Read Los robots del amanecer Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Los robots del amanecer (12 page)

BOOK: Los robots del amanecer
5.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No, doctor Fastolfe, no deseo plantear la cuestión de un modo tan simplista. Quizá se engañe a sí mismo pensando que es el mejor de todos los roboticistas y que nadie puede igualarle, aferrándose a ello con todas sus fuerzas, porque inconscientemente, inconscientemente, doctor Fastolfe, se da cuenta de que, en realidad, está siendo alcanzado, o ya ha sido alcanzado, por otros.

Fastolfe se echó a reír, pero su risa tuvo un leve matiz de fastidio.

—No es asi, señor Baley. Está totalmente equivocado.

—¡Piense, doctor Fastolfe! ¿Está seguro de que ninguno de sus colegas roboticistas puede ser tan brillante como usted?

—Sólo hay unos pocos que sean capaces de tratar siquiera con robots humaniformes. La construcción de Daneel creó virtualmente una profesión nueva para la que ni tan sólo hay un nombre, humaniformistas, quizá. De los teóricos de la robótica de Aurora, ninguno, excepto yo mismo, entiende el funcionamiento del cerebro positrónico de Daneel. El doctor Sarton también, pero está muerto... y no lo entendía tan bien como yo. La teoría básica es mía.

—Tal vez fuera suya en un principio, pero indudablemente no puede aspirar a mantener su propiedad exclusiva. ¿No ha aprendido nadie la teoría?

Fastolfe meneó la cabeza con firmeza.

—Nadie. No se la he enseñado a nadie y ningún otro roboticista vivo puede haber desarrollado la teoría por sí solo.

Baley sugirió, con un poco de irritación:

—¿No podría haber un joven brillante, recién salido de la universidad, que fuese más listo de lo que nadie supone, que...?

—No, señor Baley, no. Yo le habría conocido. Habría pasado por mis laboratorios. Habría trabajado conmigo. Por el momento, dicho joven no existe. A la larga, existirá alguno; quizá muchos. Por el momento, no hay ninguno.

—Así pues, si usted falleciera, ¿la nueva ciencia moriría con usted?

—Sólo tengo ciento sesenta y cinco años. Me refiero a años métricos, naturalmente, que deben equivaler a ciento veinticuatro de sus años terrestres, más o menos. Según las expectativas de vida auroranas, aún soy muy joven y no hay ninguna razón médica para considerar que mi vida ha llegado siquiera a la mitad. No es tan insólito alcanzar la edad de cuatrocientos años... métricos. Aún me queda mucho tiempo para enseñar.

Habían terminado de comer, pero ninguno de los dos hizo ademán de dejar la mesa. Tampoco se acercó ningún robot para despejarla. Era como si la intensidad del flujo y reflujo de la charla les hubiese reducido a la inmovilidad.

Baley entornó los ojos y dijo:

—Doctor Fastolfe, hace dos años estuve en Solaria. Allí pude comprobar que, en general, los solarianos eran los roboticistas más hábiles de todos los mundos.

—En general, probablemente sea cierto.

—¿Y ni uno solo de ellos habría podido hacerlo?

—Ni uno solo, señor Baley. Su habilidad se reduce a robots que, en el mejor de los casos, no están más desarrollados que mi pobre Giskard. Los solarianos no saben nada de la construcción de robots humaniformes.

—¿Cómo puede estar seguro de eso?

—Ya que estuvo en Solaria, señor Baley, sabrá muy bien que los solarianos no pueden acercarse unos a otros más que con grandes dificultades, que se relacionan por medio de la visión tridimensional... excepto cuando es absolutamente necesario un contacto sexual. ¿Cree que a alguno de ellos se le ocurriría diseñar un robot tan humano en apariencia que activara sus neurosis? Evitarían de tal modo la posibilidad de acercarse a él, debido a su aspecto humano, que no les resultaría de ninguna utilidad.

—¿No podría algún solariano, aquí o allá, revelar una asombrosa tolerancia por el cuerpo humano? ¿Cómo puede estar seguro?

—Aunque algún solariano pudiera hacerlo, lo que no niego, este año no hay ningún nativo de Solaria en Aurora.

—¿Ninguno?

—¡Ninguno! No les gusta estar en contacto ni con los auroranos y, a no ser por asuntos de la mayor importancia, no vienen aquí... ni van a ningún otro mundo. Incluso en el caso de un asunto urgente, permanecen en órbita y tratan con nosotros por medio de comunicación electrónica. Baley dijo:

—En ese caso, si usted es, literal y efectivamente, la única persona en todos los mundos que pudo hacerlo, ¿mató a Jander?

Fastolfe contestó:

—No puedo creer que Daneel no le dijera que he negado la acusación.

—Me lo dijo, pero quiero que me lo diga usted mismo.

Fastolfe cruzó los brazos y frunció el ceño. Respondió, con los dientes apretados:

—Entonces, se lo digo. Yo no lo hice.

Baley meneó la cabeza.

—Creo que cree esa afirmación.

—Así es. Y sin la menor duda. Estoy diciendo la verdad. Yo no maté a Jander.

—Pero si usted no lo hizo, y nadie más puede haberlo hecho, entonces... Pero espere. Quizá me haya precipitado en mis suposiciones. ¿Está Jander realmente muerto o he sido traído aquí con falsos pretextos?

—El robot está realmente destruido. Puedo enseñárselo, si la Asamblea Legislativa no me prohibe el acceso a él antes de que termine el día, lo que no creo que hagan.

—En ese caso, si usted no lo hizo, y si nadie más pudo hacerlo, y si el robot está realmente muerto, ¿quién cometió el crimen?

Fastolfe suspiró.

—Estoy seguro de que Daneel le contó lo que he sostenido en la investigación, pero usted quiere oírlo de mis propios labios.

—En efecto, doctor Fastolfe.

—Pues bien, nadie cometió el crimen. Fue algo que sucedió espontáneamente en el flujo positrónico de los mecanismos cerebrales lo que produjo el bloqueo mental de Jander.

—¿Es eso probable?

—No, no lo es. Es sumamente improbable, pero si yo no lo hice, es lo único que puede haber ocurrido.

—¿No podría aducirse que hay más posibilidades de que usted esté mintiendo que de que haya habido un bloqueo espontáneo?

—Es lo que aducen muchos. Pero yo sé que no lo hice y eso sólo deja la paralización espontánea como posibilidad.

—¿Y usted me ha hecho venir aquí para demostrar, para probar, que eso es lo que realmente sucedió?

—Sí.

—Pero, ¿cómo se puede probar que sucedió espontáneamente? Al parecer, sólo así podré salvarle a usted, a la Tierra y a mí mismo.

—¿Por orden de importancia creciente, señor Baley?

Baley pareció molesto.

—Bueno, si lo prefiere, a usted, a mí y a la Tierra.

—Me temo —dijo Fastolfe— que, después de profundas reflexiones, he llegado a la conclusión de que no hay modo de obtener tal prueba.

17

Baley miró a Fastolfe con horror.

—¿No lo hay?

—No. Ninguno. —Y luego, en un súbito arranque de aparente abstracción, cogió el especiero y dijo—: Verá, tengo curiosidad por saber si aún puedo hacer la triple genuflexión.

Lanzó el especiero al aire dándole un calculado golpe con la muñeca. El especiero dio una vuelta en el aire y, cuando descendía, Fastolfe lo golpeó en el extremo estrecho con el lado de la palma derecha (con el pulgar doblado). El objeto se elevó ligeramente, se ladeó y recibió un golpe con el lado de la palma izquierda. Volvió a elevarse en sentido contrario y recibió un nuevo golpe con el lado de la palma derecha, al que siguió otro con la palma izquierda. Después de esta tercera genuflexión, fue impulsado con fuerza suficiente para dar una vuelta completa. Fastolfe lo atrapó en el puño derecho, con la mano izquierda muy cerca y la palma hacia arriba. Una vez hubo cogido el especiero, Fastolfe mostró la mano izquierda, donde había un pequeño montón de sal.

Fastolfe dijo:

—Es una exhibición infantil para la mente científica, y el esfuerzo resulta totalmente desproporcionado para el fin, que, por supuesto, es una pizca de sal, pero el buen anfitrión aurorano se enorgullece de poder hacerlo. Hay algunos exper-tos que son capaces de mantener el especiero en el aire durante un minuto y medio, moviendo las manos tan rápidamente que la vista no puede seguirlas.

”Claro que —continuó pensativamente— Daneel puede realizar esas acciones con mayor destreza y velocidad que ningún ser humano. Lo he sometido a esa clase de pruebas para verificar el funcionamiento de sus mecanismos cerebrales, pero sería un tremendo error hacerle mostrar tales habilidades en público. Eso humillaría innecesariamente a los esperistas... como popularmente se les denomina, aunque, como comprenderá, este término no figura en los diccionarios.

Baley gruñó.

Fastolfe suspiró.

—Pero debemos volver al trabajo.

—Me ha hecho atravesar varios parsecs de espacio para ese propósito.

—Sí, así es... ¡Prosigamos!

Baley preguntó:

—¿Había algún motivo para realizar esa exhibición, doctor Fastolfe?

Fastolfe respondió:

—Bueno, da la impresión de que estamos en un callejón sin salida. Le he traído aquí para hacer algo que no puede hacerse. Su cara ha sido muy elocuente y, si quiere que le diga la verdad, yo no me sentía más optimista. Por lo tanto, he considerado que debíamos tomarnos un descanso. Y ahora... prosigamos.

—¿Sabiendo que es una labor imposible?

—¿Por qué va a ser imposible para usted, señor Baley? Tiene fama de conseguir lo imposible.

—¿El drama de hiperondas? ¿Se cree usted esa necia distorsión de lo que sucedió en Solaria?

Fastolfe desplegó los brazos.

—Es la última esperanza que me queda.

Baley dijo:

—Y yo no tengo alternativa. He de intentarlo, no puedo regresar a la Tierra con un fracaso. Me lo expusieron con toda claridad. Dígame, doctor Fastolfe, ¿cómo habrían podido matar a Jander? ¿Qué clase de manipulación mental habría sido necesaria?

—Señor Baley, no sé cómo podría explicar eso, ni siquiera a otro roboticista, lo que sin duda usted no es, ni aunque estuviese dispuesto a publicar mis teorías, lo que sin duda no pienso hacer. Sin embargo, veamos si puedo explicarle algo. Sabrá, naturalmente, que los robots se inventaron en la Tierra.

—Apenas se habla de los robots en la Tierra...

—La fuerte tendencia antirrobots de la Tierra es bien conocida en los mundos espaciales.

—Pero el origen terrestre de los robots es obvio para cualquier persona de la Tierra que piense en ello. Es bien sabido que los viajes hiperespaciales se desarrollaron con la ayuda de robots y, puesto que los mundos espaciales no habrían podido colonizarse sin viajes hiperespaciales, se desprende que había robots antes de que la colonización tuviera lugar y mientras la Tierra aún era el único planeta habitado. Así pues, los robots fueron inventados en la Tierra por terrícolas.

—Sin embargo, la Tierra no se enorgullece de ello, ¿verdad?

—No hablamos de ello —dijo Baley lacónicamente.

—¿Y los terrícolas no saben nada de Susan Calvin?

—He leído su nombre en algunos libros antiguos. Fue una de las primeras pioneras de la robótica.

—¿Es eso todo lo que sabe de ella?

Baley hizo un gesto de displicencia.

—Supongo que podría averiguar algo más si buscara en los archivos, pero no he tenido la ocasión de hacerlo.

—¡Qué extraño! —comentó Fastolfe—. Es una semidiosa para todos los espaciales, hasta el punto de que muy pocos espaciales que no sean roboticistas piensan en ella como una terrícola. Les parecería una profanación. Se negarían a creerlo si les dijeran que murió tras haber vivido poco más de cien años métricos. Y no obstante, usted sólo la conoce como una de las primeras pioneras.

—¿Tiene ella algo que ver con todo esto, doctor Fastolfe?

—No directamente, pero sí en cierto modo. Debe comprender que hay numerosas leyendas en torno a su nombre. Es indudable que la mayor parte de ellas son falsas, pero eso no es óbice para que todo el mundo las conozca. Una de las más famosas, y una de las que tiene menos visos de veracidad, se refiere a un robot fabricado en aquella época primitiva que, debido a un accidente en la cadena de producción, resultó poseer facultades telepáticas...

—¡Vaya!

—¡Es una leyenda! ¡Le he dicho que se trata de una leyenda, e indudablemente falsa! Sin embargo, hay algunas razones teóricas para suponer que podría ser factible, aunque nadie haya presentado nunca un diseño admisible que permitiera empezar a incorporar dicha facultad. El hecho de que apareciese en cerebros positrónicos tan toscos y simples como los de la era prehiperespacial es totalmente impensable. Por eso estamos tan seguros de que esta leyenda en particular es una invención. De todos modos, déjeme continuar; pues tiene una moraleja.

—Por supuesto, continúe.

—Según la leyenda, el robot leía el pensamiento. Y cuando le hacían alguna pregunta, leía el pensamiento de la persona en cuestión y le contestaba lo que ella quería oír. Ahora bien, la Primera Ley de la Robótica establece claramente que un robot no debe dañar a un ser humano o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea dañado, pero para los robots eso suele significar un daño físico. Sin embargo, un robot capaz de leer el pensamiento seguramente deduciría que la decepción o la cólera o cualquier emoción violenta harían desgraciado al ser humano que las sintiera, e interpretaría la inspiración de esas emociones como un daño. Así pues, como el robot telepático sabía que la verdad podía decepcionar o encolerizar a una persona o causarle envidia o infelicidad, prefería decir una mentira piadosa. ¿Lo comprende?

—Sí, naturalmente..

—En consecuencia, el robot mentía incluso a la misma Susan Calvin. Las mentiras no podían continuar indefinidamente, pues distintas personas recibían informaciones diferentes que no sólo eran contradictorias entre sí sino que se veían rebatidas por la creciente evidencia de la realidad. Susan Calvin descubrió que el robot le había mentido y se dio cuenta de que esas mentiras la habían colocado en una posición muy delicada. Lo que, en un principio, la habría decepcionado un poco, ahora, gracias a falsas esperanzas, la decepcionaba muchísimo. ¿Nunca había oído la historia?

—Le doy mi palabra.

—¡Asombroso! Sin embargo, es seguro que no fue inventada en Aurora, pues es igualmente conocida en todos los mundos. En todo caso, Calvin tuvo su venganza. Hizo notar al robot que, tanto si decía la verdad como si decía una mentira, dañaría igualmente a la persona con la que trataba. Hiciera lo que hiciese, no podría obedecer la Primera Ley. El robot, comprendiéndolo así, se vio obligado a buscar refugio en la inacción total. En otras palabras, sus componentes positrónicos se quemaron. Su cerebro quedó destruido irreparablemente. La leyenda asegura que la última palabra de Calvin al robot destruido fue «¡Mentiroso!».

BOOK: Los robots del amanecer
5.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Harry Flashman by George MacDonald Fraser
Dawn Of Desire by Phoebe Conn
Man Shy by Catherine Mulvany
Whispers of Home by April Kelley
Skylark by Sheila Simonson