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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (18 page)

BOOK: Los señores del norte
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—Quédate aquí —le dije a Sihtric. Necesitaba que guardara los caballos y llevara mi escudo, mi casco y la bolsa con las cabezas cortadas, que entonces le cogí. Le dije que se escondiera detrás de los árboles y esperara allí.

Coloqué las cabezas en el camino; la más cercana, a menos de cincuenta pasos de la puerta; la más lejana, cerca de los árboles que crecían al borde del saliente. Noté los gusanos moverse cuando saqué las cabezas del saco. Coloqué los ojos muertos mirando hacia la fortaleza, tanteándolas con la mano, así que me puse perdido. Nadie me oyó, nadie me vio. La oscuridad me envolvía, el viento sopló por la colina y el río discurrió ruidoso por las rocas de abajo. Encontré a Sihtric, que estaba temblando; me dio el pañuelo que me coloqué alrededor de la cara, me lo anudé al cuello, me puse el casco encima, y cogí mi escudo. Después esperé.

La luz llega lentamente, en un alba encapotada. Primero se aprecia una raja de gris que acaricia el borde del cielo al este, y durante un rato no es ni de día ni de noche, ni hay sombras, sólo el frío gris que llena el mundo mientras los murciélagos, que surcan las sombras, se apresuran a regresar a casa. Los árboles se vuelven negros a medida que el cielo empalidece en el horizonte, y entonces la primera luz baña el mundo de color. Los pájaros cantan. No tanto como cantan en primavera y a principios del verano, pero yo oía carrizos, mosquiteros y petirrojos recibir la llegada del día, y debajo, en los árboles, un pájaro carpintero martilleaba un tronco. Los árboles negros se habían vuelto verde oscuro y empezaba a ver las bayas rojas de un serbal no muy lejos. Y fue entonces cuando los guardias vieron las cabezas. Los oí gritar, vi más hombres acercarse a las murallas, y esperé. El estandarte estaba izado sobre la torre de la puerta, y seguían llegando hombres. Entonces la puerta se abrió y dos hombres salieron a hurtadillas. Se cerró tras ellos y oí el golpe seco cuando volvieron a pasar la tranca. Parecían vacilar. Yo estaba oculto en los árboles, con
Hálito-de-serpiente en
la mano, y las piezas que protegían las mejillas abiertas para que el trapo negro rellenara el espacio dentro del casco. Llevaba una capa negra sobre la malla que Hild había bruñido con arena del río. Vestía largas botas negras. Era el guerrero muerto de nuevo y observaba a los dos hombres bajar con cuidado por el camino hasta la hilera de cabezas. Llegaron a la primera cabeza ensangrentada y uno de ellos gritó que era uno de los hombres de Tekil. Después preguntaron qué hacer.

Les contestó Kjartan. Estaba seguro de que era él, aunque no veía su rostro, pero su voz fue un rugido.

—¡Pégales una patada! —gritó, y los dos hombres obedecieron, apartaron las cabezas del camino a patadas y cayeron rodando hasta la hierba alta, donde antes había árboles.

Se acercaron más, hasta donde sólo quedaba una de las siete cabezas y, justo cuando llegaron, salí de entre los árboles.

Vieron un guerrero con el rostro en sombra, reluciente y alto, con espada y escudo en mano. Vieron al guerrero muerto, y no hice otra cosa que quedarme allí plantado, a diez pasos de ellos; no me moví y no hablé; se me quedaron mirando y emitieron un ruido como el de un gatito maullando y, sin mediar palabra, salieron huyendo.

Me mantuve inmóvil mientras salía el sol. Kjartan y sus hombres me miraban, y en aquella luz matutina era la muerte de rostro oscuro en armadura brillante, la muerte con casco de plata, y entonces, justo antes de que decidieran enviar a los perros a descubrir si era un espectro o de carne y hueso, regresé a las sombras junto a Sihtric.

Había hecho lo que había podido por aterrorizar a Kjartan. Ahora le tocaba a Guthred convencerlo de que se rindiera, y después, esperaba, la gran fortaleza de la roca sería mía, y Gisela con ella, y me atreví a confiar en aquellas cosas porque Guthred era mi amigo. Vi mi futuro tan dorado como el de Guthred. Vi la deuda de sangre saldada, a mis hombres asaltando las tierras de Bebbanburg para debilitar a mi tío, y vi a Ragnar regresando a Northumbria para pelear a mi lado. En resumen, que había olvidado a los dioses y me había hilado mi propio destino dorado, mientras en las raíces de la vida las tres hilanderas reían.

* * *

Treinta jinetes regresaron a Dunholm a media mañana.
Clapa
iba delante con una rama con hojas para demostrar que veníamos en son de paz. Íbamos todos protegidos con malla, pero yo había dejado mi casco con Sihtric. Pensé en volver a disfrazarme del guerrero muerto, pero ya había hecho su brujería y ahora descubriríamos si había funcionado.

Llegamos hasta el lugar en el que había observado a los hombres patear las siete cabezas y allí esperamos.
Clapa
agitaba la rama con energía, y Guthred jugueteaba nervioso mientras observábamos la puerta.

—¿Cuánto tiempo nos llevará llegar a Gyruum mañana? —preguntó.

—¿A Gyruum? —interrogué.

—Pensaba que íbamos mañana a quemar los corrales de esclavos. Podemos llevarnos halcones, e ir de caza.

—Si nos marchamos al alba —respondió Ivarr—, llegaremos allí a mediodía.

Miré hacia el oeste, por donde se acercaban ominosas nubes oscuras.

—Se acerca mal tiempo —predije.

Ivarr aplastó un tábano en el cuello de su caballo; después miró la torre de la puerta con mala cara.

—El muy cabrón no quiere hablar con nosotros.

—Me gustaría ir mañana —comentó Guthred débilmente.

—Allí no hay nada —contesté.

—Los corrales de esclavos de Kjartan —respondió Guthred—, y tú mismo me has dicho que los tenemos que destruir. Además, me apetece ver el antiguo monasterio. Me han contado que era un gran edificio.

—Pues id cuando haya pasado el mal tiempo —le sugerí.

Guthred no dijo nada porque, en respuesta a los esfuerzos de
Clapa,
sonó un cuerno desde la puerta. Nos quedamos en silencio mientras las puertas se abrían, y una veintena de hombres cabalgaron hasta nosotros.

Kjartan los comandaba, montado sobre un caballo alto y pinto. Era un hombretón, de rostro ancho, con una enorme barba y ojos pequeños y sospechosos, y cargaba con una gran hacha de guerra como si no pesara nada. Le había añadido al casco un par de alas de cuervo, y una capa blanca sucia colgada de sus descomunales hombros. Se detuvo a unos cuantos pasos, y durante un rato no dijo nada, sólo se quedó mirando. Intenté detectar algo de miedo en sus ojos, pero sólo parecía beligerante, aunque, cuando rompió el silencio, su voz sonaba apagada.

—Señor Ivarr —dijo—, lamento que no matarais a Aed.

—Sobreviví —contestó Ivarr con sequedad.

—Me alegro por ello —repuso Kjartan, y me observó con detenimiento. Estaba separado del resto, a un lado del camino y ligeramente por encima de ellos, donde el camino se levantaba hasta el peñasco cubierto de árboles antes de descender hasta el cuello. Kjartan debió de reconocerme, sabía que era el hijo adoptivo de Ragnar que le había costado al suyo propio un ojo, pero decidió ignorarme, y volvió a mirar a Ivarr—. Lo que habríais necesitado para derrotar a Aed —dijo— es un hechicero.

—¿Un hechicero? —Ivarr parecía divertido.

—Aed teme la antigua magia —repuso Kjartan—. Jamás se enfrentaría a un hombre que arranca cabezas con magia.

Ivarr no dijo nada. Pero se dio la vuelta y me miró; de ese modo traicionó al guerrero muerto y le aseguró a Kjartan que no se enfrentaba a brujería, sino a un antiguo enemigo, y yo vi el alivio en la mirada de Kjartan. De repente estalló en carcajadas, unos ladridos de burla, pero siguió ignorándome. Entonces se dirigió a Guthred.

—¿Quién eres tú? —quiso saber.

—Soy tu rey —contestó Guthred.

Kjartan volvió a reírse. Ahora estaba relajado, seguro de que no se enfrentaba a ninguna magia negra.

—Esto es Dunholm, cachorro —dijo—, y aquí no tenemos rey.

—Con todo, aquí estoy —contestó Guthred, inmutable ante el insulto—, y aquí me voy a quedar hasta que el sol de Dunholm blanquee tus huesos.

A Kjartan le divirtió aquello.

—¿Crees que puedes matarme de hambre? ¿Tú y tus curas? ¿Crees que me voy a morir de hambre porque tú estás aquí? Escucha, cachorro. Hay peces en el río y pájaros en el cielo, y Dunholm no se va a morir de hambre. Puedes esperar aquí hasta que el caos envuelva el mundo, pero yo comeré mejor que tú. ¿Por qué no le habéis dicho eso, señor Ivarr? —Ivarr se limitó a encogerse de hombros como si las ambiciones de Guthred no fueran asunto suyo—. Bueno —Kjartan apoyó el hacha en su hombro, como para sugerir que no iba a necesitarla—, ¿qué vienes a ofrecerme, cachorro?

—Puedes llevarte a tus hombres a Gyruum —le dijo Guthred—, y desde allí os proporcionaremos barcos para que os marchéis. Tu gente puede irse contigo, salvo los que deseen quedarse en Northumbria.

—Juegas a ser rey, chico —dijo Kjartan, después volvió a mirar a Ivarr—. ¿Y tú te has aliado con éste?

—Sí, me he aliado con él —contestó Ivarr sin tono alguno.

Kjartan volvió a mirar a Guthred.

—Me gusta esto, cachorro. Me gusta Dunholm. Lo único que pido es que me dejen en paz. No quiero tu trono, no quiero tus tierras, aunque puede que quiera tus mujeres si alguna es lo suficientemente guapa. Así que voy a hacerte una oferta. Tú me dejas en paz y yo me olvido de que existes.

—Disturbas mi paz —contestó Guthred.

—Mira, cachorro, en tu paz voy a cagarme pero bien como no te largues de aquí —gruñó Kjartan, y en su voz había una fuerza que descompuso un tanto a Guthred.

—¿Así que rechazas mi oferta? —le preguntó Guthred. Había perdido el enfrentamiento y lo sabía.

Kjartan sacudió la cabeza como si el mundo le pareciera un lugar más triste de lo que esperaba.

—¿A esto llamas rey? —le preguntó a Ivarr—. Si necesitas un rey, busca a un hombre.

—Me cuentan que este rey es tan hombre como para mearle encima a tu hijo —hablé por primera vez—. Y también me han dicho que Sven se marchó llorando. Has criado un cobarde, Kjartan.

Kjartan me señaló con el hacha.

—Contigo tengo cuentas pendientes —dijo—, pero no es éste el día de ponerte a chillar como una mujer. Aunque ese día llegará —me escupió, después tiró de las bridas de su caballo y cabalgó de vuelta hasta la puerta sin mediar otra palabra. Sus hombres le siguieron.

Guthred le dejó marchar. Yo miré a Ivarr, que había traicionado deliberadamente la brujería, y supuse que le habían dicho que Dunholm sería mía si caía, así que intentaba asegurarse de que no sucediera. Se me quedó mirando, le dijo algo a su hijo y ambos se rieron.

—En dos días —me dijo Guthred—, empezarás a trabajar en el muro. Te daré doscientos hombres para construirlo.

—¿Por qué no empezamos mañana? —le pregunté.

—Porque vamos a Gyruum, por eso. ¡Nos vamos de caza!

Me encogí de hombros. Los reyes tienen caprichos y este rey quería cazar.

Regresamos a Cuncacester, donde descubrimos que Jaenberht e Ida habían regresado de su expedición en busca de más supervivientes de Ivarr.

—¿Habéis encontrado a alguien? —le pregunté cuando desmontamos.

Jaenberht se me quedó mirando, como si la pregunta lo turbara; Ida se apresuró a sacudir la cabeza.

—No hemos encontrado a nadie —contestó.

—Habéis perdido el tiempo —les dije.

Jaenberht sonrió, o puede que sólo fuera el labio torcido que me hizo pensar que sonrió; después ambos fueron convocados para informar a Guthred de su viaje, y yo me marché a buscar a Hild para preguntarle si los cristianos echaban maldiciones, y si lo hacían, pedirle que le echara dos docenas a Ivarr.

—Métele a tu demonio —le dije.

Esa noche Guthred intentó levantarnos el ánimo con una fiesta. Se había instalado en una granja del valle debajo de la colina en la que el abad Eadred construía su iglesia, e invitó a todos los hombres que se habían enfrentado a Kjartan aquella mañana y nos sirvió cordero hervido y trucha fresca, cerveza y buen pan. Un arpista tocó tras la comida y después yo conté la historia de cuando Alfredo fue a Cippanhamm disfrazado de arpista. Rieron cuando les conté la paliza que le pegó un danés por ser tan mal músico.

El abad Eadred era otro de los invitados y, cuando Ivarr se marchó, al abad se ofreció para decir las oraciones vespertinas. Los cristianos se reunieron a un lado de la hoguera y eso nos dejó a Gisela y a mí junto a la puerta de la granja. Llevaba una bolsa de cordero en su cinturón y, mientras Eadred entonaba la oración, la abrió y sacó un puñado de varillas de runas atadas con un hilo de lana. Las varillas eran flexibles y blancas. Me miró, pidiéndome permiso para echarlas y yo asentí. Las sostuvo en el aire, cerró los ojos, y las soltó en el suelo.

Las varillas cayeron con el desorden habitual. Gisela se arrodilló junto a ellas; su rostro era un claroscuro contrastado a causa de las llamas. Miró las mezcladas varillas durante mucho rato, observándome de vez en cuando, y luego, repentinamente, empezó a llorar. La toqué en el hombro.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Entonces gritó. Levantó la cabeza hasta las ahumadas vigas y aulló.

—¡No! —gritó, e hizo callar a Eadred—. ¡No! —Hild se acercó corriendo desde el hogar y rodeó con un brazo a la llorosa muchacha, pero Gisela se apartó y volvió a mirar las varillas de runas—. ¡No! —gritó una tercera vez.

—¡Gisela! —Su hermano se agachó junto a ella—. ¡Gisela!

Se dio la vuelta, y le pegó un bofetón, le pegó un bofetón muy fuerte, empezó a respirar como si le faltara aire, y Guthred, con la mejilla roja, recogió las runas.

—Son una brujería pagana, señor —dijo Eadred—, son una abominación.

—Llévatela —le dijo Guthred a Hild—, llévatela a su cabaña —y Hild se llevó a Gisela, con la ayuda de dos sirvientas que se habían acercado al oír los gritos.

—El diablo la castiga por su brujería —insistió Eadred.

—¿Qué es lo que ha visto? —me preguntó Guthred.

—No me lo ha dicho.

Siguió mirándome, y pensé por un instante que había lágrimas en sus ojos, luego se dio la vuelta bruscamente y tiró las varillas a la hoguera. Crepitaron con fiereza y una llama saltó hasta el techo, después se arrugaron y se calcinaron.

—¿Qué prefieres —me preguntó Guthred—, halcón o cernícalo? —Me lo quedé mirando perplejo—. Para la caza de mañana —me aclaró—. ¿Qué prefieres?

—Halcón.

—Pues mañana puedes cazar con
Presteza

me dijo, dándome el nombre de una de sus aves.

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