Read Los terroristas Online

Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (40 page)

BOOK: Los terroristas
13.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Kristiansson regresó al lado de Gustavsson, que pateaba el suelo, rodeado de ceniza.

—Dentro de cinco minutos viene el yanqui —dijo—. Será mejor que ocupemos nuestros puestos.

Kristiansson asintió y siguió los pasos de Gustavsson.

Martin Beck y Gunvald Larsson se pelaban de frío en el lugar desde el que observaban la plaza de Birger Jarl; alrededor de la plaza había policías armados, y entre el camión y la entrada de la iglesia había otros tantos hombres armados, jalonando el camino.

De repente, Gunvald Larsson se limpió unas gotas de lluvia que le habían llegado a los ojos y dio un codazo a Martin Beck.

—¡Me cago en la leche! —exclamó—. ¡Lo sabía! Mira: ¡el comando de gilipollas escogidos!

Martin Beck vio a Gustavsson bambolearse al salir de la iglesia con Kristiansson pisándole los talones, y simultáneamente descubrió a Richard Ullholm que venía andando ruidosamente desde la cuesta de Wrangelska, y que pasó ante la iglesia en dirección al puente.

Martin Beck miró el reloj; tan sólo faltaban cinco minutos.

—No podemos hacer gran cosa ya —dijo—, aparte de ver cómo termina todo esto. Por cierto, ¿dónde está Möller?

Gunvald Larsson señaló la iglesia.

—Ahí viene —dijo—, con los auténticos figurones de la lista.

Y se golpeó la frente con la palma de la mano.

Eric Möller caminó con pasos rápidos hacia la entrada de la iglesia, seguido por Bo Zachrisson y de Kenneth Kvastmo; se pararon y Möller examinó su pequeña tropa.

Martin Beck y Gunvald Larsson continuaban en la escalera frente a la plaza y vieron cómo Möller hablaba con sus cuatro hombres, dirigiéndose a cada uno de ellos, uno por uno. No daba la impresión de ser el hombre calmado de siempre, pues miró muchas veces el reloj y lanzaba inquietas miradas a la plaza de Riddarhus, donde aparecería de un momento a otro el cortejo. Al parecer, les dio algunas órdenes terminantes. Zachrisson se colocó junto a Kristiansson a uno de los lados del portal, y Gustavsson y Kvastmo al otro lado.

—No pienso mover un dedo —dijo Gunvald Larsson—. Esto es asunto de Möller. ¡Madre mía, qué comando especial! ¡Y qué mierda de corona! Es una suerte que el homenajeado se libre de verla.

Martin Beck se alzó el cuello, se metió las manos en los bolsillos y dijo:

—Cuando depositen esa porquería, se van a revolver en sus tumbas varias generaciones de monarcas. Por cierto, ¿qué es esa idiotez de traerla desde Norstedts hasta aquí?

Gunvald Larsson miró a través de la cortina de nieve hacia los cuatro oficiales, que se habían colocado junto al camión.

—La idea es que resulte más pomposo haciendo una procesión a través de la plaza, y estamos en primera fila, date cuenta; no sé si tendríamos que aplaudir.

Martin Beck miró hacia el grupo de gente de televisión y prensa, que estaban reunidos junto a la embocadura del puente frente a la iglesia. Richard Ullholm estaba en medio de ellos y gesticulaba. Eric Möller se dirigía hacia el puente para ordenar que quitaran las barreras y dar instrucciones a los del autobús de la televisión para indicarles dónde podían colocarse.

Todos tenían la mirada puesta en dirección a la calle Mynt, por donde debía aparecer la comitiva en cualquier momento.

De repente, Martin Beck vio una figura muy conocida, que se ocultaba tras la estatua de la plaza. Victor Paulsson era, probablemente, el hombre más fácilmente identificable de la sección de espionaje de la policía de seguridad, precisamente debido a las curiosas indumentarias que utilizaba para confundirse disimuladamente entre la gente en cualquier ocasión.

Era un hombre bastante corpulento, de unos cuarenta años, y Martin Beck lo descubrió cuando cruzaba la plaza. Caminaba tranquilamente y sin mirar a su alrededor, como si estuviera dando un paseíto sin rumbo fijo.

Sus ropas estaban a tono con el fausto acontecimiento. Martin Beck no le había visto nunca equipado de aquella manera, pues normalmente se presentaba ataviado con lo que él mismo denominaba ropas juveniles, de intensos colores, especialmente cuando tenía que estar de servicio de vigilancia en manifestaciones, encuentros estudiantiles o reuniones políticas.

Aquel día llevaba botines, pantalón gris oscuro con discretas rayas gris claro, y abrigo negro con cuello de terciopelo. En la cabeza llevaba bombín gris y bajo el brazo un ejemplar doblado del
Svenska Dagbladet.

—¿Dónde está el paraguas? —preguntó Gunvald Larsson—. ¿Y el maletín? Se ha vuelto a afeitar el bigote, aunque a lo mejor era postizo, porque la semana pasada lo llevaba.

—¿Quieres decir aquel individuo parecido a Salvador Dalí? —dijo Martin Beck.

En aquel preciso instante se oyeron los gritos de los manifestantes en la plaza Riddarhus, y se vio aparcar la comitiva a lo lejos, en la calle Mynt.

Eric Möller iba casi brincando de un lugar a otro, dando órdenes a diestra y siniestra, y luego hizo una señal al cuarteto de oficiales de marina, que se pusieron firmes, dispuestos a bajar del camión la monstruosa corona de flores.

El cortejo giró hacia el puente de Riddarholm; primero la escolta motorizada y después el coche blindado con el senador, el jefe del gobierno y el guardaespaldas, esa vez sin el cigarro en su cara de piedra. Detrás, seguían coches con agentes de seguridad, el guardaespaldas del jefe del gobierno, el embajador de Estados Unidos y otros diplomáticos de alto copete, y miembros del gobierno.

Se había rogado al joven rey que participara en el homenaje a su desaparecido abuelo, pero se encontraba en visita oficial en un país vecino y le fue imposible asistir.

La hilera de vehículos torció a la izquierda y se detuvo ante el palacio de Stenbockska, justo enfrente del lugar en el que se encontraban Martin Beck y Gunvald Larsson.

El conductor se apeó rápidamente de la limusina y desplegó un gran paraguas negro antes de abrir la portezuela trasera.

El guardaespaldas del jefe del gobierno se acercó dando trompicones, con otro paraguas, y ambos potentados bajaron del coche y empezaron a caminar por la plaza, flanqueados por sus porteadores de paraguas. Cara de Piedra, que les seguía a corta distancia, tuvo que quedarse sin protección contra la lluvia, pero esto no pareció importarle; seguía sin mover un sólo músculo de la cara.

De repente, el senador se detuvo y señaló la estatua de Birger Jarl, que les daba su enorme y brillante espalda de bronce. Los que iban detrás de él se detuvieron también, y todos miraron hacia la estatua.

La lluvia caía en pesadas gotas sobre los desprotegidos y cada vez más melancólicos acompañantes.

El primer ministro explicó a quién representaba aquella estatua, y el senador asentía interesado y parecía querer saber más sobre aquel mariscal del reino que en cierto modo había sido el primer antecesor del primer ministro en el cargo.

Mientras los participantes en la ceremonia iban adquiriendo cada vez más el aspecto de unos gatos remojados, especialmente las señoras, con sus peinados recientes, que ya empezaban a lanzar miradas asesinas en todas direcciones, ambos mandatarios permanecían quietos bajo sus paraguas, y el primer ministro parecía dispuesto a iniciar un largo parlamento.

Cara de Piedra seguía pegado al senador, con la mirada clavada en su cogote. Le seguía exactamente a la misma distancia como si estuviera atado a un hilo, cuando los dos hombres, con sus portadores de paraguas rodearon lentamente la estatua, mientras el parlamento del primer ministro continuaba, interrumpido de vez en cuando por las preguntas del senador.

—¡Mierda! Podrían dejar ya tranquilo a Birger Jarl, o ponerle la corona a él —exclamó Gunvald Larsson irritado.

Miró sus mocasines italianos, que estaban completamente mojados y probablemente estropeados para siempre.

—Estaba pensando en cómo se debe decir «mariscal del reino» en inglés —dijo Martin Beck—. ¿State Marshal?

—Eso parece más bien comisario nacional en americano —contestó Gunvald Larsson.

Se sacudió como un perro mojado y miró a los dos hombres, que en aquel momento estaban justo enfrente de la estatua y la contemplaban con las cabezas inclinadas hacia atrás.

—Mira a Cara de Piedra —dijo Martin Beck.

—Sí —asintió Gunvald Larsson—, pide que deje de llover.

—¿Cómo puede saber ése tantas cosas sobre Birger Jarl? ¿Crees que lo ha estudiado, o es que forma parte de los deberes de un primer ministro?

—Lo único que yo sé sobre Birger Jarl es que inventó el «Women’s Lib» o algo así —dijo Gunvald Larsson—. Yo tuve el sarampión cuando dieron la lección sobre él en la escuela.

El senador pareció darse cuenta de repente de que no estaba haciendo turismo y que su misión era otra que la de asistir a una clase sobre el introductor de la liberación de la mujer y fundador de Estocolmo. Se dirigió entonces hacia los cuatro oficiales navales, que estaban empapados y que tal vez desearan ya que aquello fuera de verdad un salvavidas.

El senador saludó con aprobación y dijo:

—Marvellous. Exactly as I wanted it.

Entonces se formó una comitiva, que desfiló lentamente hacia el portal de la iglesia de Riddarholm.

El jefe del gobierno y el senador iban muy juntos entre el chófer y el guardaespaldas, que intentaban maniobrar de acuerdo con los paraguas para que protegieran a los mandatarios y para que no se volvieran ni se les escaparan de las manos a causa del fuerte viento.

—Sería fantástico que ese par de payasos salieran volando a la vela sobre la bahía de Riddar —dijo Gunvald Larsson.

—¡Como Mary Poppins! —exclamó Martin Beck.

—Y John Blund.

Cara de Piedra permanecía en su puesto; tres metros detrás de él venían los portadores de la corona, y tras ellos el resto de los participantes, de dos en dos.

La cinta azul de seda de la corona ondeaba al viento y el escudo dorado con el águila se tambaleaba peligrosamente. Lo que antes había sido una artística composición de banderas parecía en aquellos momentos más bien un par de trapos de cocina usados.

Los cuatro oficiales parecían planchados debajo de aquella carga monumental; lo que no estaba ya tan bien planchado eran sus uniformes.

—¡Pobres diablos! —dijo Gunvald Larsson—. Yo no me hubiera prestado jamás a cumplir una misión como ésta; me hubiera sentido como un idiota.

—Vete a saber, igual les hubieran arrestado o algo así —replicó Martin Beck.

—Oye, hablando de idiotas —dijo Gunvald Larsson—, casi mejor que cambiemos de sitio para ver qué van a hacer los gilipollas de guardia.

Esperaron a que hubieran pasado los últimos del cortejo, cuatro agentes de seguridad, y se colocaron en la esquina del edificio de la Audiencia, desde donde tenían una buena visión de la puerta de la iglesia, justo enfrente de la cuesta de Wrangelska.

A la derecha de la entrada se hallaban Kristiansson y Zachrisson. Tenían aspecto de estatuas y parecían sentirse impregnados de la seriedad del momento.

En la parte izquierda del portal se encontraban Kvastmo y Aldor Gustavsson; Kvastmo en posición de firmes, tieso como un palo.

Muy pegado a la pared del edificio del tribunal, frente a la iglesia, estaba Victor Paulsson. Del ala de su bombín le caían grandes gotas sobre el cuello de terciopelo, y el periódico, que continuaba llevando doblado bajo el brazo, estaba a punto de diluirse.

A Eric Möller no se le veía, pero Richard Ullholm continuaba muy atareado, haciendo que los chicos de la prensa y de la televisión se mantuvieran en los lugares que se les habían asignado.

La ceremoniosa procesión se aproximaba lentamente a la iglesia.

Justo delante de la entrada se detuvieron el guardaespaldas del primer ministro y el chófer del senador, bajaron los paraguas y se unieron a Cara de Piedra tras el honorable huésped y su anfitrión.

En el momento en que se disponían a entrar salió alguien por la puerta de la iglesia. Era una chica joven, con el cabello largo y rubio, de ojos castaños abiertos de par en par y los labios apretados, en una cara seria y pálida. Llevaba una chaqueta de gamuza, una falda verde de terciopelo hasta los pies y botas de piel.

Entre las manos llevaba un pequeño revólver brillante. Se paró en el umbral, levantó los brazos y disparó.

La distancia entre la boca del revólver y el punto central entre las cejas del primer ministro, en el que la bala hizo un agujero para entrar, no superaba los veinte centímetros.

El primer ministro se derrumbó cuan largo era hacia atrás y sobre su guardaespaldas, que fue arrastrado en la caída con el paraguas todavía en la mano.

La chica retrocedió un poco debido al retroceso del arma, y se quedó completamente inmóvil mientras bajaba muy lentamente los brazos.

El ruido del disparo retumbó entre las paredes de los edificios, y transcurrieron varios segundos hasta que cada uno reaccionó como pudo.

El único que no reaccionó fue el primer ministro. Había muerto en el preciso instante en que la bala perforó su frente.

—¡Mierda! —exclamó Martin Beck.

Gunvald Larsson le miró con expresión interrogante. Martin Beck no solía reaccionar así.

Victor Paulsson cruzó rápidamente la calle y a medio camino de la iglesia se le cayó la pistola de su periódico doblado y desapareció en un gran charco de agua, entre salpicaduras.

Mientras el senador, con mucha tranquilidad, tomaba en sus manos la pequeña pistola niquelada de la chica, su guardaespaldas sacó un gigantesco revólver del interior de su ancha gabardina.

Victor Paulsson se aproximó al grupo con un ejemplar totalmente remojado del
Svenska Dagbladet
en la mano.

El senador seguía mirando a la chica mientras entregaba el arma homicida a Zachrisson, que era a quien tenía más cerca.

Cara de Piedra apuntó con su Peacemaker a la indefensa muchacha. Incluso en su enorme mano destacaba como un artefacto gigantesco, y hubiera quedado bien en manos de Wyatt Earps o al menos de John Wayne.

Bo Zachrisson levantó el pequeño revólver con la intención de arrancar de un disparo el arma de la mano de Cara de Piedra, pero el guardaespaldas del senador fue más rápido y, sin mover un músculo de la cara, golpeó la mano de Zachrisson con su Colt. Zachrisson chilló y dejó caer el revólver.

Kenneth Kvastmo, que hasta entonces había permanecido en posición de firmes, se abalanzó sobre la muchacha y le juntó los brazos a la espalda en una maniobra rapidísima. Ella no ofreció resistencia, pero se inclinó hacia adelante e hizo muecas de dolor durante el duro tratamiento.

BOOK: Los terroristas
13.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

One Night Standoff by Delores Fossen
She Woke to Darkness by Brett Halliday
Stonewall by Martin Duberman
Nightlines by John Lutz
The Switch by John Sullins
Meg: Hell's Aquarium by Steve Alten
Confessions of an Art Addict by Peggy Guggenheim