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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (27 page)

BOOK: Los señores del norte
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—Sí.

—¿Es bonito?

—Te gustará —le dije, aunque dudaba de que le fuera a gustar, desde luego no casada con el pedante y estirado de mi primo, pero eso no se lo podía decir.

Frunció el ceño.

—¿Æthelred se hurga la nariz?

—No creo.

—Eduardo sí —me dijo—, y después se come los mocos.

Qué asco —se inclinó hacia delante, me dio un impulsivo beso en la nariz rota y salió corriendo con su aya.

—Una niña muy guapa —dijo Ragnar.

—Que van a desperdiciar con mi primo —contesté.

—¿Desperdiciar?

—Es un mierdecilla engreído que se llama Æthelred —le conté. Había llevado hombres a Ethandun, pocos, pero los suficientes como para caerle en gracia a Alfredo—. La idea es —le conté— que sea
ealdorman
de Mercia cuando su padre muera, y la hija de Alfredo será su esposa, de modo que Mercia y Wessex estarán ligadas.

Ragnar sacudió la cabeza.

—Hay demasiados daneses en Mercia. Los sajones no volverán a gobernar allí.

—Alfredo no desperdiciaría a su hija en Mercia —contesté—, si no creyera que hay algo que ganar.

—Para ganar —repuso Ragnar—, hay que ser arrojado. No se escriben las cosas y se gana, hay que asumir riesgos. Alfredo es demasiado cauteloso.

Medio sonreí.

—¿Crees realmente que es cauteloso?

—Pues claro que lo es —respondió Ragnar en tono de burla.

—No siempre —contesté; después me detuve, preguntándome si tendría que decir lo que estaba pensando.

Mi vacilación provocó a Ragnar. Sabía que ocultaba algo.

—¿Qué? —quiso saber.

Seguía sin estar muy seguro, pero luego decidí que no podía hacer ningún daño contar una vieja historia.

—¿Recuerdas aquel invierno en Cippanhamm? —le pregunté—. ¿Cuándo estaba allí Guthrum y creíais que Wessex había caído, cuando bebimos juntos en la iglesia?

—Claro que lo recuerdo, sí.

Había sido el invierno que Guthrum invadió Wessex, y parecía que Guthrum había ganado la guerra, pues el ejército sajón estaba desperdigado. Algunos de los
thane
huyeron al extranjero, muchos firmaron la paz con Guthrum, y Alfredo se vio obligado a ocultarse en los pantanos de Sumorsaete. Con todo, Alfredo, aunque había sido derrotado, no se había quebrado, e insistió en disfrazarse de arpista y acercarse en secreto a Cippanhamm para espiar a los daneses. Aquello por poco termina en desastre, pues Alfredo no poseía astucia de espía. Lo rescaté aquella noche, la misma noche que encontré a Ragnar en la iglesia real.

—¿Y te acuerdas —proseguí— que tenía un sirviente conmigo y que se sentó al final de la iglesia con una capucha en la cabeza y que yo le ordené que se callara?

Ragnar frunció el ceño, intentando recordar la noche; después asintió.

—Sí, es verdad.

—Pues no era ningún sirviente —le dije—, era Alfredo.

Ragnar se me quedó mirando. En su cabeza casaron las piezas y reparó en que le había mentido, y comprendió que, de haber sabido que el sirviente encapuchado era Alfredo, habría ganado todo Wessex para los daneses aquella misma noche. Por un momento me arrepentí de habérselo contado, porque pensaba que se enfadaría, pero luego estalló en carcajadas.

—¿Ése era Alfredo? ¿En serio?

—Fue a espiaros —le dije—, y yo a rescatarlo a él.

—¿Alfredo? ¿En el campamento de Guthrum?

—Corre riesgos —le dije, regresando a nuestra charla sobre Mercia. Pero Ragnar seguía pensando en aquella noche fría.

—¿Por qué no me lo dijiste? —quiso saber.

—Porque le había dado mi juramento.

—Te habríamos hecho más rico que a nadie —contestó Ragnar—. Te habríamos dado barcos, hombres, caballos, plata, mujeres, ¡cualquier cosa! Lo único que tenías que hacer era hablar.

—Le había dado mi juramento —repetí, y recordé lo cerca que estuve de traicionar a Alfredo. Qué tentado me vi de contar la verdad. Aquella noche, con un puñado de palabras, me habría podido asegurar de que ningún sajón volviera a reinar en Inglaterra. Podría haber convertido Wessex en un reino danés. Habría conseguido todo eso traicionando a un hombre que no apreciaba demasiado para otro que amaba como a un hermano, y aun así, guardé silencio. Había prestado un juramento y el honor nos liga a caminos que quizá no escogeríamos de otro modo—.
Wyrd bid ful arced
—dije.

El destino es inexorable. Nos sujeta como un arnés. Pensaba que había escapado de Wessex y de Alfredo, y allí estaba, de vuelta en su palacio, cuando regresó aquella tarde con un repicar de cascos y el ruido que armaban sirvientes, monjes y curas. Dos hombres llevaron la ropa de cama de vuelta a su estancia, un monje cargaba con una carretilla llena hasta arriba de documentos que Alfredo había necesitado evidentemente en su único día de ausencia. Un cura se apresuraba con un paño de altar y un crucifijo, mientras otros dos transportaban las reliquias que siempre acompañaban a Alfredo en todos sus viajes. Después llegó un grupo de los guardaespaldas del rey, los únicos hombres a los que se les permitía transportar armas en las dependencias reales, y después más curas, todos parloteando, y entre ellos, Alfredo. No había cambiado. Aún tenía pinta de escribano, delgado, pálido e intelectual. Un cura hablaba con él con urgencia y él asentía mientras escuchaba. Iba vestido con sencillez, la capa negra le hacía parecer también un clérigo. No llevaba el aro real, sólo un gorro de lana. Tomaba de la mano a Æthelflaed y, reparé, Æthelflaed volvía a tener el caballo de su hermano. Saltaba a la pata coja en lugar de caminar, lo que significaba que iba apartando a su padre del cura, pero Alfredo se lo consentía, pues siempre quiso mucho a sus hijos. Después tiró de él a propósito, intentando acercarlo a la hierba, donde Ragnar y yo nos habíamos puesto en pie para darle la bienvenida, y al final se rindió a ella.

Ragnar y yo nos arrodillamos. Yo mantuve la cabeza gacha.

—Uhtred tiene la nariz rota —le contó Æthelflaed a su padre—, y el hombre que lo hizo está muerto.

Una mano real me tocó levemente la cabeza, la levanté, y vi el pálido y estrecho rostro de ojos inteligentes. Estaba demacrado. Supongo que estaría sufriendo otro ataque del dolor de tripas que convertía su vida en una agonía perpetua. Me miró con su acostumbrada severidad, pero consiguió sonreír.

—Pensé que jamás volvería a veros, señor Uhtred.

—Os debo las gracias, señor —contesté humildemente—, así que gracias.

—Poneos en pie —dijo, ambos nos incorporamos y Alfredo miró a Ragnar—. Voy a liberaros pronto, señor Ragnar.

—Gracias, señor.

—En una semana estaremos de celebración. Nuestra nueva iglesia ha sido terminada, y vamos a prometer formalmente a esta señorita con el señor Æthelred. He convocado al
witan,
y me gustaría que ambos os quedarais hasta que terminen las deliberaciones.

—Sí, señor —contesté. En verdad, lo único que quería era regresar a Northumbria, pero estaba en deuda con Alfredo y podía esperar un par de semanas.

—Y para entonces —prosiguió—, puede que haya ciertos asuntos —se detuvo, como temiendo haber dicho demasiado—, asuntos —repitió vagamente—, en los que podríais serme de utilidad.

—Sí, señor —contesté, asintió y se marchó.

Así que esperamos. La ciudad se llenó de gente a la espera de las celebraciones. Era una época de reuniones. Todos los hombres que habían dirigido el ejército de Alfredo en Ethandun estaban allí, y me saludaron con placer. Wiglaf de Sumorsaete, Harald de Defnascir, Osric de Wiltunscir y Arnulf de Suth Sæxa, todos vinieron a Wintanceaster. Ahora eran los hombres poderosos del reino, los grandes señores, los hombres que se habían aliado con su rey cuando parecía condenado. Pero Alfredo no había castigado a los que huyeron de Wessex. Wilfrith seguía siendo
ealdorman
de Hamptonscir, aunque había huido al reino de los francos para escapar del ataque de Guthrum, pero seguía habiendo una división invisible entre los que se habían quedado a pelear y los que habían huido.

La ciudad se llenó también de juglares. Estaban los habituales malabaristas y zancudos, los cuentacuentos y los músicos, pero el que más éxito tenía era un adusto mercio llamado Offa que viajaba con una jauría de perros titiriteros. Eran terriers, el tipo que la mayoría de hombres sólo usa para cazar ratas, pero Offa los hacía bailar, caminar sobre sus patas traseras y saltar a través de aros. Uno de los perros hasta montaba un poni, agarrándole las riendas con la boca, y los demás lo seguían con cubitos de cuero para recoger monedas de la gente. Para mi sorpresa, Offa fue invitado a palacio. Me sorprendió porque Alfredo no era amante de frivolidades. Su idea de pasar un buen rato era discutir de teología, pero hizo llamar a los perros a palacio, y supuse que sería para divertir a sus hijos. Tanto Ragnar como yo asistimos al espectáculo, y fue allí donde me encontró el padre Beocca.

Pobre Beocca. Lloraba de contento porque seguía vivo. Su pelo, que siempre había sido rojo, estaba ahora muy encanecido. Tenía más de cuarenta años, era un anciano, y el ojo bizco se le había vuelto lechoso. Cojeaba y tenía la mano izquierda paralizada, defectos por los que los hombres se burlaban de él, aunque ninguno en mi presencia. Beocca me conocía desde que era niño, pues había sido el cura de misa de mi padre y mi tutor cuando niño, y tan pronto me adoraba como me detestaba, pero siempre fue mi amigo. También era un buen cura, un hombre inteligente y uno de los capellanes de Alfredo, y estaba muy contento al servicio del rey. Entonces estaba loco de alegría y me sonreía con lágrimas en los ojos.

—Estás vivo —me dijo, abrazándome con torpeza.

—Soy un hombre difícil de matar, padre.

—Desde luego, desde luego —dijo—, pero eras un chiquillo débil.

—¿Yo?

—El pequeño de la camada, decía siempre tu padre. Después empezaste a crecer.

—Y no he parado todavía, ¿eh?

—¡Pero qué listos! —exclamó Beocca observando a dos perros caminar sobre dos patas—. Me encantan los perros —prosiguió—, y tendrías que hablar con Offa.

—¿Con Offa? —pregunté mientras miraba al mercio, que controlaba a sus perros con chasquidos de los dedos y silbidos.

—Ha estado en Bebbanburg este verano —dijo Beocca—. Me cuenta que tu tío ha reconstruido la casa. Es más grande de lo que era. Y Gytha ha muerto. Pobre Gytha —se persignó—, era una buena mujer.

Gytha era mi madrastra, y tras morir mi padre en Eoferwic, se casó con mi tío, así que era cómplice en su usurpación de Bebbanburg. No dije nada de su muerte, pero tras la actuación, cuando Offa y las dos mujeres que lo ayudaban recogían y amarraban a los perros, fui a buscar al mercio y le dije que quería hablar con él.

Era un tipo extraño. Alto como yo, lúgubre, educado y, lo más extraño de todo, cura cristiano. En realidad era el padre Offa.

—Pero me aburrí de la Iglesia —me dijo en las Dos Grullas, donde le pedí una jarra de cerveza—, y me aburrí de mi mujer. Me aburrí mucho de mi mujer.

—¿Así que te marchaste por la puerta?

—Y me habría marchado por la ventana —contestó—, y por la chimenea si Dios me hubiese dado alas.

Llevaba una docena de años viajando, recorriendo tierras sajonas y danesas en Gran Bretaña, y era bien recibido en todas partes porque proporcionaba risa, aunque era de conversación más bien tristona. Pero Beocca tenía razón. Offa había estado en Northumbria y estaba claro que había andado bien atento. Tan atento que comprendí por qué Alfredo había invitado a los perros a palacio. Offa era claramente uno de los espías que traían noticias de Gran Bretaña a la corte sajona.

—Bueno, cuéntame qué pasa en Northumbria —le invité.

Hizo una mueca y miró las vigas del techo. Era costumbre de los parroquianos de las Dos Grullas marcar una muesca en las vigas cada vez que contrataban los servicios de las putas de la taberna, y Offa parecía estar contando los cortes, una tarea que podría llevar una eternidad, y luego me miró con mala cara.

—Las noticias, señor —me dijo—, son un bien, como la cerveza, las pieles o los servicios de las putas. Se compran y se venden —esperó hasta que puse sobre la mesa una moneda entre nosotros, después miró la moneda y se limitó a bostezar, así que añadí otro chelín junto al primero—. ¿Por dónde queréis que empiece?

—El norte.

Escocia estaba tranquila, me dijo. El rey Aed tenía una fístula y eso lo había distraído, aunque por supuesto seguían teniendo lugar asaltos al ganado en Northumbria, donde mi tío, Ælfric el Usurpador, se hacía llamar ahora Señor de Bernicia.

—¿Quiere ser rey de Bernicia? —pregunté.

—Quiere que lo dejen en paz —contestó Offa—. No ofende a nadie, amasa dinero, reconoce a Guthred como rey y mantiene sus espadas afiladas. No es ningún imbécil. Agradece los asentamientos daneses porque ofrecen protección contra los escoceses, pero no permite que ningún danés entre en Bebbanburg a menos que confíe en ellos. Mantiene la fortaleza a salvo.

—¿Pero quiere ser rey? —insistí.

—Sé lo que hace —repuso Offa con mala leche—, pero lo que quiere es una cosa entre Ælfric y su dios.

—¿Su hijo vive?

—Ahora tiene dos hijos, ambos jóvenes, pero su esposa ha muerto.

—Eso he oído.

—Al mayor le gustaron mis perros y quiso que su padre me los comprara, pero le dije que no.

Pocas noticias más tenía de Bebbanburg, aparte de que la casa era más grande y, por desgracia, la muralla exterior y la puerta baja eran ahora más altas y fuertes. Le pregunté si él y sus perros eran bienvenidos en Dunholm y me miró con muy mala cara y se persignó.

—Ningún hombre va por su propia voluntad a Dunholm —contestó Offa—. Vuestro tío me ofreció escolta en tierras de Kjartan y me dio una alegría.

—¿Así que Kjartan prospera? —pregunté con amargura.

—Se extiende como un laurel verde —repuso Offa, y tras percatarse de mi confusión, amplió la respuesta—. Prospera, roba, viola, mata y acecha desde Dunholm. Pero su influencia es mayor, mucho mayor. Tiene dinero y lo usa para comprar amigos. Si un danés se queja de Guthred, podéis estar seguro de que ha aceptado el dinero de Kjartan.

—Pensaba que Kjartan había accedido a pagarle un tributo a Guthred.

—Lo pagó un año. Desde entonces, el buen rey Guthred ha tenido que apañárselas sin el tributo.

—¿El buen rey Guthred? —le pregunté.

—Así le llaman en Eoferwic —contestó Offa—, pero sólo los cristianos. Los daneses lo consideran un crédulo insensato.

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