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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (7 page)

BOOK: Los señores del norte
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La insolencia de los escoceses, solía decir mi padre, no tiene fin. Tenía motivos para decirlo, pues los escoceses reclamaban para sí una buena parte de las tierras de Bebbanburg, y hasta que llegaron los daneses mi familia pasó el tiempo peleando contra las tribus del norte. De pequeño me enseñaron que había muchas tribus en Escocia, pero las que vivían más cerca de Northumbria eran los escoceses propiamente dichos, gobernados por Aed, y los salvajes de Strath Clota, que vivían en la orilla oeste y no se acercaban nunca a Bebbanburg. Lo que hacían era asaltar Cumbraland, y Hardicnut había decidido castigarlos; condujo un pequeño ejército hacia el norte, se adentró en las colinas, y Eochaid de Strath Clota le tendió una emboscada y lo destruyó. Guthred había marchado con su padre y fue capturado, así que llevaba dos años convertido en esclavo.

—¿Por qué no os mataron? —le pregunté.

—Eochaid tendría que haberme matado —admitió alegremente—, pero al principio no sabía quién era, y cuando lo descubrió, ya no tenía muchas ganas de sangre. Así que me fundió a patadas, y me informó de que sería su esclavo. Le gustaba verme vaciar su orinal. Me tenía como esclavo del hogar. Eso fue otro insulto.

—¿Ser un esclavo del hogar?

—Trabajo de mujeres —me aclaró Guthred—, pero, mira, así pasaba tiempo con las chicas. Eso sí me gustaba.

—¿Y cómo escapaste de Eochaid?

—No lo hice. Me compró Gelgill. ¡Pagó un dineral por mí! —Esto lo dijo con orgullo.

—¿Y Gelgill iba a venderos a Kjartan? —pregunté.

—¡No, no, qué va! ¡Me iba a vender a los sacerdotes de Cair Ligualid! —y señaló con la cabeza a los siete religiosos que habíamos rescatado—. Verás, habían acordado un precio con Gelgill, pero él quería más, y luego acabaron todos con Sven, que por supuesto no iba a consentir la venta. Quería que volviera a Dunholm, y Gelgill habría hecho lo que fuera por Sven y su padre; así que estábamos condenados, hasta que apareciste.

Parte de lo que decía tenía cierto sentido y, tras hablar con los siete religiosos e interrogar algo más a Guthred, conseguí componer el resto de la historia. Gelgill, conocido en ambos lados de la frontera como tratante de esclavos, le había comprado Guthred a Eochaid y había pagado una buena suma, no porque Guthred lo valiera, sino porque los curas se habían puesto en contacto con Gelgill para ello.

—Doscientas piezas de plata, ocho bueyes, dos sacos de malta y un cuerno montado en plata. Ése fue mi precio —me contó Guthred con desparpajo.

—¿Pagó tanto Gelgill? —Yo estaba realmente asombrado.

—No, qué va. Los curas. Gelgill se limitó a negociar la venta.

—¿Los curas pagaron por vos?

—Han debido de vaciar Cumbraland de plata —contestó Guthred orgulloso.

—¿Y Eochaid estuvo de acuerdo en venderos?

—¿Por ese precio? ¡Pues claro! ¿Por qué no iba a hacerlo?

—Mató a vuestro padre. Vuestro deber es vengaros. Lo sabe.

—Le caía simpático —contestó Guthred, y me lo creí, porque Guthred era simpatiquísimo. Se enfrentaba al día como si no fuera a traerle otra cosa que felicidad, y a su lado, de algún modo, la vida parecía más bonita—. Me hacía vaciarle el orinal igualmente —admitió Guthred, siguiendo con su historia sobre Eochaid—, pero dejó de patearme a todas horas. Y le gustaba hablar conmigo.

—¿Sobre qué?

—¡Sobre cualquier cosa! Los dioses, el clima, la pesca, cómo hacer buen queso, las mujeres, cualquier cosa. Y estaba convencido de que no era guerrero, cosa que es cierta, en realidad no lo soy. Soy un rey, por supuesto, y no tengo más remedio que ser guerrero, pero no me entusiasma. Eochaid me obligó a jurar que no le declararía la guerra.

—¿Y lo jurasteis?

—¡Pues claro! Me cae bien. Hombre, sí que voy a robarle todo el ganado que pueda, y me cargaré a cualquiera que envíe a Cumbraland, pero eso no cuenta como guerra.

Así que Eochaid había aceptado la plata de la iglesia y Gelgill había traído a Guthred al sur de Northumbria, pero en lugar de entregárselo a los curas se lo había llevado al este, convencido de que sacaría más beneficio vendiéndoselo a Kjartan que honrando el contrato que tenía con los religiosos. Los curas y monjes le habían seguido, suplicando que liberara a Guthred, y fue entonces cuando se encontraron con Sven, que vio su propia oportunidad de enriquecerse a costa de rey esclavo. Era el hijo de Hardicnut, lo que suponía que también se trataba del heredero de las tierras de Cumbraland, y eso sugería un precio más bien abultado en plata. Sven tenía planeado llevarse a Guthred a Dunholm, donde sin duda se habría ventilado a los siete religiosos. Entonces llegué yo con la cara envuelta en un pañuelo negro, y ahora Gelgill estaba muerto, a Sven le apestaba el pelo a pis y Guthred era libre.

Eso lo entendía, pero lo que no tenía ningún sentido para mí era por qué siete religiosos sajones habían llegado desde Cair Ligualid para pagar una fortuna por Guthred, que había nacido danés y era pagano.

—Pues porque soy su rey —contestó Guthred, como si la respuesta fuera evidente—, aunque jamás pensé que ejercería el cargo. Desde luego, no después de mi captura, pero si es lo que el Dios cristiano desea, ¿quién soy yo para discutir?

—¿Eso desea su dios? —pregunté mientras observaba a los religiosos que tan lejos habían viajado para liberarlo.

—Su dios lo desea —contestó Guthred todo serio—, porque soy el elegido. ¿Crees que debería volverme cristiano?

—No —contesté.

—Yo creo que sí tendría que hacerlo —dijo él haciendo caso omiso—, aunque sólo sea para mostrar gratitud. A los dioses no les gusta nada la ingratitud, ¿verdad que no?

—Lo que a los dioses les gusta —repliqué— es el caos.

Los dioses estaban contentos.

* * *

Cair Ligualid era una desgracia de sitio. Los hombres del norte la habían saqueado y reducido a cenizas dos años antes, justo después de que el padre de Guthred muriera frente a los escoceses, y no habían logrado reconstruir ni la mitad. Lo que quedaba de ella se erguía en la orilla sur del río Hedene, y ése era el motivo por el que el asentamiento aún existía, pues había sido construido en el primer cruce del río, un río que ofrecía cierta protección contra los maleantes escoceses. Pero no había ofrecido ninguna contra la flota de vikingos que navegó Hedene arriba, que robó todo lo que pudo, violó a su antojo, mató todo lo que quiso, y se llevó a los supervivientes como esclavos. Esos vikingos procedían de los asentamientos en Irlanda, y eran enemigos de los sajones, los irlandeses, los escoceses e incluso, a veces, de sus primos los daneses; así que tampoco se libraron los daneses de Cair Ligualid. De modo que, al atardecer, entramos por una puerta rota de una muralla rota a una ciudad rota, y la lluvia que nos acompañó todo el día remitió por fin al tiempo que un haz de luz roja salía de detrás de las nubes al oeste. Seguimos la luz de aquel sol hinchado que se reflejaba en mi yelmo con cimera de lobo, en mi cota de malla, en mis brazaletes y en las empuñaduras de mis dos espadas, y alguien gritó que yo era el rey. Parecía un rey. Montaba a
Witnere,
que sacudió su cabezón y piafó, y yo relucía en toda mi gloria guerrera.

Cair Ligualid estaba lleno de gente. Aquí y allí se habían reconstruido algunas casas, pero la mayoría acampaba entre las ruinas chamuscadas, con su ganado, y eran demasiados para ser supervivientes de las incursiones vikingas. De hecho, era la gente de Cumbraland la que había traído a Cair Ligualid sus curas o señores con la promesa de un nuevo rey. Y ahora, desde el este, con el sol poniente reflejado en su cota, llegaba un guerrero reluciente en un gran caballo negro.

—¡El rey! —gritó otra voz, y los demás corearon, y de los hogares maltrechos y los refugios provisionales salió la gente para admirarme. Willibald intentaba acallarlos, pero sus palabras en el sajón del oeste se perdieron en el barullo. Pensé que también Guthred protestaría, pero lo que hizo fue cubrirse la cabeza con la capucha de la capa, para así parecer uno de los religiosos que se afanaban por mantener el paso entre la multitud que nos seguía. La gente se arrodillaba cuando pasábamos, luego se ponía en pie a toda prisa para seguirnos. Hild reía y la tomé de la mano para que paseara a mi lado como una reina, y la muchedumbre creciente nos acompañó hasta la cima de una colina baja en la que habían construido una casa nueva. Cuando nos acercamos vi que no era una casa, sino una iglesia, y que los curas y monjes salían por la puerta para recibirnos.

La locura se había apoderado de Cair Ligualid. Una locura distinta de la que había provocado el derramamiento de sangre en Eoferwic, pero igual de loca. Las mujeres lloraban, los hombres gritaban y los niños miraban boquiabiertos. Las madres tendían sus niños hacia mí como si fueran a sanar si yo los tocaba.

—¡Tienes que detenerlos! —Willibald había conseguido llegar a mi lado y se agarraba de mi estribo derecho.

—¿Por qué?

—¡Pues porque están equivocados! ¡El rey es Guthred!

Le sonreí.

—A lo mejor —respondí lentamente, como si se me acabara de ocurrir la idea—, a lo mejor yo debería ser rey.

—¡Uhtred! —exclamó Willibald conmocionado.

—¿Por qué no? —pregunté—. Mis ancestros fueron reyes.

—¡El rey es Guthred! —protestó Willibald—. ¡El abad lo nombró!

Así había empezado la locura de Cair Ligualid. La ciudad era una guarida de zorros y aves cuando el abad Eadred de Lindisfarena cruzó las montañas. Lindisfarena es, por supuesto, el monasterio junto a Bebbanburg. Está en la costa este de Northumbria, mientras que Cair Ligualid se encuentra en el extremo oeste, pero el abad, expulsado de Lindisfarena por las incursiones danesas, había venido a Cair Ligualid y había construido la nueva iglesia hacia la que estábamos subiendo. El abad también había visto a Guthred en sueños. Hoy en día, por supuesto, toda Northumbria conoce la historia de cómo san Cutberto le reveló a Guthred en sueños al abad Eadred, pero entonces, el día de la llegada de Guthred a Cair Ligualid, la historia parecía otra insensatez para acabar de rematar una chifladura galopante. La gente me llamaba rey a voces y Willibald se volvió hacia Guthred y le gritó:

—¡Decidles que paren!

—La gente quiere un rey—contestó Guthred—, y Uhtred es lo que parece. Déjales disfrutarlo un rato.

Un grupo de monjes jóvenes, armados con varas, mantenían a la excitada muchedumbre alejada de las puertas de la iglesia. Eadred les había prometido un milagro y llevaban días esperando que llegara su rey, y en éstas aparecí yo por el este con la gloria de un guerrero, lo que siempre he sido. Toda mi vida he seguido el camino de la espada. Si me dan a elegir, y he podido elegir muchas veces, prefiero desnudar la espada que arreglar una disputa con palabras, porque eso es lo que hace un guerrero, pero la mayoría de hombres y mujeres no son guerreros. Anhelan la paz. Nada desean más que ver a sus hijos crecer, plantar semillas y vivir para ver la cosecha, para adorar a su dios, querer a su familia y que los dejen en paz. Aun así, nuestro destino es haber nacido en una época en que la violencia nos gobierna. Los daneses aparecieron y nuestra tierra se desmembró, todas nuestras costas fueron asoladas por los barcos con proa de fiera, que llegaron para esclavizar, robar y matar. A Cumbraland, la parte más agreste de todas las tierras sajonas, llegaron los daneses, los noruegos, los escoceses, y nadie podía vivir en paz. Y yo creo que cuando se rompen los sueños de los hombres, cuando destruyes sus hogares, arruinas sus cosechas, violas a sus hijas y esclavizas a sus hijos, engendras la locura. Cuando llegue el fin del mundo, cuando los dioses peleen entre ellos, la humanidad entera será víctima de un frenesí guerrero, los ríos serán de sangre, el cielo se cubrirá de gritos, y el gran árbol de la vida se derrumbará con un gran estrépito que se oirá en la estrella más lejana, pero todo eso está aún por venir. Entonces, en el 878, cuando aún era joven, lo que sucedía era aquella pequeña locura en Cair Ligualid. Era la locura de la esperanza, la creencia de que un rey nacido del sueño de un cura acabaría con el sufrimiento de la gente.

El abad Eadred esperaba dentro de la zona acordonada por monjes y, al acercarse mi caballo, levantó las manos hacia el cielo. Era alto, anciano y de pelo blanco, consumido y fiero, con ojos de halcón y, sorprendente para un cura, llevaba una espada colgada de la cintura. Al principio no podía ver mi cara porque la ocultaban las placas que me cubrían las mejillas, pero cuando me quité el casco siguió creyendo que era el rey. Levantó la vista, alzó las manos al cielo dando gracias por mi llegada, y se inclinó ante mí.

—Mi señor el Rey —saludó con voz profunda. Los monjes se postraron y se me quedaron mirando—. Mi señor el Rey —volvió a retumbar la voz del abad—, ¡sed bienvenido!

—Nuestro señor el Rey —corearon los monjes—, sed bienvenido.

Ese sí fue un momento interesante de verdad. Recordemos que Eadred había elegido a Guthred porque san Cutberto le había mostrado en sueños al hijo de Hardicnut. Y resulta que ahora creía que yo era el rey, lo que quería decir que o bien Cutberto le había mostrado a otro tipo o que Eadred era un mentiroso cabrón. O quizá fuera san Cutberto el cabrón mentiroso. Pero como milagro, y el sueño de Eadred siempre se recordará como un milagro, era decididamente sospechoso. Una vez le conté la historia a un cura y se negó a creerme. Me maldijo, se persignó y se marchó corriendo a decir sus oraciones. Toda la vida de Guthred iba a estar dominada por el simple hecho de que san Cutberto se había mostrado a Eadred, y la verdad es que Eadred no lo reconoció. Pero hoy en día nadie me cree. Willibald, por supuesto, bailoteaba a su alrededor como si llevara dos avispas en los calzones, intentando corregir el errorcillo de Eadred, así que le pegué una patada en el casco para que se quedara tranquilo y señalé a Guthred, que se acababa de apartar la capucha.

—Este —le dije a Eadred— es tu rey.

Por un instante, Eadred no me creyó, y cuando lo hizo la ira se apoderó de su rostro. Se le contorsionó la expresión con intensa furia porque comprendió, aunque nadie más lo hiciera, que tendría que haber reconocido al Guthred del sueño. La ira no estalló, logró dominarla y se inclinó ante Guthred, a quien le repitió el saludo, que él devolvió con su habitual alegría. Dos monjes se apresuraron a hacerse cargo de su caballo, y Guthred desmontó y fue conducido dentro de la iglesia. El resto los seguimos como mejor pudimos. Ordené a algunos monjes que sujetaran a
Witnere
y a la yegua de Hild. Pero las bestias querían estar dentro de la iglesia. Les informé de que les rompería las tonsuradas cabezas si los caballos se perdían, así que me obedecieron.

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