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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (30 page)

BOOK: Los señores del norte
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—Pero me gustaría preguntaros algo, señor —añadí—. ¿Por qué Guthred necesita consejo?

—Porque Ivarr Ivarson se cansa de él —contestó Alfredo—, y si por Ivarr fuera, otro hombre más complaciente ocuparía el trono de Northumbria.

—¿O se lo quedaría él? —sugerí.

—Ivarr, es mi opinión, no desea las pesadas responsabilidades de un rey —contestó Alfredo—. Quiere poder, dinero, guerreros, y que otro hombre se encargue de la dura tarea de hacer cumplir las leyes a los sajones y conseguir impuestos de los sajones. Y elegirá a un sajón para ello —eso tenía sentido. Así era cómo los daneses gobernaban normalmente a sus sajones conquistados—. E Ivarr —prosiguió Alfredo— ya no quiere a Guthred.

—¿Por qué no, señor?

—Porque el rey Guthred —contestó Alfredo— intenta imponer su ley sobre sajones y daneses por igual.

Recordé la esperanza de Guthred de sólo ser rey.

—¿Eso es malo? —le pregunté.

—Es una insensatez —contestó Alfredo— cuando decreta que todos los hombres, tanto paganos como cristianos, deben donar un diezmo a la Iglesia.

Offa había mencionado aquel impuesto de la Iglesia y era, sin duda alguna, una insensatez como imposición. El diezmo era una décima parte de todo lo que un hombre cultivaba, criaba o hacía, y los daneses paganos no aceptarían jamás esa ley.

—Pensaba que vos lo aprobaríais, señor —le dije con mala leche.

—Por supuesto que apruebo los diezmos —contestó Alfredo en tono cansino—, pero un diezmo debe ser entregado voluntariamente.


Hilarem datorem diligit Deus
—añadió Beocca para no arrojar ninguna luz—. Eso dice el Evangelio.

—Que Dios ama al que da con alegría —se encargó Alfredo de traducir—, pero cuando unas tierras son mitad paganas y mitad cristianas, no se fomenta la unidad ofendiendo a la parte más poderosa. Guthred debe ser danés para los daneses y cristiano para los cristianos. Ése es mi consejo.

—Si los daneses se rebelan —pregunté—, ¿tiene Guthred poder para derrotarlos?

—Comanda el
fyrd
sajón, lo que queda de él, y algún que otro danés cristiano, pero por desgracia de ésos hay más bien pocos. Mis estimaciones son que podría convocar seiscientas lanzas, pero menos de la mitad servirán para poco en una batalla.

—¿E Ivarr? —pregunté.

—Unas mil. Y si Kjartan se le une, serán muchas más.

Y Kjartan está animando a Ivarr.

—Kjartan —repuse— no abandona Dunholm.

—No necesita abandonar Dunholm —contestó Alfredo—, sólo necesita enviar doscientos hombres a que ayuden a Ivarr. Y Kjartan, me cuentan, siente un odio particular por Guthred.

—Porque Guthred se le meó encima a su hijo —contesté.

—¿Que hizo qué? —El rey se me quedó mirando.

—Le lavó el pelo con pis —le dije—. Yo estaba allí.

—Dios del cielo —exclamó Alfredo, claramente convencido de que todos los hombres al norte del Humber eran bárbaros.

—Así que lo que Guthred debe hacer ahora —le dije— es destruir a Ivarr y a Kjartan.

—Eso es asunto de Guthred —repuso Alfredo distante.

—Tiene que hacer las paces con ellos —dijo Beocca poniéndome mal gesto.

—La paz siempre es deseable —añadió Alfredo, aunque sin demasiado entusiasmo.

—Si vamos a enviar misioneros a los daneses de Northumbria, señor —apremió Beocca—, debemos tener paz.

—Como he dicho —replicó Alfredo—, la paz es deseable —volvió a hablar sin fervor y ése, pensé, era su auténtico mensaje. Sabía que no podía haber paz.

Recordé lo que Offa, el hombre de los perros bailarines, me había contado, lo de casar a Gisela con mi tío.

—Guthred podría convencer a mi tío de que lo apoyara —le sugerí.

Alfredo me observó con aire especulativo.

—¿Lo aprobaríais, señor Uhtred?

—Ælfric es un usurpador —dije—. Juró reconocerme como heredero de Bebbanburg y rompió ese juramento. No, señor, no lo aprobaría.

Alfredo observó sus velas derretirse y manchar la pared encalada con hollín.

—Ésta —dijo— arde demasiado deprisa —se chupó los dedos, extinguió la llama y metió la vela apagada en un cesto, con una docena más de pruebas rechazadas—. Es altamente deseable —dijo, aún examinando las velas— que un rey cristiano reine en Northumbria. Es incluso deseable que sea Guthred. Es danés, y si debemos ganar a los daneses para el conocimiento y amor por Cristo, necesitamos reyes daneses cristianos. Lo que no necesitamos es a Kjartan e Ivarr declarándole la guerra a los cristianos. Destruirían la iglesia si pudieran.

—Kjartan desde luego lo haría —respondí.

—Y dudo mucho de que vuestro tío tenga suficiente fuerza para derrotar a Kjartan e Ivarr —contestó Alfredo—, aunque estuviera dispuesto a aliarse con Guthred. No —se detuvo, pensando—, la única solución para Guthred es firmar la paz con los paganos. Ése es mi consejo —esas últimas palabras se las dijo directamente a Beocca.

Beocca parecía complacido.

—Sabio consejo, señor —dijo—, alabado sea Dios.

—Y hablando de paganos —Alfredo me miró a mí—, ¿qué hará el conde Ragnar si lo suelto?

—No va a pelear por Ivarr —contesté con firmeza.

—¿Estáis seguro de eso?

—Ragnar odia a Kjartan —le dije—, y si Kjartan es aliado de Ivarr, Ragnar los odiará a los dos. Sí, señor, estoy seguro de eso.

—¿Así que si suelto a Ragnar —preguntó Alfredo—, y le permito que se marche al norte contigo, no se volverá contra Guthred?

—Luchará contra Kjartan —le dije—, pero lo que pensará de Guthred no lo sé.

Alfredo meditó sobre mi respuesta, después asintió.

—Con que se oponga a Kjartan —me dijo—, bastará —se dio la vuelta y sonrió a Beocca—. Vuestra embajada, padre, consistirá en predicar la paz a Guthred. Le aconsejaréis que sea danés entre daneses y cristiano entre sajones.

—Sí, señor, por supuesto —contestó el cura, pero era evidente que estaba completamente confundido.

Alfredo hablaba de paz, pero enviaba guerreros, pues sabía que no habría paz mientras Ivarr y Kjartan vivieran. No podía pronunciarse públicamente, pues los daneses del norte acusarían a Wessex de interferir en los asuntos de Northumbria. Eso les sentaría mal, y ese resentimiento añadiría fuerza a la causa de Ivarr. Y Alfredo quería a Guthred en el trono de Northumbria porque Guthred era cristiano, y una Northumbria cristiana recibiría mejor a un ejército sajón cuando llegara, si es que llegaba. Ivarr y Kjartan convertirían Northumbria en un reducto pagano si pudieran, y Alfredo quería evitarlo. Beocca, por lo tanto, iba a predicar la paz y la conciliación, pero Steapa, Ragnar y yo llevaríamos espadas. Éramos sus perros de guerra y Alfredo sabía de sobra que Beocca era incapaz de controlarnos.

Alfredo soñaba, vaya que sí, y sus sueños abarcaban toda la isla de Gran Bretaña.

Y yo le había vuelto a jurar lealtad, que no era lo que quería, pero me enviaba al norte, con Gisela, y eso sí era lo que quería, así que me arrodillé ante él, coloqué mis manos sobre las suyas, le presté juramento y perdí mi libertad. Luego hizo llamar a Ragnar, que también se arrodilló y recibió su libertad.

Y al día siguiente salimos a caballo hacia el norte.

* * *

Gisela ya se había casado.

Me lo contó Wulfhere, el arzobispo de Eoferwic, y debía de saberlo, pues él había celebrado la ceremonia en su gran iglesia. Parece que llegué cinco días demasiado tarde, y cuando me dieron la noticia sentí una desesperación como la que me hizo llorar en Haithabu. Gisela se había casado.

Era otoño cuando llegamos a Northumbria. Los halcones peregrinos patrullaban el cielo, encorvados sobre una becada recién llegada o sobre las gaviotas que se reunían en los surcos inundados de lluvia. Había sido un buen otoño hasta entonces, pero las lluvias llegaron del oeste mientras viajábamos al norte hacia Mercia. Éramos diez; Ragnar y Brida, Steapa y yo y el padre Beocca, al cargo de tres sirvientes que guiaban los caballos de tiro con nuestros escudos, armadura, mudas y los regalos que Alfredo enviaba a Guthred. Ragnar comandaba a dos hombres que habían compartido su exilio. Todos íbamos montados en buenos caballos que nos había dado Alfredo, y deberíamos haber avanzado con rapidez, pero Beocca nos entorpecía. Detestaba montar y aunque le cubrimos la silla de su yegua con dos buenas mantas de lana, el entumecimiento le podía. Había pasado el viaje ensayando el discurso con el que saludaría a Guthred, practicando y practicando las palabras hasta que acabó aburriéndonos a todos. No encontramos ningún problema en Mercia, pues la presencia de Ragnar nos aseguraba la bienvenida en las casas danesas. Aún había un rey sajón en el norte de Mercia, Ceolwulf se llamaba, pero no lo conocimos y era evidente que el auténtico poder estaba en manos de los grandes señores daneses. Cruzamos la frontera con Northumbria bajo una tormenta torrencial, y seguía lloviendo cuando cabalgamos hasta Eoferwic.

Y allí me enteré de que Gisela se había casado. No sólo se había casado, sino que se había marchado de Eoferwic con su hermano.

—Yo formalicé el matrimonio —nos contó Wulfhere, el arzobispo. Se estaba tomando una sopa de cebada y se le quedaban grumos pegados a la barba blanca—. La muy tonta se pasó toda la ceremonia llorando, y no quiso comulgar, pero da igual. Casada está.

Estaba horrorizado. Por cinco días. El destino es inexorable.

—Pensé que se había marchado a un convento —le dije, como si eso cambiara las cosas.

—Vivía en un convento —contestó Wulfhere—, pero porque un gato se meta en un establo no se convierte en caballo, ¿verdad? ¡Se estaba escondiendo! ¡Un desperdicio de un útero perfectamente útil! Estaba mimada, ése era su problema. Se le permitía vivir en un convento donde no decía jamás una oración. Había que amarrarla. Una buena paliza le habría dado yo. Aun así, ahora no está en el convento. Guthred la sacó de allí y la casó.

—¿Con quién? —preguntó Beocca.

—Con el señor Ælfric, por supuesto.

—¿Ælfric vino hasta Eoferwic? —pregunté asombrado, pues mi tío era tan reacio a abandonar Bebbanburg como Kjartan la seguridad de Dunholm.

—No vino —contestó Wulfhere—. Envió una veintena de hombres y uno de ellos ocupó el puesto del señor Ælfric. Fue una boda por poderes. Bastante legal.

—Lo es —contestó Beocca.

—¿Y dónde está? —pregunté.

—Ha ido al norte —Wulfhere señaló con su cuchara de cuerno—. Se han marchado todos. Su hermano se la ha llevado a Bebbanburg. El abad Eadred está con ellos, y por supuesto se ha llevado el cadáver de san Cutberto. Y ese hombre horrible, Hrothweard, se marchó también. No soporto a Hrothweard. Fue el idiota que convenció a Guthred para que impusiera el diezmo a los daneses. Yo le dije a Guthred que era una insensatez, pero Hrothweard aseguró que recibía sus órdenes directamente de san Cutberto, así que nada podía decir yo para hacerle cambiar de opinión. Ahora los daneses están probablemente reuniendo sus fuerzas, así que va a haber guerra.

—¿Guerra? —pregunté—. ¿Pero es que Guthred ha declarado la guerra a los daneses? —Sonaba improbable.

—¡Pues claro que no! Pero tienen que detenerle —Wulfhere usó la manga de su hábito para limpiarse la barba.

—¿Detenerle para que no haga qué? —preguntó Ragnar.

—Pues llegar a Bebbanburg, ¿qué va a ser si no? El día que Guthred entregue a su hermana y a san Cutberto a Bebbanburg es el día en que Ælfric le dará doscientos lanceros. ¡Pero los daneses no lo van a consentir! Soportan más o menos a Guthred, pero sólo porque es demasiado débil para darles órdenes, pero si recibe un par de centenares de lanceros de primera de Ælfric, los daneses lo van a aplastar como a un piojo. Yo diría que Ivarr ya está reuniendo tropas para acabar con esta tontería.

—¿Y se han llevado al bendito san Cutberto con ellos? —preguntó Beocca.

El arzobispo le puso cara rara a Beocca.

—Sois un embajador muy rarito —le dijo.

—¿Rarito, señor?

—Ni siquiera podéis mirar recto. Mal debe de estar Alfredo de hombres para enviar una cosa tan fea como vos. En Bebbanburg también tenían un cura bizco. Hace años. En los días del viejo señor Uhtred.

—Era yo —contestó Beocca animado.

—No seáis absurdo, claro que no erais vos. El tipo del que estoy hablando era joven y pelirrojo. ¡Saca todas las sillas, tonto del culo! —se dirigió a un sirviente—, las seis. Y tráeme más pan —Wulfhere planeaba escapar antes de que la guerra empezara entre Guthred y los daneses, y su patio estaba lleno de carros, bueyes y caballos de tiro, porque estaban empaquetando los tesoros de su gran iglesia, para poder ser llevados a un lugar seguro—. El rey Guthred se ha llevado a san Cutberto —dijo el arzobispo— porque ése es el precio de Ælfric. Quiere el cadáver y el útero. Sólo espero que recuerde cuál se tiene que beneficiar.

Mi tío, comprendí, estaba haciendo su apuesta de poder. Guthred era débil, pero poseía el gran tesoro del cadáver de Cutberto, y si Ælfric entraba en posesión del santo se convertiría en el guardián de todos los cristianos de Northumbria. También haría una pequeña fortuna con los peniques de los peregrinos.

—Lo que está haciendo —dije— es reconstruir Bernicia. Se llamará rey no dentro de mucho.

Wulfhere me miró como si no fuera completamente imbécil.

—Tenéis razón —dijo—, y sus doscientos lanceros se quedarán con Guthred un mes, eso es todo. Después regresarán a casa y los daneses harán a Guthred a la brasa. ¡Le avisé! Le dije que un santo muerto valía más que doscientos lanceros, pero estaba desesperado. Y si queréis verle, mejor es que os dirijáis al norte —Wulfhere nos había recibido porque éramos los embajadores de Alfredo, pero ni nos había ofrecido comida ni cobijo, y era evidente que quería vernos las espaldas tan pronto como fuera posible—. Id al norte —repitió—, y puede que encontréis a ese tontorrón aún vivo.

Regresamos a la taberna donde nos esperaban Steapa y Brida y me cagué en las hilanderas que me habían permitido llegar tan cerca y luego me lo negaban todo. Gisela se había marchado hacía cuatro días, tiempo de sobra para llegar a Bebbanburg, y la desesperada oferta de su hermano por el apoyo de Ælfric había incitado probablemente a los daneses a la revuelta. No que me importara la ira de los daneses. Sólo pensaba en Gisela.

—Tenemos que ir al norte —dijo Beocca—, y encontrar al rey.

—En el momento en que piséis Bebbanburg —le dije—, Ælfric os matará —Beocca, cuando se marchó de Bebbanburg, se llevó consigo los pergaminos que demostraban que yo era su auténtico señor. Ælfric lo sabía y se lo había tomado muy mal.

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