Los terroristas (45 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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El coche que alquiló era una marca corriente, concretamente un Opel Rekord; era verde y la matrícula tenía la combinación de letras FAK 311. Con toda seguridad, se había dado prisa en cambiar la matrícula. Había dado el nombre de Andrew Black y no había tenido más remedio que dejar constancia de una dirección; en eso había demostrado conocer poco la red viaria de Estocolmo, pues dio un número de una calle de la zona de Tanto, es decir, el mismo barrio en el que tanto él como los japoneses vivieron. Lo más seguro era que se tratase de una dirección falsa, pero fue suficiente como para que Skacke y Rönn tuvieran que utilizar ocho días más visitando piso por piso, preguntando por el coche y mostrando la famosa fotografía.

El método era infalible, y pronto dieron con algo.

—Perdón, señora, ¿no habrá usted visto por casualidad a este hombre? —dijo Benny Skacke, como había hecho unas ochocientas cincuenta veces antes, mientras mostraba su placa de identificación.

—¡Ya lo creo! —contestó la mujer que abrió—. Tenía un coche verde y vivía en esta casa, doce pisos más arriba, junto con dos japoneses, que, por cierto, todavía siguen ahí: uno pequeño y otro grandullón; pero él de la fotografía se marchó hace unas tres semanas. Eran todos muy amables y muy agradables cuando nos encontrábamos en el ascensor. Son hombres de negocios; el piso es de una empresa.

—O sea que los japoneses aún están —dijo Rönn.

—Sí, pero llevan mucho tiempo sin salir; además, trajeron un montón de cajas de comida, que compraron en el supermercado que hay junto a la parada del autobús. Yo creo que en su mayor parte eran conservas.

Aquella mujer pertenecía al tipo de las observadoras, o quizá sea mejor decir que era una curiosona empedernida. Skacke no pudo resistirse a preguntar:

—¿Podría usted decirme desde cuándo no se ve a ninguno de los japoneses fuera de la casa o en el ascensor?

—Desde el horrible asesinato de Riddarholmen.

La mujer se golpeó la frente con la palma de la mano y preguntó con gran expectación:. —¿No irán ustedes a decir...?

Y Rönn replicó en seguida:

—¡No, nada, en absoluto!

—Además, el autor del asesinato fue detenido en seguida —apuntó Skacke.

—¡Claro! —exclamó la mujer—. Además, aquella chica tampoco se hubiera podido disfrazar como dos japoneses, digo yo. —Y añadió—: Y sobre estos dos chinitos no se puede decir nada malo, la verdad, ni sobre el de la foto; la verdad es que era un señor muy discreto.

Habían pasado diecisiete días desde el atentado y el magnicidio, y en el cuartel general de investigación tenían en aquellos momentos dos problemas serios encima de la mesa: ¿Seguía Heydt en el país o había logrado desaparecer? ¿Cómo habría que arreglar la cuestión de los dos japoneses, que seguramente estaban armados hasta los dientes y que probablemente tenían orden de ofrecer resistencia hasta el final, y en último caso saltar por los aires ellos y los que vinieran a detenerles, antes de entregarse voluntariamente?

—Voy a atrapar a esos cabrones vivos —aseguró Gunvald Larsson, lanzando una mirada siniestra hacia la ventana.

—¿Crees tú que eso era todo el grupo terrorista? —preguntó Skacke—. ¿Esos dos y Heydt?

—Probablemente eran cuatro —contestó Martin Beck—, y el cuarto ya debe de haberse largado.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Skacke.

—No lo sé —confesó Martin Beck.

Muchas veces acertaba en sus pronósticos, aunque muchos lo calificaban de intuición, pero, según el propio Martin Beck, la intuición no tenía ninguna importancia en el trabajo policial práctico, e incluso dudaba de que existiese semejante potestad.

Einar Rönn se hallaba en la zona de Tanto, en un apartamento al que la policía había logrado acceder mediante la violencia o al menos valiéndose de amenazas y a base de ofrecerle al inquilino habitual pensión completa en uno de los hoteles más lujosos de la ciudad.

Se ocultaba de la visión exterior detrás de unas cortinas que resultaban opacas siempre y cuando no se encendiera ninguna luz detrás de ellas, cosa que no hizo. Rönn no fumaba, y el paquete de cigarrillos daneses de la marca Prince, medio vacío, que llevaba en el bolsillo de la americana desde hacía varios años sólo lo utilizaba para hacerle un favor a algún fumador empedernido.

En el plazo de seis horas había visto a los japoneses en dos ocasiones, gracias a sus prismáticos de largo alcance. En ambas ocasiones iban provistos de metralletas, y Rönn se hizo la silenciosa reflexión de que no se parecían en absoluto entre sí, y que el viejo mito de que los coreanos y chinos y otras gentes de por allí eran todos iguales, era simple y llanamente un mito, muy parecido al que se aplicaba a los lapones o a los gitanos.

La distancia entre las casas era de unos cuatrocientos metros, y si Rönn hubiera sido un buen tirador, cosa que no era, y hubiera dispuesto de un buen fusil de tiro rápido provisto de mira telescópica, hubiera podido dejar fuera de combate a uno de los hombres, el más grandote, que se acercó el primero a la cortina.

Pasadas diez horas, Rönn fue relevado; en aquellos momentos se sentía profundamente cansado de toda aquella historia.

Benny Skacke, que fue quien le relevó, no estaba muy contento con sus instrucciones.

—Gunvald Larsson dice que los hemos de pillar vivos —dijo disgustado—, pero ¿cómo lo vamos a hacer?

—Sí, es que a Gunvald no le gusta que haya muertos —contestó Rönn bostezando—. ¿No estuviste en aquel tejado de la calle Dala, hace casi cuatro años?

—No, entonces yo trabajaba en Malmö —dijo Skacke.

—Malmö —dijo Rönn—, la ciudad en la que incluso los intendentes de la policía están corrompidos, y donde la propia policía robaba informes confidenciales. Repugnante, ¿verdad? —Y en seguida añadió—: Bueno, no he querido decir que tú tuvieras algo que ver con todo ello; no, tú está claro que no.

Se puso la gabardina y se dirigió a la puerta de salida; luego dijo:

—Y no toques las cortinas.

—No, claro.

—Y si ocurre algo importante, llama en seguida al número que está anotado en ese papel, y te pondrán directamente con Beck o con Gunvald.

—Que duermas bien —le deseó Skacke.

Y él se dispuso a pasar diez horas de vigilancia probablemente inútil.

Al parecer, los japoneses se acostaban, pero una luz quedaba siempre encendida, lo que quería decir que seguramente dormían por turnos. Esto fue lo que supuso Benny Skacke al principio, y fue al filo de la media noche cuando vio por primera vez a uno de los dos, el más pequeño, que con muy mala luz descorrió las cortinas y examinó los alrededores. Por lo visto, no encontró nada interesante, pero Skacke tenía un buen anteojo nocturno y pudo ver claramente la metralleta, que se apoyaba en el antebrazo derecho del hombre. Skacke pensó que los dos se veían obligados a vigilar en dos direcciones, mientras que la policía se podía concentrar en cubrir uno de los lados de la casa, donde se hallaban la puerta principal y las entradas del sótano.

Al cabo de un rato, Skacke pudo ver a un grupo de gamberros que avanzaban por entre los pasillos que separaban las casas rompiendo los globos de cristal del alumbrado hasta que la zona quedó a oscuras. La pandilla estaba compuesta de chicos y chicas, pero a aquella distancia era difícil saber quién era qué. Uno de los japoneses, de nuevo el pequeño, miró para ver qué estaba ocurriendo, y aquello fue lo último que supo de ellos en toda la noche.

Cuando Rönn llegó a las siete de la mañana, Skacke dijo:

—He visto a uno de ellos dos veces; iba armado, pero se parecía mucho a cualquiera de nuestros gamberros.

Rönn meditó unos instantes sobre la palabra «gamberro»; estaba seguro de no haberla oído desde que el mariscal Mannerheim hablaba por la radio, y de aquello hacía mucho tiempo.

Benny Skacke salió, y Einar Rönn ocupó su lugar tras las cortinas.

En la comisaría de la calle Kungsholm no estaban más divertidos. Fredrik Melander se había ido a casa poco después de medianoche, pero vivía en las cercanías y se le podía llamar fácilmente; quizá con algunas dificultades, pero cabía hacerlo.

Martin Beck y Gunvald Larsson se quedaron hasta bastante más tarde de que empezara aquel triste, deprimente y plúmbeo amanecer, y rebuscaban entre fotocopias, planos de casas, dibujos y mapas de la zona de Tanto, sumidos en profundas cavilaciones.

Justo antes de marcharse, Melander había hecho un comentario:

—Y es una casa normal con escalera interior de incendios, ¿no es así?

—Sí, eso es —respondió Gunvald Larsson—, ¿y qué?

—¿Y la escalera de incendios da al apartamento, no es así?

Entonces le tocó a Martin Beck preguntar:

—¿Y qué?

—Resulta que tengo un cuñado que vive en una de esas casas —explicó Melander—, y sé cómo están construidas. Cuando tuve que ayudarle a colocar un espejo de pared, uno de esos grandotes, se derrumbó la mitad de la pared hacia la escalera de incendios, y el resto de la pared se cayó en la salita del vecino.

—¿Y qué le pareció esto al vecino? —preguntó Gunvald Larsson.

—Tuvo una buena sorpresa. Estaba mirando la tele, la liga inglesa.

—¿Quieres decir...?

—Quiero decir que es algo a tener en cuenta, especialmente si hemos de sorprenderles desde tres o cuatro puntos diferentes.

Y después, Melander se marchó, visiblemente inquieto por su imprescindible sueño nocturno.

Mientras duró la calma en la calle Kungsholm, Martin Beck y Gunvald Larsson empezaron a transformar la historia de Melander en algo que, con un poco de buena voluntad, podía llamarse el embrión de un plan.

—Estarán de cara a la puerta, sobre todo porque sólo hay una —dijo Martin Beck.

—¿Por qué?

—Esperarán que alguien irrumpa de golpe: por ejemplo, tú mismo, con un montón de policías pegados a los talones; si entiendo bien los métodos de estos tipos, procurarán matar a todos los que puedan; luego, cuando ya no les quede ninguna esperanza, se harán volar a sí mismos por los aires, confiando en llevarse a algunos de nosotros como propina.

—¡Uf! —dijo Gunvald Larsson.

—Habrá que reclutar a mucha gente para el nuevo cuartel general de ahí arriba, como decía Kollberg.

—Pues voy a atraparlos con vida —aseguró Gunvald Larsson sombrío.

—¿Pero cómo? ¿Vamos a dejarles morir de hambre?

—¡Buena idea! —exclamó Gunvald Larsson—, Y entonces les enviaremos al director general vestido de Santa Claus el día de Nochebuena, con una gran fuente de arroz con leche; para entonces, estarán tan agotados que se rendirán en seguida, sobre todo si aparece simultáneamente Malm con doce helicópteros y trescientos cincuenta hombres con perros, escudos y chalecos antibalas.

Martin Beck estaba apoyado en la pared, con un codo sobre el archivador metálico.

Gunvald Larsson se sentaba ante su escritorio y se hurgaba los dientes con el abrecartas.

Durante la hora siguiente, ninguno de los dos apenas dijo palabra.

Benny Skacke era un buen tirador, y había tenido ocasión de demostrarlo, no sólo en la cancha de tiro, sino también durante el trabajo. Si hubiera sido cazador de cabezas, habría podido añadir a su colección de trofeos una fea cabezota que un día perteneció a un libanés, considerado como uno de los diez hombres más peligrosos de la época. En la sala tenía su rifle, un Browning High Power Rifle Medaillon Grade 458 Magnum.

Por añadidura, tenía muy buena visión nocturna; a pesar de ser noche cerrada y de mostrarse los japoneses muy parcos en la iluminación, vio que se disponían a comer. La cena era, por lo visto, un asunto ritual. Se vistieron de blanco, con algo así como quimonos, y se sentaron, o lo que fuera, de rodillas, uno a cada lado de un mantel cuadrado, al parecer provisto de platos y pequeños cuencos.

Procedieron con gran calma y tardaron bastante, pero descubrió que cada uno tenía su metralleta con un cargador de reserva al alcance de la mano.

Skacke estaba seguro de poder alcanzarles antes de que pudieran reaccionar y esconderse, o devolver los disparos.

Pero ¿y luego qué? ¿Cuáles eran sus instrucciones? Benny Skacke, muy a pesar suyo, abandonó la idea del tiro de precisión y miró con tristeza hacia la oscuridad exterior.

Martin Beck y Gunvald Larsson tenían ante sí un hueso duro de roer, pero primero deberían dormir algunas horas, así que fueron a echarse en sendas celdas desocupadas de la comisaría, y dieron orden de que no se les molestase, a no ser que apareciera un asesino de masas o algún otro autor de delitos monstruosos.

Poco antes de las seis estaban nuevamente en pie, y, como primera medida práctica, Gunvald Larsson llamó a casa de Rönn, que se acababa de despertar y estaba un poco espeso.

—Einar, no hace falta que vayas hoy a Tanto.

—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Tenemos que hablar contigo aquí.

—¿Y quién irá a relevar a Skacke?

—Ya lo harán Strömgren o Ek; tampoco es una misión tan difícil.

—¿Cuándo queréis que vaya?

—Tan pronto como hayas leído el periódico y hayas tomado el café o lo que tomes ahora por las mañanas.

—Bueno, bueno, de acuerdo.

Gunvald Larsson colgó y miró largamente a Martin Beck.

—Con tres hombres será suficiente —dijo—: uno desde el balcón, otro por la puerta y otro en la escalera de emergencia.

—A través de la pared.

—Exacto.

—A ti se te da bien atravesar puertas cerradas —dijo Martin Beck—, pero ¿qué tal con las paredes?

—Exacto, no puede ser. El que tenga que atravesar la pared habrá de disponer de una taladradora neumática con sordina. Ya que de todos modos habrá ruido que, aunque no sepan lo que es, les llamará la atención, también estarán pendientes de la puerta, y creo que el que tiene mejores posibilidades es el que entre por el balcón.

—¿Tres hombres?

—Sí, ¿no te parece a ti también?

—Sí, pero ¿cuáles?

—Dos están clarísimos —dijo Gunvald Larsson.

—Tú y yo.

—La idea es nuestra, y es difícil de llevar a cabo. ¿Podemos dejar la responsabilidad en manos de alguien más?

—No creo. Pero ¿quién...?

—Skacke —dijo Gunvald Larsson, aunque dubitativo.

—Es demasiado joven —repuso Martin Beck—, tiene críos pequeños y está trabajando duro para hacer carrera en el oficio; aparte de esto, todavía no tiene demasiada experiencia, especialmente en cuestiones prácticas. No podría resistir verle morir en ese piso, como vi morir a Stenström en el autobús.

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