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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (22 page)

BOOK: Los señores del norte
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Al principio Finan creyó que era Irlanda, pero la gente que se acercó al
Comerciante
en un pequeño bote de pieles no hablaba su idioma. Hay islas por toda la costa norte de Gran Bretaña, y creo que aquélla era una de esas islas. En esas islas viven salvajes, y Sverri no tomó tierra, pero a cambio de unas míseras monedas los salvajes le proporcionaron huevos de gaviota, pescado seco y carne de cabra. Y a la mañana siguiente remamos todo el día contra un viento vigoroso, y supe que nos dirigíamos a las inmensidades y el salvaje mar del oeste. Ragnar
el Viejo
me había advertido contra aquellos mares, me había contado que había tierras al otro lado, pero la mayoría de los hombres que las buscaban jamás regresaban. Aquellas tierras del oeste, me había contado, estaban habitadas por las almas de los marineros muertos. Eran lugares grises, envueltos en nieblas y azotados por las tormentas, pero hacia allí nos dirigíamos y Sverri guiaba el timón con expresión de felicidad en su rostro plano, y recordé esa misma felicidad. La alegría que produce un buen barco y su pulso vital en el timón.

Viajamos durante dos semanas. Era una ruta de ballenas, y los monstruos marinos se daban la vuelta para mirarnos o despedían agua, el aire se volvió más frío y el cielo estaba perpetuamente encapotado, y noté que la tripulación de Sverri se ponía nerviosa. Pensaban que nos habíamos perdido, y yo pensaba igual, y me convencí de que mi vida iba a terminar en el confín del mar, donde grandes remolinos arrastran a los barcos a sus muertes. Las aves marinas nos rodeaban, sus gritos tristes en el frío blanco, y las grandes ballenas se sumergían a nuestro lado, y remamos y remamos hasta partirnos la espalda. Los mares eran grises y descomunales, interminables y fríos, recubiertos de espuma blanca, y sólo disfrutamos de un día de viento favorable en el que pudimos navegar a vela con los inmensos y grises mares silbando bajo nuestro casco.

Y así llegamos a Horn, en la tierra de fuego que algunos hombres llaman Thule. Las montañas humeaban y oímos historias de estanques mágicos de agua caliente, aunque no vi ninguno. Y no sólo es una tierra de fuego, sino también guarida del hielo. Había montañas de hielo, ríos de hielo y estantes de hielo en el cielo. Unos bacalaos más largos que alto es un hombre, comimos bien y Sverri estaba contento. Los hombres temían enfrentarse al viaje que acabábamos de hacer, y lo habíamos logrado, y en Thule aquel cargamento valía tres veces más de lo que hubiera recibido en Dinamarca o en el reino de los francos, aunque tuvo que entregar parte de la preciada carga como tributo al señor local. Pero vendió el resto de lingotes y cargó huesos de ballena y colmillos y pieles de morsa y foca, y era perfectamente consciente del dinero que sacaría si llevaba aquellas mercancías a casa. Estaba de tan buen humor que hasta nos permitió bajar a tierra, y bebimos vino de abedul amargo en una casa alargada que apestaba a carne de ballena. Estábamos todos encadenados, no sólo con los grilletes habituales, también al cuello, y Sverri había contratado a unos locales para que nos vigilaran. Tres de aquellos centinelas iban armados con las largas y pesadas lanzas que en Thule se usaban para cazar ballenas, y los otros cuatro con cuchillos balleneros. Sverri estaba a salvo si ellos nos vigilaban, y lo sabía, y por primera vez en todos los meses que pasé con él, se dignó a hablar con nosotros. Se vanaglorió del viaje que habíamos hecho y hasta alabó nuestra pericia con los remos.

—Vosotros dos me odiáis —dijo, mirando a Finan y luego a mí.

Yo no dije nada.

—El vino de abedul está bueno —dijo Finan—, gracias.

—El vino de abedul es pis de morsa —contestó Sverri. Después eructó. Estaba borracho—. Vosotros dos me odiáis —comentó, divertido por nuestro odio—. A vosotros dos os vigilo, y me odiáis. Los otros se dejan azotar, pero vosotros dos me mataríais a la mínima oportunidad. Tendría que mataros a los dos, ¿a que sí? Sacrificaros al mar —ninguno dijo nada. Un leño de abedul crepitó en la hoguera y despidió chispas—. Pero remáis bien —prosiguió Sverri—. Una vez liberé a un esclavo, lo liberé porque me gustaba. Confiaba en él. Hasta le dejaba el timón de
Comerciante,
pero intentó matarme. ¿Sabéis qué hice con él? Clavé su asqueroso cadáver en la proa y dejé que se pudriera ahí. Y aprendí la lección. Estáis aquí para remar. Nada más. Remáis, trabajáis y morís —se quedó dormido poco después, como nosotros, y a la mañana siguiente regresamos a bordo del
Comerciante
y
,
bajo una lluvia hiriente, abandonamos aquella extraña tierra de hielo y llamas.

Nos costó mucho menos regresar al este porque llevábamos en popa un viento propicio, y así pasamos otro invierno en Jutlandia. Pasábamos frío en la cabaña para esclavos y escuchábamos a Sverri gruñir en la cama de su mujer por la noche. Llegó la nieve, el hielo bloqueó el arroyo, y el año 880 me vio cumplir veintitrés años afrontando el futuro de morir con grilletes, pues Sverri era un guardián listo e implacable.

Y entonces llegó el barco rojo.

* * *

No era realmente rojo. La mayoría de barcos están construidos de roble, que se oscurece durante la vida del barco, pero aquél había sido construido con pino, y cuando la luz de la mañana o del atardecer se proyectaba suspendida a lo largo del borde del mar, parecía del color de la sangre al coagular.

Era de un rojo pálido la primera vez que lo vimos. Eso fue en la tarde del día que zarpamos, y el barco rojo era largo, bajo y esbelto. Se avecinaba desde el horizonte oriental, llegaba hacia nosotros de lado, con su velamen gris sucio, cruzado por los cabos que tensan la tela. Sverri vio la cabeza de bestia en la proa, decidió que era un pirata y nos dirigimos hacia la orilla, en aguas que él conocía bien. Eran aguas bajas, y el barco rojo vaciló en seguirnos. Remamos hasta unos arroyos estrechos, asustando a las aves, y el barco rojo se mantuvo a la vista, pero más allá de las dunas.

Luego cayó la noche, cambiamos el rumbo y dejamos que la marea alta nos sacara al mar. Los hombres de Sverri nos azotaron para que remáramos con todas nuestras fuerzas para escapar de la costa. Llegó el alba fría y neblinosa, y cuando se levantó la niebla vimos que el barco rojo había desaparecido.

Nos dirigíamos a Haithabu, a por el primer cargamento de la temporada, pero en cuanto nos acercamos al puerto, Sverri volvió a ver el barco rojo, viró en nuestra dirección y Sverri lo maldijo. Nosotros teníamos el viento a favor, lo que nos permitía una fácil huida, pero aun así intentó alcanzarnos. Usaba los remos y, como contaba por lo menos con veinte bancos de remeros, era mucho más rápido que el
Comerciante,
pero no fue capaz de vencer al viento y a la mañana siguiente volvíamos a estar solos en el mar vacío. Sverri lo maldijo igualmente. Echó las varillas de runas, que lo convencieron de abandonar la idea de Haithabu, así que cruzamos a tierras de los esviones, donde cargamos de pieles de castor y lana pringada de estiércol.

Intercambiamos ese cargamento por finas velas de cera enrollada. Volvimos a comerciar con mineral de hierro, y así pasó la primavera y llegó el verano sin ver al barco rojo. Lo habíamos olvidado. A Sverri le pareció seguro visitar Haithabu, así que llevamos un cargamento de pieles de reno al puerto, y allí se enteró de que el barco rojo no lo había olvidado. Regresó a toda prisa a bordo, sin molestarse en subir la carga, y lo oí hablar con su tripulación. El barco rojo, dijo, patrullaba las costas en busca del
Comerciante.
Era danés, creía, y estaba tripulado por guerreros.

—¿Quiénes? —preguntó Hakka.

—Nadie lo sabe.

—¿Por qué?

—¿Cómo voy a saberlo? —gruñó Sverri, pero le preocupó lo suficiente como para lanzar sus varillas de runas, y le informaron de que debía abandonar Haithabu inmediatamente. Sverri tenía un enemigo y no sabía quién era, así que llevó al
Comerciante
a un lugar cercano a su refugio de invierno y allí descargó unos regalos. Sverri tenía un señor. Casi todos los hombres tienen un señor que les ofrece protección, y este señor se llamaba Hyring y poseía muchas tierras, y Sverri le pagaba plata todos los inviernos a cambio de que lo protegiera a él y a su familia. Pero poco podía hacer Hyring para proteger a Sverri en el mar, aunque debió de prometerle descubrir quién mandaba el barco rojo y averiguar por qué aquel hombre buscaba a Sverri. Mientras tanto, Sverri decidió irse bien lejos, así que nos fuimos al mar del Norte e hicimos algo de dinero en la costa con los arenques salados. Llegamos hasta Gran Bretaña por primera vez desde que me hicieran esclavo. Tomamos tierra en un río de Anglia Oriental, y nunca he sabido qué río era, y cargamos lana que llevamos al reino de los francos, donde compramos un cargamento de lingotes de hierro. Era un cargamento rico, pues el hierro franco es el mejor del mundo, y también compramos un centenar de sus preciadas espadas. Sverri, como de costumbre, se cagó en los francos por ser tan tozudos, pero lo cierto es que Sverri no era menos tozudo que los francos, y aunque pagó bien por el hierro y las espadas, sabía que obtendría grandes beneficios en las islas del norte.

Así que nos encaminamos al norte, el verano llegaba a su fin y los gansos volaban al sur por encima de nosotros en grandes bandadas y, dos días después de cargar el barco, vimos al barco rojo esperándonos frente a la costa frisona. Hacía semanas que no lo veíamos y Sverri debió de confiar en que Hyring se lo quitara de encima, pero estaba justo donde empieza mar abierto, y esta vez contaba con la ventaja del viento. Así que Sverri nos hizo virar hacia la orilla y sus hombres nos azotaron desesperados. Yo gruñía a cada bogada, como si tirara del remo con todas mis fuerzas, pero lo cierto es que intentaba frenar la fuerza de la pala para que el barco rojo pudiera alcanzarnos. Lo veía claramente. Veía sus alas de remos alzándose y sumergiéndose y el hueso blanco de agua partirse en su quilla. Era mucho más largo que el
Comerciante,
y mucho más rápido, pero además también desplazaba más agua, motivo por el que Sverri nos había hecho virar hacia la costa de Frisia, que la mayoría de los patrones temen.

No está rodeada de rocas como muchas otras costas del norte. No hay acantilados contra los que un buen barco pueda quedar hecho pedazos. Es un laberinto de juncos, islas, arroyos y marismas. Kilómetro tras kilómetro de peligrosos bajíos. Los pasos están marcados en esos bajíos con ramas clavadas en el fango, y esas frágiles señales ofrecen salida de la maraña, pero los frisones también son piratas. Les gusta señalar canales falsos que sólo conducen a una marisma que, con la marea baja, dejará encallado el barco, y entonces la gente, que vive en cabañas de fango en islas de fango, aparecerá como ratas de agua para saquear y matar.

Aunque Sverri había comerciado aquí antes y, como todos los buenos patrones, tenía recuerdos de aguas buenas y malas. El barco rojo nos estaba alcanzando, pero a Sverri no le entró el pánico. Yo lo vigilaba mientras remaba, y vi como miraba a derecha y a izquierda como un rayo para decidir qué canal tomar; maniobraba con brío y girábamos por el canal elegido. Buscaba los lugares menos profundos, los arroyos más enroscados, y los dioses estaban con él, pues, aunque nuestros remos tocaban de vez en cuando un banco, el
Comerciante
no se rascó el casco en ningún momento. El barco rojo, como era más grande, y probablemente porque su patrón no conocía la costa como Sverri, avanzaba con mucha más cautela, y empezábamos a dejarlo atrás.

Comenzó a darnos caza de nuevo cuando llegamos a un tramo de mar abierto, pero Sverri encontró otro canal en el extremo opuesto, y allí, por primera vez, frenó el ritmo de los remos. Colocó a Hakka en la proa, que tiraba una cuerda con un peso de plomo y cantaba la profundidad. Nos metíamos en un laberinto de barro y agua, avanzando lentamente hacia el norte y el este, y yo miré hacia el este y observé que, por fin, Sverri había cometido un error. Una hilera de ramas señalaba el canal por el que avanzábamos, pero un poco más lejos, detrás de un islote de fango lleno de aves, unas ramas más grandes señalaban otro canal de mayor calado, que se cruzaba con el nuestro y le permitiría al barco rojo cortarnos el camino. El barco rojo vio la oportunidad y la aprovechó. Los remos sacudieron el agua, iba a todo trapo, nos alcanzaba a toda velocidad, y entonces se quedó encallado con una maraña de remos.

Sverri se partió de risa. Sabía que las ramas más grandes marcaban un canal falso, y el barco rojo había caído en la trampa. Lo pude ver claramente, un barco cargado de hombres armados, con cotas de malla, daneses de espada y de lanza, guerreros, pero había encallado.

—¡Vuestras madres son cabras! —les gritó Sverri desde el otro lado del barro, aunque dudo de que le oyeran en el barco encallado—. ¡Sois unos cagarros! ¡A ver si aprendéis a guiar un barco, hijos de perra inútiles!

Salimos por otro canal, dejando atrás el barco rojo, y Hakka seguía en la proa, midiendo la distancia del fondo constantemente. Gritaba para informar de la profundidad. Aquel canal no estaba señalado, y teníamos que ir peligrosamente despacio, pues Sverri no se atrevía a tomar tierra. Detrás de nosotros, ya bien lejos, vi a la tripulación del barco rojo maniobrar para liberarlo. Los guerreros se habían quitado las cotas y estaban en el agua, tirando del largo casco, y al caer la noche lo vi liberarse y reemprender su persecución, pero ya estábamos lejos, y la capa de oscuridad se tendía sobre nosotros.

Pasamos aquella noche en una bahía bordeada de juncos. Sverri no iba a tomar tierra. Había gente en la isla de al lado, y sus hogueras moteaban la noche. No veíamos más luces, lo que probablemente indicaba que la isla era el único asentamiento en millas, y noté que Sverri estaba preocupado porque las hogueras atraerían al barco rojo, así que nos despertó a patadas con las primeras luces del alba, recogimos el ancla y Sverri nos condujo al norte por un pasaje marcado con ramas. El pasaje parecía enroscarse por la costa de la isla hasta el mar abierto, donde las olas rompían blancas, y ofrecía una vía de escape de la enmarañada costa. Hakka volvió a gritar la profundidad mientras nos abríamos paso entre juncos y bancos de barro. El arroyo era poco profundo, tan poco que las palas de los remos levantaban barro constantemente, pero paso a paso seguimos las frágiles señales, y entonces Hakka gritó que teníamos al barco rojo detrás.

Estaba mucho más atrás. Como Sverri temía, lo habían atraído las hogueras del poblado, pero había acabado al sur de la isla, y entre el barco y nosotros quedaba el misterio de bancos y arroyos. No podía dirigirse al oeste a mar abierto, pues las olas rompían continuamente sobre una playa medio hundida, así que o nos perseguía o intentaba encontrar otra vía por el este, circundándonos.

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