Los robots del amanecer (27 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los robots del amanecer
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—¿Y si testifica en contra mía?

—Nos enfrentaremos con ello cuando se produzca. ¿Podría ponerse en contacto con ella y pedirle que me reciba?

Fastolfe suspiró con resignación.

—Lo haré por usted, pero se equivoca si cree que voy a poder convencerla fácilmente para que le reciba. Puede que esté demasiado ocupada, o pensar que lo está. Quizá no se encuentre en Aurora. O incluso puede que no desee verse mezclada en el asunto. Anoche intenté explicarle a usted que mi hija tiene razones, o al menos cree tenerlas, para mostrarse hostil conmigo. Que sea yo quien le pida que le reciba a usted puede impulsarla a negarse, como mero signo de desagrado hacia mí.

—¿Querrá intentarlo, doctor Fastolfe?

—Lo intentaré mientras usted esté en el establecimiento de Gladia —suspiró Fastolfe—. Supongo que querrá ver a Vasilia cara a cara, ¿no? Le puedo asegurar que la televisión tridimensional sirve igual. La imagen tiene la calidad suficiente para que no pueda distinguirse de la presencia personal verdadera.

—Lo sé, Fastolfe, pero Gladia es de Solaria y la televisión tridimensional le trae recuerdos desagradables. En cualquier caso, opino que se produce una mayor efectividad intangible al estar cara a cara físicamente. La actual situación es demasiado delicada y las dificultades son demasiado grandes para dejar de lado esa mayor efectividad.

—Bien, avisaré a Gladia —asintió Fastolfe. Dio media vuelta, titubeó y se volvió otra vez hacia Baley—. Sin embargo, señor Baley...

—¿Sí, doctor Fastolfe?

—Anoche me dijo usted que la situación era lo bastante seria para no tener en cuenta los inconvenientes que pueda causar a Gladia. Según sus palabras, había cosas mayores y mucho más interesantes.

—Es cierto, pero puede confiar en que no la molestaré si puedo evitarlo.

—No me refiero sólo a Gladia. Simplemente, quiero advertirle que esa opinión suya, en el fondo correcta, debe extenderse también a mi persona. No espero que se preocupe usted gran cosa de mi orgullo o de no causarme molestias si tiene ocasión de hablar con Vasilia. No me hago grandes esperanzas en cuanto a resultados pero, si llega a hablar con ella, yo tendré que soportar la turbación consiguiente y no quiero que usted haga nada por evitarlo. ¿Comprendido?

—Para ser sincero del todo, doctor Fastolfe, no he tenido nunca la intención de evitarle turbación. Si tengo que poner en un platillo de la balanza su turbación y su vergüenza, y en el otro la continuidad de su línea política y el bienestar de mi mundo, no dudaré un instante en avergonzarle.

—¡Magnifico! Por cierto, señor Baley, esa actitud deberá extenderse también a usted mismo. No debe permitir que se interpongan en su camino sus intereses o conveniencias personales.

—No se me permitió hacerlo cuando usted decidió traerme aquí sin consultarme.

—Estoy hablando de otro asunto. Si después de un tiempo razonable (no muy largo, pero razonable), no ha hecho ningún progreso hacia una resolución del caso, tendremos que considerar la posibilidad de un sondeo psíquico, después de todo. Nuestra última esperanza puede consistir en descubrir qué es lo que su mente conoce y usted no sabe que conoce.

—Puede que no conozca nada, doctor Fastolfe.

Fastolfe miró a Baley con aire triste.

—Es cierto. Pero, como ha dicho usted respecto a la posibilidad de que Vasilia atestigüe contra mí, ya afrontaremos eso cuando sea el momento.

El doctor Fastolfe se volvió y salió de la sala.

Baley le siguió con la mirada, pensativo. Ahora parecía que si hacia progresos tendría que hacer frente a represalias físicas de naturaleza desconocida, aunque posiblemente peligrosas. Y si no progresaba, tendría que afrontar el sondeo psíquico, que difícilmente podía ser mejor.

—¡Jehoshaphat! —murmuró en voz baja.

33

El paseo hasta el establecimiento de Gladia le pareció más corto que el día anterior. El día era también soleado y agradable, pero la vista no tenía el mismo aspecto. La luz del sol venía oblicuamente de la dirección opuesta, naturalmente, y su color parecía algo distinto.

Podía ser que la vida vegetal tuviera un aspecto ligeramente distinto por la mañana o por la tarde, o quizás era una diferencia de olores. En cierta ocasión, Baley ya había pensado algo parecido respecto a la vida vegetal de la Tierra, recordó ahora.

Daneel y Giskard le acompañaban de nuevo, pero iban más cerca de él y parecían menos intensamente alertas que el día anterior.

—¿El sol brilla siempre aquí? —preguntó Baley.

—No, compañero Elijah —dijo Daneel—. Eso sería desastroso para la vida vegetal y, por tanto, para el hombre. En realidad, las predicciones indican que el cielo se nublará en el transcurso del día.

—¿Qué era eso? —preguntó sobresaltado Baley. En la hierba se veía agazapado un animal de tamaño pequeño y color gris marrón. Al verles, el animal desapareció dando rápidos y ágiles saltos.

—Un conejo, señor —dijo Giskard.

Baley se tranquilizó. Había visto animales de ésos en los campos de la Tierra.

Gladia no les aguardaba esta vez junto a la puerta, pero era evidente que les estaba esperando. Cuando un robot les hizo pasar al interior, Gladia no se levantó sino que murmuró, con un tono de voz entre irritado y preocupado:

—El doctor Fastolfe me ha dicho que deseabas verme otra vez. ¿De qué se trata ahora?

Gladia llevaba una bata perfectamente ajustada a su cuerpo, y era evidente que no llevaba nada debajo. Tenía el cabello peinado hacia atrás sin moldear y en su rostro había una acusada palidez. Tenía las ojeras más marcadas que el día anterior y era evidente que habla dormido poco.

Daneel, recordando lo que había sucedido el dia anterior, no entró en el salón. Giskard, en cambio, acompañó a Baley, echó un rápido vistazo a su alrededor y se retiró a un nicho de la pared. En otro de ellos había uno de los robots de Gladia.

—Lamento terriblemente, Gladia —dijo Baley—, tener que molestarte otra vez.

—Anoche olvidé decirte —murmuró Gladia— que cuando Jander sea desintegrado, será reciclado, naturalmente, para su uso en las fábricas de robots. Supongo que resultará gracioso saber que, cada vez que me cruce con un robot de reciente construcción, me podré detener a preguntarme cuántos átomos de Jander forman parte de ellos.

—También nosotros, cuando morimos, somos reciclados —intervino Baley—, y quién sabe cuántos átomos de otras personas tenemos en cada uno de nosotros ahora mismo, o en quién estarán los nuestros algún día.

—Tienes mucha razón, Elijah. Y además me recuerdas lo fácil que resulta filosofar acerca de las penalidades de los demás.

—Eso también es cierto, Gladia, pero no he venido a filosofar.

—Entonces, haz lo que has venido a hacer.

—Tengo que formularte unas preguntas.

—¿No tuviste bastante con las de ayer? ¿Quizás has pasado la noche pensando otras nuevas?

—Así es en parte, Gladia. Ayer me dijiste que incluso después de vivir con Jander como marido y mujer, hubo otros hombres que se ofrecieron a ti y que no aceptaste. Es acerca de este punto sobre el que quiero preguntarte.

—¿Por qué?

Baley hizo caso omiso de la pregunta.

—Dime cuántos hombres se ofrecieron a ti durante el tiempo en que estuviste casada con Jander.

—No llevo la cuenta de esas cosas, Elijah. Tres o cuatro.

—¿Hubo alguno más insistente que los demás? ¿Alguno se ofreció más de una vez?

Gladia, que hasta entonces había evitado la mirada de Baley, alzó ahora la vista directamente hacia él y preguntó a su vez:

—¿Has hablado de eso con alguien más?

Baley hizo un movimiento de negativa con la cabeza.

—No he hablado de este tema con otra persona, aparte de ti. Sin embargo, deduzco de tu pregunta que al menos uno de tus pretendientes fue más insistente que los demás.

—Sí, uno de ellos. Santirix Gremionis —suspiró Gladia—. Los auroranos tienen unos nombres muy peculiares, y Santirix era un tipo realmente peculiar para ser aurorano. Nunca he conocido a nadie más insistente en este aspecto. Siempre educado, aceptaba cada una de mis negativas con una sonrisilla y una inclinación de cabeza, y luego insistía de nuevo a la semana siguiente, o incluso al día siguiente. Esa mera insistencia era una pequeña cortesía. Un aurorano decente aceptaría como permanente una negativa, a menos que la presunta pareja dejara razonablemente claro que había cambiado de idea.

—Repíteme algo... Quienes se ofrecían a ti ¿conocían tu relación con Jander?

—No era un asunto que mencionase en conversaciones intrascendentes.

—Bien, entonces refirámonos específicamente a ese Gremionis. ¿Sabía él que Jander era tu esposo?

—Nunca se lo dije.

—No lo descartes tan de prisa, Gladia. No se trata de que se lo dijeras o no. Al contrario que los demás, éste se te ofreció repetidamente. Por cierto, ¿cuántas veces dirías tú? ¿Tres, cuatro? ¿Cuántas?

—No las conté —respondió Gladia fatigosamente—. Puede que una docena de veces o más. De todos modos, si no hubiera sido una persona de confianza, habría dado órdenes a mis robots de que le impidieran la entrada al establecimiento.

—Ya, pero no lo hiciste. Y hacer tantos ofrecimientos lleva tiempo. Él venía a verte. Se reunía contigo. Tenía tiempo de notar la presencia de Jander y tu comportamiento con él. ¿No podría ser que adivinara vuestra relación?

Gladia movió la cabeza en señal de negativa.

—No lo creo. Jander no entraba nunca cuando yo estaba con un ser humano.

—¿Eran ésas tus instrucciones? Supongo que lo eran, ¿no?

—En efecto. Y antes de que sugieras que me sentía avergonzada de mi relación con él, te aclararé que era sólo para evitar enojosas complicaciones. Conservo cierto instinto de intimidad respecto al sexo del que carecen los auroranos.

—Vuelve a pensar. ¿Podría haberlo adivinado Gremionis? Ahí le tienes, un hombre enamorado...

—¡Enamorado! —exclamó al tiempo que soltaba una especie de bufido—. ¿Qué saben los auroranos del amor?

—Bien, digamos entonces un hombre que se considera enamorado. Tú no respondes a sus estímulos. ¿No podría haberlo adivinado, con la especial sensibilidad y suspicacia del amante rechazado? ¡Piénsalo! ¿No hizo nunca alguna referencia indirecta a Jander? Alguna cosa que te despierte la menor sospecha...

—¡No, no! Sería algo insólito que un aurorano comentara adversamente las preferencias o costumbres sexuales de otro.

—No necesariamente en forma adversa. Un comentario humorístico, quizás. Alguna indicación de que sospechaba vuestras relaciones.

—¡No! Si el joven Gremionis hubiera pronunciado siquiera una palabra en ese sentido, jamás habría vuelto a entrar en mi establecimiento, y me habría ocupado de que nunca volviera a acercarse. Sin embargo, él no haría algo así. Era la buena educación personificada para mí.

—Le acabas de llamar «joven». ¿Qué edad tiene Gremionis?

—Aproximadamente la mía. Treinta y cinco años. Quizás uno o dos menos que yo.

—Un crío —dijo tristemente Baley—. Más joven incluso que yo. Pero a esa edad... Supon que adivinó la relación que había entre Jander y tú, y que no dijo nada, ni una sola palabra. ¿No podría, pese a ello, haber estado celoso?

—¿Celoso?

Baley pensó que aquella palabra podía tener muy poco sentido en Aurora o en Solaria, y la definió.

—Ponerse furioso porque prefirieras a otro en su lugar.

—Ya sé qué significa la palabra «celoso» —replicó Gladia en tono brusco—. Sólo la he repetido porque me sorprende que pienses que un aurorano pueda sentir celos. En este planeta no existen los celos por cuestiones de sexo. Por otras cosas, sí, pero no por el sexo. —En el rostro de Gladia había un manifiesto aire de disgusto—. Y aunque estuviera celoso, ¿qué importa eso? ¿Qué podía hacer?

—¿No sería posible que le hubiera dicho a Jander que la relación con un robot podía poner en peligro tu posición en Aurora...?

—¡Eso no habría sido cierto!

—En caso de que se lo hubieran dicho, Jander lo habría creído. Se convencería de que estaba poniéndote en peligro, haciéndote daño. ¿No puede haber sido ésta la causa del bloqueo mental?

—Jander no habría creído nunca esa afirmación. Me hizo feliz cada uno de los días en que fue mi esposo, y así se lo dije.

Baley permaneció tranquilo. Gladia estaba desviándose de la cuestión, pero bastaría con que él se lo pusiera más claro.

—Estoy seguro de que te creyó, pero también pudo sentirse impelido a creer a otra persona que le decía lo contrario. Y si de algún modo se vio atrapado entonces en un dilema irresoluble respecto a la Primera Ley...

El rostro de Gladia formó una mueca y su voz chilló:

—¡Eso es una locura! Estás contándome otra vez el viejo cuento de hadas de Susan Calvin y el robot que leía la mente. Nadie que tenga más de diez años de edad puede tragarse eso.

—¿No es posible que...?

—No, no lo es. Yo procedo de Solaria y sé lo suficiente acerca de los robots para estar segura de que no es posible. Se precisaría un experto increíble para colocar a un robot ante un problema irresoluble que afecte a la Primera Ley. El doctor Fastolfe quizás podría hacerlo, pero Santirix Gremionis no, desde luego. Gremionis es un estilista. Trabaja con seres humanos. Corta el cabello, diseña vestidos. Yo hago lo mismo, pero al menos trabajo con robots. Gremionis no ha tocado un robot en su vida. No sabe nada de ellos, excepto cómo ordenarles que cierren una ventana o cosas así. ¿Estás intentando decirme que fue la relación entre Jander y yo, ¡yo! —se dio unos nerviosos golpecitos en el esternón con un dedo extendido rígidamente, sin que apenas se le apreciaran sus pequeños pechos bajo la bata—, lo que le causó la muerte?

—No se trata de nada que hicieras conscientemente —dijo Baley, deseando detenerse pero incapaz de dejar de investigar—. ¿Y si Gremionis hubiera aprendido del doctor Fastolfe la manera de...?

—Gremionis no conocía al doctor Fastolfe y, de todos modos, no hubiera entendido nada de lo que este le hubiese dicho.

—Gladia, no puedes tener la seguridad de que Gremionis podría entender o no de una cosa. Por otro lado, en cuanto a lo de no conocer al doctor Fastolfe... Gremionis debe de haber estado con frecuencia en tu establecimiento, si tanto te perseguía...

—Pero el doctor Fastolfe casi nunca viene por aquí. Anoche, cuando vino contigo, era sólo la segunda vez que cruzaba el umbral del establecimiento. Tiene miedo de que, si se acerca demasiado a mí, yo salga corriendo. Una vez lo reconoció. Creía que había perdido a su hija, de ese modo, o una tontería así. Mira, Elijah, cuando se vive varios siglos, hay mucho tiempo para perder miles de cosas. Agradece tener una vida tan corta, Elijah —añadió casi tartamudeando; estaba llorando de manera incontrolada.

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