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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (13 page)

BOOK: Los señores del norte
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—Yo me los cepillaré a todos —le dije, y no discutió.

Ahora soy viejo. Muy viejo. A veces pierdo la cuenta de lo viejo que soy, pero deben de haber pasado al menos ochenta años desde que mi madre muriera dándome a luz, y pocos hombres viven tanto tiempo, y muy pocos de los que se enfrentan a un muro de escudos viven la mitad de años. Veo a la gente observarme, esperando que muera, y pronto les daré el gusto. Bajan la voz cuando están cerca de mí, para no molestarme, y eso es realmente lo que me molesta, pues no oigo tan bien como antes, ni veo tan bien como antes, y me paso la noche meándome, me duelen los huesos y las viejas heridas, y todas las noches, cuando me tumbo, me aseguro de que
Hálito-de-serpiente
o cualquiera de mis espadas está junto a mi cama para poder empuñarlas si la muerte viene a por mí. Y en la oscuridad, mientras escucho al mar golpear en la arena y al viento azorar la paja del tejado, recuerdo lo que fue ser joven, alto, fuerte y rápido. Y arrogante.

Todas esas cosas fui. Uhtred, el asesino de Ubba, y en el 878, el año en que Alfredo derrotó a Guthrum y el año en que Guthred subió al trono de Northumbria, no tenía más que veintiún años y mi nombre era conocido en cualquier lugar en que se afilaran espadas. Era un guerrero, un guerrero de espada, y estaba orgulloso de serlo. Tekil lo sabía. Él también era bueno, había luchado en una veintena de batallas, pero cuando cruzó las varas de castaño supo que estaba muerto.

No diré que no estaba nervioso. Los hombres me han mirado en todos los campos de batalla de la isla de Gran Bretaña y se han preguntado si no tendría miedo, pero claro que lo tenía. Todos lo tenemos. Repta por tu interior como una bestia, aferra sus garras a tus entrañas, debilita tus músculos, intenta que se te suelten las tripas, y quiere que gimotees y llores, pero hay que apartar el miedo y dejar que la técnica tome las riendas, y la brutalidad hará el resto, y aunque muchos hombres han intentado matarme y poder vanagloriarse de acabar con Uhtred, hasta la fecha esa brutalidad me ha permitido sobrevivir y ahora, me parece a mí, soy demasiado viejo para morir en la batalla, así que babearé hasta la nada.
Wyrd bid ful arad,
decimos, y es cierto. El destino es inexorable.

El destino de Tekil era morir. Peleó con espada y escudo, le había devuelto la malla, para que nadie pudiera decir que tenía ventaja, y yo luché sin armadura. También sin escudo. Era arrogante, y consciente de que Gisela estaba mirando, y en mi cabeza le dediqué la muerte de Tekil. No me llevó ni un momento, a pesar de la cojera. Nunca perdí esa ligera cojera desde la lanza que se me clavó en el muslo en Ethandun, pero no me dificultaba. Tekil llegó embistiendo, en la esperanza de tumbarme con el escudo y despedazarme en el suelo, pero yo lo esquivé limpiamente y seguí moviéndome. Ése es el secreto de una pelea de espadas. Seguir moviéndote. Bailar. En el muro de escudos no te puedes mover, sólo embestir, golpear, tajo y mantener el escudo en alto, pero entre las varas de castaño la ligereza es sinónimo de vida. Conseguir que tu contrincante responda y pierda el equilibrio, y Tekil era lento porque llevaba armadura y yo no; pero incluso con armadura era muy rápido, y él no tenía ninguna posibilidad de igualarme. Volvió a atacar, lo dejé pasar, y lo condené. Se estaba dando la vuelta para enfrentarse a mí, pero yo fui más rápido y le golpeé en el cuello con
Hálito-de-serpiente,
justo encima del borde de la malla, y como no llevaba casco, la hoja le partió la columna y se derrumbó en el suelo. Lo rematé rápidamente y subió al salón de los muertos, donde un día me dará la bienvenida.

La multitud aplaudió. Creo que los sajones habrían preferido ver quemar a los prisioneros, ahogarlos o que los patearan los caballos, pero había muchos que apreciaban un trabajo fino con la espada, así que me aplaudieron. Gisela me sonreía. Hild no estaba mirando. Se encontraba al final del gentío con el padre Willibald. Ambos pasaban muchas horas hablando y yo sabía que era sobre asuntos cristianos, pero eso no era asunto mío.

Los otros dos prisioneros estaban aterrorizados. Tekil era su jefe, y un hombre dirige a otros porque es el mejor guerrero. En la muerte repentina de Tekil habían visto la suya propia, y ninguno ofreció resistencia digna de ese nombre. En lugar de atacarme, intentaron defenderse, y el segundo poseía suficiente técnica para bloquearme una y otra vez, hasta que eché un lance alto, subió el escudo, le hice una zancadilla y la multitud vitoreó mientras moría.

Quedaba Sihtric, el chico. Los monjes, que tanto querían ahorcar a los daneses, disfrutaban muy poco piadosamente de las muertes honorables, y lo empujaron dentro del cuadrilátero de castaño. Me di cuenta de que Sihtric no sabía sostener una espada y que el escudo le parecía una molestia. Su muerte estaba a un suspiro, no me costaría más acabar con él que con una mosca. El también lo sabía y lloraba.

Necesitaba ocho cabezas. Tenía siete. Me quedé mirando al chico y él no pudo sostenerme la mirada, la apartó y vio las manchas de sangre sobre la tierra, donde habían caído los otros tres, y se desplomó de rodillas. La multitud vitoreó. Los monjes me gritaban que lo matara. Yo esperé a ver qué podía hacer Sihtric y lo vi conquistar su miedo. Vi el esfuerzo que hizo para dejar de lloriquear, para controlar su respiración, para obligar a sus temblorosas piernas a obedecerle, de modo que consiguió ponerse en pie. Levantó el escudo, se sorbió los mocos, y me miró a los ojos. Le señalé la espada y él la levantó obedientemente para poder morir como un hombre. Tenía costras en la frente, donde le había golpeado con los grilletes.

—¿Cómo se llamaba tu madre? —le pregunté. Se me quedó mirando y pareció incapaz de hablar. Los monjes gritaban que lo matara—. ¿Cómo se llamaba tu madre? —le pregunté otra vez.

—Elflaed —tartamudeó, pero en voz tan baja que no pude oírle. Le puse ceño de incomprensión, esperé, y él repitió el nombre—. Elflaed.

—Elflaed, señor —le corregí.

—Se llamaba Elflaed, señor —contestó.

—¿Era sajona?

—Sí, señor.

—¿E intentó envenenar a tu padre?

Se detuvo, después reparó en que ningún daño podría hacerle decir ahora la verdad.

—Sí, señor.

—¿Cómo? —levanté la voz para que me oyera el gentío.

—Con los arándanos, señor.

—¿Belladona?

—Sí, señor.

—¿Cuántos años tienes?

—No lo sé, señor. Catorce, supuse.

—¿Te quiere tu padre? —le pregunté.

Esa pregunta lo dejó perplejo.

—¿Quererme?

—Kjartan. Es tu padre, ¿no?

—Apenas lo conozco, señor —contestó Sihtric, y eso era probablemente cierto. Kjartan debía de haber engendrado sus buenos cien cachorros en Dunholm.

—¿Y tu madre?

—La quería mucho, señor —contestó Sihtric, y volvieron a asomarle las lágrimas.

Me acerqué un paso a él y el brazo de la espada le tembló, pero intentó recomponerse.

—De rodillas, chico —le dije.

Entonces me miró desafiante.

—Prefiero morir como un hombre —contestó con los gallos del miedo.

—¡De rodillas! —le rugí, y el tono de mi voz lo aterrorizó; se hincó de hinojos y se quedó inmóvil mientras me acercaba. Se estremeció cuando le di la vuelta a
Hálito-de-serpiente,
esperaba que le golpeara con la pesada empuñadura, pero cuando se la tendí, se reflejó la incredulidad en su mirada—. Cógela —le dije— y jura —siguió mirándome desde el suelo, después consiguió desprenderse de su espada y su escudo y puso las manos sobre la empuñadura de
Hálito-de-serpiente
—.
Jura —le repetí.

—Juro que seré vuestro hombre, señor —me dijo mirándome—, y que os serviré hasta la muerte.

—Y más allá —añadí.

—Y más allá, señor. Lo juro.

Jaenberht e Ida encabezaron la protesta. Los dos monjes cruzaron las varas de castaño y gritaron que el chico tenía que morir, que era la voluntad de Dios que muriera, y Sihtric se estremeció cuando le arranqué a
Hálito-de-serpiente
de las manos e hice un molinete a mi alrededor. La hoja, recién ensangrentada y mellada, barrió a los monjes y luego la sostuve inmóvil con la punta en el cuello de Jaenberht. Entonces llegó la furia, la furia de la batalla, la sed de sangre, la alegría por la matanza, y me tuve que esforzar para que
Hálito-de-serpiente
no se cobrara otra vida. La deseaba, la sentía temblar en mi mano.

—Sihtric es mi hombre —le dije al monje—, si alguien le hace daño, se convertirá en mi enemigo, y te mataré, monje, si lo tocas, te mataré sin pensármelo un momento —estaba gritando, y lo obligaba a retroceder. No era sino furia, una neblina roja que deseaba su alma—. ¿Hay alguien aquí —grité, consiguiendo por fin retirar la punta de
Hálito-de-serpiente
del cuello de Jaenberht y cortando el aire con la espada para que todos se dieran por aludidos—, que niegue que Sihtric es mi hombre? ¿Alguien?

Nadie habló. El viento cruzó Cair Ligualid, olieron la muerte en la brisa y nadie habló, pero su silencio no satisfizo mi ira.

—¿Alguien? —grité, ansioso porque alguno recogiera mi desafío—. Porque podéis matarlo ahora. Podéis matarlo aquí, de rodillas, pero primero tendréis que matarme a mí.

Jaenberht me miraba. Poseía un rostro estrecho y oscuro, y ojos inteligentes. Tenía la boca torcida, quizá de un accidente de la infancia, que le daba una expresión de burla. Quería arrancarle el alma podrida de aquel cuerpo enclenque. El quería mi alma, pero no se atrevía a moverse. Nadie se movió hasta que Guthred cruzó las varas de castaño y le tendió una mano a Sihtric.

—Bienvenido —le dijo al chico.

El padre Willibald, que había venido corriendo nada más oír el comienzo de mi amenaza, también cruzó las varas.

—Señor, ya podéis envainar la espada —me dijo con dulzura. Estaba demasiado asustado para acercarse, pero le sobraba valor para ponerse enfrente de mí y apartar la espada con una mano—. Podéis envainar la espada —repitió.

—¡El chico vivirá! —le gruñí.

—Sí, señor —contestó Willibald en voz queda—. El chico vivirá.

Gisela me observaba, en sus ojos dos luceros como los que tenía al recibir a su hermano. Hild observaba a Gisela. Y a mí seguía faltándome una cabeza.

* * *

Partimos al alba, un ejército hacia la guerra.

Los hombres de Ulf eran la vanguardia, después iba la horda de religiosos transportando las preciosas cajas del abad Eadred, y detrás de ellos Guthred montaba una yegua blanca. Gisela iba junto a su hermano y yo justo detrás. Hild guiaba a
Witnere,
cuando se cansó, insistí en que subiera a la silla del semental.

Hild parecía una monja. Llevaba su larga melena dorada enroscada en dos trenzas a los lados de la cabeza, y se la cubría con una capucha gris pálido. La capa era del mismo gris pálido, y alrededor del cuello le colgaba una cruz de madera que toqueteaba mientras cabalgaba.

—¿Te han estado incordiando, verdad? —le pregunté.

—¿Quiénes?

—Los curas —respondí—. El padre Willibald. Te ha estado diciendo que vuelvas al convento.

—Dios ha estado incordiándome —contestó. La miré encima del caballo y me sonrió para asegurarme que no debía cargar con su problema—. Le he rezado a san Cutberto —me dijo.

—¿Te ha contestado?

Se toqueteó la cruz.

—Sólo he rezado —contestó con calma—, y eso es un principio.

—¿No te gusta ser libre? —le pregunté con dureza.

Hild se rió.

—Soy una mujer —contestó—. ¿Cómo voy a ser libre? —yo no contesté, y ella me sonrió—. Soy como el muérdago —prosiguió—, necesito una rama en la que crecer. Sin la rama, no soy nada —hablaba sin amargura, se limitaba a constatar un hecho.

Y era cierto. Era una mujer de buena familia y si no la hubieran enviado a la iglesia la habrían entregado a un hombre, como a la pequeña Æthelflaed. Ése es el destino de una mujer. Con el tiempo conocería a una mujer que lo desafió, pero Hild era como el buey al que le quitan el yugo en los días de fiesta.

—Ahora eres libre —le dije.

—No —contestó—. Dependo de ti —miró a Gisela que se reía de algo que acababa de decir su hermano—. Y tú estás poniendo mucho cuidado, Uhtred, en no avergonzarme —se refería a que no la humillaba abandonándola para perseguir a Gisela, y eso era cierto, pero sólo lo justo. Vio mi expresión y se rió—. En muchos sentidos —comentó—, eres un buen cristiano.

—¿Lo soy?

—Intentas hacer lo correcto —se rió ante mi expresión de asombro—. Quiero que me prometas una cosa —me dijo.

—Si puedo cumplirla —contesté con cautela.

—Prométeme que no robarás la cabeza de san Osvaldo para reunir las ocho.

Me reí, aliviado porque la promesa no tuviera que ver con Gisela.

—Pues lo he pensado —admití.

—Ya sé que lo has pensado —contestó ella—, pero no va a funcionar. Es demasiado vieja. Y desesperaría a Eadred.

—¿Y qué hay de malo en eso?

Ignoró la pregunta.

—Con siete cabezas tienes suficiente —insistió.

—Ocho estaría mejor.

—Uhtred el Avaricioso —sentenció.

Las siete cabezas iban cosidas dentro de un saco que Sihtric había cargado en un burro del que tiraba. Las moscas zumbaban alrededor del saco, que apestaba bastante, así que Sihtric caminaba solo.

Éramos un ejército extraño. Sin contar a los religiosos, marchábamos trescientos dieciocho hombres, y nos acompañaban por lo menos el mismo número de mujeres y niños y las habituales docenas de perros. Habría unos sesenta o setenta curas y monjes, y yo los habría cambiado a todos por más caballos o más guerreros. De los trescientos dieciocho, estaba seguro de que más de cien no valían para el muro de escudos. En realidad no era ningún ejército, sólo chusma.

Los monjes cantaban mientras avanzábamos. Supongo que cantaban en latín, porque no entendía lo que decían. Habían cubierto el ataúd de san Cutberto con un fino paño verde bordado con cruces, y por la mañana un cuervo se había cagado encima. Al principio, lo tomé como un mal presagio, pero luego decidí que el cuervo era un animal de Odín, que se limitaba a mostrar su desagrado por el cristiano muerto, así que aplaudí la broma del dios, ganándome miradas malignas de los hermanos Ida y Jaenberht.

—¿Qué vamos a hacer —me preguntó Hild—, si llegamos a Eoferwic y descubrimos que Ivarr ha vuelto?

—Huiremos, por supuesto.

Se rió.

—¿Estás contento, verdad? —me preguntó.

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