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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (49 page)

BOOK: Los terroristas
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Gunvald Larsson se levantó y dobló el mapa.

La vigilancia tendría que concentrarse en tres puntos: el camino hacia Oslo, y los puertos de Malmö y de Helsingborg.

A la mañana siguiente, Gunvald Larsson dijo a Martin Beck:

—Me he pasado la noche en vela mirando el mapa.

—Yo también.

—¿Y a qué conclusiones has llegado?

—Que tendríamos que consultar con Melander —contestó Martin Beck.

Entraron en la otra habitación, donde Fredrik Melander intentaba lograr que su pipa tirase bien.

—¿Te has pasado la noche en vela mirando el mapa? —preguntó Gunvald Larsson.

Era una pregunta tonta, porque todo el mundo sabía que Melander jamás pasaba una noche en vela. Él se preocupaba de cosas más importantes, es decir, de dormir.

—No —dijo Melander—, la verdad es que no, pero lo he mirado esta mañana, mientras Saga me preparaba el desayuno, y un rato después.

—¿Y qué has descubierto?

—Oslo, Helsingborg o Malmö —dijo Melander.

—Mmm —hizo Gunvald Larsson.

Dejaron a Melander ocupado con su pipa y regresaron al despacho todavía provisional de Martin Beck.

—¿Coincide con tus meditaciones?

—Exacto —dijo Gunvald Larsson—, ¿y con las tuyas?

—Sí —dijo Martin Beck—, yo pensé lo mismo.

Permanecieron en silencio un rato. Martin Beck ocupaba su lugar preferido junto al armario y se tocaba la nariz con el pulgar y el índice de la mano derecha; Gunvald Larsson estaba junto a la ventana.

Martin Beck estornudó.

—¡Salud! —exclamó Gunvald Larsson.

—Gracias. ¿Crees tú que Heydt continúa aquí?

—Estoy seguro.

—Seguro... —dijo Martin Beck— sería emplear grandes palabras.

—Quizá —admitió Gunvald Larsson—, pero me siento seguro; está aquí en alguna parte, y nosotros no somos capaces de encontrarle, ni siquiera de encontrar su maldito coche. ¿Qué te parece a ti?

Martin Beck tardó bastante en contestar.

—Está bien —dijo—, yo también creo que sigue aquí, pero no estoy seguro.

Y meneó la cabeza.

Gunvald Larsson no dijo nada. Miraba con tristeza el colosal edificio casi terminado.

—¿Tienes unas ganas tremendas de toparte con Heydt, verdad? —le preguntó Martin Beck.

Gunvald Larsson le miró y dijo:

—¿Cómo lo sabes?

—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos? —preguntó Martin Beck.

—Diez o doce años, o quizá más.

—Exacto; pues eso contesta a tu pregunta.

Nuevo silencio, largo silencio.

—Piensas mucho en Heydt —dijo Martin Beck.

—Siempre, excepto cuando duermo.

—Pero no puedes estar en tres sitios a la vez.

—No lo creo —admitió Gunvald Larsson.

—Es justo dejarte escoger —dijo Martin Beck—. ¿Dónde crees que hay más posibilidades?

—En Oslo —contestó Gunvald Larsson—, Hay una reserva muy rara en el barco de Copenhague, la noche del veintidós.

—¿Qué barco es?

—El
Kong Olav V,
uno de los de lujo.

—No está mal —dijo Martin Beck—. ¿Y cómo es esa reserva?

—Un inglés, Roger Blackman.

—Noruega está repleta de turistas ingleses todo el año.

—Es verdad, pero casi nunca hacen esa ruta, y a ese Blackman no se le localiza; al menos, la policía noruega no ha podido encontrarle.

—¿O sea que escoges la frontera noruega?

—Sí, gracias, ¿y tú?

Martin Beck reflexionó, y dijo:

—Me llevaré a Benny e iremos a Malmö.

—¿Skacke? —dijo Gunvald Larsson—. ¿Por qué no te llevas a Rönn en su lugar?

—Benny es mejor de lo que tú crees. Además, conoce Malmö. Y allí hay unos cuantos bastante buenos también.

—¿En serio?

—Per Mansson es bueno, por ejemplo.

Gunvald Larsson gruñó, como solía hacer cuando no quería decir ni que sí ni que no, y se limitó a contestar:

—Lo cual quiere decir que Einar y Melander tendrán que ir a Helsingborg. Helsingborg es de lo más difícil.

—Exacto —dijo Martin Beck—, y por eso tendrán que estar bien preparados; ya nos ocuparemos de esto. ¿Quieres llevarte a Strömgren a Noruega?

Gunvald Larsson miró fijamente por la ventana y respondió:

—Con Strömgren no iría ni a mear juntos, ni aunque estuviéramos solos en una isla desierta, y se lo he dicho a él mismo.

—Tu popularidad es comprensible.

—¿Verdad que sí?

Martin Beck miró a Gunvald Larsson y pensó que le había costado cinco años acostumbrarse a estar con él, y casi el mismo tiempo llegar a comprenderle. Si pasaban cinco años más, a lo mejor lograban encontrarse a gusto el uno con el otro.

—¿Cuáles son los días críticos?

—Del veinte al veintitrés, ambos inclusive —dijo Gunvald Larsson.

—O sea viernes, sábado, domingo y lunes.

—Por ejemplo.

—¿Y por qué no el mismo día de Nochebuena?

—Sí, ¿por qué no?

—Habrá que contar con refuerzos —dijo Martin Beck—, todas las fuerzas disponibles...

—¡Todas las fuerzas disponibles ya están en marcha ahora!

—Todas las fuerzas disponibles, más nosotros cinco desde mañana por la noche, y después hasta que todo termine pasadas las fiestas de Navidad.

—Se irá el domingo —aseveró Gunvald Larsson.

—Eso es lo que dices tú, sí, pero ¿qué piensa Heydt?

Gunvald Larsson levantó los brazos, puso sus manazas en el marco de la ventana y siguió mirando aquella cosa gris y horrible.

—No sé qué coño me ocurre, pero es como si ya conociera a ese Heydt —dijo—; yo creo que hasta sé cómo piensa.

—¡No me digas! —exclamó Martin Beck, muy impresionado, y cambió de tema—. Imagínate lo contento que se va a poner Melander si tiene que estar allí, en el muelle de los transbordadores de Helsingborg, pelándose de frío en plena Nochebuena.

Fredrik Melander se había marchado a petición propia, primero de la comisión nacional de homicidios, y luego de la sección de delitos violentos, precisamente para no tener que estar fuera de casa, a pesar de que era bastante tacaño y cada traslado le había costado dinero en reducción de salario y en pérdida de ascensos.

—Pues se tendrá que aguantar —dijo Gunvald Larsson.

Martin Beck guardó silencio.

—Oye, Beck —dijo Gunvald Larsson sin volver la cabeza.

—Sí, ¿qué quieres?

—Yo de ti me andaría con mucho cuidado, sobre todo hoy y mañana.

Martin Beck se sorprendió.

—¿Qué coño quieres decir? ¿He de tener miedo de Heydt?

—Sí.

—¿Por qué?

—Últimamente has aparecido mucho en la prensa, en la radio y en la televisión. Heydt no está acostumbrado a que le engañen, y además es posible que le interese llamar precisamente la atención aquí, en Estocolmo.

—¡Tonterías! —exclamó Martin Beck y abandonó la habitación.

Gunvald Larsson suspiró profundamente y siguió mirando hacia afuera sin ver, con sus cristalinos ojos azules muy abiertos.

29

Reinhard Heydt estaba delante del espejo del lavabo. Se acababa de afeitar y se estaba peinando las patillas. Durante un momento se le ocurrió afeitárselas, pero en seguida desechó la idea. En otros momentos había hablado del asunto, en otro contexto; sus superiores se lo habían sugerido y casi ordenado. Examinó su cara en el espejo. El pigmento soleado le iba desapareciendo día a día, pero no había ningún defecto en su aspecto. Siempre le había gustado, y nadie había tenido nunca nada que objetar. Faltaría más.

Salió del baño hacia la cocina, donde acababa de comer, luego fue hacia el dormitorio y salió a la gran sala que Levallois y él habían convertido en central operativa hacía casi un mes; estaba vacía y hacía frío.

Ya que no salía, no sabía tampoco qué decían los periódicos, pero se mantenía informado por radio y televisión, aunque subsistían ciertos puntos oscuros. ¿Cómo demonios había conseguido aquel Martin Beck detener a Kaiten?

Que alguien pudiera aparecer por sorpresa y arrestar a Kamikaze tenía una explicación, si bien eso también se consideraba teóricamente imposible. Kamikaze, al igual que todos los demás, se había entrenado para enfrentarse a situaciones límite y había superado todas las pruebas, pero Heydt siempre le había considerado como uno de los elementos más vulnerables del grupo.

¿Pero y Kaiten? Kaiten había matado a cientos de personas de cien maneras distintas. Incluso desarmado era mucho más peligroso que la mayor parte de soldados o de policías con armas de fuego, porque Kaiten mataba con las manos con la misma facilidad con que las personas corrientes rompen un huevo. Una patada suya solía bastar para cobrarse una vida.

La televisión y la radio habían concedido amplio espacio a la detención y a las diligencias previas al encarcelamiento. Se había hablado del tema una y otra vez, y seguían dando noticias al respecto.

Quedaba claro que aquel hombre, Olsson, era como mucho el organizador y el administrador, y que el realmente peligroso era, por lo tanto, el célebre policía Martin Beck. Probablemente había sido también él quien engañó a Heydt con ocasión del atentado un mes atrás. Había pocos policías de aquella clase, y el hecho de que hubiera uno en un país como Suecia parecía increíble.

Heydt fue de una habitación a otra con largos pasos silenciosos, aunque el apartamento no permitía grandes excursiones. Iba descalzo y llevaba camiseta blanca y calzoncillos blancos y cortos. No había mucha ropa en el apartamento, y, dada su constante preocupación por la higiene, se lavaba la ropa interior en el lavabo cada noche.

Reinhard Heydt tenía dos problemas, que debía resolver sin tardanza, pero todavía no se había decidido. Hacía tiempo que había establecido que precisamente aquel día, jueves 19 de diciembre, era su última oportunidad para decidirse.

El primer problema era escapar del país; tenía muy claro qué día tenía que marcharse, pero seguía teniendo dudas sobre la ruta a seguir. Aquel día tenía que decidirse; probablemente haría la ruta Oslo-Copenhague, como había pensado desde un principio, pero las otras posibilidades continuaban abiertas.

La segunda cuestión era aún más delicada; no la había empezado a estudiar hasta que Kaiten y Kamikaze fueron detenidos.

¿Tendría que liquidar a Beck? ¿Qué ventajas le reportaría eso? Reinhard Heydt no pensaba nunca en términos de venganza o de desquite; para empezar, no experimentaba el más leve sentimiento de traición, celos, deseos de venganza o pasión por el desquite; además, era un tipo endiabladamente realista, y todos sus actos obedecían a conveniencias prácticas. Tampoco se había sentido jamás humillado, alterado o atemorizado.

En los campos de entrenamiento había aprendido a tomar decisiones por sí mismo, sopesarlas minuciosamente y ejecutarlas sin vacilación. También había aprendido que una planificación exacta equivalía a medio trabajo hecho.

Sin haber decidido nada todavía, fue al vestíbulo en busca del listín de teléfonos, se sentó en la cama y empezó a buscar la página, que encontró sin dificultad:

«Beck, Martin, comisario de la sección criminal, calle Köpman 8; 22 80 43.»

Luego sacó el rollo de copias del plano de la ciudad que guardaba en el armario; tenía buena memoria y una idea de dónde estaba más o menos la calle Köpman, muy cerca del Palacio Real, y recordó que precisamente había recorrido aquella calle hacía mes y medio. El mapa de la ciudad era muy detallado y en seguida encontró la casa que buscaba; estaba en una especie de callejuela y no daba directamente a la calle; los edificios circundantes parecían idóneos.

Extendió la copia del plano en el suelo, después se agachó y sacó el rifle que tenía debajo de la cama; al igual que todo el material de ULAG, aquella arma era perfecta. Era de fabricación inglesa e iba provista de visor nocturno, lo que permitía utilizarla prácticamente a cualquier hora del día o de la noche.

Heydt sacó el maletín del armario, desarmó el rifle y lo introdujo en el maletín; luego se tumbó en la cama para pensar.

El hecho de eliminar a Martin Beck tenía dos vertientes: por un lado, la policía utilizaría lo mejorcito de sus fuerzas, y también a los hombres más peligrosos, pero, por otro lado, aquel suceso concentraría la atención policial en Estocolmo.

También había algunos inconvenientes; en primer lugar, era de esperar un inusitado despliegue policial, y, en segundo lugar, el control exhaustivo e insalvable de todas las salidas. Claro que sólo se tomarían aquellas medidas si se conocía en seguida la muerte de Martin Beck.

Si había que liquidar al comisario criminal Martin Beck, tenía que ser en su propio domicilio. Anteriormente, en sus pesquisas Heydt había averiguado que Beck estaba separado de su mujer y que vivía solo, lo cual era una ventaja, sin duda alguna.

Heydt miró su reloj; le quedaban todavía algunas horas para decidir en aquellos dos asuntos.

Después se preguntó si realmente la policía era tan torpe como para no poder haber dado todavía con el coche. Inmediatamente después de que llegase Levallois con las malas noticias sobre las fotografías y la descripción, Heydt le envió con el coche a Gotemburgo, para que lo dejase aparcado en el embarcadero de los barcos de Londres, en el puerto de Skandia. Después, el francés, siguiendo sus instrucciones, había comprado legalmente un Volkswagen usado de color beige, matriculado y listo para circular. Este vehículo nada llamativo estuvo desde entonces aparcado en las cercanías de la avenida de Huvudsta.

Reflexionó varios segundos sobre este punto, y llegó a la conclusión de que podía tratarse de una trampa. Después reanudó su solitaria peregrinación por las habitaciones del apartamento, con pasos largos, suaves y casi imperceptibles.

En realidad, era muy curioso que un tipo tan alto y fuerte pudiera hacer tan poco ruido; hacía poco que se había pesado en la báscula del lavabo, que había dado cien kilos y algunos centenares de gramos. Pero Kaiten pesaba ciento veinte y no tenía ni un gramo de grasa superflua en el cuerpo.

Aquel día, por la mañana, Martin Beck había enviado a Benny Skacke a Malmö. Skacke prefirió viajar en coche, para cobrar el kilometraje, pero Martin Beck solía marearse en los viajes largos en coche y optó por el último tren nocturno. Había cierto egoísmo en esto, pues ya que su Navidad se iba al traste de todos modos, al menos hubiera podido pasar media noche con Rhea, si es que ella aparecía, cosa que nunca se sabía con seguridad.

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