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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (28 page)

BOOK: Los señores del norte
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—¿Porque es cristiano?

—¿Es cristiano? —se preguntó Offa—. Eso dice, y va a la iglesia, pero yo sospecho que sigue creyendo en los antiguos dioses. No, a los daneses no les gusta porque favorece a los cristianos. Intentó imponer un impuesto para la Iglesia en los daneses. No fue una idea demasiado brillante.

—¿Y cuánto le queda entonces al Buen Rey Guthred? —pregunté.

—Cobro más por profetizar —repuso Offa—, basándome en el principio de que lo inútil debe ser caro. No saqué dinero de mi bolsa.

—¿Y qué pasa con Ivarr? —le pregunté.

—¿Qué le pasa?

—¿Sigue reconociendo a Guthred como rey?

—Por el momento —repuso Offa cautelosamente—, pero el conde Ivarr vuelve a ser el hombre más poderoso de Northumbria. Aceptó dinero de Kjartan, tengo entendido, y lo ha usado para reunir hombres.

—¿Reunir hombres para qué?

—¿Y a vos qué os parece? —preguntó Offa sarcástico.

—¿Para poner a su propio hombre en el trono?

—Eso parecería —dijo Offa—, pero Guthred también tiene ejército.

—¿Un ejército sajón?

—Un ejército cristiano. Sobre todo sajón.

—¿Así que se cuece una guerra civil?

—En Northumbria —contestó Offa— siempre se cuece una guerra civil.

—E Ivarr vencerá —contesté—, porque es despiadado.

—Es más cauteloso que antes —contestó Offa—. Eso se lo enseñó Aed hace tres años. Pero con el tiempo, sí, atacará. Cuando esté seguro de que va a vencer.

—Así que Guthred —le dije—, tiene que matar a Ivarr y a Kjartan.

—Lo que los reyes tienen que hacer, señor, está más allá de mi humilde competencia. Yo enseño a bailar a los perros, no a gobernar a los hombres. ¿Deseáis saber más sobre Mercia?

—Deseo saber sobre la hermana de Guthred.

Offa medio sonrió.

—¡Ésa! Es monja.

—¡Gisela! —estaba conmocionado—. ¿Monja? ¿Se ha vuelto cristiana?

—Lo dudo mucho —repuso Offa—, pero meterse en un convento la protege.

—¿De quién?

—De Kjartan. Quería a la chica como esposa para su hijo.

Eso me sorprendió.

—Pero si Kjartan odia a Guthred —le dije.

—Pero aun así le pareció que la hermana de Guthred era una esposa adecuada para el tuerto de su hijo —dijo Offa—. Sospecho que quiere que el hijo sea rey de Eoferwic algún día, y casarse con la hermana de Guthred le ayudaría en esa ambición. Sea lo que sea, envió hombres a Eoferwic y le ofreció a Guthred dinero, paz y la promesa de que dejaría de molestar a los cristianos, y creo que Guthred se vio medio tentado.

—¿Y cómo es posible eso?

—Porque un hombre desesperado necesita aliados. Quizá durante uno o dos días, Guthred soñara con separar a Ivarr y a Kjartan. Desde luego necesita dinero, y Guthred tiene la desgracia de creerse siempre lo mejor de la otra gente. Su hermana no carga con ideas tan caritativas, y no pensaba pasar por ahí. Se fugó a un convento.

—¿Cuándo fue eso?

—El año pasado. Kjartan se tomó el rechazo como otro insulto y ha amenazado con dejar que sus hombres la violen uno por uno.

—¿Está aún en el convento?

—Allí estaba cuando me marché de Eoferwic. Pero ahí está a salvo de casarse. A lo mejor no le gustan los hombres. A muchas monjas no les gustan. Pero dudo de que su hermano la deje allí mucho más tiempo. Es demasiado útil como vaca de la paz.

—¿Para casarse con el hijo de Kjartan? —pregunté con desdén.

—Eso no va a pasar —dijo Offa. Se sirvió más cerveza—. El padre Hrothweard, ¿sabéis quién es?

—Un hombre muy desagradable —contesté, recordando como había levantado a la turba en Eoferwic para asesinar a los daneses.

—Hrothweard es una criatura extremadamente desagradable —coincidió Offa con un raro entusiasmo—. Fue el que sugirió el impuesto de la iglesia para los daneses. También ha sugerido que la hermana de Guthred sea la nueva esposa de vuestro tío, y esa idea probablemente tiene muchos atractivos para Guthred. Ælfric necesita esposa, y si estuviera dispuesto a enviar a sus lanceros al sur, aumentaría una barbaridad la fuerza de Guthred.

—Dejaría Bebbanburg sin protección —contesté.

—Sesenta hombres pueden defender Bebbanburg hasta el día del Juicio —descartó Offa mi comentario—. Guthred necesita un ejército más grande, y doscientos hombres de Bebbanburg serían una bendición de Dios, y desde luego valen una hermana. Ojo, que Ivarr hará lo que sea por detener el matrimonio. No quiere que los sajones del norte de Northumbria se unan con los cristianos de Eoferwic. Así que, señor —empujó su banco hacia atrás como para indicar que la confidencia podía terminar—, Gran Bretaña está en paz, salvo por Northumbria, donde Guthred tiene problemas.

—¿No hay problemas en Mercia? —pregunté.

Sacudió la cabeza.

—Nada fuera de lo corriente.

—¿Anglia Oriental?

—Ningún problema —dijo tras vacilar, pero me di cuenta de que la pausa había sido deliberada, un cebo, así que esperé. Offa me miró inocentemente; suspiré, saqué otra moneda de la bolsa y la coloqué encima de la mesa. La hizo sonar para asegurarse de que la plata era buena—. El rey Æthelstan —dijo—, antes Guthrum, está negociando con Alfredo. Alfredo no cree que yo esté al tanto, pero lo estoy. Se están dividiendo Inglaterra.

—¿Se están dividiendo Inglaterra? ¡Pero si no es suya!

—Los daneses se quedarán con Northumbria, Anglia Oriental y el noreste de Mercia. Wessex ganará el suroeste de Mercia.

Me lo quedé mirando.

—Alfredo no accederá —contesté.

—Lo hará.

—Quiere toda Inglaterra —protesté.

—Quiere que Wessex esté a salvo —contestó Offa, mientras daba vueltas a la moneda en la mesa.

—¿Así que accederá a entregar media Inglaterra? —le pregunté incrédulo.

Offa sonrió.

—Pensad en ello de este modo, señor—me dijo—. En Wessex no hay daneses, pero donde los daneses gobiernan hay muchos sajones. Si los daneses acceden a no atacar a Alfredo, él se sentirá a salvo. Pero, ¿cómo van a sentirse a salvo los daneses? Aunque Alfredo acceda a no atacarlos, siguen teniendo miles de sajones en sus tierras, y esos sajones pueden alzarse contra ellos en cualquier momento, especialmente si son animados por Wessex. El rey Æthelstan firmará el tratado con Alfredo, pero no valdrá ni lo que el pergamino sobre el que está escrito.

—¿Quieres decir que Alfredo romperá el tratado?

—No abiertamente, no. Pero animará a la revuelta sajona, apoyará a los cristianos, fomentará los problemas, y mientras dirá sus oraciones y jurará amistad eterna al enemigo. Todos pensáis en Alfredo como en un estudioso pío, pero su ambición abraza toda la tierra desde aquí a Escocia. Lo veis rezar. Yo lo veo soñar. Enviará misioneros a los daneses, y todos seguiréis pensando que es lo único que saben hacer, pero cada vez que un sajón mate a un danés, será Alfredo el que haya proporcionado el arma.

—No —le dije—. No Alfredo. Su dios no le permite ser traicionero.

—¿Qué sabréis vos del dios de Alfredo? —preguntó Offa con desdén, después cerró los ojos—. «Yavé, nuestro Dios, nos entregó al enemigo —entonó—, y le derrotamos a él, a sus hijos y a todo su pueblo» —Abrió los ojos—. Ésas son las acciones del dios de Alfredo, señor Uhtred. ¿Queréis más de las sagradas escrituras? «Y Yavé, tu Dios, te entregue a tus enemigos, y tú los derrotes, los darás al anatema» —Offa puso una mueca—. Alfredo cree en las promesas de Dios, y sueña con una tierra libre de paganos, una tierra en la que el enemigo sea completamente destruido, donde sólo vivan cristianos de Dios. Si hay algún hombre a quien temer en la isla de Gran Bretaña, señor Uhtred, ese hombre es el rey Alfredo —se puso en pie—. Tengo que asegurarme de que esas entupidas mujeres han dado de comer a mis perros.

Lo observé marcharse y pensé que era un hombre inteligente que había malinterpretado a Alfredo.

Que era, por supuesto, lo que Alfredo quería que pensara

C
APÍTULO
VII

El
witan
era el consejo real, formado por los hombres más importantes del reino, y se reunió para dedicar la nueva iglesia de Alfredo y para celebrar el compromiso de Æthelflaed con mi primo. Ragnar y yo nada pintábamos en sus discusiones, así que bebíamos en las tabernas de la ciudad mientras se reunían. A Brida se le permitió unirse a nosotros y Ragnar estaba contentísimo. Era una sajona de Anglia Oriental y hubo un tiempo en que fue mi amante, pero habían pasado muchos años desde entonces, cuando ambos éramos casi niños. Ahora era una mujer hecha y derecha y más danesa que los daneses. Ella y Ragnar jamás se casaron formalmente, pero era su amiga, amante, consejera y hechicera. Él era rubio y ella morena, él comía como un jabato y ella como un pajarillo, él era escandaloso y ella discretamente sabia, pero juntos eran la felicidad. Pasé horas hablándole de Gisela, y Brida escuchaba pacientemente.

—¿De verdad crees que ha esperado por ti? —me preguntó.

—Eso espero —dije y me toqué el martillo de Thor.

—Pobre chica —contestó Brida con una sonrisa—. ¿Así que estás enamorado?

—Sí.

—Otra vez —repuso.

Estábamos los tres en las Dos Grullas, el día antes del compromiso formal de Æthelflaed, y el padre Beocca nos encontró allí. Tenía las manos sucias de tinta.

—Habéis estado escribiendo otra vez —le acusé.

—Confeccionamos listas de los
fyrds
de los condados —explicó—. Todos los hombres entre doce y sesenta deben prestar juramento para servir a su rey. Yo compilo las listas, pero se nos ha acabado la tinta.

—No me extraña —contesté—, está toda encima de vos.

—Están mezclando un nuevo bote —dijo sin hacerme caso—, y va a llevar un tiempo, así que he pensado que te gustaría ver la nueva iglesia.

—No he soñado en otra cosa —contesté.

Se empeñó en llevarnos y la iglesia era, ciertamente, un edificio esplendoroso. Era más grande que cualquier casa que yo hubiera visto. Se elevaba a gran altura, y el techo se sostenía con enormes vigas de roble, talladas como santos y reyes. Las tallas estaban pintadas, y las coronas de los reyes, los halos y alas de los santos recubiertas de pan de oro, que Beocca nos contó habían aplicado artesanos traídos desde el reino de los francos. El suelo era totalmente de losas, de modo que no se necesitaban juncos y los perros no sabían dónde mear. Alfredo había puesto una nueva norma que prohibía a los perros entrar en la iglesia, pero entraban igualmente, así que había nombrado a un guardián encargado de sacar a los chuchos de la nave a latigazos, pero el guardián había perdido una pierna bajo un hacha de guerra danesa en Ethandun y se movía lentamente, así que los perros no tenían ningún problema para evitarlo. La parte baja de los muros de la iglesia estaba construida con piedras almohadilladas, pero la parte superior y el techo eran de madera, y justo debajo del techo se encontraban las altas ventanas, cubiertas con mica para que la lluvia no entrara. Cada pedazo de los muros estaba cubierto con paneles de cuero pintados con escenas del cielo y el infierno. El cielo estaba poblado de sajones, mientras el infierno parecía ser la morada de los daneses, aunque reparé, con sorpresa, que un par de curas también parecían haber acabado en las llamas del demonio.

—Son curas malvados —me aseguró Beocca con toda sinceridad—. Afortunadamente, no son muchos.

—Y también hay buenos curas —respondí, cosa que complació a Beocca—, y por cierto, hablando del tema, ¿sabéis algo del padre Pyrlig? —Pyrlig era un britano que había luchado junto a mí en Ethandun, y lo apreciaba mucho. Hablaba danés y había sido enviado a Anglia Oriental, como uno de los curas de Guthrum.

—Hace el trabajo del Señor —contestó Beocca con entusiasmo—. ¡Dice que los daneses se bautizan a mansalva! Estoy convencido de que estamos asistiendo a la conversión de los paganos.

—No de éste —repuso Ragnar.

Beocca sacudió la cabeza.

—Ya os llegará Cristo un día, señor Ragnar, y os quedaréis asombrado de su gracia.

Ragnar no contestó. Pero noté que estaba, como yo, impresionado por la nueva iglesia de Alfredo. La tumba de san Swithun, rodeada por una cerca de plata, estaba justo enfrente del altar mayor, cubierto con un paño rojo tan grande como una vela para un barco dragón. En el altar había una docena de finas velas de cera en candelabros de plata que flanqueaban una gran cruz de plata incrustada de oro, sobre la que Ragnar murmuró que valdría la pena un mes de viaje para venir a capturarla. A cada lado de la cruz había relicarios, cajas y frascos de plata y oro, todos con incrustaciones de piedras preciosas, y algunos poseían mirillas de cristal por las que se podía apreciar la reliquia. Estaba allí el anillo del dedo del pie de María Magdalena, y lo que quedaba de la pluma de la paloma que Noé soltó desde el arca. También estaba la cuchara de cuerno de san Kenelm, un frasco de polvo de la tumba de san Hedda, y una pezuña del burro que llevó a Jesús a Jerusalén. El paño con el que María Magdalena lavó los pies a Jesús estaba guardado en un gran cofre dorado y, junto a él, bastante ninguneado por el esplendor del oro, se encontraban los dientes de san Osvaldo, el regalo de Guthred. Los dos dientes habían sido encastrados en el recipiente para ostras de plata, que tenía un aspecto muy andrajoso en comparación con el resto. Beocca nos mostró todos los tesoros sagrados, pero el que más orgulloso le hacía sentir era un pedazo de hueso expuesto tras un cristal lechoso.

—Yo encontré este —dijo—, ¡y es de lo más emocionante! —Levantó la tapa de la caja y sacó el hueso, que parecía un resto de un mal estofado—. Es el
aestel
de san Cedd —dijo Beocca con tono maravillado. Se persignó y observó la esquirla de hueso amarillenta con el ojo bueno, como si la reliquia en forma de punta de flecha acabara de caer del cielo.

—¿El qué de san Cedd? —pregunté.

—Su
aestel.

—¿Qué es un
aestel?
—preguntó Ragnar. Su inglés, tras pasar años como rehén, era bueno, pero algunas palabras aún lo confundían.

—Un
aestel es
un artilugio para ayudar en la lectura —dijo Beocca—. Se usa para seguir los renglones. Es un señalador.

—¿Qué hay de malo en el dedo? —quiso saber Ragnar.

—Puede correr la tinta. Un
aestel es
más limpio.

—¿Y ése perteneció realmente a san Cedd? —pregunté, fingiendo maravillarme.

—Desde luego, desde luego —contestó Beocca, casi delirando—, el
aestel
que usó el mismísimo y bendito Cedd. ¡Yo lo descubrí! Estaba en una pequeña iglesia de Dornwaraceaster, el cura de aquel lugar era un ignorante y no tenía ni idea de lo que era. Estaba en una caja de cuerno, ¡llevaba escrito el nombre de san Cedd y el cura no sabía ni leer! ¡Un cura! ¡Analfabeto! Así que se la confisqué.

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