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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Los señores del norte (2 page)

BOOK: Los señores del norte
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Nos marchamos con la marea baja, con el casco hasta los topes de rollos de lino, aceite franco, pieles de castor, docenas de buenas sillas de montar y sacos de cuero repletos de los preciados comino y mostaza. Cuando salimos de la ciudad, ya en el estuario del Temes, cruzamos a Anglia Oriental, pero vimos poco de aquella región, pues en nuestra primera noche una niebla perniciosa llegó del mar y se prolongó durante días. Algunas mañanas no avanzábamos en absoluto, y cuando el tiempo mejoraba un poco tampoco podíamos alejarnos de la orilla. Creí que era mejor volver a casa en barco, que sería más rápido que por carretera, pero avanzábamos penosamente kilómetro tras kilómetro de niebla, por una maraña de bancos de lodo, arroyos y corrientes traicioneras. Nos deteníamos todas las noches, buscábamos algún lugar en el que amarrar o echar el ancla, y perdimos una semana entera en algún pantano perdido de Anglia Oriental porque se salió una de las planchas de la proa y el barco no desaguaba con suficiente rapidez; no tuvimos más remedio que tirar del barco hasta una playa enfangada y allí repararlo. Para cuando el casco estuvo calafateado, el tiempo había cambiado y el sol relucía en un mar sin niebla, así que remamos hacia el norte, haciendo paradas cada noche. Vimos docenas de barcos, todos más largos y estrechos que los de Thorkild. Eran navíos de guerra daneses y viajaban rumbo al norte. Supuse que serían fugitivos del ejército derrotado de Guthrum, que volvían a Dinamarca, se dirigían a Frisia o dondequiera que fuese más sencillo de saquear que el Wessex de Alfredo.

Thorkild era un Upo alto y lúgubre que decía tener treinta y cinco años. Llevaba el pelo canoso recogido en trenzas que le colgaban hasta la cintura como largas sogas, y en sus brazos no había señal de los brazaletes que señalan las proezas de un guerrero.

—Nunca fui un luchador —me confesó—. Me criaron como comerciante y eso es lo que he sido siempre. Cuando yo muera, mi hijo seguirá comerciando.

—¿Vives en Eoferwic? —le pregunté.

—En Lundene. Pero tengo un almacén en Eoferwic. Es un buen lugar para comprar lana.

—¿Sigue gobernando allí Ricsig? —quise saber.

Sacudió la cabeza.

—Ricsig lleva dos años muerto. Ahora hay un hombre llamado Egberto en el trono.

—Había un rey Egberto en Eoferwic cuando yo era niño.

—Éste es su hijo, o su nieto, o puede que su primo. Un sajón, en cualquier caso.

—¿Y quién gobierna realmente en Northumbria?

—Nosotros, por supuesto —dijo, refiriéndose a los daneses.

—Los daneses a menudo ponían un sajón domesticado en los tronos de los reinos que capturaban, y Egberto, quienquiera que fuese, era sin duda uno de esos monarcas con correa. Ofrecía apariencia de legalidad a los ocupantes daneses, pero el auténtico gobernante era el conde Ivarr, el danés que poseía la mayoría de las tierras alrededor de la ciudad. Ivarr Ivarson —añadió Thorkild con un punto de orgullo en la voz—; su padre era Ivar Lothbrokson.

—Yo conocí a Ivar Lothbrokson —le dije.

Dudo mucho de que Thorkild me creyera, pero era cierto. Ivar Lothbrokson había sido un señor de la guerra temible, delgado y esquelético, salvaje y espantoso, amigo del conde Ragnar, que me había criado. Era hermano de Ubba, el hombre que había matado junto al mar.

—Ivarr es quien tiene en realidad el poder en Northumbria —me informó Thorkild—, menos en el valle del río Wiire. Es Kjartan quien gobierna allí —Thorkild se tocó el amuleto del martillo cuando pronunció el nombre de Kjartan—. Kjartan el Cruel, le llaman ahora —continuó—, y su hijo es aún peor.

—Sven —añadí con amargura. Conocía a Kjartan y Sven. Eran mis enemigos.

—Sven el Tuerto —comentó Thorkild con una mueca, y volvió a tocarse el amuleto, como para alejar el mal de los nombres que acababa de pronunciar—. Y al norte —prosiguió—, gobierna Ælfric de Bebbanburg.

También lo conocía. Ælfric de Bebbanburg era mi tío y ladrón de mis tierras, pero fingí no reconocer el nombre.

—¿Ælfric? ¿Otro sajón?

—Un sajón —confirmó Thorkild—, pero su fortaleza es demasiado poderosa para nosotros —añadió para explicar por qué se permitía a un jefe sajón seguir en Northumbria—, y tampoco ofende a nadie.

—¿Amigo de los daneses?

—No es ningún enemigo —contestó—. Esos tres son los grandes señores, Ivarr, Kjartan y Ælfric, y más allá de las colinas de Cumbraland nadie sabe qué ocurre —se refería a la costa oeste de Northumbria, junto al mar de Irlanda— Había un gran señor danés en Cumbraland —prosiguió—. Hardicnut, se llamaba, pero creo que lo mataron en una reyerta. ¿Y ahora? —se encogió de hombros.

Así que eso era Northumbria, un reino de señores rivales. Ninguno me tenía aprecio y dos de ellos me querían muerto. Con todo, era mi hogar, y yo tenía una obligación allí, por eso seguía el camino de la espada.

Era la obligación que imponía la deuda de sangre. La deuda había empezado cinco años atrás, cuando Kjartan y sus hombres llegaron a casa del conde Ragnar en medio de la noche. La quemaron y asesinaron a todos los que intentaron escapar de las llamas. Ragnar me había criado, lo quería como a un padre, y su asesinato seguía impune. Tenía un hijo, también llamado Ragnar, que era mi amigo, pero Ragnar
el Joven
no podía vengarse porque había sido tomado de rehén en Wessex. Así que iría al norte, encontraría a Kjartan y lo despacharía. Y mataría también a su hijo, Sven el Tuerto, que se había llevado prisionera a la hija de Ragnar. ¿Seguiría Thyra viva? No lo sabía. Sólo sabía que había jurado vengar la muerte de Ragnar
el Viejo.
A veces me parecía, mientras halaba los remos de Thorkild, que era un insensato por volver a casa, pues en Northumbria me sobraban enemigos, pero me guiaba el destino, y lo cierto es que sentí un nudo en la garganta cuando viramos, al final de nuestro viaje, para meternos por la desembocadura del Humber.

No se veía nada, salvo una orilla fangosa medio oculta por la lluvia, ramas de sauce en los bajíos que señalaban arroyos oscuros, y grandes marañas de laminarias y fucos que ondeaban en el agua gris, pero aquél era el río que conducía a Northumbria y comprendí, en ese mismo instante, que había tomado la decisión correcta. Aquello era mi hogar. No Wessex, a pesar de sus campos más fértiles y sus colinas más suaves. Wessex había sido domado, las riendas estaban en manos del rey y de la iglesia, pero aquí arriba volaban bandadas más salvajes sobre un cielo más frío.

—¿Aquí es donde vives? —preguntó Hild cuando aparecieron las orillas a ambos lados.

—Mi tierra está más al norte —le conté—. Esto es Mercia —señalé la orilla sur—, y esto Northumbria —la orilla norte—, y Northumbria se extiende hasta las tierras bárbaras.

—¿Bárbaras?

—De los escoceses —aclaré, y escupí por la borda.

Antes de que llegaran los daneses, los escoceses habían sido nuestros principales enemigos, siempre de saqueo en el sur, pero también ellos, como nosotros, habían sido invadidos por los hombres del norte, y ya no suponían una amenaza tan grande, aunque las incursiones no habían cesado.

Remamos Ouse arriba y nuestras canciones acompañaban las paladas a medida que nos deslizábamos bajo sauces y alisos, dejando atrás prados y bosques. Thorkild, en cuanto entramos en Northumbria, quitó la cabeza de perro labrada de su proa para que la bestia amenazante no asustara a los espíritus de la tierra. Y aquella tarde, bajo un cielo apagado, llegamos a Eoferwic, la capital de Northumbria y el lugar en que mi padre pereció en batalla, donde yo me convertí en huérfano y donde conocí a Ragnar
el Viejo,
que me había criado y enseñado a amar a los daneses.

No remaba cuando llegamos a la ciudad, pues había pasado el día bogando y Thorkild me había relevado; estaba observando los edificios desde la proa, el humo que despedían las chimeneas, cuando vi el primer cadáver. Era un chico, de unos diez u once años, y estaba desnudo salvo por un harapo envuelto en la cintura. Le habían rebanado el cuello, aunque la enorme herida ya no tenía sangre, lavada por el Ouse. Los largos cabellos rubios flotaban como algas bajo el agua.

Aparecieron un par de cadáveres más, después nos acercamos lo suficiente para ver los hombres en las almenas, demasiados, hombres con lanzas y escudos, vimos más hombres en los muelles, hombres vestidos de malla, hombres que nos vigilaban, hombres con espadas desnudas. Thorkild gritó una orden y levantamos nuestros remos, las palas inmóviles gotearon. El barco giró bruscamente y oí los gritos dentro de la ciudad.

Había llegado a casa.

C
APÍTULO
I

Thorkild dejó que la corriente arrastrara el barco unos cien pasos y lo estampó contra una orilla junto a un sauce. Bajó a tierra, lo amarró con una soga de piel de foca al tronco del sauce, y después, mirando con temor a los hombres armados que lo observaban desde la orilla, volvió a subir a bordo.

—Tú —dijo señalándome—, ve a ver qué pasa.

—Pasa que hay problemas —le contesté—. ¿Qué más quieres saber?

—Quiero saber qué le ha pasado a mi almacén —dijo, después señaló con la cabeza a los hombres armados—, y no quiero preguntárselo a ellos. Así que ve tú.

Me eligió a mí porque era guerrero y porque, si me mataban, no me echaría de menos. La mayoría de sus remeros sabían luchar, pero evitaban el combate siempre que podían porque el derramamiento de sangre y el comercio eran malos compañeros. Los hombres armados se acercaron por la orilla. Eran seis, pero se aproximaban con mucha cautela, pues Thorkild poseía el doble de hombres en sus remos, y todos los marineros iban armados con hachas y lanzas.

Me cubrí al cabeza con la malla, desenvolví el glorioso casco coronado con un lobo que había capturado de un barco danés en la costa oeste, me ceñí
Hálito-de-serpiente y Aguijón-de-avispa
y así, vestido para la guerra, salté torpemente a la orilla. Resbalé en la pronunciada pendiente, me agarré a unas ortigas para no caerme y, maldiciendo por la quemazón, subí al camino. Ya había estado allí antes; aquél era el amplio pasto junto al río en el que mi padre había guiado el ataque a Eoferwic. Me puse el casco y le grité a Thorkild que me lanzara mi escudo. Eso hizo, y justo cuando empezaba a caminar hacia los seis hombres que me esperaban espada en mano, Hild saltó detrás de mí.

—Tendrías que haberte quedado en el barco —le dije.

—Sin ti, no —respondió. Cargaba con nuestra única bolsa de cuero en la que poco más había, aparte de una muda, un cuchillo y una piedra de afilar—. ¿Quiénes son? —preguntó, refiriéndose a los seis hombres que aún estaban a unos cincuenta pasos y no tenían prisa por reducir la distancia.

—Vamos a averiguarlo —contesté, y desenvainé
Hálito-de-serpiente.

Las sombras se alargaban y el humo de las cocinas de la ciudad se teñía de morado y oro en el crepúsculo. Los grajos regresaban a sus nidos y en la distancia vi unas vacas que se dirigían al ordeño de la tarde. Me acerqué a los seis hombres. Llevaba puesta la malla, tenía un escudo y dos espadas, lucía brazaletes y un casco que valía lo que tres finas armaduras, y mi apariencia detuvo en seco a los seis hombres, que se apiñaron y me esperaron. Todos habían desenvainado, pero vi que un par de ellos llevaban crucifijos alrededor del cuello y supuse que serían sajones.

—Cuando un hombre vuelve a casa —les grité en inglés—, no espera ser recibido por espadas.

Dos de los hombres eran mayores, de unos treinta años, ambos propietarios de espesas barbas y cotas de malla. Los otros cuatro se protegían con jubones de cuero y eran más jóvenes, de unos diecisiete o dieciocho, y las espadas en sus manos les resultaban tan poco familiares como me habría parecido a mí la esteva de un arado. Debieron de suponer que era danés porque había bajado de un barco danés, y sabían que seis podían con un danés, pero también sabían que un guerrero danés, vestido para la batalla, se llevaría por delante al menos a dos de ellos antes de morir, así que se sintieron aliviados al oírme hablar en inglés. También les dejó perplejos.

—¿Quién eres? —preguntó uno de los hombres mayores.

No respondí, pero me acerqué más a ellos. Si habían decidido atacarme me vería obligado a huir indignamente o morir, pero caminaba seguro de mí, con el escudo bajo y la punta de
Hálito-de-serpiente
rozando la larga hierba. Interpretaron mi reticencia a contestar como arrogancia, cuando simplemente se trataba de confusión. Pensé en llamarme por cualquier otro nombre que no fuera el mío, pues no quería que ni Kjartan ni el traidor de mi tío supieran que había regresado a Northumbria, pero mi nombre también era reconocido, y me vi insensatamente tentado de usarlo para maravillarlos. La inspiración llegó justo a tiempo.

—Soy Steapa de Defnascir —anuncié, y por si acaso el nombre de Steapa no era conocido en Northumbria, añadí una fanfarronada—. Soy el hombre que metió a Svein, el del Caballo Blanco, en su eterno hogar en la tierra.

El hombre que me había preguntado el nombre dio un paso atrás.

—¿Sois Steapa? ¿Al servicio de Alfredo?

—Lo soy.

—Señor —dijo, y agachó la espada.

Uno de los hombres más jóvenes se tocó el crucifijo y se puso de rodillas. Un tercero envainó la espada y los demás, considerándolo también prudente, hicieron lo propio.

—¿Quién sois vos? —les apremié.

—Servimos al rey Egberto —dijo uno de los hombres mayores.

—¿Y los muertos? —pregunté indicando con un gesto el río, donde otro cadáver desnudo daba vueltas lentamente en la corriente—. ¿Quiénes son?

—Daneses, señor.

—¿Estáis matando daneses?

—Es la voluntad de Dios, señor —respondió.

Señalé hacia el barco de Thorkild.

—Ese hombre es danés y también un amigo. ¿Vais a matarlo?

—Conocemos a Thorkild, señor —contestó el hombre—, y si viene en son de paz, saldrá vivo.

—¿Y yo? —pregunté—, ¿qué queréis hacer conmigo?

—El rey querrá veros, señor. Os honrará por las grandes matanzas de daneses.

—¿Esta matanza? —pregunté con desdén, mientras señalaba con la punta de
Hálito-de-serpiente
a un fiambre del río.

—Honrará la victoria contra Guthrum, señor. ¿No es cierto?

—Es cierto —contesté—. Estuve allí —me di la vuelta entonces, envainé
Hálito-de-serpiente
y le indiqué a Thorkild que se acercara, así que desamarró el barco y remó río arriba. Se lo conté todo desde la orilla, a gritos, que los sajones de Egberto se habían levantado contra los daneses, pero que estos hombres habían prometido que lo dejarían en paz si venía amistosamente.

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