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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (52 page)

BOOK: Los terroristas
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Martin Beck dudó. El agua helada no era muy tentadora después de tantas horas en el embarcadero azotado por el viento. Miró lo que tomaba su vecino, que era una cosa amarilla en un vaso alto. No tenía mal aspecto. Después miró al hombre, un hombre de aspecto juvenil pero de unos cincuenta años, con barba y cabellos largos y brillantes.

—Pruebe esto —recomendó el hombre—; es un Gyllenkrok, o Golden Hook como le llaman los americanos. Es la especialidad del bar.

Martin Beck siguió el consejo; la, bebida estaba buena y trató de adivinar lo que contenía, aunque sin conseguirlo. Luego miró al hombre que se lo había recomendado y dijo:

—A usted le conozco; usted es el botánico y periodista que encontró a Sigbrit Maard en el lago de Börringe, el otoño pasado.

—¡Bah! —exclamó el hombre—; no hable de eso, por lo menos aquí.

Poco después miró a Martin Beck y dijo:

—Sí, soy yo, y usted es el comisario de policía de Estocolmo que me interrogó después. ¿Qué hace aquí?

—De servicio —contestó Martin Beck y se encogió de hombros.

—Bueno —dijo el descubridor de cadáveres—, tampoco me interesa.

Tres minutos más tarde, Martin Beck dio las buenas noches y subió a acostarse. Estaba tan cansado que ni siquiera fue capaz de llamar a casa de Rhea.

El domingo 22 de diciembre se formó el desorden más increíble en la terminal de los hidroplanos. Las tiendas debían de estar abiertas, pues los Santa Claus con hojas de propaganda eran más numerosos que nunca. Además, había muchos niños entre los pasajeros que avanzaban a empellones. Era mediodía, la hora de las aglomeraciones, y era temporada alta para todo excepto para el buen tiempo. El viento venía del norte, húmedo y cortante; soplaba casi en horizontal a través de la embocadura del puerto, y giraba despiadado hacia el desprotegido embarcadero.

Dos barcos estaban a punto de zarpar, uno danés, llamado
Flyvefisken,
y otro sueco llamado
Tärnan.
Los iban llenando hasta la borda y los enviaban tan deprisa como podían.

El barco danés soltó amarras y Benny Skacke, que estaba cerca de la pasarela, empezó a caminar hacia el buque sueco. Martin Beck se encontraba en la salida, justo detrás del revisor sueco que taladraba los billetes a un ritmo endiablado, mientras tecleaba en una calculadora con la otra mano, para contar el número de viajeros.

El viento era punzante y Martin Beck agachó la cabeza para ocultar la cabeza unos segundos. Oyó entonces que alguien le decía algo al revisor en danés.

Inmediatamente volvió a enderezar la cabeza; no había ninguna duda. Reinhard Heydt había pasado el control de billetes, pasando por delante de todos los policías, situados allí, y estaba a un metro de él, caminando hacia la pasarela.

Skacke se encontraba a unos veinticinco metros, todavía a medio camino entre el barco que acababa de zarpar y el que iba a soltar amarras al cabo de pocos minutos.

El único equipaje de Heydt era una bolsa de cartón de color marrón, con una cara de Santa Claus impresa en uno de los lados.

Skacke miró hacia él, reconoció en seguida al sudafricano, apretó el paso y sacó su pistola reglamentaria.

Sin embargo, Reinhard Heydt había visto antes a Skacke y le había identificado de inmediato como un policía de paisano; la cuestión era si el policía le había reconocido a él.

En cuanto Skacke metió la mano derecha dentro del abrigo, la situación quedó aclarada para Heydt. Alguien iba a morir en los próximos segundos y Heydt estaba seguro de que no iba a ser él. Mataría a aquel policía, y luego saltaría por encima de la verja hacia la calle y se perdería en medio del tráfico. Soltó la bolsa y abrió la chaqueta.

Benny Skacke era rápido y estaba bien entrenado, pero Reinhard Heydt era diez veces más rápido. Martin Beck no había visto nunca nada parecido, ni siquiera en el cine.

También él era rápido de movimientos, dio un paso hacia adelante y dijo:

—Un momento, señor Heydt...

Simultáneamente, le agarró el brazo derecho, pero el sudafricano ya tenía el impresionante Colt en la mano y era lo suficientemente fuerte como para poder levantar el brazo a pesar de que Martin Beck se lo apretaba hacia abajo.

Skacke vio con claridad que esta vez se estaba jugando la vida mucho más que en cualquier ocasión anterior, y que Martin Beck le había ofrecido una oportunidad para continuar con vida.

Ya había sacado su Walther, apuntó y disparó a matar.

La bala le dio a Heydt en la boca y se le incrustó en la prolongación de la espina dorsal.

Pero, a pesar de todo y a pesar de la imposibilidad de aquella desesperada situación, a pesar de que ya estaba muerto, Reinhard Heydt consiguió hacer un disparo con su MK III Trooper Magnum. La bala tocó la cadera derecha de Benny Skacke, muy arriba, y le hizo girar como una peonza hasta el lugar donde se encontraban los atónitos Santa Claus. A nadie se le ocurrió ni siquiera alzar una mano para evitar que se hiciera más daño al caer.

Skacke quedó tendido boca abajo, sangrando abundantemente, pero no estaba inconsciente. Cuando Martin Beck se arrodilló a su lado, Skacke dijo en seguida:

—¿Cómo ha ido con Heydt?

—Lo has matado; ha muerto en el acto.

—¿Qué podía hacer yo? —dijo Skacke.

—Has hecho bien; era lo único que podías hacer.

Per Mansson acudió corriendo desde alguna parte, envuelto en vapores de café recién hecho.

—La ambulancia está aquí. Estáte quieto, Benny.

«Estáte quieto», pensó Martin Beck. Si a Reinhard Heydt le hubiera quedado un segundo más de vida, Benny Skacke se habría quedado quieto para siempre. Y había sido cosa de unos milímetros que Skacke no quedara inválido de por vida. Pero se arreglaría todo. Martin Beck había visto la herida, y estaba en la parte más alta de la cadera.

Habían aparecido numerosos agentes de policía, que apartaban a los curiosos alrededor del muerto.

Cuando la sirena de la ambulancia se alejaba, Martin Beck contempló a Heydt. Tenía la cara algo desencajada, pero por lo demás presentaba un aspecto agradable incluso muerto.

El que se puso al teléfono en la barraca de la frontera de la autopista europea 18 parecía muy enfadado. Llamaban demasiado a menudo por aquel maldito teléfono, y además la cola de coches se hacía más larga cada vez, y ya se perdía en la lejanía.

—Sí, policía de fronteras; sí, está aquí, espere un momento.

Tapó el auricular con la mano.

—¡Gunvald Larsson! —dijo—, ¿No es ese tío grandullón vestido de millonario que está aguantando aquel árbol?

—Sí —contestó su compañero—, creo que sí.

—Le llaman por teléfono; es ese maldito Heydt del que habla tanto todo el mundo... ¡No, coño, debe de ser otro el que llama!

Gunvald Larsson entró y cogió el auricular. No se podía saber gran cosa de lo que hablaba, dadas sus respuestas monosilábicas.

—¡Vaya!

—¡Hombre!

—¿Muerto?

—¿Herido? ¿Quién?

—¿Skacke?

—¿Y está bien?

—Adiós.

Colgó, miró al hombre de la barraca de control y dijo:

—Ya podéis soltar el tráfico y sacar las barreras; ya no hacen falta.

—¿Y tú?

—Yo me voy a casa.

—¿Podrás?

Gunvald Larsson recordó de pronto que no había dormido en mucho tiempo. No podría, y no pudo. En Karlstad se rindió y se metió en el hotel de la ciudad.

En Helsingborg estaba Fredrik Melander al aparato y parecía aliviado. Después miró el reloj. Rönn, que había estado espiando, también mostraba una cara extraordinariamente alegre.

Podrían celebrar la Nochebuena en casa.

El viernes 10 de enero de 1975 fue una de esas veladas de las que uno quisiera que el año estuviera lleno. Una de aquellas en que todos están relativamente tranquilos y en equilibrio interior y con respecto al mundo que les rodea, cuando todos han comido y bebido a placer y saben que al día siguiente no tienen nada que hacer, a no ser que suceda algo muy especial o muy espantoso e inesperado.

Es cuando se forma un pequeño grupo lleno de humanidad.

Por ejemplo, cuatro personas.

Martin Beck y Rhea se encontraban aquella noche en casa de Lennart Kollberg y su mujer, y juntos habían hecho todas esas cosas, y se disponían a pasárselo tan bien como deseaban.

Ninguno hablaba demasiado, pero eso se debía a que se entretenían con un juego conocido como cruzar palabras y que parece la mar de sencillo. Todos tienen papel y lápiz, con veinticinco casillas delante suyo, y después cada uno tiene que decir una letra por turno. Los que juegan han de llenar las casillas con las letras que se van diciendo y ninguna más, y no se puede mirar el papel del vecino.

—Equis —dijo Kollberg por tercera vez en la misma partida, y todos suspiraron profundamente.

Martin Beck pensaba que aquel juego tenía un defecto, y era que Kollberg ganaba cuatro de cada cinco veces. La quinta vez ganó Rhea.

Pero cuando se trataba de jugar, tanto Martin Beck como Gun Kollberg eran perdedores natos y no importaba demasiado.

—Equis, como en ex policía —insistió Kollberg de buen humor, como si los demás no hubieran descubierto ya que resultaba imposible meter con calzador un ejemplar más de aquella letra desesperante. Martin Beck miró un momento el casillero, después se encogió de hombros y dijo:

—Oye, Lennart.

—Dime —respondió Kollberg.

—¿Te acuerdas de hace diez años?

—¿Cuando perseguíamos a Folke Bengtsson y nos acababan de nacionalizar? Ya lo creo, aquéllos eran buenos tiempos..., pero lo que vino después... ¡oh, mierda, aquello no!

—¿Crees que empezó entonces?

Kollberg meneó la cabeza y contestó:

—No, no lo creo, y desgraciadamente tampoco terminará aquí.

—¡Y! —anunció Rhea, con lo que todos estuvieron callados un rato más.

Poco después llegó el momento de sumar los puntos. Martin Beck copió las cifras en su papel; como siempre, había quedado el último.

—Aunque una cosa está clara —dijo Kollberg—, y es que aquella vez se equivocaron; hacer que la policía sea la primera en emplear la violencia es como enganchar el carro delante del caballo.

—¡Ja, he ganado! —exclamó Rhea.

—¡Vaya! —rezongó Kollberg.

Luego miró muy serio a Martin Beck y dijo:

—Deja ya de pensar en eso, la criminalidad y la violencia se han abatido sobre el mundo occidental como un alud durante los últimos diez años, y ese alud no lo pueden parar ni dirigir individuos aislados. Crece sin cesar y no es culpa tuya. —¿No?

Todos dieron la vuelta al papel y dibujaron nuevos casilleros. Cuando Kollberg estuvo listo, miró a Martin Beck y dijo:

—Tu problema, Martin, es que tienes un trabajo equivocado en un momento equivocado, en un lugar equivocado del mundo, y en una sociedad equivocada.

—¿Eso es todo?

—Más o menos —dijo Kollberg—. Empiezo yo, y digo: equis, como en Marx...

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