Los robots del amanecer (22 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los robots del amanecer
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—No tengo nada más que preguntarte, Gladia, y lo único que me queda por hacer aquí, de momento, es ver a Jander, lo que queda de Jander, si tú me lo permites.

Ella volvió a mostrarse recelosa, hostil.

—¿Por qué? ¿Por qué?

—¡Gladia! ¡Por favor! No espero que sirva de nada, pero debo ver a Jander aun sabiendo que verle no servirá de nada. Haré todo lo posible para no herir tu sensibilidad.

Gladia se levantó. Su vestido, sencillo hasta el punto de no ser más que una ajustada funda, no era negro (como habría sido en la Tierra) sino de un color opaco que carecía totalmente de brillo. Baley, sin ser un experto en vestimenta, se dio cuenta de que representaba muy bien el luto.

—Ven conmigo —murmuró ella.

26

Baley siguió a Gladia a través de varias habitaciones, cuyas paredes despedían un ligero resplandor. En una o dos ocasiones advirtió un leve movimiento y dedujo que era un robot alejándose rápidamente, ya que tenían órdenes de no estorbar.

Luego atravesaron un pasillo y subieron un corto tramo de escaleras hasta llegar a una pequeña habitación en la que una parte de una pared brillaba como un foco.

La habitación contenía un catre y una silla; ningún otro mueble.

—Esta era su habitación —dijo Gladia. Luego, como en respuesta a los pensamientos de Baley, añadió—: Era todo lo que necesitaba. Yo le dejaba solo tanto como podía; a veces, todo el día. No quería cansarme nunca de él. —Meneó la cabeza—. Ahora lamento no haber pasado cada segundo en su compañía. No sabía que dispondríamos de tan poco tiempo... Ahí está.

Jander estaba tendido en el catre y Baley le miró gravemente. El robot había sido cubierto con un material suave y reluciente. La pared luminosa alumbraba la cabeza de Jander, que era suave y casi inhumana de tan serena. Los ojos estaban abiertos, pero eran opacos y mates. Se parecía lo bastante a Daneel para justificar el malestar de Gladia ante la presencia de aquél. Su cuello y sus hombros desnudos estaban al descubierto.

Baley preguntó:

—¿Le ha examinado el doctor Fastolfe?

—Sí, concienzudamente. Acudí a él desesperada y, si huhieras visto con qué rapidez vino, la inquietud que sentía, el dolor, el... el pánico, no pensarías que pudo haber sido responsable. No le fue posible hacer nada.

—¿Está desvestido?

—Sí. El doctor Fastplfe tuvo que quitarle la ropa para examinarle. No tenía objeto volver a ponérsela.

—¿Me permitirías que levantara la cubierta, Gladia?

—¿Es necesario?

—No quiero que me acusen de haber pasado algo por alto.

—¿Qué puedes encontrar que el doctor Fastolfe no haya visto?

—Nada, Gladia, pero debo saber que no hay nada que encontrar. Te ruego que cooperes.

—De acuerdo, adelante, pero haz el favor de poner la cubierta tal como está ahora cuando hayas terminado.

Se volvió de espaldas a él y Jander, puso el brazo izquierdo contra la pared y apoyó la cabeza en él. No emitió ningún sonido, no hizo ningún movimiento, pero Baley comprendió que estaba llorando de nuevo.

El cuerpo no era, quizás, totalmente humano. Los contornos musculares habían sido simplificados y resultaban un poco esquemáticos, pero todo estaba allí: pezones, ombligo, pene, testículos, vello púbico y todo lo demás. Incluso algo de vello en el pecho.

¿Cuántos días habían transcurrido desde la muerte de Jander? Baley cayó en la cuenta de que no lo sabía, pero había sucedido antes de que él emprendiera su viaje a Aurora. Había transcurrido más de una semana y no había señales de descomposición, ni visual ni olfativamente. Una clara diferencia robótica.

Baley titubeó y luego pasó un brazo por debajo de los hombros de Jander y el otro por debajo de sus caderas, extendiéndolos hasta el otro lado. No pensó en pedir ayuda a Gladia, eso sería imposible. Tomó aliento y, con cierta dificultad, dio la vuelta a Jander sin tirarlo fuera del catre.

El catre crujió. Gladia debía de saber lo que estaba haciendo, pero no se volvió. Aunque no se ofreció a ayudarle, tampoco protestó.

Baley retiró los brazos. Jander estaba tibio. Probablemente la unidad motriz seguía haciendo algo tan simple como mantener la temperatura, incluso con el cerebro inoperante. El cuerpo también se notaba firme y elástico. Probablemente no pasaba por una etapa análoga al rigor mortis.

Uno de los brazos le colgaba ahora fuera del catre de un modo muy humano. Baley lo movió un poco y lo soltó. El brazo se balanceó ligeramente de delante a atrás hasta detenerse. Le dobló una pierna por la rodilla e inspeccionó el pie; luego hizo lo mismo con la otra. Las nalgas estaban perfectamente formadas e incluso tenia ano.

Baley no pudo dejar de sentir cierto desasosiego. La idea de que estaba violando la intimidad de un ser humano le obsesionaba. Si hubiera sido un cadáver humano, su frialdad y rigidez le habrían despojado de humanidad.

Pensó con inquietud: «El cadáver de un robot es mucho más humano que un cadáver humano.»

Pasó nuevamente los brazos por debajo de Jander, lo levantó y le dio la vuelta.

Alisó la sábana lo mejor que pudo, luego volvió a colocar la cubierta tal como la había encontrado y la alisó igualmente. Retrocedió y juzgó que estaba igual que al principio... o casi.

—He terminado, Gladia —anunció.

Ella se volvió, miró a Jander con ojos húmedos y dijo:

—¿Podemos irnos, entonces?

—Sí, naturalmente, pero Gladia...

—Dime.

—¿Vas a conservarle de este modo? Me imagino que no se descompondrá.

—¿Importa que lo haga?

—En ciertos aspectos, sí. Tienes que darte una oportunidad para recobrarte. No puedes pasar tres siglos de luto. Lo pasado pasado está. —(Sus propias palabras le sonaron huecas y sentenciosas. ¿Cómo debían de sonarle a ella?)

Gladia dijo:

—Sé que tus intenciones son buenas, Elijah. Me han pedido que conserve a Jander hasta que la investigación haya terminado. Entonces solicitaré que sea desintegrado.

—¿Desintegrado?

—Sometido a la acción de una antorcha plasmática y reducido a sus elementos, como los cadáveres humanos. Yo tendré hologramas de él... y recuerdos. ¿Estás satisfecho?

—Naturalmente. Ahora debo regresar a casa del doctor Fastolfe.

—Sí. ¿Has averiguado algo por el cuerpo de Jander?

—No esperaba averiguar nada, Gladia.

Ella le miró de frente.

—Y Elijah, quiero que descubras quién hizo esto y por qué. Debo saberlo.

—Pero Gladia...

Ella sacudió violentamente la cabeza, como para apartar de sí algo que no estaba dispuesta a oír.

—Sé que puedes hacerlo.

7
OTRA VEZ FASTOLFE
27

Baley salió de casa de Gladia a la puesta del sol. Se volvió hacia lo que supuso que sería el horizonte occidental y encontró el sol de Aurora, de un intenso color escarlata y coronado por delgadas franjas de nubes rojizas asentadas en un cielo verde manzana.

—Jehoshaphat —murmuró. Evidentemente, el sol de Aurora, más frío y anaranjado que el sol de la Tierra, acentuaba la diferencia en el ocaso, cuando su luz atravesaba un grosor mayor de Aurora.

Daneel iba detrás de él; Giskard, como antes, muy por delante.

Oyó la voz de Daneel junto a su oído:

—¿Estás bien, compañero Elijah?

—Muy bien —contestó Baley, satisfecho de sí mismo—. Cada vez resisto mejor el Exterior. Incluso puedo admirar la puesta de sol. ¿Es siempre así?

Daneel contempló desapasionadamente el sol poniente y dijo:

—Sí. Pero apresurémonos en regresar al establecimiento del doctor Fastolfe. En esta época del año, el crepúsculo no dura mucho, compañero Elijah, y es preferible llegar allí mientras aún hay luz suficiente para ver.

—Estoy listo. Vamos. —Baley se preguntó si no sería mejor esperar a que oscureciera. No sería agradable no ver, pero, por otra parte, tendría la impresión de hallarse a cubierto... y, en el fondo, no estaba seguro de cuánto duraría aquella euforia que le producía la admiración de una puesta de sol (una puesta de sol en el Exterior, por supuesto). Pero eso sería una cobardía y él no era ningún cobarde.

Giskard retrocedió silenciosamente hacia él y le preguntó:

—¿Preferiría esperar, señor? ¿Se sentiría mejor en la oscuridad? A nosotros no nos incomodaría.

Baley se percató de que había otros robots, más lejos, por todos lados. ¿Había desplegado Gladia a sus robots para que montaran guardia, o había Fastolfe enviado los suyos?

Aquello demostraba lo mucho que todos se preocupaban por él y, perversamente, se negó a admitir su debilidad. Dijo:

—No, iremos ahora. —Luego echó a andar a paso vivo hacia el establecimiento de Fastolfe, que se veía entre los distantes árboles.

«Que los robots me sigan o no, como deseen», pensó con audacia. Sabía que, si se permitía pensar en ello, habría algo en su interior que se acobardaría ante la idea de hallarse sobre la corteza de un planeta sin más protección que el aire existente entre él y el gran vacio, pero no pensaría en ello.

Fue el regocijo de no sentir miedo lo que le hizo temblar las mandíbulas y castañetear los dientes. O quizá fue el fresco viento del atardecer, que también le produjo carne de gallina en los brazos.

No fue el Exterior.

No lo fue.

Preguntó entre dientes:

—¿Hasta qué punto conocías a Jander, Daneel?

Daneel contestó:

—Pasamos algún tiempo juntos. Desde la construcción del amigo Jander hasta que se fue al establecimiento de la señorita Gladia, estuvimos siempre juntos.

—¿Te molestaba, Daneel, que Jander se te pareciera tanto?

—No, en absoluto. Ambos sabíamos que éramos distintos, compañero Elijah, y el doctor Fastolfe tampoco nos confundía. Por lo tanto, éramos dos individuos.

—¿Les diferenciabas tú también, Giskard? —Ahora estaban más cerca de él, quizá porque los demás robots se ocupaban de vigilar la parte más distante.

Giskard declaró:

—Que yo recuerde, nunca hubo ninguna ocasión en la que fuera importante hacerlo.

—¿Y si la hubiese habido, Giskard?

—Entonces podría haberlo hecho.

—¿Cuál era tu opinión de Jander, Daneel?

Daneel preguntó a su vez:

—¿Mi opinión, compañero Elijah? ¿Sobre qué aspecto de Jander deseas mi opinión?

—¿Hacía bien su trabajo, por ejemplo?

—Indudablemente.

—¿Era satisfactorio en todos los sentidos?

—Que yo sepa, sí.

—¿Qué dices tú, Giskard? ¿Cuál es tu opinión?

Giskard dijo:

—Yo nunca fui tan amigo de Jander como el amigo Daneel, y no sería correcto que diera una opinión. Puedo decir que, por los datos que tengo, el doctor Fastolfe estaba satisfecho del amigo Jander. Parecía igualmente satisfecho del amigo Jander que del amigo Daneel. Sin embargo, no creo que mi programación me permita ofrecer una seguridad absoluta en estas cuestiones.

Baley preguntó:

—¿Qué me dices del período durante el cual Jander estuvo al servicio de la señorita Gladia? ¿Seguiste viéndole, Daneel?

—No, compañero Elijah. La señorita Gladia lo conservaba en su establecimiento. Cuando ella visitaba al doctor Fastolfe, él no la acompañaba. Cuando yo iba con el doctor Fastolfe al establecimiento de la señorita Gladia, nunca veía al amigo Jander.

Baley no pudo ocultar su sorpresa. Se volvió hacia Giskard para formularle la misma pregunta, hizo una pausa, y luego se encogió de hombros. Aquello no le llevaría a ninguna parte, y tal como el doctor Fastolfe le había indicado antes, no servía de mucho interrogar a un robot. No dirían voluntariamente nada que dañara a un ser humano, y era imposible acorralarles, sobornarles o engatusarles para que lo hicieran. No mentirían abiertamente, sino que se limitarían a dar contestaciones inútiles.

Y quizá ya no importara.

Habían llegado a la puerta del establecimiento de Fastolfe y Baley notó que se le aceleraba la respiración. Estaba seguro de que el temblor de sus brazos y su labio inferior se debía, realmente, al frío viento.

El sol ya había desaparecido, se veían unas cuantas estrellas, el cielo iba adquiriendo un extraño color púrpura-verdoso que lo hacía parecer magullado, y Baley franqueó la puerta para refugiarse entre las cálidas y brillantes paredes. Estaba a salvo. Fastolfe salió a recibirle.

—Regresa a buena hora, señor Baley. ¿Ha sido fructífera su conversación con Gladia?

Baley contestó:

—Muy fructífera, doctor Fastolfe. Incluso es posible que ya tenga la clave del enigma.

28

Fastolfe se limitó a sonreír cortésmente, de un modo que no reveló sorpresa, alegría ni incredulidad. Le precedió hasta lo que obviamente era un comedor, más pequeño y acogedor que aquel donde habían almorzado.

—Usted y yo, mi querido señor Baley —dijo Fastolfe con cordialidad—, tomaremos una cena informal. Los dos solos. Incluso despediremos a los robots si eso le complace. Y no hablaremos de trabajo a menos que usted se empeñe.

Baley no dijo nada, sino que se detuvo a mirar las paredes con asombro. Eran de un verde fluctuante y luminoso, con diferentes brillos y tintes que se acentuaban lentamente de abajo arriba. Aquí y allí se veían algunas hojas de un verde más oscuro y oscilantes destellos de luz. Las paredes hacían que la habitación pareciese una gruta bien iluminada al final de un brazo de mar. El efecto era vertiginoso; al menos, Baley lo encontró asi.

Fastolfe no tuvo dificultades en interpretar la expresión de Baley. Dijo:

—Hay que estar acostumbrado, señor Baley, lo admito... Giskard, atenúa la iluminación de la pared... Gracias.

Baley exhaló un suspiro de alivio.

—Y gracias a usted, doctor Fastolfe. ¿Puedo ir al Personal, señor?

—Por supuesto.

Baley titubeó.

—¿Podría...?

Fastolfe se rió entre dientes.

—Lo encontrará totalmente normal, señor Baley. No tendrá ninguna queja.

Baley inclinó la cabeza.

—Muchas gracias.

Sin aquel intolerable artificio, el Personal (le pareció que era el mismo que había usado con anterioridad) era simplemente lo que era, aunque mucho más lujoso y acogedor que ninguno de los que había visto hasta entonces. Era increíblemente distinto de los de la Tierra, donde hileras de unidades idénticas se sucedían indefinidamente, cada una de ellas marcada para uso de un individuo —y sólo uno— a la vez. Parecía brillar con higiénica limpieza. Su capa molecular exterior debía de cambiarse por una nueva cada vez que se utilizaba. Baley tuvo la impresión de que, si permanecía bastante tiempo en Aurora, le resultaría difícil readaptarse a las multitudes de la Tierra, que relegaban la higiene y la limpieza a un segundo plano —algo a lo que prestar una obediencia distante—, convirtiéndolas en un ideal casi inalcanzable. Baley, rodeado de artículos de marfil y oro (no auténtico marfil, sin duda, ni auténtico oro), brillantes y suaves, se sobrecogió repentinamente al pensar en el despreocupado intercambio de bacterias de la Tierra y todas las infecciones que llevaban consigo. ¿No era eso lo que sentían los espaciales? ¿Podía culparlos?

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