

—A unos siete mil kilómetros, poco más o menos.

—¡Bromea!

—En absoluto. Hace cinco días que salimos de Mauritania y nos dirigimos directamente a Egipto… En total son poco más de once mil kilómetros de viaje.

—¿Y no les hubiera resultado más cómodo, más barato y más rápido hacerlo en avión?

—¡Naturalmente! Pero es que se trata de un rally.

—¿Un qué…?

—Un rally… Una carrera.

—¿Una carrera…? —repitió ahora como un eco Suleiman—. ¿Qué quiere decir con eso de una carrera?

—Lo que he dicho: una carrera. En estos momentos hay cientos de personas corriendo en coches, motos y camiones en dirección a El Cairo. —Lanzó una columna de humo con gesto de suprema satisfacción—. Y nosotros vamos los primeros.

—Y ¿por qué?

—Porque está claro que los demás vienen detrás.

—No me refiero a eso… —le hizo notar Gacel que era quien había hecho la última pregunta—. Me refiero a por qué corren hacia El Cairo.

Se diría que ahora era Marcel Charriere el desconcertado, ya que tardó en responder y cuando lo hizo se limitó a encogerse de hombros.

Ya le he dicho que se trata de una carrera deportiva.

—¿Pretende hacerme creer que cientos de personas están atravesando África de lado a lado, tragando polvo y pasando calor, sólo por deporte?

—¡Naturalmente!

—¡Qué estupidez!

—¿Cómo ha dicho?

—¡Perdón! No he pretendido ofenderle, pero es que me cuesta admitir que nadie pueda derrochar su tiempo, su dinero y su energía en un empeño semejante. Ese desierto es muy peligroso.

—Lo sé por experiencia. Mi mejor amigo murió hace tres años cuando su coche se incendió de improviso.

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