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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (43 page)

BOOK: Los terroristas
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¿Quién había podido ser tan inteligente como para darle aquel esquinazo tan monumental?

Cuando empezaron a emitir el boletín especial de noticias, se incorporó y escuchó atónito. ¡Para colmo, había ocurrido aquella especie de casualidad chistosa!

Heydt no encontró nada mejor que seguir sentado allí, partiéndose de risa.

Pero lo que no le hacía ninguna gracia era que ahora, más que nunca, se le desvanecían todas las posibilidades de salir del país.

Reinhard Heydt se alegró de haberse podido aprovisionar de buenos libros, de los que se pueden leer muchas veces y dan oportunidad de meditar.

Pensó que podría pasar mucho tiempo antes de volver a ver Pietermaritzburg, y, ya que era una persona acostumbrada a vivir al aire libre, la espera prometía ser dura.

A pesar de todo, no se sentía especialmente deprimido. Una persona de su condición apenas podía permitirse el lujo de tener depresiones.

Para Martin Beck, aquel día de confusiones se vio coronado por una llamada telefónica de Herrgott Nöjd, que dijo estar libre, pero que no tenía ni idea de dónde se hallaba.

—¿No hay nadie que lo sepa? —le preguntó Martin Beck.

—No, todos los que hay aquí son de Escania.

—¿Y cómo habéis llegado?

—En un autobús de la policía —dijo Nöjd—, pero se ha marchado y no volverá a recogernos hasta mañana temprano. Lo único que sé es que cerca de aquí hay un ferrocarril; los trenes son verdes.

—El metro —dijo Martin Beck—; debe de ser algún suburbio.

—¡No, coño! Este tren no circula bajo tierra.

—Dile que salga y se dirija a la esquina más cercana y mire la placa —aconsejó Rhea, que siempre espiaba las conversaciones telefónicas.

—¿Hay fantasmas? —preguntó Nöjd y se rió.

—No exactamente.

—He oído lo que decía la chica —observó Nöjd—; espera un momento.

Al cabo de cuatro minutos, exactamente, regresó y dijo:

—Calle Lysvik, ¿te dice algo?

Aquello no le decía nada a Martin Beck, pero Rhea se volvió a mezclar en seguida en la conversación.

—Está en Färsta —dijo—, pero llegar hasta allí es un jaleo, porque las calles van de cualquier manera. Dile que se ponga en la misma esquina y estaré allí dentro de veinte minutos.

—¡Ya lo oigo, ya lo oigo! —exclamó Nöjd.

Rhea acabó de ponerse las botas rojas de goma, se abrochó el abrigo y abrió la puerta.

—¡Y tócate las narices o lo que quieras, pero no metas los dedos en los mandos del horno! —ordenó a Martin.

—¡Qué mujer tan discreta! —rió Nöjd—. ¿Cómo se llama?

—Pregúntaselo tú mismo —dijo Martin Beck—. Hasta luego.

Rhea tenía una vieja furgoneta Volvo, con la que solía atemorizar a conductores y viandantes. Aquel coche, al que mucha gente poco refinada solía llamar tractor o apisonadora, parecía ser un gran acierto mecánico, porque no fallaba nunca ni se averiaba. La fábrica, como es muy natural, había dejado de producir aquel modelo y Rhea acostumbraba a decir que aquél era un signo, entre otros muchos, de que el capitalismo sólo obedece a sus propias leyes.

Al cabo de exactamente cuarenta y cuatro minutos regresó con Nöjd. El resultado de su encuentro había sido óptimo, al parecer, porque Martin Beck les oyó reírse y hablar por los codos ya en el ascensor.

Después, ella se quitó el abrigo, miró el reloj y salió disparada hacia la cocina.

Nöjd examinó el apartamento y finalmente dijo:

—No está mal para ser Estocolmo.

Y luego:

—¿Qué ha pasado, en realidad, hoy? Como policía en una ciudad como ésta, uno no se entera de nada; se queda allí de pie y embobado, en el lugar que te ordenan vigilar.

Tenía razón; en situaciones como aquélla, el policía de a pie sabía tanto como un soldado raso en el campo de batalla, es decir, absolutamente nada.

—Ha sido una chica la que ha matado al primer ministro; se había escondido en la iglesia, y la policía de seguridad, que era la que había de inspeccionar la zona, tuvo un descuido.

—No quiero decir que yo me contara entre sus admiradores —dijo Nöjd—, pero la cosa parece absurda, porque van a poner a otro igual que él dentro de media hora.

Martin Beck asintió, y seguidamente preguntó:

—¿Ha ocurrido algo en Anderslöv?

—Muchas cosas —dijo Nöjd—, pero sólo cosas divertidas. Kalle y yo salvamos la tienda de comestibles; alguien quiso meterse en la tienda a robar, pero en una pelea contra dos tipos tan cuadrados como el cura y el jefe de la policía, los cacos siempre salen perdiendo.

—¿Y qué tal está Folke Bengtsson?

—Creo que bien, como siempre; en cambio, parece ser que fue algún chiflado de Estocolmo y compró la casa de Sigbrit para tenerla como residencia de veraneo, imagínate. Y luego pasó algo curioso con Bertil Maard.

—¿Qué?

—Tenía que preguntarle un par de cosas sobre inmobiliarias y esas cosas, y resultó que el tío se había vendido casas, locales y hasta el último clavo, y había vuelto al mar. Alguien dijo que alguien se lo había aconsejado. Me gustaría saber quién fue.

Martin Beck no contestó. El consejero había sido él.

—Bueno, y luego escribimos cartas en inglés a todas partes y por fin recibimos un día una carta muy finolis de un armador de Taipeh, en Taiwan, en la que se decía que el capitán Maard había sido contratado cuatro meses antes en Liberia, y que era ahora comandante del barco
MS Taiwan Sun,
que estaba haciendo la ruta entre Sfax y Botafogo, con un cargamento de esparto. Ahí me rendí, pero me preocupa una cosa: Maard era un borracho empedernido y no podía obtener un certificado de buena salud. ¿Cómo puñeta se las apañó para ser capitán de un barco transatlántico?

—Si pones quinientos dólares debajo de la nariz del médico adecuado en Monrovia, te pueden dar un certificado de buena salud aunque tengas una pierna de madera y un ojo de cristal, todo a la vez —explicó Martin Beck—. Lo único que me sorprende es que esto no se le ocurriera a él mismo un poco antes.

—Él mismo... —repitió Nöjd con picardía—. O sea que fuiste tú quien le...

Martin Beck asintió y Nöjd prosiguió:

—Luego hubo una serie de cosas en torno al asesinato que me sorprendieron, si no te lo has de tomar a mal. Se dijo, por ejemplo, que como se llamase tuvo un infarto y murió cuando la policía fue a buscarle.

—¿Sí?

—¡Pero a uno no le da un infarto así, por encargo! —exclamó Nöjd—. Cuando más tarde tuve ocasión de conocer al médico de aquel tipo en Trelleborg, resultó que tenía una lesión grave de corazón. No podía fumar ni beber café, y no podía subir escaleras ni ponerse nervioso. En realidad ni siquiera podía jo...

Rhea entró en la habitación y Nöjd guardó silencio.

—¿Qué era lo que no podía? —preguntó ella.

—Joder —dijo Nöjd.

—¡Pobre hombre! —exclamó Rhea y volvió a la cocina.

—Y otro detalle —prosiguió Nöjd—: cuando le robaron el coche, no estaba cerrado y las puertas del garaje estaban abiertas. ¿Por qué? Naturalmente, porque él confiaba en que alguien le robase el coche, ya que sabía que era una prueba en el caso Sigbrit Maard. O sea que el coche había estado allí desde el asesinato, pero no antes. Si no llega a ser por la fiera de su mujer, estoy seguro de que ni siquiera hubiera denunciado el robo del coche.

—Tú tendrías que estar en la comisión nacional de homicidios —dijo Martin Beck.

—¿Quién, yo? ¡Estás loco! ¡Nunca más quiero saber nada de eso, te lo juro!

—¿Quién ha sido el que ha dicho «la fiera de su mujer»? —gritó Rhea desde la cocina.

—¿No será una de esas del trapo rojo? —preguntó Nöjd en voz baja.

—No lo creo —contestó Martin Beck—, aunque a veces lleva trapos rojos, me refiero a vestidos, claro.

—¡He sido yo! —gritó Nöjd.

—Bueno —admitió Rhea—, mientras no vaya por mí. La comida está lista. A la cocina en seguida, antes de que se enfríe.

A Rhea le encantaba preparar la comida, especialmente para ella o para gente sin demasiadas pretensiones. En cambio, le fastidiaban los invitados que eran capaces de meterse cualquier cosa entre pecho y espalda, sin distinguir nada y sin hacer ningún comentario.

El inspector de policía de Anderslöv era el invitado ideal. Era un genio en la cocina y saboreaba minuciosamente las cosas antes de pronunciarse, y cuando decía algo, siempre era algo positivo.

Cuando lo metieron en un taxi en el puente de Skepp, un par de horas más tarde, Nöjd parecía más contento que unas pascuas.

El viernes 22 de noviembre, Herrgott Nöjd volvía a ocupar su puesto en la calle Svea, frente a la biblioteca. Cuando pasó por allí la comitiva, Martin Beck levantó la mano para saludarle y Gunvald Larsson le dijo de mal humor:

—¿Es al cazador de alces a quien saludas?

Martin Beck asintió.

Él y Gunvald Larsson se habían jugado a cara o cruz quién iría a la cena de gala la noche anterior, y, por una vez, Martin Beck había tenido suerte, lo que también significó que Herrgott Nöjd cenase bien aquella noche.

La recepción en el patio de Caballerizas había sido una ceremonia siniestra, pero tanto el senador como el nuevo primer ministro, investido a toda prisa, habían aguantado el tipo. Ambos, en sus respectivas alocuciones, se habían referido al «trágico episodio», pero ninguno de los dos había ido más lejos. Por lo demás, los discursos de uno y otro versaron sobre los temas manidos de la amistad, la voluntad de paz y el respeto mutuo e igualitario.

Gunvald Larsson llegó a pensar que ambos mandatarios habían confiado la redacción de sus discursos al mismo amanuense.

La protección personal de Möller no había dejado en aquella ocasión ningún cabo suelto, y no se vio allí a ningún miembro del batallón de GE. La mayoría estaban de servicio en algún lugar, y algunos tenían el día libre, pero el único que, según su propia y personal manera de entenderlo, trabajaba, era Richard Ullholm. Estaba sentado en la cocina de su casa escribiendo. En total, redactó once denuncias dirigidas a la oficina popular del ministerio de Justicia, un resultado sobre el que se sentía muy orgulloso. En la mayor parte de los casos, se limitó a formular denuncias por negligencia, incompetencia y comunismo, pero en su denuncia contra Martin Beck fue más allá al indicar que él mismo había sido objeto de injurias graves por su parte. Ullholm era ya inspector de policía, y, como tal, no podía tolerar que alguien le dijera que dejase de chillar, cualquiera que fuese el grado que esa persona ostentara.

Gunvald Larsson pasó la velada sumido en un mutismo total y una absoluta tristeza, y sólo se pronunció en una ocasión. Observó el enorme bulto bajo la americana de Cara de Piedra, y le dijo a Eric Möller, que en aquel momento se encontraba en el guardarropa:

—¿Desde cuándo puede circular armado ese tipo en un país extranjero?

—Permiso especial.

—¿Permiso especial? ¿Concedido por quién?

—El responsable ya no está con vida —contestó el impasible Möller.

El jefe de la SÄPO se alejó, y Gunvald Larsson se quedó sumido en vacilaciones. Sus conocimientos jurídicos no eran muy extensos, y empezó a pensar hasta qué punto los permisos concedidos por personas muertas para cometer actos ilegales podían considerarse válidos, y en tal caso para cuanto tiempo. No obtuvo ninguna respuesta a esa cuestión, y al cabo de un rato volvió a la realidad y empezó a compadecerse del hombre de la cara de piedra.

«¡Qué mierda de trabajo! —pensó—. Sobre todo, cuando tiene que ir por el mundo con un cigarro apagado en los morros.»

La sonrisa del senador lució con sordina, igual que toda la ceremonia en sí, y el acto terminó bastante temprano, a pesar de lo cual Gunvald Larsson no llegó a su casa de Bollmora antes de la una y media de la madrugada. Se duchó, se puso un pijama recién lavado, se acostó, leyó media página de Jul. Regis y se durmió.

A aquellas horas, el senador llevaba ya casi hora y media durmiendo al amparo de la seguridad de la embajada. Cara de Piedra también descansaba, tras haber colocado ordenadamente el cigarro, el cañón y una lata de cerveza sobre la mesilla de noche.

A la mañana siguiente se especuló abundantemente sobre la posibilidad de si el rey ofrecería o no el almuerzo previsto. Podía tranquilamente anularlo en atención a los sucesos del día anterior, y por el hecho de que él acababa de llegar de su viaje oficial a Finlandia.

Pero en palacio nadie dijo nada, y el grupo especial participó en todo aquel complicado plan, concebido tan solo para la ocasión. Como el ayudante había dicho, el rey no tenía miedo; salió al patio de Logaard y dio personalmente la bienvenida al senador.

Lo único que parecía indicar que se habían producido contactos entre la corte y la delegación norteamericana era el hecho de que Cara de Piedra se quedó sentado en el interior del coche blindado que, después de apearse el senador para subir en solitario aquella escalera tan delicada desde el punto de vista de la seguridad, fue aparcado en el mismo patio de palacio. Cuando Martin Beck pasó por su lado, le vio a través de los cristales azulados, y estaba abandonando el cigarro para sacar una lata de Budweiser y algo que parecía una fiambrera.

Aparte de ese pequeño detalle, no ocurrió nada imprevisto. El almuerzo era una iniciativa particular del rey y lo que allí dentro se dijo o se hizo no transcendió al exterior. La razón por la cual el guardaespaldas tuvo que tomar un almuerzo frugal metido en el coche, era, probablemente, que el rey no quería estar sentado al lado de gente armada con artillería pesada, punto de vista que Martin Beck comprendía perfectamente.

Las manifestaciones frente al palacio fueron insignificantes, comparadas con lo que se había dispuesto, y en el encuentro en el patio de Logaard tampoco fueron muchos los que gritaron «Queremos ver a nuestro rey» y «Yankee go home».

El factor tiempo fue importante para la policía, especialmente para Gunvald Larsson, que, junto con el jefe de la policía de orden público, estaba al mando de las fuerzas móviles de la protección a distancia. Gunvald Larsson miró repetidas veces el reloj y comprobó que el programa se cumplía sorprendentemente al minuto. Los personajes de la alta política y de la vida oficial solían ser gentes amigas de atenerse a los horarios convenidos, y ni el monarca ni el senador se desviaron un minuto del horario previsto. El senador accedió por la escalera norte al patio de Logaard en el momento preciso, y el rey estaba también en su sitio. Se dieron la mano y entraron por la puerta oriental del palacio, tal como estaba previsto. Malas lenguas aseguraban que el rey era disléxico y no sabía deletrear —corría el avieso rumor de que en una ocasión había escrito «monraca» en lugar de «monarca»—, pero en cambio nunca fallaba a la hora de cumplir con sus citas, a las que siempre llegaba con un mínimo de treinta segundos de antelación.

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