Sus dedos volvieron a encontrar la tira alargada y experimentó, oprimiendo aquí y allí. La temperatura cambió rápidamente y encontró el punto que producía agua de una tibieza satisfactoria.
No encontró jabón. Algo reacio, empezó a frotarse las manos una contra otra bajo aquel aparente manantial natural que debería empaparle de la cabeza a los pies pero no lo hacía. Y como si el mecanismo pudiera leerle el pensamiento o, más probablemente, como impulsado por la acción de restregarse las manos, notó que el agua se tornaba jabonosa, mientras el manantial que veía pruducia burbujas y se transformaba en espuma.
Aún reacio, se inclinó sobre el lavabo y se frotó la cara con la misma agua jabonosa. Se notó la barba incipiente, pero comprendió que no tenía ninguna posibilidad de encontrar una máquina de afeitar entre los aparatos de aquella habitación sin instrucciones.
Terminó y mantuvo las manos inmóviles debajo del agua. ¿Cómo detener el jabón? No tuvo que preguntarlo. Seguramente sus manos, que ya no se restregaban ellas mismas ni la cara, controlarían aquello. El agua perdió su tacto jabonoso y el jabón desapareció de sus manos. Se mojó la cara —sin frotársela— y también quedó enjuagada. Sin ayuda de la visión y con la torpeza de alguien no acostumbrado al sistema, consiguió empaparse toda la camisa.
¿Toallas? ¿Papel?
Retrocedió, con los ojos cerrados, manteniendo la cabeza hacia delante para no mojarse aún más la ropa. Retroceder era, al parecer, la acción clave, pues notó una corriente de aire templado. Volvió la cara hacia ella y luego, las manos.
Abrió los ojos y descubrió que el manantial ya no fluía. Utilizó las manos y descubrió que ya no podía notar el agua real.
El nudo de su estómago hacía rato que se había convertido en irritación. Reconocía que los Personales variaban mucho de un mundo a otro, pero aquella necedad de un Exterior simulado era demasiado.
En la Tierra, un Personal era una enorme estancia comunitaria restringida a un solo género, con cubículos privados de los que uno tenía la llave. En Solaria, uno entraba en un Personal a través de un estrecho corredor adosado a la casa, como si los solarianos confiaran en que así no sería considerado una parte de su hogar, en ambos mundos, aunque tan distintos en todos los aspectos posibles, los Personales estaban claramente definidos y la función de todo lo que contenían era inequívoca. ¿Por qué debía haber en Aurora aquella rebuscada pretensión de rusticidad que camuflaba todas las partes de un Personal?
¿Por qué?
De todos modos, su enojo le dejó poco espacio emocional para sentirse inquieto por la simulación del Exterior. Se movió en la dirección en la que recordaba haber visto la media puerta translúcida.
No era la dirección correcta. Sólo logró encontrarla siguiendo lentamente la pared y tras golpearse diversas partes del cuerpo contra distintas protuberancias.
Al final, se encontró orinando en la ilusión de un pequeño estanque que no parecía estar recibiendo el chorro como era debido. Sus rodillas le indicaban que apuntaba correctamente entre los lados de lo que él tomó como un urinario, y se dijo a sí mismo que si estaba utilizando un receptáculo equivocado o errando la puntería la culpa no era suya.
Por un momento, cuando hubo terminado, pensó en volver a buscar el lavabo para enjuagarse nuevamente las manos, pero decidió no hacerlo. No se sentía con ánimos para afrontar la búsqueda y aquella falsa cascada.
En lugar de eso, siempre a tientas, encontró la puerta por la que había entrado, pero no supo que la había encontrado hasta que el contacto de su mano hizo que se abriera. La luz se extinguió inmediatamente y el resplandor normal y no ilusorio del día le rodeó.
Daneel le estaba esperando, junto con Fastolfe y Giskard.
Fastolfe dijo:
—Ha tardado casi veinte minutos. Empezábamos a inquietarnos por usted.
Baley se encolerizó.
—He tenido problemas con sus necias ilusiones —replicó, dominándose a duras penas.
Fastolfe frunció la boca y alzó las cejas en un silencioso: ¡Oh-h!
Dijo:
—Hay un contacto junto a la puerta que controla la ilusión. Puede atenuarla y permitirle ver la realidad a través de ella... o borrarla por completo, si lo desea.
—Nadie me lo había dicho. ¿Son así todos sus Personales?
Fastolfe contestó:
—No. Los Personales de Aurora suelen poseer características ilusorias, pero la naturaleza de la ilusión varía según el individuo. A mí me gusta la ilusión de la vegetación natural, y cambio los detalles de vez en cuando. Uno llega a cansarse de todo, con el tiempo, ¿sabe? Hay personas que prefieren ilusiones eróticas, pero yo no soy de ésos.
«Naturalmente, cuando se está familiarizado con los Personales las ilusiones no presentan ningún problema. Las habitaciones son casi siempre iguales y uno sabe dónde está cada una. No es peor que moverse por un lugar bien conocido en la oscuridad... Pero, dígame, señor Baley, ¿por qué no ha salido a pedir instrucciones?
Baley repuso:
—Porque no deseaba hacerlo. Admito que las ilusiones me han irritado mucho, pero las he aceptado. Al fin y al cabo, ha sido Daneel quien me ha traído al Personal y no me ha dado consejos ni instrucciones de ninguna clase. De haber sido por él, estoy seguro de que lo habría hecho, a fin de evitarme cualquier daño. Por lo tanto, he deducido que usted le había ordenado no advertirme y, como no le creo capaz de gastarme una broma tan pesada, he deducido que tenía una razón para hacerlo.
—¿Ah, sí?
—Al fin y al cabo, usted me había pedido que le acompañara al Exterior y, cuando he accedido, me ha preguntado inmediatamente si quería ir al Personal. He supuesto que el motivo para someterme a una ilusión del Exterior era ver si podía soportarlo, o si me dejaba ganar por el pánico. Si podía soportarlo, usted se aventuraría a enfrentarse con la realidad. Pues bien, lo he soportado. Estoy un poco mojado, gracias, pero no tardaré en secarme.
Fastolfe dijo:
—Es usted muy sagaz, señor Baley. Le pido disculpas por la naturaleza de la prueba y por las molestias que le he ocasionado. Sólo intentaba evitar la posibilidad de molestias aún mayores. ¿Todavía desea salir conmigo?
—No sólo lo deseo, doctor Fastolfe. Insisto en hacerlo.
Echaron a andar por un pasillo, Daneel y Giskard pisándoles los talones. Fastolfe comentó:
—Espero que no le importe que los robots nos acompañen. Los auroranos nunca vamos a ningún sitio sin un robot como mínimo, y en su caso concreto, debo insistir en que Daneel y Giskard estén siempre con usted.
Abrió una puerta y Baley trató de mantenerse firme ante el azote del sol y el viento, así como ante el extraño olor de la tierra aurorana.
Fastolfe se hizo a un lado y Giskard salió primero. El robot miró atentamente a su alrededor durante unos momentos. Dio la impresión de estar ejercitando todos sus sentidos al máximo. Miró hacia atrás y Daneel se reunió con él e hizo lo mismo.
—Déjelos un momento, señor Baley —dijo Fastolfe—, y nos comunicarán cuándo creen que podemos salir sin peligro. Permítame aprovechar la oportunidad para disculparme una vez más por la mala jugada que le hecho respecto al Personal. Le aseguro que habríamos sabido si tenía problemas pues todos sus signos vitales estaban siendo registrados. Me complace, aunque no me sorprende demasiado, que haya adivinado mi propósito. —Sonrió y, con un titubeo casi imperceptible, puso la mano sobre el hombro izquierdo de Baley y le dio un amistoso apretón. Baley se mantuvo rígido.
—Parece haber olvidado su mala jugada anterior; su aparente ataque contra mí con el especiero. Si me asegura que ahora nos trataremos con franqueza y honradez, consideraré que ambas cuestiones encerraban una intención razonable.
—¡Hecho!
—¿Podemos salir ahora? —Baley miró hacia Giskard y Daneel, que se habían alejado un poco, uno hacia la derecha y otro hacia la izquierda, y seguían observando y percibiendo.
—Aún no. Darán toda la vuelta al establecimiento... Daneel dice que le ha invitado a entrar en el Personal con usted. ¿Hablaba en serio?
—Sí. Sabía que él no tenía ninguna necesidad, pero he pensado que quizá sería descortés excluirle. No estaba seguro de la costumbre aurorana al respecto, a pesar de todo lo que he leído sobre asuntos auroranos.
—Supongo que no es una de las cosas que los auroranos consideran necesario mencionar y, naturalmente, los libros no pretenden asesorar a los visitantes terrícolas sobre esas cuestiones...
—¿Porque vienen tan pocos terrícolas?
—En efecto. La cuestión es que los robots nunca entran en los Personales. Es el único sitio donde los seres humanos pueden estar libres de ellos. Supongo que existe la creencia de que uno debe sentirse libre de ellos en ciertos períodos y ciertos lugares.
Baley objetó:
—Y, sin embargo, cuando Daneel estuvo en la Tierra con ocasión de la muerte de Sarton hace tres años, yo intenté mantenerle fuera del Personal Comunitario alegando que no tenía ninguna necesidad. No obstante, él se empeñó en entrar.
—E hizo muy bien. En aquella ocasión se le ordenó no dar ninguna muestra de no ser humano, por razones que usted recuerda muy bien. Sin embargo, aquí en Aurora... Ah, ya han terminado.
Los robots se acercaban a la puerta y Daneel les indicó que salieran.
Fastolfe alargó un brazo para cerrar el paso a Baley. —Si no le importa, señor Baley, yo saldré primero. Cuente con paciencia hasta cien y luego reúnase con nosotros.
Baley, tras contar hasta cien, salió con aire decidido y echó a andar hacia Fastolfe. Tal vez tenía el rostro demasiado tenso, las mandíbulas demasiado apretadas, la espalda demasiado erguida.
Miró a su alrededor. El paisaje no era muy distinto del que había visto en el Personal. Tal vez Fastolfe había usado su propio jardín como modelo. La vegetación lo cubría todo y en un determinado lugar había un riachuelo que descendía por un declive. Quizá fuese artificial, pero no era una ilusión. El agua era real. Notó las salpicaduras cuando pasó cerca de él.
El conjunto producía una inexplicable sensación de serenidad. El Exterior de la Tierra, por lo poco que Baley había visto de él, parecía más salvaje e impresionante.
Fastolfe dijo, tocando levemente el brazo de Baley y haciendo un movimiento con la mano:
—Venga en esta dirección. ¡Mire allí!
Un espacio entre dos árboles revelaba una extensión de hierba.
Por primera vez había una sensación de distancia, y en el horizonte aparecían unas casas amplias, de techo bajo, y de un color tan verde que casi se confundían con el campo.
—Esta es una zona residencial —explicó Fastolfe—. Quizás a usted no se lo parezca, ya que está acostumbrado a las tremendas colmenas de la Tierra, pero estamos en la ciudad aurorana de Eos, que es el centro administrativo del planeta. Aquí viven veinte mil seres humanos, lo que la convierte en la ciudad más grande, no sólo de Aurora sino de todos los mundos espaciales. Hay tantas personas en Eos como en toda Solaria —añadió con orgullo.
—¿Cuántos robots hay, doctor Fastolfe?
—¿En esta zona? Unos cien mil. En el conjunto del planeta hay una media de cincuenta robots por cada ser humano, no diez mil por humano como en Solaria. La mayor parte de nuestros robots están en nuestras granjas, en nuestras minas, en nuestras fábricas, en el espacio. Más bien tenemos escasez de robots, en particular de robots domésticos. La mayoría de auroranos deben conformarse con dos o tres de dichos robots, y algunos sólo con uno. Sin embargo, no queremos movernos en la dirección de Solaria.
—¿Cuántos seres humanos no tienen ningún robot doméstico?
—Absolutamente ninguno. Eso iría en contra del interés público. Si un ser humano, por la razón que fuese, no pudiera permitirse un robot, le sería concedido uno que, en caso necesario, sería mantenido con los fondos públicos.
—¿Qué sucede cuando la población aumenta? ¿Añaden más robots?
Fastolfe meneó la cabeza.
—La población no aumenta. La población de Aurora es de doscientos millones y se ha mantenido estable durante tres siglos. Es el número deseado. Sin duda lo habrá leído en los libros que ha consultado.
—Sí, lo he leído —admitió Baley—, pero me resistía a creerlo.
—Permítame asegurarle que es verdad. Eso nos proporciona a cada uno amplios terrenos, amplio espacio, amplia intimidad y una amplia parte de los recursos mundiales. No hay tantas personas como en la Tierra, ni tan pocas como en Solaria. —Alargó un brazo para que Baley lo cogiera, a fin de que pudieran seguir andando.
—Lo que ve —dijo Fastolfe— es un mundo domesticado. Esto es lo que quería enseñarle, señor Baley.
—¿No encierra ningún peligro?
—Siempre hay algún peligro. Tenemos tormentas, desprendimientos de rocas, terremotos, ventiscas, avalanchas, uno o dos volcanes... La muerte accidental nunca puede eliminarse por completo. E incluso existen las pasiones de personas airadas o envidiosas, las locuras de los inmaduros y las insensateces de los necios. Sin embargo, estas cosas son poco importantes y no afectan demasiado a la civilizada tranquilidad que reina en nuestro mundo.
Fastolfe pareció rumiar sus palabras un momento, y luego suspiró y añadió:
—No querría que fuese de otro modo, pero tengo ciertas reservas intelectuales. Sólo hemos traído a Aurora las plantas y animales que consideramos útiles, ornamentales o ambas cosas. Hicimos todo lo posible para eliminar lo que consideramos maleza, sabandijas, o incluso lo que no fuera ejemplar. Seleccionamos seres humanos fuertes, sanos y atractivos, rigiéndonos por nuestros propios cánones, naturalmente. Hemos intentado... Pero veo que sonríe, señor Baley.
Baley no sonreía. Su boca únicamente se había crispado.
—No, no —dijo—. No hay ningún motivo para sonreír.
—Lo hay, porque yo sé tan bien como usted que no soy precisamente atractivo según los cánones auroranos. La cuestión es que no podemos controlar del todo las combinaciones genéticas y las influencias intrauterinas. Hoy en día, por supuesto, con la creciente práctica de la ectogénesis, aunque espero que nunca llegue a extenderse tanto como en Solaria, a mí se me eliminaría en la última fase fetal.
—En cuyo caso, doctor Fastolfe, los mundos habrían perdido a un gran teórico de la robótica.
—Exactamente —convimo Fastolfe, sin visible turbación—, pero los mundos nunca habrían llegado a saberlo, ¿verdad? En todo caso, hemos procurado establecer un equilibrio ecológico muy sencillo pero totalmente viable, un clima adecuado, una tierra fértil, y una distribución equitativa de los recursos. El resultado es un mundo que produce todo lo que necesitamos y que, si me permite generalizar, tiene en cuenta lo que queremos. ¿Quiere que le diga cuál es el ideal por el que hemos luchado?