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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (15 page)

BOOK: Los señores del norte
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El padre Willibald quería regresar a Wessex, y no lo culpo. Era sajón del oeste, y no le gustaba Northumbria. Recuerdo una noche en que comíamos un plato de
eider,
que consiste en una ubre de vaca prensada y cocinada; yo la devoraba comentando que no había comido tan bien desde que era niño, y el pobre Willibald no pudo acabar ni una cucharada. Parecía que quisiera ponerse enfermo, y yo me burlaba de él por ser un sureño flojucho. Sihtric, que ahora era mi sirviente, le llevó pan y queso y Hild y yo nos partimos su
eider
entre los dos. También era sureña, pero no tan remilgada como Willibald. Fue aquella noche, mientras le ponía cara de asco a la comida, cuando nos contó que quería regresar con Alfredo.

Teníamos pocas noticias de Wessex, aparte de que seguía en paz. Guthrum, por supuesto, había sido derrotado, y había aceptado el bautismo como parte del tratado de paz con Alfredo. Había adoptado el nombre bautismal de Æthelstan, que significaba «piedra noble», y Alfredo había sido su padrino, y los informes del sur indicaban que Guthrum, o comoquiera que se llamara entonces, mantenía la paz. Alfredo seguía vivo, y eso era lo único que sabíamos.

Guthred decidió que enviaría una embajada a Alfredo. Eligió a cuatro daneses y cuatro sajones para que cabalgaran al sur, convencido de que tal composición podría cruzar sin problemas por territorio sajón o danés, y eligió a Willibald para transportar su mensaje. Willibald lo escribió, rasgando con una pluma en un pedazo de pergamino nuevo. «Con la ayuda de Dios —dictó Guthred—, he tomado el reino de Northumbria…»

—Que se llama
Haliwerfolkland
—interrumpió Eadred.

Guthred hizo un gesto cortés, como para indicar que decidiera Willibald lo que le pareciera más oportuno.

—Y estoy decidido —prosiguió Guthred—, por la gracia de Dios a gobernar esta tierra en paz y con justicia…

—No tan deprisa, señor —pidió Willibald.

—Y a enseñarles a fabricar cerveza —continuó Guthred.

—Ya enseñarles… —repitió Willibald perdiendo el resuello.

Guthred se rió.

—¡No, no, padre! ¡No escriba eso!

Pobre Willibald. La carta era tan larga que hubo que estirar, raspar y recortar otra piel de cordero. El mensaje seguía hablando del bendito san Cutberto y de cómo había traído al ejército de santos a Eoferwic, y cómo Guthred iba a construir un santuario al santo. Sí mencionaba que aún quedaban enemigos que podían frustrar esos planes, pero sin darles demasiada importancia, como si Ivarr, Kjartan y Ælfric fueran obstáculos menores. Pedía las oraciones del rey Alfredo y le aseguraba al rey de Wessex que los cristianos de
Haliwerfolkland
oraban por él todos los días.

—Tendría que enviarle un regalo a Alfredo —comentó Guthred—. ¿Qué le gustaría?

—Una reliquia —sugerí con amargura.

Y era una buena sugerencia, porque nada le gustaba más a Alfredo que una reliquia sagrada, pero no quedaba demasiado en Eoferwic. La iglesia del arzobispo poseía muchos tesoros, incluida la esponja en la que Jesús había bebido vino mientras moría, y también el cabestro del burro de Balam, aunque yo no tenía ni idea de quién era el tal Balam, y por qué su burro era santo me parecía aún más misterioso. La iglesia poseía una docena de tonterías de aquéllas, pero el arzobispo se las había llevado con él y nadie estaba seguro de dónde andaba Wulfhere. Supuse que se habría unido a Ivarr. Hrothweard dijo que él tenía la semilla de un sicómoro mencionada en el Evangelio, pero cuando abrimos la caja de plata que la contenía, no había más que polvo. Al final, yo sugerí que le sacáramos uno de los tres dientes a san Osvaldo. A Eadred por poco le da un síncope, pero después aceptó que no era tan mala idea, así que mandaron a por unas tenazas, abrieron el arcón pequeño y uno de los monjes le arrancó dos de los dientes amarillos al rey muerto, que colocaron en un hermoso bote de plata que Egberto usaba para guardar ostras ahumadas.

La embajada se marchó una mañana de agosto. Guthred llevó a Willibald aparte y le entregó un último mensaje para Alfredo, que le asegurara a Alfredo que aunque él, Guthred, era danés, también era cristiano, y le rogara que si Northumbria se veía amenazada por enemigos, Alfredo enviara guerreros para luchar por la tierra de Dios. A mí me pareció que aquello era como mear contra el viento, pues Wessex tenía enemigos de sobra de los que preocuparse sin cargar con el destino de Northumbria.

Yo también me llevé a Willibald aparte. Me sabía mal que se marchara, pues me gustaba, y era un buen hombre, pero veía que estaba impaciente por ver Wessex de nuevo.

—¿Haréis algo por mí, padre? —le pedí.

—Si es posible —respondió con cautela.

—Entregadle al rey mis saludos —le dije.

Willibald pareció aliviado, como si esperara que mi favor fuera mucho más oneroso, pero lo era, como iba a descubrir.

—El rey querrá saber cuándo vais a volver, señor —me dijo.

—En su momento —contesté, aunque el único motivo que tenía para visitar Wessex era recuperar el tesoro que había enterrado en Fifhidan. Ahora me arrepentía de haberlo enterrado, pues lo cierto es que no quería volver a ver Wessex nunca más—. Quiero que busquéis al conde Ragnar —le dije a Willibald.

Los ojos se le abrieron como platos.

—¿El rehén? —preguntó.

—Encontradlo —le dije—, y entregadle este mensaje de mi parte.

—Si puedo —respondió aún cauteloso.

Lo agarré de los hombros para asegurarme de que prestaba atención, y él hizo una mueca de dolor.

—Encontradlo —le dije amenazadoramente—, y entregadle mi mensaje. Decidle que voy al norte a matar a Kjartan. Decidle que su hermana está viva. Decidle que haré lo que pueda para encontrarla y mantenerla a salvo. Decidle que lo juro por mi vida. Y decidle que vuelva en cuanto lo liberen.

Le hice repetirlo, y lo obligué a jurar sobre su crucifijo que entregaría el mensaje. Se mostró reacio a hacerme la promesa, pero le asustaba mi ira, así que se agarró a la cruz y prometió solemnemente.

Y después se marchó.

Y volvíamos a tener ejército, pues la cosecha estaba recogida y había llegado el momento de atacar el norte.

* * *

Guthred se dirigió al norte por tres motivos. El primero era Ivarr, al que había que derrotar; el segundo era Kjartan, cuya presencia en Northumbria era como una herida gangrenada; y el tercero era Ælfric, que debía someterse a la autoridad de Guthred. Ivarr era el más peligroso y el que nos derrotaría sin duda alguna si dirigía su ejército al sur. Kjartan era menos peligroso, pero había que destruirlo, pues Northumbria no se hallaría en paz mientras él viviese. Ælfric era el menos peligroso.

—Tu tío es rey de Bebbanburg —me dijo Guthred mientras marchábamos al norte.

—¿Eso se hace llamar? —pregunté furioso.

—¡No, no! Es mucho más sensato. Pero eso es lo que realmente es. Las tierras de Kjartan son una barrera, ¿no? Así que el control de Eoferwic no pasa de Dunholm.

—Antes éramos reyes de Bebbanburg —le conté.

—¿En serio? —Guthred estaba sorprendido—. ¿Reyes de Northumbria?

—De Bernicia —contesté. Guthred jamás había oído ese nombre—. Así se llamaba todo el norte de Northumbria —le conté—, y todo lo que había alrededor de Eoferwic era el reino de Deira.

—¿Se unieron? —preguntó Guthred.

—Matamos a su último rey —contesté—, pero eso fue hace muchos años. Antes de que llegara el cristianismo.

—¿Así que puedes pretender al trono de estas tierras? —preguntó, y para mi conmoción había sospecha en su voz. Me lo quedé mirando y se puso colorado—. Bueno, ¿puedes? —dijo, intentando que pareciera que no le importaba lo que fuera a contestar.

Me reí de él.

—Mi señor el rey —le dije—, si me reinstauráis como señor de Bebbanburg me arrodillaré ante vos y os juraré lealtad a vos y a todos vuestros herederos hasta el fin de mis días.

—¡Herederos! —exclamó alegremente—. ¿Has visto a Osburh?

—Sí, la he visto, sí —contesté. Era la sobrina de Egberto, una muchacha sajona que vivía en palacio cuando tomamos Eoferwic. Tendría unos catorce años, morena y con una cara regordeta y bonita.

—Si me caso con ella —me preguntó Guthred—, ¿querrá Hild ser su compañera?

—Preguntádselo a ella —le dije señalando a Hild con la cabeza, que nos seguía detrás. Pensaba que Hild regresaría a Wessex con el padre Willibald, pero dijo que no estaba lista aún para enfrentarse a Alfredo, y yo la entendí, así que no la presioné—. Creo que se sentirá honrada de ser la compañera de vuestra esposa —le dije a Guthred.

Acampamos aquella primera noche en Onhripum, donde un pequeño monasterio dio cobijo a Guthred, Eadred y la hueste de clérigos. Nuestro ejército rondaba ya los seiscientos hombres y casi la mitad iban montados. Nuestras hogueras de campamento iluminaron los campos alrededor del monasterio. Como comandante de las tropas reales yo acampé cerca de los edificios, y mis jóvenes, que ya eran cuarenta, la mayoría protegidos por cota de malla robada en Eoferwic, dormíamos cerca de las puertas del monasterio.

Yo montaba guardia con
Clapa
y dos sajones durante la primera parte de la noche. Sihtric estaba conmigo. Lo llamaba mi sirviente, pero estaba aprendiendo a usar la espada y el escudo y calculaba que en dos años me serviría de soldado.

—¿Tienes las cabezas a buen recaudo? —le pregunté.

—¡Pero si se huelen desde aquí! —protestó
Clapa.

—No huelen peor que tú,
Clapa
—repliqué.

—Están a salvo, señor —contestó Sihtric.

—Debería tener ocho cabezas —dije, y le puse los dedos alrededor del cuello a Sihtric—. Bastante delgadito, Sihtric.

—Pero es duro, señor —contestó.

Justo entonces se abrió la puerta del monasterio y Gisela, con capa negra, salió.

—Deberíais estar dormida, señora —la reñí.

—No puedo dormir. Quiero pasear —me miró desafiante. Tenía los labios entreabiertos; la luz de la hoguera hacía destellar sus dientes y se reflejaba en sus ojos.

—¿Adonde queréis pasear? —pregunté.

Se encogió de hombros, manteniéndome la mirada, y yo pensé en Hild durmiendo en el monasterio.

—Te dejo al mando,
Clapa
—le dije—, si viene Ivarr, mata a ese cabrón.

—Sí, señor.

Oí las risitas de los guardias mientras nos alejábamos. Les hice callar con un gruñido, después conduje a Gisela hasta los árboles al este del monasterio, pues aquello estaba a oscuras. Alargó la mano y cogió la mía. No dijo nada, complacida de caminar a mi lado.

—¿No os asusta la noche? —le pregunté.

—Contigo no.

—Cuando era niño —le dije—, me convertí en
sceadugengan.

—¿Qué es un
sceadugengan?
—Era una palabra sajona y poco familiar para ella.

—Un caminante de las sombras —le conté—. Una criatura que acecha en la noche —una lechuza ululó cerca y Gisela me apretó los dedos instintivamente.

Nos detuvimos bajo unas hayas que mecía el viento. Por entre las hojas pasaba la luz de las hogueras, le levanté la barbilla y la observé. Era alta, pero aun así yo le sacaba una cabeza. Se dejó examinar, después cerró los ojos y yo le pasé un dedo por la larga nariz.

—Yo… —dije.

—Sí —contestó ella como si supiera lo que iba a decir.

Me obligué a apartarme de ella.

—No puedo hacer infeliz a Hild.

—Me dijo —me contó Gisela— que se habría marchado a Wessex con el padre Willibald, pero quiere verte capturar Dunholm. Dice que ha rezado por eso y que será una señal de su dios ver que lo consigues.

—¿Eso ha dicho?

—Me ha dicho que será una señal de que debe regresar al convento. Esta noche me lo ha dicho.

Sospeché que era cierto. Acaricié el rostro de Gisela.

—Entonces tendríamos que esperar hasta tomar Dunholm —le dije, y no era eso lo que quería decir.

—Mi hermano dice que tengo que ser una vaca de la paz —contestó con amargura. Una vaca de la paz era una mujer casada con una familia rival en un intento de entablar amistad, y no cabía duda de que Guthred tenía en mente al hijo de Ivarr o un marido escocés—. Pero yo no pienso ser ninguna vaca de la paz —aseguró con dureza—. Sé leer las varillas de runas y conozco mi destino.

—¿Y qué sabes?

—Voy a ser madre de dos hijos y una hija.

—Eso está bien —contesté.

—Serán tus hijos —añadió desafiante—, y tu hija.

Por un momento, me quedé sin habla. La noche repentinamente me pareció frágil.

—¿Eso te han dicho las varillas de runas? —conseguí articular tras unos instantes.

—No han mentido nunca —repuso con calma—. Cuando Guthred cayó cautivo las varillas me dijeron que regresaría, y me dijeron que mi marido vendría con él. Y viniste tú.

—Pero si él quiere que seas una vaca de la paz… —objeté.

—Tendrás que raptarme —me dijo—, a la manera antigua —la manera antigua danesa de llevarse una novia era raptarla, asaltar su casa, arrebatársela a su familia y llevársela para casarse. Aún se hacía de vez en cuando, pero en estos tiempos más laxos, al asalto normalmente siguen negociaciones formales, y la novia tiene tiempo de recoger sus pertenencias antes de que lleguen los jinetes.

—Te raptaré —le prometí, y me di de cuenta que la estaba liando, que Hild no había hecho nada para merecerse un lío, y que Guthred se sentiría traicionado, pero aun así aupé a Gisela y la besé.

Se me aferró y justo entonces empezaron los gritos. Agarré fuerte a Gisela y escuché. Los gritos procedían del campamento, y veía, a través de los árboles, a la gente correr desde las hogueras hacia los caminos.

—Problemas —dije, y la cogí de la mano y corrí con ella hasta el monasterio, donde
Clapa
y los guardias esperaban espada en mano. Metí a Gisela dentro y desenvainé
Hálito-de-serpiente.

Pero no eran problemas. No para nosotros. Los recién llegados, atraídos por las luces de nuestro campamento, eran tres hombres, uno de ellos gravemente herido, y traían noticias. En menos de una hora la pequeña iglesia del monasterio se iluminó con antorchas, los curas y monjes cantaron alabanzas al Señor, y el mensaje que los tres hombres traían del norte recorrió nuestro campamento, de modo que todos se despertaron y acudieron al monasterio para volver a oír las noticias y asegurarse de que era cierto.

—¡Dios obra milagros! —gritaba Hrothweard a la multitud. Se había subido al tejado del monasterio con una escalera. Era de noche, pero alguien había encontrado antorchas y con esa iluminación el cura parecía enorme. Levantó los brazos para que la multitud se callara. Los hizo esperar mientras contemplaba sus rostros ansiosos, y tras él llegaron los cantos solemnes de los monjes. En algún lugar de la noche se oyó el ulular de una lechuza, y Hrothweard apretó los puños y los levantó aún más alto, como si pudiera tocar el cielo a la luz de la luna—. ¡Ivarr ha sido derrotado! —gritó finalmente—. ¡Alabado sean Dios y los santos, el tirano Ivarr Ivarson ha sido derrotado! ¡Ha perdido su ejército!

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