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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (14 page)

BOOK: Los señores del norte
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—Sí.

—¿Por qué?

—Porque estoy lejos de Alfredo —contesté, y me di cuenta de que era verdad.

—Alfredo es un buen hombre —me riñó Hild.

—Desde luego —contesté—, pero ¿alguna vez te apetece tenerlo cerca? ¿Le preparas una cerveza especial? ¿Intentas recordar un chiste que seguro que le gustará? ¿Se sienta alguien con él junto a la hoguera a compartir acertijos? ¿Cantamos con él? Lo único que hace es preocuparse por lo que su dios quiere, y dictar normas para complacer a su dios, y si le ofreces algo, nunca es suficiente porque su dios del demonio siempre quiere más.

Hild me sonrió con la acostumbrada paciencia cuando insultaba a su dios.

—Alfredo quiere que vuelvas —me dijo.

—Quiere mi espada —contesté—, no me quiere a mí.

—¿Volverías?

—No —contesté con firmeza, e intenté vislumbrar el futuro para poner a prueba mi respuesta, pues no sabía qué tenían planeado para mí las hilanderas. De algún modo, con aquella chusma, confiaba en destruir a Kjartan y capturar Bebbanburg, y el sentido común me indicaba que era imposible, pero el sentido común jamás habría podido imaginar que un esclavo recién liberado sería aceptado como rey por daneses y sajones.

—¿No vas a volver nunca? —preguntó Hild, sin creerse mi primera respuesta.

—Nunca —dije, y oí a las hilanderas riéndose de mí y temí que el destino me hubiera ligado a Alfredo, cosa que me molestó, pues sugería que yo no era dueño de mí. Quizá yo fuera también como el muérdago, salvo porque tenía una obligación. Debía saldar una deuda de sangre.

Seguimos la calzada romana que atravesaba las colinas. Nos llevó cinco días, a paso muy lento, pero no podíamos ir más rápido que los monjes que cargaban a hombros el cadáver del santo. Cada noche rezaban, y cada día se nos unía más gente, de modo que cuando marchamos el último día por la llanura hacia Eoferwic, sumábamos cerca de quinientos hombres. Ulf, que ahora se llamaba a sí mismo conde Ulf, conducía la marcha bajo su estandarte de la cabeza de águila. Había acabado apreciando a Guthred, y Ulf y yo éramos los consejeros más cercanos al rey. Eadred también andaba cerca, por supuesto, pero Eadred poco tenía que decir en cuestiones de guerra. Como la mayoría de los religiosos, asumía que su dios nos daría la victoria, y ésa era toda su contribución. Ulf y yo, en cambio, teníamos mucho que decir, pero todo giraba en torno a que quinientos hombres a medio armar no podían ni iniciar la conquista de Eoferwic con poco que Egberto se propusiera defenderla.

Pero Egberto estaba desesperado. Hay un cuento en el libro sagrado de los cristianos sobre un rey que vio no sé qué escritura en la pared. Me lo han contado varias veces, pero no sabría repetir los detalles, aparte de que trataba de un rey, que había unas palabras escritas en un muro y que las palabras lo tenían amedrentado. Creo que el dios cristiano era el autor de las palabras, pero tampoco estoy seguro de eso. Podría enviar a por el cura de mi mujer, pues estos días le permito emplear a dicha criatura, y podría preguntarle los detalles, pero lo único que haría sería postrarse a mis pies y suplicar para que le aumente la asignación de pescado, cerveza y leña, cosa que no deseo hacer, así que los detalles no importan mucho. Había un rey, tenía unas palabras escritas en un muro, y esas palabras le asustaban.

Fue Willibald el que me metió esa historia en la cabeza. Lloraba cuando entramos en la ciudad, lágrimas de alegría, y cuando supo que Egberto no opondría resistencia, empezó a gritar que el rey había visto la inscripción en la pared. Una y otra vez, no dejó de gritarlo; para mí no tenía ningún sentido entonces, pero ahora sé qué quería decir. Significaba que Egberto sabía que había perdido incluso antes de empezar a luchar.

Eoferwic había estado esperando el regreso de Ivarr y muchos de sus ciudadanos, temiendo la venganza danesa, la habían abandonado. Egberto tenía guardia personal, por supuesto, pero la mayoría había desertado, de manera que sólo le quedaban veintiocho hombres y no todos estaban dispuestos a morir por un rey con una inscripción en su pared, y los ciudadanos que quedaban tampoco estaban por la labor de montar una barricada en las puertas o defender la muralla, así que el ejército de Guthred marchó sin encontrar resistencia. Nos dieron la bienvenida. Creo que la gente de Eoferwic pensaba que llegábamos para defenderlos de Ivarr, más que para arrebatarle la corona a Egberto, pero incluso cuando supieron que tenían rey nuevo, parecían contentos. Lo que los alegró mucho más, por supuesto, fue la presencia de san Cutberto, y Eadred dispuso el ataúd del santo en la iglesia del arzobispo, abrió la tapa y la gente se apiñó para ver al fiambre y decirle oraciones.

Wulfhere, el arzobispo, no se encontraba en la ciudad, pero el padre Hrothweard seguía allí, y también seguía predicando la locura, así que se alineó al instante con Eadred. Supongo que también habría visto la inscripción en el muro, pero las únicas inscripciones que yo vi fueron cruces en las puertas. Estas indicaban que dentro vivían cristianos, pero la mayoría de los daneses que quedaban también se habían pintado una cruz para protegerse de los saqueos, y los hombres de Guthred querían saquear. Eadred les había prometido lascivas mujeres y montones de plata, pero el abad luchaba ahora denodadamente para proteger a los cristianos de la ciudad de los daneses de Guthred. Hubo ciertos disturbios, pero no demasiados. La gente tuvo la buena cabeza de ofrecer monedas, comida y cerveza en lugar de dejarse robar, y Guthred descubrió unos arcones de plata dentro del palacio y distribuyó el dinero entre su ejército. Además había cerveza abundante en las tabernas, así que por el momento los hombres de Cumbraland quedaron satisfechos.

—¿Qué haría Alfredo? —me preguntó Guthred aquella primera noche en Eoferwic. Era una pregunta a la que empezaba a acostumbrarme, pues de algún modo Guthred se había convencido de que Alfredo era un rey al que valía la pena imitar. Esta vez me preguntaba sobre Egberto, al que habían hallado en sus aposentos. Egberto había sido arrastrado al gran salón, y allí se arrodilló ante Guthred y le juró lealtad. Fue una extraña visión, un rey arrodillado frente a otro, en el antiguo salón romano iluminado por braseros que llenaban de humo toda la parte superior, y tras Egberto estaban sus cortesanos y sirvientes, que también se arrodillaron y se arrastraron hacia delante para prometer lealtad a Guthred. Egberto parecía viejo, enfermo y disgustado mientras que Guthred era un flamante joven monarca. Encontré la malla de Egberto y se la di a Guthred, que se la puso porque le daba aspecto regio. Se mostró alegre con el rey depuesto, lo levantó del suelo y le besó en ambas mejillas; después lo invitó cortésmente a que se sentara a su lado.

—Matad a ese viejo cabrón —fue la opinión de Ulf.

—Me han recordado que sea misericordioso —contestó Guthred en tono regio.

—Os han recordado que seáis un idiota —replicó Ulf. Estaba enfurecido porque Eoferwic no le había proporcionado ni una cuarta parte de lo que esperaba, pero había encontrado un par de gemelas que le gustaban, y ellas evitaban que se quejara demasiado.

Cuando las ceremonias terminaron, y después de que Eadred nos dejara sordos con una oración interminable, Guthred paseó conmigo por la ciudad. Creo que quería presumir de armadura nueva, o quizá sólo quisiera aclararse la cabeza de tanto humo como había en palacio. Bebió cerveza en todas las tabernas, bromeó con los hombres en inglés y en danés y besó por lo menos a cincuenta chicas, y luego me llevó a las murallas y caminamos un rato en silencio, hasta que llegamos al lado este de la ciudad, donde me detuve a mirar el río, una lámina de plata abollada bajo la media luna.

—Aquí murió mi padre —dije.

—¿Espada en mano?

—Sí.

—Eso es bueno —contestó, olvidando por un instante que se había hecho cristiano—. Pero un día triste para ti.

—Fue un buen día —respondí—, conocí al conde Ragnar. Y mi padre tampoco me gustaba demasiado.

—¿No? —parecía sorprendido—. ¿Por qué no?

—Porque era una bestia resentida —repliqué—. Los hombres querían su aprobación y sólo la concedía a regañadientes.

—Como tú, entonces —contestó, y me llegó el turno de sorprenderme.

—¿Como yo?

—Mi resentido Uhtred —dijo—, todo ira y amenazas. Bueno, dime qué hago con Egberto.

—Lo que Ulf sugiere —contesté—, por supuesto.

—Ulf se cargaría a todo bicho viviente —respondió Guthred—, porque así terminarían sus problemas. ¿Qué haría Alfredo?

—No importa qué haría Alfredo.

Había algo en Guthred que siempre me provocaba decirle la verdad, o casi toda la verdad, y me sentí tentado de contestar que Alfredo arrastraría al viejo hasta el mercado de la ciudad y le rebanaría el cuello, pero sabía que no era cierto. Alfredo le había perdonado la vida al traidor de su primo después de Ethandun, y había permitido que su sobrino Etelwoldo siguiera con vida, y eso que ese sobrino tenía más derechos que él sobre el trono. Así que suspiré.

—Lo dejaría con vida —contesté—, pero Alfredo es un capullo meapilas.

—No, no lo es —respondió Guthred.

—Le aterroriza la desaprobación de Dios —repuse.

—Me parece sensato por su parte —aprobó Guthred.

—Matad a Egberto, señor —insistí con vehemencia—. Si no lo matáis, intentará recuperar su reino. Tiene tierras al sur. Puede convocar a sus hombres. Si lo dejáis con vida le llevará esos hombres a Ivarr, e Ivarr intentará volver a instaurarlo en el trono. ¡Egberto es un enemigo!

—Es un anciano, no está bien y tiene miedo —respondió Guthred con paciencia.

—Pues evitadle al cabrón más desgracias —lo apremié—. Yo lo haré por vos; nunca he matado a un rey.

—¿Y te gustaría?

—Lo haré por vos —le dije—. ¡Permitió que sus sajones masacraran a los daneses! No es tan digno de lástima como pensáis.

Guthred me miró con reproche.

—Te conozco, Uhtred —dijo con afecto—. Te gusta presumir de que mataste a Ubba junto al mar, de que desmontaste a Svein, el del Caballo Blanco, y de que enviaste al rey Egberto de Eoferwic a su fría tumba.

—Y que maté a Kjartan el Cruel —repliqué—, y pasé a cuchillo a Ælfric, usurpador de Bebbanburg.

—Me alegro de no ser tu enemigo —dijo quitándole importancia, después hizo una mueca—. Vaya si es amarga la cerveza aquí.

—La hacen distinta —le expliqué—. ¿Qué os dice el abad Eadred?

—Lo mismo que tú y que Ulf, claro. Que mate a Egberto. —Por una vez, le doy la razón. —Pero Alfredo no lo mataría —replicó con firmeza. —Alfredo es rey de Wessex —contesté—, y no tiene que enfrentarse a Ivarr, ni tampoco tiene un rival como Egberto. —Pero Alfredo es un buen rey —insistió Guthred.

Le pegué una patada a la empalizada de la frustración.

—¿Por qué ibais a dejar con vida a Egberto? —quise saber—. ¿Para gustarle a la gente?

—Quiero gustarles —contestó.

—Tendrían que temeros —respondí con vehemencia—. ¡Sois un rey! Tenéis que ser implacable. Tenéis que inspirar temor.

—¿Temen a Alfredo?

—Sí —contesté, y me sorprendió reparar en que era cierto.

—¿Porque es implacable?

Sacudí la cabeza.

—Temen disgustarle.

Jamás antes me había dado cuenta, pero de repente lo vi claro. Alfredo no era implacable. Era dado a la misericordia, pero le temían igualmente. Reconocían que Alfredo estaba sometido a una disciplina, como ellos a su mandato. La disciplina de Alfredo era miedo a no complacer a su dios. Jamás escaparía de eso. Jamás podría ser tan bueno como él quería, pero no dejaba de intentarlo. Yo hacía mucho que había aceptado que era falible, pero Alfredo jamás lo aceptaría de sí mismo.

—A mí también me gustaría que los hombres temieran no complacerme —comentó Guthred en tono suave.

—Pues dejadme que mate a Egberto —le dije, y bien habría podido ahorrarme las palabras porque Guthred, inspirado por su reverencia por Alfredo, perdonó la vida a Egberto, y al final resultó tener razón. Envió al viejo rey a vivir en un monasterio al sur del río y encomendó a los monjes que mantuvieran a Egberto confinado dentro de sus paredes, cosa que hicieron, y al año Egberto murió de alguna enfermedad que lo consumió hasta convertirlo en un montón de huesos y de tendones carcomidos por el dolor. Fue enterrado en la gran iglesia de Eoferwic, pero yo no vi nada de aquello.

Ya estaba entonces entrado el verano, y cada día temía ver a los hombres de Ivarr llegar por el sur, pero lo que llegó fue el rumor de una gran batalla entre Ivarr y los escoceses. Ese tipo de rumores se producían con frecuencia, y la mayoría eran falsos, así que no le concedí demasiado crédito, pero Guthred se creyó la historia y dio permiso a la mayor parte de su ejército para que volviera a Cumbraland a recoger la cosecha. Eso nos dejó muy pocas tropas en la guarnición de Eoferwic. Las tropas reales se quedaron y cada mañana los hacía practicar con espadas, escudos y lanzas, y cada tarde los ponía a reparar la muralla de Eoferwic, que se estaba cayendo por demasiados sitios. Pensé que Guthred era un insensato por dejar marchar a la mayoría de sus hombres, pero me contestó que sin cosecha su gente moriría de hambre, y estaba seguro de que regresarían. Y volvió a estar en lo cierto. Regresaron. Ulf los condujo desde Cumbraland y quiso saber cómo se iba a emplear el ejército que se estaba reuniendo.

—Marcharemos al norte para ajustar las cuentas con Kjartan —dijo Guthred.

—Y con Ælfric —insistí.

—Por supuesto —respondió Guthred.

—¿Cómo es el botín que se le puede cobrar a Kjartan? —quiso saber Ulf.

—Enorme —contesté recordando las historias de Tekil. Me guardé para mí lo de los perros salvajes que vigilaban la plata y el oro—. Kjartan es infinitamente rico.

—Es hora de afilar las espadas —contestó Ulf.

—Ælfric guarda incluso un tesoro mayor —añadí, aunque no tenía ni idea de si decía la verdad.

Pero creía firmemente que capturaríamos Bebbanburg. Jamás había sido tomada por enemigo alguno, pero eso no significaba que no pudiera ser tomada. Todo dependía de Ivarr. Si conseguíamos derrotarlo, Guthred sería el hombre más poderoso de Northumbria, y Guthred era mi amigo, y estaba convencido de que no sólo me ayudaría a matar a Kjartan y vengar a Ragnar
el Viejo,
sino que me devolvería mis tierras y mi fortaleza junto al mar. Aquellos eran mis sueños durante ese verano. Pensé que el futuro se me presentaba dorado si le conseguía un reino a Guthred, pero había olvidado la malevolencia de las tres hilanderas en las raíces del mundo.

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