Los señores de la estepa (34 page)

BOOK: Los señores de la estepa
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Bayalun escuchó las palabras de Chanar con la cabeza inclinada hacia un costado y los párpados casi cerrados.

—Así que es esto —dijo la emperatriz en voz baja—. Pierdes el coraje cuando tus manos deben sujetar las riendas. Estás dispuesto a que yo haga tu trabajo. No me sorprende que seas tan buen general, si mandas a los demás a su muerte.

El rostro de Chanar enrojeció de furia y vergüenza, y su respuesta sonó como un chillido rabioso.

—¡No es verdad! Soy más valiente que cualquier otro hombre. Cambias mis palabras. Sólo he dicho que ahora comprendo tu deseo de convertirme en tu asesino.

—¡Eres un idiota! Si necesitara a un asesino, buscaría a uno que no tuviese dudas —afirmó Bayalun, sin hacer caso de su enfado. Apoyó una mano sobre el pecho de Chanar—. No quiero a un asesino. Te he buscado porque vi en ti a un líder. Pensé que veía a un hombre, pero ahora tienes miedo incluso de escuchar mis palabras.

—Yamun es mi
anda
—gruñó Chanar, cuando consiguió dominar la cólera lo suficiente para hablar.

Bayalun se lanzó sobre sus palabras como un halcón sobre el bocado que le ofrece su entrenador. Le temblaba la barbilla de rabia mientras caminaba a su alrededor.

—¿Acaso te trata como su
anda
? —lo pinchó—. ¿Compartes su cumis? No, un extranjero canijo y calvo lo hace por ti. Es el lama quien se sienta en los consejos y no tú. Los mocosos de sus hijos dirigen a los kashiks en la batalla. Otros se burlan de ti a tus espaldas.

Con un brillo en los ojos como el de un cazador que se cierne sobre su presa, la segunda emperatriz se acercó a Chanar y le murmuró al oído:

—Los he escuchado, cuando el Khahan se sienta con los otros kanes. He escuchado sus palabras: tonto, perro, inútil; esto es lo que dicen de ti. Después se ríen junto a la hoguera y beben más cumis. Quizá tengan razón. Te ofrezco el trono de los tuiganos, y tú no quieres aceptarlo.

—¡Bayalun, tú tienes tus propias razones para querer verlo muerto! Si no soy yo, buscarás a algún otro para que te ayude —la acusó Chanar.

—Desde luego que tengo mis razones y buscaré a cualquiera que pueda ayudar —respondió la khadun, sin vacilar. No había remordimiento en la voz de la viuda; sólo un amargo tono de odio—. Pienso en mi hijo. Pienso en mi marido, mi verdadero marido, y no el asesino con el que me forzaron a casarme. No los he olvidado. Es mi derecho. ¿Acaso tú no tienes motivos? Yamun nos llevará a todos a la destrucción, en su insensato ataque contra la Muralla del Dragón. Quizá todo esto sea una idea del sacerdote para acabar con los tuiganos. ¿Dejarás que consiga su propósito?

La segunda emperatriz se apartó un paso, mientras esperaba la respuesta de Chanar. El general permaneció en silencio, los hombros sacudidos por espasmos nerviosos, al tiempo que retorcía los dedos detrás de la espalda. Poco a poco, volvió el color a su rostro. El viento sacudió la yurta, y se escuchó el crujido de los costados de mimbre. La manta de la puerta golpeó con un chasquido contra el marco.

Chanar echó la cabeza hacia atrás y miró el agujero de ventilación. Sus labios se movieron en una plegaria silenciosa. Por fin, bajó la cabeza y miró directamente a los ojos de Bayalun, como si quisiera poder sondear las profundidades de su oscura naturaleza.

La mujer le devolvió la mirada. Desafío, confianza, bravura, fueron las cualidades que Chanar vio en el brillo de sus negros ojos.

El general parpadeó para romper la comunicación hipnótica. Había tomado su decisión. Con mucho cuidado, Chanar desenvainó su largo sable curvo; a través del agujero en el techo, un rayo de sol arrancó destellos en el acero. Con un gesto desafiante, el guerrero clavó la espada en la alfombra. Bayalun tocó la espada con su bastón.

—Dime qué debo hacer —dijo el general con voz grave.

—Ven conmigo —contestó la khadun suavemente. Ahora que había conseguido sus propósitos, desapareció la frialdad. Bayalun cogió la mano de Chanar y lo guió hacia la parte posterior de la tienda—. Ya tendremos tiempo para hablar más tarde.

Era casi noche cerrada cuando Koja, exhausto, se dirigió a la yurta de Yamun. Había pasado todo el día ocupado en las negociaciones con los diplomáticos de su anterior señor, el príncipe Ogandi. Ahora podía verlo de esta manera: el príncipe Ogandi, el hombre al que había servido en una época que se le antojaba remota. El encuentro había confirmado la separación de Koja de su propia gente. Había podido ver las expresiones de odio y rabia en los rostros de los diplomáticos khazaris, cuando lo presentaron como el representante del gran kan. Su título no había facilitado las negociaciones.

El lama no deseaba otra cosa que meterse en la cama y olvidar esta horrible jornada. Emocionalmente, había resultado siniestra, de algún modo todavía peor que el terror experimentado en el campo de batalla. Durante la enloquecida carga a través de la llanura, la excitación y el miedo lo habían distanciado de la realidad y le habían permitido ver la sangre y el sufrimiento sin ninguna respuesta emocional. Ni siquiera había sido consciente de su propio miedo durante el combate; la comprensión llegó después. En cambio, en la tienda con los khazaris, cada segundo había sido un suplicio. Su odio hacia él parecía mucho más intenso expresado en khazari. Koja entendía cada matiz, cada insinuación de sus palabras. Y, para colmo, no podía hacer otra cosa más que pasar por ello, al tiempo que les exigía una respuesta afirmativa a las demandas del Khahan.

Ahora tenía que informar a Yamun de los resultados del día. Llegó a la yurta del Khahan y se apoyó contra el marco de la puerta, mientras un criado anunciaba su presencia. No resultaba correcto ni decoroso, pero a Koja lo traía sin cuidado; no podía más.

Apareció el criado y lo hizo pasar. El Khahan estaba solo, disfrutando de su cena de carne de caballo cocida y un potaje; masticaba con fruición cada bocado de las sencillas viandas. Apartó la mirada de su plato e indicó a Koja que se sentara. Con la manga de su túnica de seda se limpió los labios en cuanto tragó el bocado, ensuciando de grasa el fino tejido azul.

—Bienvenido, sacerdote. ¿Quieres cenar?

Koja asintió, aunque no tenía hambre ni le resultaban apetitosas las viandas ofrecidas. Una de las pequeñas ventajas de estar en Khazari era que podía encontrar alimentos más de su gusto: cebada cocida y verduras. De todos modos, para no ofender al Khahan, se sirvió un pequeño trozo de carne y un poco del potaje. Después, masticó con mucho ruido para simular su complacencia. Ninguno de los dos hombres habló mientras cenaban.

Por fin, Yamun acabó con el resto del potaje y rebañó el bol con los dedos. Lo dejó a un costado, y esperó a que el lama terminara de comer. Koja no perdió ni un segundo en apartar su plato, que apenas había tocado.

—Han aceptado mis términos de paz —supuso Yamun, al tiempo que se rascaba la barba.

—Casi todos —lo corrigió Koja—. Tienen algunas objeciones.

Yamun miró al sacerdote con mucha atención.

—¿Como qué? —preguntó Yamun, con un tono de amenaza.

—Desde luego, aceptaron rendirse —se apresuró a añadir Koja, para no provocar al Khahan—. Sólo son embajadores y todavía tienen que presentar los términos al príncipe Ogandi. En cualquier caso, los encuentran aceptables en su conjunto.

—¿Cuáles son los problemas? —insistió Yamun, cansado de los rodeos de Koja. Bebió una taza de cumis y esperó una respuesta directa por parte del lama.

—Quieren negociar el monto del tributo...

—¿Regatean? —gritó Yamun, asombrado—. ¿Tienen que escoger entre la paz o la destrucción, y quieren regatear el precio?

—Estoy seguro de que sólo es una formalidad, Yamun —lo interrumpió Koja, que habló tan deprisa como pudo.

El Ilustre Emperador de Todos los Pueblos resopló disgustado.

—Has dicho que había más problemas, no sólo uno.

—El gobernador y sus hombres es otro de los problemas. Los embajadores quieren saber si mantendréis a estas personas en calidad de rehenes. Les preocupa entregar a los enviados shous. —Koja se masajeó las sienes en un intento de aliviar su dolor de cabeza.

—Mis intenciones son bien claras: voy a matarlos. Es esto o la destrucción total. ¿No se lo has dicho con todas las letras? —Yamun apartó la mirada, molesto.

—Naturalmente. Insistí en este punto —aseguró Koja—, pero no acaban de entenderlo.

—¿Por qué no? —Yamun se rascó la cabeza, y clavó las uñas en un piojo que asomó por debajo de su sombrero. Con mucha discreción, Koja prefirió no mirar.

—Comprenden perfectamente la entrega de rehenes khazaris; en cambio, no entienden que deban entregar a los hombres de Shou Lung. Tienen miedo de que el emperador shou tome represalias contra ellos.

—¿El gobernador tiene algún valor como rehén? —preguntó Yamun, sin hacer caso del comentario. Dejó a un lado la taza de cumis.

—Creo que es primo del príncipe —contestó el sacerdote, tras una breve pausa.

—Bien. ¿Qué me dices del otro hombre, el brujo que mató a mis guerreros?

Koja vaciló. Sabía que el hombre no tenía ningún parentesco con el príncipe Ogandi, pero, si lo decía, Yamun era muy capaz de condenar a muerte al
dong chang
. Esto lo convertiría a él, sacerdote de Furo, en responsable del asesinato. Pero, aunque mintiera, el kan acabaría por averiguar la verdad, ordenaría la ejecución, y Koja se vería en dificultades.

—Que yo sepa no está emparentado con nadie, Yamun —respondió.

—Entonces, debe morir. El
jagun
de los hombres ejecutados en Manass espera venganza —explicó el Khahan—. Todos saben que el hechicero sigue vivo, lo cual es una gran vergüenza para su
jagun
, y será peor si se lo deja escapar. En consecuencia, el hechicero les será entregado para que se encarguen de su castigo.

Koja se encogió. Sabía que los hombres del
jagun
no se conformarían con matar al
dong chang
; convertirían la muerte del hechicero en un proceso lento y horrible. El lama sólo podía esgrimir en defensa de la vida del hechicero que no estaba bien matarlo, pero Yamun no compartía su opinión. Para él, la ejecución representaba la pena lógica.

—¿Qué hay del gobernador? —inquirió Koja con voz débil—. ¿Puedo prometerles a los khazaris que vivirá?

—Sólo si entregan al hechicero y a los hombres de Shou —afirmó Yamun—. Mantendré al primo del príncipe como rehén; los demás morirán.

Koja consideró la oferta para saber si a los khazaris podría parecerles aceptable. En la reunión de esa mañana, había comprobado que los khazaris tenían mucho miedo al poder y el salvajismo de los hombres del gran kan.

—Creo que aceptarán —opinó con voz triste. Se sentía indigno. Había salvado la vida de un hombre a costa de la muerte de otros tres.

—Estoy cansado, Koja, y tú también —dijo de pronto Yamun, con un bostezo—. Es hora de descansar. Puedes irte. —Con un ademán, despidió al sacerdote.

Finalizada la audiencia, Koja regresó a su yurta. El bostezo de Yamun parecía haberle quitado sus últimas energías. Hizo caso omiso de la cena fría que le había preparado Hodj, y se metió en la cama sin perder un instante.

Al principio, a pesar del agotamiento, no pudo dormir. Repasó mentalmente los sucesos del día, en particular el destino del hechicero. Koja se sentía responsable de la decisión de Yamun. Inquieto y dominado por la culpa, cayó en un sueño intranquilo.

Un ruido penetró la niebla gris que rodeaba al sacerdote. Era el sonido del choque de las piedras entre sí. Se encontraba en el exterior, vestido con sus prendas de dormir. Soplaba el viento, pero no le molestaba el frío.

Miró a su alrededor, y vio que todavía era de noche. Estaba en una llanura cubierta de hierba, o lo que quedaba de ella, pues el suelo aparecía lleno de grietas y tierra removida. Por todas partes yacían los cuerpos de guerreros y caballos, medio enterrados, medio aplastados. Algunos eran cadáveres de tuiganos, fácilmente reconocibles por los estandartes de guerra que ondeaban al viento como espectros. Mezclados entre estos soldados aparecían los cuerpos de otros guerreros, vestidos con viejas armaduras. Koja sólo pudo identificar a unos pocos. Había uno con el atuendo de un cacique kalmyr, parecido al que el sacerdote había visto en un pergamino antiguo. Otro llevaba la extraña coraza de un guerrero susen, con orejeras horizontales en su casco abollado. Los cuerpos protegidos por las armaduras eran esqueletos secos, con la piel momificada muy tirante sobre los huesos.

El sonido provenía de algún lugar más adelante. Koja trepó los túmulos de tierra y dejó atrás las momias y las lanzas rotas. Cuando llegó a la cima del túmulo más alto, pudo ver una forma oscura, una pared inmensa cuyos extremos se perdían más allá del alcance de la vista. Tenía una altura superior a los cinco pisos del palacio del príncipe Ogandi en Skardu, y el borde aparecía rematado por almenas, que sobresalían como dientes. El martilleo sonaba en la base.

Al acercarse, Koja vio a una hilera de hombres, que golpeaban inútilmente el muro con sus mazos. Al igual que los muertos que acababa de dejar atrás, estos hombres vestían las más diversas prendas antiguas. Había soldados de Kalmyr, Susen, Pazruki y de países que desconocía.

Cada uno descargaba su maza en un solo punto, contra una misma piedra, sin hacer caso de los demás. El suelo retumbaba con sus golpes, pero no se veía ninguna huella en la fortificación.

Fascinado, Koja recorrió la línea, invisible para los trabajadores. Pasó junto a un kalmyr, y entonces se detuvo para contemplar al hombre. Era Hun—kho, el gran jefe guerrero de Kalmyr. Siglos antes, Hun—Kho había expulsado a los shous de la estepa y los había perseguido hasta la Muralla del Dragón, donde se vio forzado a abandonar su empeño, incapaz de superar la barrera. Koja lo reconoció de los libros de historia que había en su templo.

El guerrero muerto continuó con su monótona tarea, y Koja reanudó su paseo. Un poco más allá se encontraba el infame Toyghla de los susens, otro conquistador por derecho propio. Él también se dedicaba a su trabajo con ahínco.

Por fin, Koja divisó una figura solitaria al final de la hilera, vestida con una túnica y apartada de las demás. El hombre sostenía un martillo, pero no golpeaba la Muralla del Dragón. Llevado por la curiosidad, el lama echó a correr. Cuando alcanzó al hombre, Koja puso una mano sobre el hombro del picapedrero. La figura se volvió para mostrar el rostro de su viejo maestro, arrugado y seco como una momia. Con una sonrisa, el maestro entregó su martillo a Koja.

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