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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (21 page)

BOOK: Los terroristas
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Cuando hubo encendido el cigarrillo vertió té en las tazas y dijo:

—Han dicho que querían hablarme de mi hija. ¿Le ha ocurrido algo?

—Que nosotros sepamos, no —respondió Martin Beck—. ¿Dónde está?

—La última vez que supe algo de ella estaba en Copenhague —dijo Hellström.

—¿Y qué hacía allí? —preguntó Aasa—. ¿Trabajaba?

—No lo sé exactamente —dijo Hellström, y miró el cigarrillo que sostenía entre sus dedos morenos.

—¿Cuándo fue eso? —inquirió Martin Beck—. Quiero decir cuándo supo de ella.

Hellström tardó en contestar.

—En realidad, no sé absolutamente nada de ella, porque no da ninguna señal de vida —explicó—, pero hace algún tiempo estuve allí y pude verla; fue en primavera.

—¿Y a qué se dedicaba entonces? —preguntó Aasa—. ¿Ha conocido a algún chico allí?

Hellström sonrió con amargura.

—Sí, quizá sí —dijo—, pero no solamente a uno, me parece.

—¿Quiere usted decir que...?

—Hace de puta, sí —le interrumpió él.

Más que decirlas, escupió las palabras, y prosiguió:

—Hace la calle, vive de eso. Allí me ayudaron los de la asistencia social a dar con ella; estaba totalmente depauperada, y de mí no quiso saber nada. Yo intenté traérmela a casa, pero se negó en redondo.

Hizo una pausa y jugueteó con el cigarrillo.

—Pronto cumplirá veinte años; así que nadie le puede impedir hacer su vida —dijo.

—¿La tuvo que criar usted solo, no es así?

Martin Beck permanecía silencio y dejaba que Aasa llevara la conversación.

—Sí, mi mujer murió cuando ella sólo tenía un mes. Entonces no vivíamos aquí, sino en la ciudad.

Aasa asintió y él continuó:

—Mona se quitó la vida, y el médico dijo que se trataba de una especie de depresión después del parto. No entendí nada. Claro que me daba cuenta de que estaba deprimida, pero más bien creía que se trataba de inquietud por el dinero y por el futuro y por todo, porque habíamos tenido un crío.

—¿En qué trabajaba usted entonces?

—Era vigilante del cementerio. Entonces tenía veintitrés años, pero no había tenido ningún tipo de formación. Mi padre era empleado de la limpieza, basurero para entendernos, y mi madre hacía faenas de vez en cuando. A mí, sólo me preocupaba encontrar cualquier trabajo lo antes posible, en cuanto hube terminado la escuela básica. Trabajé de mozo de recados y en almacenes y cosas así; íbamos muy mal y yo tenía un montón de hermanos menores, así que necesitábamos dinero.

—¿Cómo se hizo jardinero?

—Trabajaba de mozo en una jardinería en Svartsjölandet, y el dueño era un tipo amable y me dejaba ir a clase; también me costeó el carnet de conducir; tenía un camión, en el que yo llevaba verduras y frutas al mercado de Klarahallen.

Hellström dio una chupada al cigarrillo y lo apagó en el cenicero.

—¿Cómo se las arreglaba para cuidar de su hija y trabajar al mismo tiempo?

Martin Beck bebió un sorbo de té y siguió escuchando la conversación.

—Hice lo que pude —contestó Hellström—, Cuando era pequeñita me la llevaba a todas partes, y luego, cuando empezó a ir a la escuela, se tuvo que apañar sola por las tardes. Ya sé que no era una educación perfecta, pero no tenía otra elección. —Bebió un sorbo de té y añadió con amargura—: Los resultados se vieron luego.

—¿Cuándo vino usted aquí, a Djursholm? —preguntó Aasa.

—Me dieron este trabajo hace diez años: vivienda gratis a cambio de cuidar el jardín. Y luego me ofrecieron trabajo como jardinero en otras casas, y nos iba bastante bien. Creí que sería bueno para Kiki vivir en este ambiente, con la escuela de aquí y compañeros de buenas familias, pero no siempre lo tuvo fácil; todos sus compañeros de clase tenían padres ricos que vivían en mansiones elegantes y enormes, y ella se avergonzaba de nuestra situación. Nunca trajo a nadie a casa.

—La familia Petrus tiene una chica más o menos de la misma edad. ¿Eran buenas amigas? A fin de cuentas, eran vecinas.

Hellström se encogió de hombros.

—Incluso iban a la misma clase, pero no se veían nunca fuera de la escuela. La hija de Petrus miraba a Kiki por encima del hombro, con desprecio; bueno, y el resto de la familia lo mismo.

—¿Usted también era chófer de Petrus, no?

—En realidad, no era mi trabajo, pero a menudo le llevaba en el coche. Cuando la familia Petrus vino a vivir aquí me emplearon como jardinero, y nunca se habló de hacer de chófer.

—¿Adónde solía llevar al director Petrus?

—A la oficina o a otros recados en la ciudad. Y también algunas veces, cuando él y la señora iban a alguna fiesta.

—¿Le llevó alguna vez a Rotebro?

—Alguna vez, quizá tres o cuatro.

—¿Qué opinaba del director Petrus?

—Nada en especial; la verdad, era simplemente uno de mis patronos.

Aasa meditó unos instantes y dijo:

—¿Trabajó usted seis años para él, no?

Hellström asintió.

—Sí, más o menos; desde que se hicieron esa casa.

—Entonces habrá usted charlado bastante con él; por ejemplo, cuando iban en coche.

Hellström meneó la cabeza.

—Nunca hablábamos en el coche; si acaso, hablábamos sobre todo de lo que había que hacer en el jardín y cosas por el estilo.

—¿Sabía usted la clase de películas que hacía el director Petrus?

—No he visto ninguna; casi nunca voy al cine.

—¿Sabía usted que su hija había hecho algunas de esas películas?

Hellström sacudió de nuevo la cabeza.

—No —replicó escuetamente.

Aasa le miró, pero no encontró su mirada. Tras unos segundos, el hombre añadió:

—¿Como actriz?

—Salió en una película pornográfica —explicó Aasa.

Hellström le lanzó una mirada fugaz y dijo:

—No, eso no lo sabía.

Aasa lo contempló un rato y dijo:

—Usted debía de estar muy unido a su hija, más que la mayoría de los padres; y ella a usted, dado que no tenían a nadie más.

Hellström asintió.

—Sí, sólo estábamos los dos. Al menos cuando era pequeña, ella era la única razón de mi vida. —Se incorporó y encendió otro cigarrillo—. Pero ya es mayor y hace lo que quiere; no pienso volver a meterme en su vida nunca más.

—¿Qué hizo aquella mañana, cuando el director Petrus fue asesinado?

—Supongo que estaba aquí —dijo Hellström.

—¿Sabe qué día fue, verdad? Jueves, seis de junio.

—Acostumbro a estar aquí y empiezo a trabajar muy temprano, o sea que aquel día fue como cualquier otro para mí.

—¿Puede alguien atestiguar que estaba usted aquí? ¿Alguno de sus otros patronos, quizá?

—Eso no lo sé. Mi trabajo es bastante independiente, y mientras tenga las cosas a punto nadie se mete en si voy o en si vengo, ni a qué hora hago las cosas, pero en general empiezo a las ocho.

Después de unos segundos añadió:

—No fui yo quien lo mató; no tuve ocasión de hacerlo.

—Quizá no —admitió Martin Beck—, pero sería realmente positivo que alguien pudiera testificar que estaba usted aquí la mañana del seis de junio.

—No sé si alguien podrá hacerlo; yo vivo solo, y, si no estoy en el jardín, me quedo en el taller, porque siempre hay algo que arreglar.

—A lo mejor podemos hablar con alguno de sus patronos, o cualquier otra persona que le hubiera visto aquella mañana —dijo Martin Beck—, Es para estar más seguros, ¿comprende?

Hellström se encogió de hombros.

—Hace tanto tiempo —dijo—, que no puedo recordar qué hice exactamente aquella mañana.

—No, no, no es fácil —admitió Martin Beck.

—¿Qué pasó en Copenhague, cuando fue a ver a su hija? —preguntó Aasa.

—Nada especial —dijo Hellström—; vivía en un pequeño apartamento en el que recibía a sus clientes. Me lo dijo tal como suena. Me habló de una película en la que tenía que trabajar, y dijo que aquello era sólo momentáneo, y también que hacer de puta no le disgustaba, ya que le proporcionaba buen dinero. Dijo que creía que pronto lo dejaría, en cuanto le dieran aquel trabajo en la película. Me prometió escribirme, pero desde entonces no he vuelto a saber nada. Me mandó a paseo al cabo de una hora y me dijo que no quería venir conmigo a casa, y que lo mejor era que no fuera más a verla, y no pienso hacerlo, desde luego. Para mí está perdida para siempre; es cuestión de aceptarlo y basta.

—¿Cuánto hace que se fue de casa?

—Oh, se largó en cuanto terminó la escuela; vivía con amigos suyos en la ciudad. De vez en cuando venía a saludarme, pero no muy a menudo; después desapareció del todo y luego me enteré de rebote de que estaba en Copenhague.

—¿Sabía usted de su relación con el director Petrus?

—¿Relación? No, no tenían ninguna relación; quizá le diera algún papel en alguna película, pero, por lo demás, para él era simplemente la hija del jardinero, igual que para el resto de la familia. Yo comprendo que no quisiera vivir más en este ambiente cursi en el que a uno le miran por encima del hombro simplemente porque no tiene dinero.

—¿Sabe si hay alguien en la casa ahora? —preguntó Martin Beck—. Porque podría subir a preguntar si le vio alguien por aquí aquella mañana.

—No sé si están en casa —dijo Hellström—, pero puede ir a verlo. Lo que no creo es que se fijen mucho en lo que hago o dejo de hacer.

Martin Beck guiñó un ojo a Aasa y se levantó. Aasa sirvió un poco más de té en su taza y en la de Hellström, y se volvió a arrellanar en el sofá.

La señora de la casa estaba y a la pregunta de Martin Beck respondió, efectivamente, que en realidad ella no se fijaba en lo que hacía el jardinero mientras éste tuviera las cosas al día, tal como se esperaba de él. Aparte de esto, dijo que también trabajaba para otros y que iba y venía cómo le parecía.

Martin Beck atravesó el jardín en dirección a la casa de Hellström. Sabía que a Aasa se le daba bien lo de hacer hablar a la gente, y pensó que quizá se las arreglaría mejor con Hellström sin estar él delante.

Miró en el interior del garaje. Estaba casi vacío; había una manguera enrollada, un par de cubiertas de neumáticos y un bidón de gasolina de veinticinco litros. La puerta que conducía al taller estaba entreabierta, y la empujó y entró. En el banco de trabajo había sujeta una barandilla en la que Hellström estaba trabajando; a lo largo de una de las paredes se veían herramientas de jardín de diversos tipos, y sobre la mesa de trabajo otras herramientas colgaban de clavos y estantes. Justo a la puerta había un cortacésped de gasolina, y justo al lado, apoyadas en la pared, varias ventanas de invernadero con los marcos recién pintados. Martin Beck se detuvo ante el banco de trabajo y acarició con un dedo la superficie recién cepillada del listón de pino, cuando de repente vio algo que estaba medio escondido en un rincón, tras una pila de bolsas negras de plástico. Fue allí y sacó aquel objeto. Era una reja cuadrada, de fundición, con cuatro barras octogonales soldadas al marco. El espacio entre dos soldaduras en el marco indicaba que debían haber sido cinco barras en lugar de cuatro.

Levantó la reja y regresó a la casa de Hellström.

Aasa estaba sentada, tenía la taza de té en la mano y charlaba con Hellström cuando Martin Beck entró en la habitación. Cuando vio lo que llevaba en la mano dejó de hablar.

Hellström se volvió y miró a Martin Beck y luego a la reja.

—He encontrado esto en su taller —dijo Martin Beck.

—Es de la casa vieja que derribaron para que Petrus pudiera hacerse la suya. Pertenecía a una ventanuca del sótano. Pensé que podría usarla algún día y por eso la tengo ahí.

—Ya le encontró la utilidad, ¿no? —dijo Martin Beck.

Hellström no contestó. Se volvió hacia la mesa y aplastó cuidadosamente su cigarrillo.

—Falta uno de los barrotes —indicó Martin Beck.

—Ha faltado siempre —dijo Hellström.

Aasa se levantó y Martin Beck repuso:

—No lo creo. Yo creo que será mejor que nos acompañe, a ver si aclaramos esto.

Hellström permaneció un rato en silencio. Luego se levantó, fue al vestíbulo y cogió su chaqueta.

Salió delante de ellos a través de la verja, y aguardó junto al coche con gran calma, mientras Martin Beck metía la reja en el maletero.

Se sentó en el asiento posterior, junto a Martin Beck, y condujo Aasa. Ninguno de los tres dijo una sola palabra durante el trayecto hacia la comisaría.

10

Sture Hellström tardó todavía unas tres horas en reconocerse culpable del asesinato de Walter Petrus.

En cambio, no se tardó tanto en determinar que el barrote que faltaba en la reja que había encontrado Martin Beck en el taller de Hellström era el mismo que se había utilizado como arma homicida.

Ante esa evidencia, Hellström contestó que el barrote ya faltaba cuando él encontró la reja seis años atrás, y dijo que cualquiera podía haber encontrado la barra y habérsela quedado.

La investigación técnica realizada en el garaje de Maud Lundin, para averiguar algo sobre el espacio existente entre las cajas y la pared, había dado como resultado una leve marca de una hebilla muy parecida a la del cinturón de Hellström; además, un par de huellas poco claras e incompletas, pero exactamente iguales a las encontradas en el jardín, y que indudablemente pertenecían a las suelas de goma de las zapatillas de gimnasia que se hallaron en el armario de Sture Hellström. También se encontraron un par de hilos y fibras de tejido de algodón azul.

Mientras Martin Beck iba relatando estos hallazgos que relacionaban indefectiblemente a Sture Hellström con el crimen, éste iba negando sistemáticamente cuantas imputaciones se le hacían y fumaba un cigarrillo tras de otro.

Martin Beck había pedido té y cigarrillos, y Hellström rechazó la comida que se le ofreció.

Había empezado a llover de nuevo, y el rumor uniforme del agua contra las ventanas y la luz grisácea de la habitación llena de humo daban un ambiente intemporal y aislado a la estancia en la que ocurrían los hechos.

Martin Beck observó al hombre que tenía delante. Había intentado hablar con él de su infancia y de su adolescencia, de su lucha por la existencia de su hija y la suya propia, de sus sentimientos hacia su hija y de su trabajo; al principio, el hombre había contestado con una cierta rebeldía, luego pasó a los monosílabos y acabó por guardar silencio, con los hombros encogidos y la mirada clavada en el suelo.

Martin Beck permaneció en silencio y a la espera.

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