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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (12 page)

BOOK: Los señores del norte
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Tekil había perdido su armadura y estaba ahora vestido con un jubón mugriento. Tenía la cara amoratada y en las muñecas y tobillos cargaba con los grilletes que pretendía para mí. Se sentó al fondo de la antigua estancia y yo me senté al otro lado de la hoguera. Se me quedó mirando. Tenía un buen rostro, fuerte, y pensé que me habría gustado Tekil de camarada en lugar de enemigo. Parecía divertirle que lo inspeccionara.

—Eras el guerrero muerto —dijo al cabo de un rato.

—¿Sí?

—Sé que el guerrero muerto llevaba un casco con un lobo de plata en la cimera, y te he visto puesto ese mismo casco —se encogió de hombros—. Igual te presta el casco.

—Igual me lo presta —contesté.

Medio sonrió.

—El guerrero muerto ha conseguido que Kjartan y su hijo se caguen por la pata abajo, pero eso era lo que pretendías, ¿no?

—Eso es lo que pretendía el guerrero —contesté.

—Bueno —prosiguió—, has decapitado a cuatro de mis hombres y vas a enviar a Kjartan las cabezas.

—Sí.

—Porque quieres asustarlo aún más.

—Sí —contesté.

—Pero tiene que haber ocho cabezas —prosiguió—. ¿No es así?

—Sí —repuse.

Ante esto no pudo evitar una mueca; después se apoyó contra el muro y observó pasar las nubes frente a la luna creciente. Los perros aullaron en las ruinas y Tekil volvió la cabeza para escucharlos.

—A Kjartan le gustan los perros —dijo—. Tiene una jauría. Bichos peligrosos. Pelean entre ellos y sólo se queda con los más fuertes. La perrera es una estancia que tiene en Dunholm y sólo los usa para dos cosas —se detuvo y me miró inquisitivo—. Eso es lo que quieres, ¿no? Que te hable de Dunholm. Sus puntos fuertes y débiles, cuántos hombres alberga y con cuántos podrías tomarlo.

—Todo eso —contesté—, y más.

—Esa es tu deuda de sangre, ¿no es cierto? La vida de Kjartan en venganza por la del conde Ragnar.

—El conde Ragnar me crió —repuse—, y lo quería como a un padre.

—¿Y qué pasa con su hijo?

—Alfredo lo tiene de rehén.

—¿Así que vas a cumplir la obligación de un hijo? —preguntó, y se encogió de hombros, como si mi respuesta fuera evidente—. No te va a resultar fácil —continuó—, menos aún si te tienes que enfrentar a los perros de Kjartan. Viven en su propio edificio. Como señores, y bajo el suelo del edificio se encuentra el tesoro de Kjartan. Montones de oro y plata. Un tesoro que nunca mira. Pero está allí, enterrado en la tierra, debajo de los perros.

—¿Quién lo guarda? —pregunté.

—Ésa es una de sus tareas —contestó Tekil—, la otra es matar gente. Así te matará. Primero te sacará los ojos, después te despedazarán sus perros. O puede que te despelleje palmo a palmo. Se lo he visto hacer.

—Kjartan el Cruel.

—No lo llaman así por nada.

—¿Y por qué le sirves?

—Es generoso —contestó Tekil—. Hay cuatro cosas que Kjartan adora. Los perros, su tesoro, las mujeres y su hijo. A mí me gustan dos, de las cuatro, y Kjartan es generoso con ambas.

—¿Y las dos que no te gustan? —pregunté.

—Odio sus perros —admitió—. Y su hijo es un cobarde.

—¿Sven? —me sorprendió—. No era cobarde de niño.

Tekil estiró una pierna, después hizo una mueca cuando los grilletes le frenaron el pie.

—Cuando Odín perdió un ojo —prosiguió—, ganó sabiduría, pero cuando Sven perdió el suyo, aprendió lo que era el miedo. Es muy valiente cuando se enfrenta a los débiles, pero no lo es tanto cuando se encuentra a uno fuerte. Ahora bien, su padre no es ningún cobarde.

—Recuerdo que Kjartan era valeroso —repuse.

—Valeroso, cruel y brutal —contestó Tekil—, y ahora también sabes que tiene un edificio señorial lleno de perros que te van a descuartizar. Y eso, Uhtred Ragnarson, es todo lo que voy a contarte.

Sacudí la cabeza.

—Me vas a contar más cosas —dije.

Me observó echar un tronco a la hoguera.

—¿Por qué voy a contarte más? —preguntó.

—Porque tengo algo que tú quieres —respondí.

—¿Mi vida?

—El modo en que vas a morir —le informé.

Me entendió y me dedicó media sonrisa.

—He oído que los monjes quieren colgarme.

—Pues sí, eso quieren —contesté—, pero porque no tienen imaginación. Pero yo no voy a dejar que te ahorquen.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Entregarme a esos chicos que llamas soldados? ¿Qué practiquen conmigo?

—Si no hablas —respondí—, eso es precisamente lo que voy a hacer, porque necesitan practicar. Pero se lo voy a poner fácil. Tú no llevarás espada.

Sin espada no iría al salón de los muertos, y ésa era amenaza suficiente para hacer hablar a Tekil. Kjartan, me contó, tenía tres tripulaciones en Dunholm, unos ciento cincuenta guerreros, pero había más en asentamientos cercanos a la fortaleza que lucharían por él si los convocaba, de modo que si Kjartan lo deseaba podía comandar unos cuatrocientos guerreros bien entrenados.

—Y le son leales —me avisó Tekil.

—¿Porque es generoso con ellos?

—Nunca les faltan ni plata ni mujeres. ¿Qué más puede pedir un guerrero?

—Ir al salón de los muertos —contesté, y Tekil asintió ante tamaña verdad—. ¿Y de dónde salen los esclavos? —pregunté.

—De tratantes como el que mataste. O los encontramos nosotros mismos.

—¿Los tenéis en Dunholm?

Tekil sacudió la cabeza.

—Sólo las chicas van allí, el resto lo enviamos a Gyruum. En Gyruum tenemos dos tripulaciones —eso tenía sentido. Yo había estado en Gyruum, un lugar en el que antes de que Ragnar
el Viejo
lo destruyera había un famoso monasterio. Era una pequeña ciudad en la orilla sur del río Tine, muy cerca del mar, lo que lo convertía en un lugar adecuado para embarcar esclavos al otro lado del mar. Había un viejo fuerte romano en el cabo de Gyruum, pero el fuerte no era tan defendible como Dunholm, cosa que tampoco importaba, porque si la guarnición de Gyruum se veía en problemas, poco les costaba marchar al sur hasta la otra fortaleza y refugiarse allí con los esclavos—. Y es imposible tomar Dunholm —añadió Tekil.

—¿Imposible? —pregunté con escepticismo.

—Tengo sed —dijo Tekil.

—¡Rypere! —grité—. ¡Sé que estás ahí fuera! ¡Trae cerveza!

Le di a Tekil una jarra de cerveza, algo de pan y un poco de carne de cabra fría, y mientras comía me habló de Dunholm y me aseguró que era totalmente inexpugnable.

—Un gran ejército podría tomarla —sugerí.

Se mofó de la idea.

—Sólo se puede acceder desde el norte —dijo—, y es un acceso estrecho y empinado; por muy grande que fuera el ejército sólo podrían acercarse unos cuantos hombres a las defensas.

—¿Lo ha intentado alguien?

—Vino Ivarr, se pasó cuatro días mirándonos y se marchó. Antes que él, se acercó por allí el hijo del conde Ragnar, y aún se quedó menos tiempo. Podrías matarlos de hambre, supongo, pero eso te llevaría cerca de un año, y ¿cuántos hombres pueden permitirse comida suficiente para mantener un sitio de un año? —Sacudió la cabeza—. Dunholm es como Bebbanburg, inexpugnable.

Con todo, mi destino me guiaba a ambos lugares. Me quedé en silencio, pensando, hasta que Tekil tiró de sus grilletes para ver si podía romperlos. No podía.

—Bueno, dime de qué manera voy a morir —dijo.

—Tengo una pregunta más.

Se encogió de hombros.

—Suéltala.

—Thyra Ragnarsdottir.

Eso le sorprendió, y se quedó en silencio un instante; después cayó en la cuenta de que, por supuesto, yo conocía a Thyra de niña.

—La encantadora Thyra —exclamó sarcásticamente.

—¿Está viva?

—En teoría tenía que ser la esposa de Sven —contestó Tekil.

—¿Y lo es?

Estalló en carcajadas.

—La obligó a compartir su cama, no sé qué esperabas de él, pero ahora no la toca. Le tiene miedo. Así que está encerrada y Kjartan escucha sus sueños.

—¿Los sueños de Thyra?

—Los dioses hablan a través de ella. Eso piensa Kjartan.

—¿Y tú qué piensas?

—Que es una zorra pirada.

Me lo quedé mirando a través de las llamas.

—¿Pero está viva entonces?

—Si a eso se le puede llamar vida —contestó secamente.

—¿Está loca?

—Se hace cortes —dijo Tekil mientras se pasaba el canto de una mano por el brazo—. Aúlla, se corta la carne y maldice. A Kjartan le asusta.

—¿Y Sven?

Tekil hizo una mueca.

—A Sven le aterroriza. La quiere muerta.

—¿Y por qué sigue viva?

—Porque los perros no están por la labor —contestó Tekil—, y porque Kjartan cree que tiene el don de la profecía. Le dijo que el guerrero muerto acabaría con él, y él se la cree a medias.

—El guerrero muerto acabará con Kjartan —contesté—, y mañana acabará contigo.

Aceptó ese destino.

—¿Las varas de castaño?

—Sí.

—¿Y espada en la mano?

—En las dos, si quieres —contesté—, porque el guerrero muerto acabará contigo igualmente.

Asintió, cerró los ojos, y se apoyó contra el muro otra vez.

—Sihtric es hijo de Kjartan —me dijo.

Sihtric era el chico que habíamos capturado con Tekil.

—¿Hermano de Sven? —pregunté.

—Medio hermano. La madre de Sihtric era una esclava sajona. Kjartan la echó a los perros cuando creyó que había intentado envenenarle. Puede que fuera cierto, puede que sólo le doliera la tripa. Pero fuera como fuese, el caso es que la echó a los perros y la chica palmó. Le perdonó la vida a Sihtric porque es mi sirviente y porque yo se lo pedí. Es un buen chico. Harías bien en dejarlo con vida.

—Pero necesito ocho cabezas —le recordé.

—Sí —contestó en tono cansino—. Eso parece —el destino es inexorable.

* * *

El abad Eadred quería ahorcar a los cuatro hombres. O ahogarlos. O estrangularlos. Los quería muertos, deshonrados y olvidados.

—¡Asaltaron a nuestro rey! —declaró con vehemencia—. Y deben sufrir una muerte vil, ¡una muerte vil! —No dejaba de repetir aquellas palabras con exquisito deleite, y yo me limité a encogerme de hombros y le contesté que le había prometido a Tekil una muerte honorable, una que lo enviaría al Valhalla en lugar de al Niflheim, y Eadred miró mi amuleto del martillo y chifló que en
Haliwerfolkland
no había misericordia para los hombres que atacaban al elegido de Cutberto.

Discutíamos en la loma justo detrás de la nueva iglesia, y los cuatro prisioneros, todos encadenados o atados con cuerdas, estaban sentados en el suelo, vigilados por las tropas reales de Guthred, y buena parte del pueblo se encontraba también allí, esperando la decisión de Guthred. Eadred arengaba al rey, le comía la oreja diciéndole que una muestra de debilidad minaría la autoridad de Guthred. Los religiosos coincidieron con el abad, cosa nada sorprendente, y los más fervientes de sus seguidores eran dos monjes recién llegados que habían cruzado las colinas desde el este de Northumbria. Se llamaban Jaenberht e Ida, ambos rondarían la veintena y ambos debían obediencia a Eadred. Claramente habían sido enviados en alguna misión por el abad, pero ahora habían vuelto a Cair Ligualid y se empeñaban en que los prisioneros murieran ignominiosa y dolorosamente.

—¡Quemadlos! —apremiaba Jaenberht—. ¡Como los paganos quemaron a tantos santos! ¡Que ardan en las llamas del infierno!

—¡Colgadlos! —insistió el abad Eadred.

Noté, aunque Eadred no lo percibía, que los daneses de Cumbraland que se habían unido a Guthred estaban ofendiéndose por la vehemencia de los curas; así que me llevé al rey a un aparte.

—¿Os parece que podéis ser rey sin el apoyo de los daneses? —le pregunté.

—Claro que no.

—Pues si torturáis a otros daneses hasta la muerte, no les va a hacer ninguna gracia. Creerán que favorecéis más a los sajones que a ellos.

Guthred parecía preocupado. Debía su trono a Eadred y no lo mantendría si el abad desertaba, pero tampoco lo mantendría si perdía el apoyo de los daneses de Cumbraland.

—¿Qué haría Alfredo? —me preguntó.

—Rezaría —contesté—, y pondría a rezar también a todos sus monjes y curas, pero al final haría lo que fuera necesario para mantener su reino intacto —Guthred se me quedó mirando—. Lo que fuera necesario —repetí lentamente.

Guthred asintió; después, con rostro grave, regresó hacia donde estaba Eadred.

—En uno o dos días —proclamó Guthred en voz alta para que todos lo oyeran—, marcharemos hacia el este. Cruzaremos las colinas y transportaremos a nuestro bendito santo a un nuevo hogar en una tierra santa. Venceremos a nuestros enemigos, sean quienes sean, y estableceremos un nuevo reino —hablaba en danés, pero sus palabras eran traducidas al inglés por tres o cuatro personas—. Esto ocurrirá —prosiguió, en voz más alta aún—, porque mi amigo el abad Eadred recibió un sueño de Dios y del muy sagrado Cutberto, y cuando crucemos las colinas lo haremos con la bendición de Dios y con la ayuda de san Cutberto. Construiremos un reino mejor, un reino sagrado que guardará la magia de la Cristiandad —Eadred puso mala cara al oír la palabra
magia,
pero no protestó. La comprensión de Guthred de la nueva religión era aún fragmentaria, pero decía más o menos lo que Eadred quería escuchar—. ¡Y nuestro reino será justo! —gritó Guthred con todas sus fuerzas—. Un reino en que todos los hombres tendrán fe en Dios y en el rey, pero en el que no todos los hombres adoran al mismo dios —en aquel momento todos escuchaban muy atentamente, y Jaenberht e Ida casi se rebelaron para protestar por la última propuesta real, pero Guthred siguió hablando—. No seré rey de una tierra en la que hay que imponer a unos hombres las costumbres de otros, y es la costumbre de estos hombres —señaló con un gesto a Tekil y sus compañeros— morir con una espada en las manos; así que morirán de ese modo. Y que Dios se apiade de sus almas.

Se hizo el silencio. Guthred se volvió hacia Eadred y habló en voz mucho más baja.

—Hay algunas gentes —le dijo en inglés— que no creen que podemos derrotar a los daneses en batalla. Que lo vean con sus propios ojos.

Eadred se puso rígido; después se obligó a asentir.

—Como ordenéis, mi señor —repuso.

Así que fueron a buscar las varas de castaño.

Los daneses entienden las normas de una pelea dentro de una zona marcada con varas de castaño. Es una lucha de la que sólo un hombre puede salir vivo, y si uno de los dos se sale del espacio marcado con las varas, cualquiera podría matarlo. Se convierte en nada. Guthred quería enfrentarse a Tekil él mismo, pero me dio la impresión de que hacía la sugerencia porque era lo que se esperaba de él, no que le apeteciera encarar a un guerrero experimentado. Además, yo no estaba de humor para que me negaran nada.

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