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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Los ojos del tuareg (7 page)

BOOK: Los ojos del tuareg
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—Debemos apresurarnos a cargarlo todo. Cuanto antes nos vayamos, antes llegaremos a
Sidi-Kaufa
.

—¿Cargarlo todo? —repitió su madre con marcada intención—. ¿Significa que levantamos el campamento? —Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: ¿Nos vamos para siempre?

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —fue la amarga respuesta—. El agua de ese pozo estará envenenada durante meses, y quizá haya llegado el momento de que abandonemos definitivamente este destierro. Con un poco de suerte es posible que a estas alturas ya se hayan olvidado de nosotros.

—Hace años que la suerte no se digna cruzar frente al umbral de nuestra
jaima
—le hizo notar Suleiman—. Desde el aciago día en que Abdul-el-Kebir nos pidió asilo, la suerte parece haberse convertido en nuestra peor enemiga.

—Sabido es que la suerte no suele ser amiga de los honrados y los justos —le replicó su hermano—. Pero sabido es, también, que los honrados y los justos acaban por tener al Señor como aliado. Y un auténtico creyente debe preferir siempre la mano de Alá, que la de una suerte que al igual que te persigue, te abandona. ¡Ve a buscar los camellos!

Se pusieron de inmediato a la tarea de desmontar el mísero campamento y empaquetar sus parcas pertenencias, pero no habían cargado aún a la primera de las bestias, cuando Aisha alzó de improviso el rostro para anunciar con sorprendente calma:

—¡Ahí viene otro!

En el mismo punto, siguiendo fielmente las rodadas de quienes les habían precedido, un nuevo vehículo seguido como siempre de su inevitable nube de polvo, había hecho su aparición en la distancia.

—Al parecer todos disponen del mismo mapa, y por lo tanto todos están cometiendo idéntica error… —comentó un meditabundo Gacel al tiempo que se rascaba la negra barba—. Eso quiere decir que podemos conseguir que las cosas se arreglen.

—¿Cómo?

—Aceptando que quien nos ha causado el daño no es solamente ese hijo de puta, sino todos cuantos participan en la carrera. Si están juntos en esto, tienen que responder juntos por esto.

—Pero los otros, los que llegaron ayer, se comportaron correctamente y parecían incapaces de hacer daño a nadie —le hizo notar su madre.

—¡Es posible…! —admitió Gacel—. Pero cuando nos hemos enfrentado a otras tribus, nunca nos hemos detenido a pensar en que entre los miembros de esa tribu podía haber buenas personas. Eran el enemigo, y como tal debíamos combatirlos.

—¡Eso es muy cierto! —admitió su hermano—. Según las antiguas costumbres, si un guerrero del «Pueblo de la Lanza» nos hubiera ofendido y humillado hasta el punto en que ese hombre lo ha hecho, el «Pueblo de la Lanza» tendría la obligación de entregárnoslo con el fin de evitar una guerra.

—¿Estás de acuerdo con eso, madre?

—Son leyes muy viejas, hijo, ¡muy, muy viejas!, pero por eso mismo considero que deben seguir vigentes mientras el desierto continúe siendo el desierto, y los tuaregs continuemos siendo tuaregs… Quien comete un delito debe pagar por ello.

—¡Que así sea!

Los dos hombres detuvieron su vehículo junto al pozo, descendieron sudorosos y agotados, se despojaron de los pesados cascos, y ni siquiera se sintieron con fuerzas para reaccionar cuando se enfrentaron a las oscuras bocas de sendos fusiles que les apuntaban directamente a los ojos.

—¿Qué significa esto? —acertó a balbucear uno de ellos.

—Significa que se han convertido en nuestros prisioneros —replicó con absoluta calma Gacel Sayah.

—¿Prisioneros? ¿Qué quiere decir con eso de «prisioneros»? ¿A qué clase de prisioneros se refiere?

—A prisioneros de guerra.

—¿Es que se ha vuelto loco? No estamos en guerra con nadie.

—Pero nosotros sí.

—¿Con quién?

—Con todos los que recorren el desierto creyendo que es suyo… —Gacel se volvió a su hermano para ordenar secamente—: ¡Átalos!

Veinte minutos más tarde, y acomodados en el interior de la única
jaima
que aún no había sido desmontada, los dos desconcertados «prisioneros» contemplaban a sus captores como si en verdad se tratara de seres de otra galaxia.

—¿Y nosotros qué tenemos que ver con todo eso? —inquirió al fin el que parecía llevar la voz cantante—. Ni siquiera conocemos a ese tal Marc, y no nos pueden culpar de haber envenenado su pozo cuando aún nos encontrábamos a cincuenta kilómetros de aquí.

Y no les culpo —le hizo notar con toda naturalidad Gacel, que había tomado asiento frente a ellos—. Si les culpara ya estarían muertos.

—¿Entonces?

—Comprenderán que con nuestros pobres camellos jamás conseguiríamos atrapar al auténtico culpable, que a esas horas ya debe estar cerca de
Sidi-Kaufa
… Pero hasta que ese malnacido regrese, pida perdón y reciba el castigo que merece, ustedes se quedarán aquí.

—¿Cómo ha dicho?

—Que serán nuestros huéspedes, hasta que el culpable regrese.

—¿Huéspedes o rehenes?

—Llámelo como quiera.

—¡Pero esto es una locura! —protestó el copiloto que al parecer no entendía demasiado bien el francés y hacía un notable esfuerzo con el fin de captar el sentido de cuanto se estaba diciendo—. ¡Una auténtica locura!

—La auténtica locura estriba en correr como posesos a través de los pedregales y las dunas, sin respetar la propia vida ni la de cuantos encuentran en su camino. Locura es robar y envenenar un agua sin la que estamos condenados a morir, o amenazar con un arma a quien te ha recibido con los brazos abiertos. Y si ha aceptado tomar parte en semejante estupidez, debe aceptar que en un momento determinado su estupidez les arrastre.

—Pero ¿qué piensa conseguir secuestrándonos? —quiso saber el otro—. Dudo que un cabrón capaz de hacer lo que ha hecho reconozca su error y acepte volver a pedir perdón.

—Ere ese caso la sentiré por ustedes.

—¿Quiere decir que está dispuesto a matarnos?

—Ése es el fin que aguarda a los rehenes cuando no se cumplen las exigencias de quienes les retienen, y…

—Viene otro coche.

Gacel se volvió a su hermano que era quien le había interrumpido, y que permanecía en pie junto a la entrada, limitándose a hacer un leve gesto de asentimiento al señalar:

—Esto parece haberse convertido en un zoco… ¿Cuántos crees que necesitaremos?

—Cuantos más mejor.

—Con cinco o seis bastará. Demasiados nos causarían problemas.

A media tarde, cuando los termómetros se aproximaban a los cincuenta grados y el aire se volvía casi irrespirable, siete sudorosos cautivos, uno de los cuales había llegado a bordo de una motocicleta, se apretujaban en el fondo de la enorme tienda de pelo de camello.

Las dos mujeres se habían preocupado de recoger el agua que quedaba en los vehículos, así como todas las provisiones disponibles, y comenzaba a atardecer cuando ya los animales aparecían cargados y listos para ponerse en marcha.

Gacel se acuclilló frente al motorista, un austriaco taciturno que hablaba un francés deleznable pero que parecía entenderlo a la perfección, para apuntarle directamente con el dedo:

—Vas a regresar por donde has venido —le dijo—. Y te ocuparás de detener a todos los que intenten aproximarse. Explícales la situación; que entiendan que a tus compañeros los voy a enviar a un lugar en el que jamás podrán encontrarlos. Yo me quedaré aquí esperando, y hasta que ése al que llaman Marc no se presente ante mí, estos seis permanecerán en poder de mi familia… ¿Has comprendido?

—Perfectamente.

—¿Alguna duda?

—Sólo una. ¿Piensa matarlos?

—Si no queda otro remedio, sí.

—¿Por un poco de agua?

—¿Tienes sed?

—Mucha.

—Pues si te dejara aquí y nadie viniera a buscarte, mañana matarías a tu madre por un poco de agua… —Extrajo de la funda la afilada gumía que siempre llevaba a la cintura y cortó con ella las gruesas correas que le maniataban—. ¡Y ahora vete! —dijo.

—¿Puedo beber algo?

—No.

—¡Pero es que estoy casi deshidratado!

—Eso te permitirá comprender mejor nuestra situación, y hasta qué punto tu amigo ha cometido un delito imperdonable.

—¡No es mi amigo! —protestó ruidosamente el otro—. Jamás lo he visto.

—Un grave error por tu parte… —sentenció el
imohag
. Lanzarte a la aventura de atravesar un continente sin saber qué clase de gente viaja contigo te puede conducir a situaciones como ésta… ¿Te vas ya o mando a otro?

—¡Me voy, me voy…! —se apresuró a replicar el austriaco, pero casi de inmediato se volvió al resto de los cautivos—. ¡Tranquilos! —dijo—. En un par de días todo se habrá solucionado.

—Procura que así sea. Y por favor, que avisen a nuestras familias.

—Me ocuparé de ello… —Lanzó un reniego—. ¡La puta que parió a ese cabrón! ¡Mira que la que ha organizado!

Trepó a su frágil máquina aún maldiciendo, la puso en marcha y a los pocos instantes volaba por la llanura siguiendo lo que comenzaba ya a ser un camino casi perfectamente delimitado.

Gacel y Suleiman le estuvieron observando largo rato, y al fin el segundo señaló:

—Será mejor que nos pongamos en marcha. Quiero estar en la cueva antes de que amanezca porque si aparece uno de esos aviones nos localizará fácilmente.

—Ten cuidado en las montañas.

—Sabes que lo tendré.

Media hora más tarde, una pequeña caravana se disponía a abandonar el
pozo Ajamuk
en dirección al norte.

La componían tres camellos montados por Laila, Aisha y Suleiman, otros cuatro cargados con la mayor parte de las pertenencias de la familia, y una cuerda de cautivos cuyos rostros mostraban a las claras el horror que les producía la sola idea de tener que avanzar a pie a través del desierto.

—¿Adónde nos llevan? —inquirió uno de ellos con apenas un hilo de voz.

A un lugar seguro… —fue la respuesta—. Pero no se preocupe, no somos bandidos. En cuanto se repare el daño que nos han causado volverán a sus casas sanos y salvos.

—Pero es que podemos repararlo aquí y ahora —replicó el pobre hombre—. En el coche guardo cien mil francos para casos de emergencia. Y estoy seguro de que en los otros dos había casi otro tanto. ¡Son suyos, pero no nos obligue a caminar con semejante calor!

—Puede estar seguro de que cuando vuelvan su dinero continuará en el mismo sitio —le hizo notar el targui—. Aquí no sirve más que para encender fuego. Lo que tiene que hacer es rezar para que quien causó tanto quebranto se presente ante mí.

—¿Y si no lo hace?

—Mi hermano los matará.

—¡Que Dios nos ayude! —sollozó el otro.

—Él es siempre el último consuelo…

Cuando el grupo de hombres y bestias hubo desaparecido más allá de las rocas que protegían el campamento del temido
harmattan
que a menudo soplaba durante varias semanas, Gacel Sayah tomó asiento al pie de su palmera predilecta y se dispuso a esperar con la paciencia que tan sólo los hombres habituados a la caza en las arenas y las llanuras pedregosas son capaces de desarrollar.

De niño, su padre, el gran
inmouchar
al que todos llamaban
el Cazador
, le había enseñado a permanecer enterrado durante todo un día sin dejar al descubierto más que la nariz y los ojos, oculto bajo un matojo, a la espera de una gacela, un antílope o un avestruz que tal vez jamás haría su aparición.

El tiempo que tuviera que permanecer bajo un sol abrasador carecía de importancia.

El calor, la sed, los alacranes y las serpientes también.

Lo único que importaba en aquellos momentos era convertirse en piedra, no mover un músculo y evitar que la aguda vista o el fino oído de los habitantes de la llanura les pusieran sobre aviso.

Se hacía necesario permitir que la pieza se fuera aproximando paso a paso y que ramoneara aquí y allá moviéndose a su antojo, puesto que en semejantes soledades una bala era un preciado tesoro que jamás se debía desaprovechar, y un buen cazador nunca apretaba el gatillo hasta estar absolutamente seguro de que no iba a fallar el tiro.

La paciencia era como una segunda piel en la que los tuaregs se embutían en cuanto tenían uso de razón.

La paciencia era el arma con la que habían logrado sobrevivir allí donde tantos otros pueblos habían perecido, y la paciencia era como un gen añadido a los genes de su raza, tan distinta a otras razas como si en verdad el color de su piel fuera de un azul-añil intenso.

Ahora, sentado allí, contemplando lo poco que quedaba de lo que había sido su hogar, Gacel Sayah demostraba una vez más que para los de su estirpe el tiempo carecía de importancia, ya que pese a que permaneciera muy quieto y como ausente, su mente se agitaba como las ramas de una acacia bajo un violento vendaval.

Tenía conciencia de que el camino que había elegido resultaría a la larga absolutamente intransitable.

Tenía conciencia de que no podía enfrentarse, sin más armas que su cochambroso fusil y su fuerza de voluntad, a las sorprendentes máquinas que los temidos europeos eran capaces de desarrollar, pero tenía conciencia, también, de que si no se comportaba tal como lo estaba haciendo, los huesos de su padre se removerían en la tumba y generaciones de sus antepasados le maldecirían por no haber sabido defender el honor del más glorioso de los pueblos: el del
Kel-Talgimus
.

—Haber nacido en el seno del «Pueblo del Velo» nos hace diferentes del resto del mundo, en lo bueno y en lo malo —le había dicho muchos años atrás su madre cuando le preguntó la razón por la que su padre se había lanzado a la imposible aventura de enfrentarse a un ejército—. Se nos otorga un gran honor, pero en compensación se nos penaliza con una pesada carga: la de tener que ofrecer incluso la vida por mantener aquellos principios que nos diferencian del resto de los mortales. Morir por defender a quienes hemos ofrecido nuestra amistad o nuestra protección es tan importante como morir por exterminar a quienes nos ofenden o desprecian. Cuentan que en las verdes llanuras del paraíso tan sólo existe una montaña y que está reservada a los tuaregs. Por eso los tuaregs tienen que hacer más méritos que los demás para conseguir sentarse en la cima.

—¿Quién la ha visto?

—Cierra los ojos y la verás.

A menudo, cuando la soledad o la tristeza le invadían, Gacel cerraba los ojos para que su mente volara una vez más a la cima de aquella montaña, en cuya cúspide, sentado junto a su fiel camello
R’Orab
, su padre disfrutaba, más que ningún otro, de la proximidad de aquel que había sido capaz de crear al mismo tiempo la aridez del desierto y el esplendor del paraíso.

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