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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (11 page)

BOOK: Los señores del norte
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—¡Bien! —Guthred se alegró—. ¡Y le puedo ofrecer a Gisela para su hijo!

Yo ignoré el comentario.

—Pero Ivarr no va a negociar con vos —repliqué—. Peleará. Es un Lothbrok. No negocia más que para ganar tiempo. Cree en la espada, la lanza, el escudo, el hacha de guerra y la muerte de sus enemigos. No negociaréis con Ivarr, pelearéis contra él, y no tenemos ejército para eso.

—Pero si tomamos Eoferwic —contestó enérgicamente— la gente se nos unirá. Nuestro ejército crecerá.

—¿A esto llamáis ejército? —pregunté, y sacudí la cabeza—. Ivarr comanda daneses curtidos en la guerra. Cuando nos los encontremos, señor, la mayoría de nuestros daneses se unirá a él.

Levantó la mirada, con la sorpresa dibujada en su honrado rostro.

—¡Pero si me acaban de prestar juramento!

—Se unirán a ellos igualmente —repuse sombrío.

—¿Y qué hacemos?

—Tomamos Eoferwic —le dije—, la saqueamos y nos volvemos. Ivarr no va a seguiros. No le importa un pijo Cumbraland. Si gobernáis aquí, al final Ivarr acabará olvidándose de vos.

—A Eadred no le va a gustar eso.

—¿Qué es lo que quiere?

—Su santuario.

—Puede construirlo aquí.

Guthred sacudió la cabeza.

—Lo quiere en la costa este porque allí vive más gente.

Lo que Eadred quería, supongo, era un santuario que atrajera miles de peregrinos que derramaran monedas sobre su iglesia. Podía construirlo aquí, en Cair Ligualid, pero era un lugar remoto y los peregrinos no vendrían por millares.

—Pero vos sois el rey —le dije—, y vos dais las órdenes. No Eadred.

—Cierto —contestó con ironía, y lanzó otra piedra. Después se puso ceñudo—. ¿Qué convierte a Alfredo en un buen rey?

—¿Y quién dice que sea bueno?

—Todos. El padre Willibald dice que es el mejor rey desde Carlomagno.

—Eso es porque Willibald es un
earsling aturullado.

—¿No te gusta Alfredo?

—Odio a ese cabrón.

—Pero es un guerrero, un legislador…

—¡No es ningún guerrero! —le interrumpí entre burlas—. ¡Detesta pelear! Tiene que hacerlo, pero no le gusta, y está demasiado enfermo para aguantar en un muro de escudos. Pero es un legislador. Adora las leyes. Cree que si se inventa suficientes leyes, traerá el cielo a la tierra.

—Pero ¿por qué dicen los hombres que es bueno? —preguntó Guthred confundido.

Miré al cielo para ver un águila surcar la bóveda azul.

—Lo que sí es Alfredo —dije, intentando ser honesto— es justo. Trata a la gente adecuadamente, o a la mayoría de ellos. Se puede confiar en su palabra.

—Eso es bueno —repuso Guthred.

—Pero es un cabrón meapilas, criticón y preocupado —añadí—. Eso es lo que realmente es.

—Yo seré justo —comentó Guthred—. Conseguiré gustarle a la gente.

—Ya les gustáis —le dije—, pero también tienen que temeros.

—¿Temerme? —Esa idea no le gustó.

—Sois un rey.

—Seré un buen rey —dijo con vehemencia, y justo entonces Tekil y sus hombres nos atacaron.

Tendría que habérmelo imaginado. Ocho hombres bien armados no cruzan los páramos para unirse a la chusma. Los habían enviado, y no un danés llamado Hergild de Heagostealdes. Venían de parte de Kjartan el Cruel que, furioso por la humillación de su hijo, había enviado hombres para perseguir al guerrero muerto, y no les había costado demasiado descubrir que habíamos seguido la muralla romana. Guthred y yo nos habíamos alejado en un día cálido y estábamos al final de un pequeño valle cuando los ocho hombres salieron de ambas orillas y desenvainaron las espadas.

Conseguí desnudar a
Hálito-de-serpiente,
pero Tekil me la arrebató de un golpe, y otros dos hombres me atizaron, tirándome al arroyo. Me defendí, pero tenía inmovilizado el brazo de la espada, un hombre se arrodillaba en mi pecho y otro me sujetaba la cabeza bajo el agua, y sentí que me ahogaba al entrarme el agua por la garganta. El mundo se volvió negro. Quería gritar, pero no salió ningún sonido de mi garganta, me arrebataron
Hálito-de-serpiente
de la mano y perdí la conciencia.

La recuperé en la isla de guijarros en la que los ocho hombres nos rodeaban a Guthred y a mí, con las espadas en nuestros vientres y gargantas. Tekil, con una sonrisa de oreja a oreja, apartó de una patada la hoja que amenazaba mi gaznate y se arrodilló a mi lado.

—Uhtred Ragnarson —me saludó—, creo que no hace mucho te cruzaste con Sven el Tuerto. Te envía sus saludos —no contesté. Tekil sonrió—. ¿Acaso llevas
Skidbladnir
en la bolsa? ¿Huirás navegando de nosotros? ¿De vuelta al Niflheim?

Seguí sin decir nada. Me costaba respirar y seguía tosiendo agua. Quería luchar, pero tenía la punta de una espada pegada al vientre. Tekil envió a dos de sus hombres a por los caballos, pero aún quedaban seis guerreros vigilándonos.

—Es una pena —dijo Tekil—, que no hayamos conseguido a tu fulana. Kjartan la quería —intenté invocar todas mis fuerzas para revolverme, pero el tipo que sostenía la espada contra mi estómago, apretó, y Tekil se limitó a reírse; después me desabrochó el cinto y lo tiró lejos de mí. Sopesó la bolsa de monedas y sonrió al oír el tintineo—. Nos queda un largo viaje, Uhtred Ragnarson, y no queremos que te escapes. ¡Sihtric!

El chico, el único sin brazaletes, se acercó. Parecía nervioso.

—¿Señor? —le dijo a Tekil.

—Grilletes —contestó Tekil, y Sihtric fue a rebuscar en una bolsa de cuero y sacó un par de grilletes de esclavos.

—Puedes dejarlo aquí —le dije, señalando con la cabeza a Guthred.

—Kjartan también lo quiere a él —contestó Tekil—, pero no está tan interesado como en retomar la vieja amistad contigo —entonces sonrió, como si acabara de hacer una broma íntima, y sacó un cuchillo del cinturón. Era un cuchillo de hoja fina, y tan afilado que parecía tener filo de sierra—. Me dijo que te cortara los tendones de las piernas, Uhtred Ragnarson, pues un hombre sin piernas no puede escapar, ¿no te parece? Así que te cortaremos los tendones y luego te sacaremos un ojo. Sven pidió que te dejáramos un ojo para que también él pudiera jugar, pero que si quería te podía sacar el otro para volverte más obediente. Así que tú dirás, Uhtred Ragnarson, ¿qué va a ser, el izquierdo o el derecho?

Seguí sin contestar y no me importa confesar que estaba asustado. Volví a intentar zafarme de él, pero tenía una rodilla en mi brazo derecho y otro hombre me sujetaba por la izquierda. Entonces la hoja del cuchillo me tocó la piel justo por debajo del ojo izquierdo y Tekil sonrió.

—Dile adiós a tu ojo, Uhtred Ragnarson —me informó.

El sol brillaba, se reflejaba sobre la hoja de modo que me deslumbraba el ojo izquierdo con su brillo. Aún veo aquel resplandor hoy, años después.

Y aún puedo oír el grito.

C
APÍTULO
III

El grito fue de
Clapa.
Un berrido agudo como el de un joven jabalí azuzado. Sonó más como un grito de terror que como un desafío, y no era de extrañar, pues
Clapa
no se había enfrentado antes en combate. No tenía ni idea de qué gritaba cuando bajó cargando por la loma. El resto de las tropas reales de Guthred lo seguían, pero era
Clapa
quien comandaba, todo torpeza y salvajismo. Se había olvidado de desatar el pedazo de tela que protegía el filo de su espada, pero era tan grande y tan fuerte que la espada actuó como un mazo. Sólo había cinco hombres con Tekil, y los treinta jóvenes saltaron por la elevada orilla en bandada y sentí el cuchillo de Tekil rasgarme la mejilla al apartarse. Intenté hacerme con su cuchillo, pero era demasiado rápido;
Clapa
le atizó en la cabeza y se tambaleó, vi a Rypere a punto de ensartarle la garganta con su espada y les grité que los quería vivos.

—¡Vivos! ¡Los quiero vivos!

Mataron a dos a pesar de mis advertencias. Uno fue acuchillado y despedazado por al menos una docena de espadas; se retorció, se sacudió y tiñó el arroyo de sangre.
Clapa
había abandonado su espada y forcejeaba con Tekil en la orilla de guijarros, donde lo había tumbado con su fuerza bruta.

—Bien hecho,
Clapa
—le dije, dándole una palmada en el hombro, y me sonrió cuando le arrebaté a Tekil cuchillo y espada. Rypere remató al tipo que se retorcía en el arroyo. Uno de mis chicos recibió un corte en el muslo, pero el resto salieron ilesos, y ahora sonreían en el arroyo, esperando una alabanza como cachorros que cobran su primer zorro—. Lo habéis hecho muy bien —les dije, y era cierto, pues Tekil y sus tres hombres eran ahora nuestros prisioneros. Sihtric, el más joven, se contaba entre los cautivos, y aún sostenía los grilletes. Preso de la ira, se los arrebaté y le aticé en la cabeza con ellos—. Quiero a los otros dos hombres.

—¿Qué otros hombres, señor?

—Ha enviado a dos de sus hombres a por los caballos —les dije—. Encontradlos —volví a golpear a Sihtric, pues deseaba oírle llorar, pero guardó silencio a pesar de correrle sangre por la sien.

Guthred seguía sentado en los guijarros, la confusión se reflejaba en su atractivo rostro.

—He perdido las botas —dijo. Parecía preocuparle mucho más que habernos salvado por los pelos.

—Las habéis dejado río arriba —le informé.

—¿Mis botas?

—Río arriba —contesté de nuevo, y le metí una patada a Tekil, haciéndome más daño yo en el pie del que le hice a él en las costillas cubiertas de malla. Estaba cabreado. Había sido un imbécil, y me sentía humillado. Me abroché las espadas, me arrodillé y le quité los cuatro brazaletes a Tekil. Levantó la mirada y debió de adivinar su destino, pero su rostro permaneció impasible.

Llevaron a los prisioneros de vuelta a la ciudad, y mientras tanto descubrimos que los dos hombres que Tekil había enviado a por los caballos debieron de oír el jaleo, pues habían huido hacia el este. Nos llevó demasiado tiempo ensillar nuestros propios caballos y partir en su búsqueda, y me cagué en todo porque no quería que le llevaran noticias de mí a Kjartan. Si los fugitivos hubieran tenido algo de seso, habrían cruzado el río y huido a toda prisa por la muralla, pero debió de parecerles arriesgado atravesar Cair Ligualid, y más seguro dirigirse primero al sur y luego al este. También tendrían que haber abandonado los caballos sin montura, pero por avidez, se los llevaron con ellos y resultó muy fácil seguir sus huellas, incluso con el suelo seco. Ambos estaban en terreno desconocido, se alejaron demasiado hacia el sur y eso nos dio la oportunidad de bloquearlos por el este. Al atardecer teníamos más de sesenta hombres persiguiéndolos y a la puesta de sol descubrimos que se habían detenido junto a un grupo de carpes.

El más viejo salió peleando. Sabía que le quedaba poco tiempo de vida y estaba decidido a ir al salón de Odín en lugar de a los horrores del Niflheim; cargó desde los arbustos con un caballo agotado, lanzando gritos de desafío. Le di un toque con los talones a los flancos de
Witnere,
pero Guthred me detuvo.

—Este es mío —dijo, desenvainó la espada y su caballo salió disparado, mayormente porque
Witnere,
ofendido por haber sido bloqueado, le había pegado un mordisco en la grupa a la bestia más pequeña.

Guthred se estaba comportando como un rey. Jamás disfrutó de la pelea, y tenía muchísima menos experiencia en batalla que yo, pero sabía que esa pieza tenía que cobrarla él, o empezarían a decir que se refugiaba tras mi espada. Se las apañó bastante bien. Su caballo tropezó justo antes de cruzarse con el hombre de Kjartan, pero supuso una ventaja, pues el tropezón lo desvió y el salvaje lance del enemigo ni siquiera le rozó la cintura, mientras que el ataque desesperado de Guthred sí le acertó al hombre en la muñeca, se la rompió y ya fue todo cuestión de desmontarlo y rebanarlo hasta morir. Guthred no lo disfrutó, pero sabía que tenía que hacerlo, y con el tiempo aquella carnicería pasaría a formar parte de su leyenda. Las gestas cantaban cómo Guthred de Northumbria mató a seis malandrines en combate, pero en realidad sólo había sido uno, y bastante suerte tuvo de que el caballo tropezara. En cualquier caso, eso es bueno en un rey. Los reyes necesitan tener suerte. Luego, cuando regresamos a Cair Ligualid, le entregué el viejo casco de mi padre como recompensa por su valentía, y eso le complació mucho.

Ordené a Rypere que se encargara del otro hombre, tarea a la que se entregó con una fruición esperanzadora. No le resultó muy difícil porque el segundo tipo era un cobarde que sólo quería rendirse. Arrojó su espada, se arrodilló y, temblando, gritó que se rendía, pero yo tenía otros planes para él.

—¡Mátalo! —le dije a Rypere, que me devolvió una sonrisa voraz y lo descuartizó.

Nos llevamos los doce caballos, les quitamos a los muertos las armaduras y las armas y dejamos los cadáveres para las fieras, pero antes le dije a
Clapa
que les cortara la cabeza con su espada.
Clapa
se me quedó mirando con ojos de buey.

—¿Las cabezas, señor? —preguntó.


Clapa,
si se las cortas —le dije—, esto es para ti —y le di dos de los brazaletes de Tekil.

Se quedó mirando los brazaletes de plata como si no hubiera visto cosas más maravillosas en su vida.

—¿Para mí, señor?

—Has salvado nuestras vidas,
Clapa.

—Fue Rypere el que nos trajo a todos —admitió—. Dijo que no deberíamos abandonar al rey a solas y que vos os habíais marchado, así que teníamos que seguiros.

Así que le di a Rypere los otros dos brazaletes, luego
Clapa
decapitó a los muertos y aprendió lo difícil que es cortar por el cuello, pero en cuanto lo hizo nos llevamos las cabezas ensangrentadas de vuelta a Cair Ligualid, y, cuando llegamos a la ciudad en ruinas, hice que sacaran a los dos primeros cadáveres del río y que me trajeran también las cabezas.

El abad Eadred quería ahorcar a los cuatro prisioneros restantes, pero lo convencí de que me dejara a mí a Tekil, al menos por una noche, y ordené que me lo trajeran a las ruinas de un viejo edificio que yo diría que perteneció a los romanos. Los altos muros estaban revestidos de piedra e interrumpidos por tres altos ventanales. No había techo. El suelo estaba compuesto de diminutos azulejos blancos y negros, que antaño formaran un dibujo, pero hacía mucho que se había perdido. Encendí una hoguera sobre el trozo de suelo donde había más azulejos, y las llamas iluminaron con luz tenebrosa los viejos muros. Una tenue luz entraba por las ventanas cuando las nubes se apartaban de la luna. Rypere y
Clapa
me trajeron a Tekil. Querían quedarse para ver qué le hacía, pero les ordené que se marcharan.

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