—El jefe del departamento de seguridad —dijo Malm.
—Sí, claro, éste no falla, como el jefe del departamento de orden público y el jefe de policía de Estocolmo.
Gunvald Larsson bostezó, más por incomodidad que por cansancio; cuando pensaba en el jefe de policía de Estocolmo, con sus corbatas de seda y los innumerables gilipollas bajo su presunto mando, siempre le acometía una especie de aburrimiento general, aparte de que también sentía un cierto temor interno.
El director general de la policía prosiguió:
—Vamos a necesitar grupos especializados de toda clase y habrá que pedir la ayuda del ejército y de la aviación, y a lo mejor también de la marina. Naturalmente, toda la responsabilidad de todo lo que suceda recaerá solamente sobre una persona: sobre mí.
Tan colosal responsabilidad no parecía hacerle sentir incómodo en absoluto. Se irguió ante la mesa e hizo el viejo gesto de apoyar las palmas de las manos sobre la mesa.
—O de lo que no suceda —señaló Gunvald Larsson.
—¿Qué quiere decir esto?
—Quiero decir la responsabilidad de lo que no suceda.
—Eres un tipo curioso, Larsson —dijo el director general—, pero sumamente divertido. —Siguió sus pensamientos y añadió con modestia—: Sobre mí, ya lo he dicho. A la reunión, dentro de dos horas, conviene indiscutiblemente que acuda Möller, el jefe local de la policía, el jefe del departamento de orden público y vosotros dos.
Hizo un vago gesto hacia Malm y Gunvald Larsson.
—Pero hay otra cosa —prosiguió—. A fin de poder tener bajo control todo lo que se haga, y coordinar desde el primer día todos los preparativos y todas las fuerzas, etcétera, conviene que haya un jefe operativo, un policía experto y un buen administrador, un hombre que pueda coordinar todas las fuerzas concentradas en esta operación de protección; un hombre que tenga estas características y además una agudeza de criminalista y algo de psicología. ¿Quién es ese hombre?
El director general de la policía miró a Gunvald Larsson, que asintió sin decir nada, como si la respuesta fuera ya un hecho.
Stig Malm se levantó automáticamente. Él creía que la respuesta era clarísima: ¿quién mejor que él podía reunir todas esas cualidades para encargarse de la misión? Él hecho de que tiempo atrás hubiera estado al frente de un caso con resultados catastróficos, no era más que mala suerte y una casualidad.
—Beck —dijo Gunvald Larsson.
—¡Justo! —exclamó el director general de la policía—. Martin Beck es nuestro hombre.
En su fuero interno pensó que valía la pena resaltar eso, sobre todo si algo salía mal. Pero añadió en voz alta:
—De todos modos, la responsabilidad última es mía.
No estaba mal, pero en seguida se le ocurrió una frase más rimbombante, que, aunque no llegó a pronunciar era: «Las últimas consecuencias hacen gravitar la espada de Damocles de la responsabilidad sobre mis hombros».
—¿Por qué no empiezas a llamar?
El director general miraba interrogativamente a Malm, que se engalló un tanto al decir:
—Beck tiene un caso, y en realidad es subordinado mío; pertenece a mi sección.
—Ah, qué bien, ¿así que la comisión nacional de homicidios se ocupa de un caso? Bueno, pero seguramente le sobrará tiempo, aparte de que esta comisión nacional me parece que desaparecerá pronto y para siempre.
Hacía algún tiempo que había un cierto interés en desmantelar aquella comisión nacional de homicidios. El principio del fin sería probablemente la mudanza desde Västberga hasta el formidable cuartel general de la policía de Kungsholmen, en Estocolmo, que debía realizarse durante el año mil novecientos setenta y cinco. El hecho de que se quisiera hacer desaparecer la comisión nacional de homicidios se debía, en parte, a las desorbitadas ambiciones centralizadoras y militarizantes, pero también a la corrosiva envidia que existe en todos los elementos oficiales suecos. A los de la comisión nacional de homicidios les iba todo demasiado bien, pues resolvían prácticamente todos los casos que se les presentaban, mientras una gran parte de la policía estatal aparecía como una colección de matones corrompidos e ignorantes, o como un rebaño de bobos uniformados con una dirección estúpida y desconsiderada; en cambio, la comisión nacional de homicidios rara vez ofrecía motivos de queja. La mayor parte de los criminalistas que trabajaban en ella eran reconocidos por todo el mundo y eran muy populares. La expresión «ahora vienen los de la comisión de homicidios» venía siendo una especie de garantía de seguridad desde hacía años. El personal de la sección lo constituían policías bien preparados, que casi siempre realizaban bien su labor, y la idea de que algunos pudieran emplear métodos inhumanos era impensable. De todos modos, no se podía generalizar ni por exceso ni por defecto, porque del mismo modo que había montones de imbéciles de uniforme en los cuerpos de policía de las grandes ciudades, dirigidos además por tipos violentos, sádicos y estúpidos, también existía una gran cantidad de hombres intachables que realmente intentaban desempeñar lo mejor posible un oficio difícil. No era fácil encontrar algo que echarle en cara a la comisión nacional de homicidios, pero, con el paso del tiempo, Martin Beck se había visto obligado alguna vez a pedir el traslado de alguno de sus colaboradores a otra zona en la que necesitaran gente.
—Pues yo tengo once casos —alegó Gunvald Larsson.
—Pero tú no estás en mi sección —repuso Stig Malm.
—No, gracias a Dios. O a quien sea.
Stig Malm logró hablar con todos en seguida, incluso con el jefe de la sección de orden público, que tenía dolor de garganta, cuarenta grados de fiebre y apenas podía hablar. A ese hombre se le consideraba menos eficiente, pero eso tenía poca importancia, porque el jefe de la policía de Estocolmo podría hablar por él, y así lo haría con toda seguridad llegado el caso.
Cuando salían del Sancta Sanctorum, Stig Malm y Gunvald Larsson intercambiaron algunas frases.
—Realmente, me has echado un cable ahí dentro —dijo Malm—, pero...
—¿Pero qué?
—¿Por qué lo has hecho?
—Porque me dabas lástima.
—Pero yo no te caigo bien, ¿no es así?
—Me caes como un saco de mierda —dijo Gunvald Larsson—, pero a uno también le pueden dar lástima los sacos, ¿no?
—Supongo que sí.
—Por cierto, tengo un consejo para ti.
—A ver, di.
—Que cultives tu sentido del humor.
—A propósito —dijo Malm, lleno de curiosidad—, ¿qué tal eran los burdeles allí?
—Todos a rayas rojas y blancas, igual que todo lo demás que hay dentro; al cabo de media hora de estar en uno de esos lugares, se te pone la verga igual, como si fuera un caramelo de feria.
—¿Y cuándo se marchan esas rayas?
—Nunca —contestó Gunvald Larsson—; seguramente, por eso allí no va nadie a las casas de putas.
Cada uno se marchó por su lado. Stig Malm iba meneando la cabeza pensativo.
—¡Será papanatas! —renegaba Gunvald Larsson—. ¡Vaya oficio para el que me he estado preparando durante cuarenta y cinco años!
Todo el mundo llegó puntualmente, excepto Möller. Stig Malm y Gunvald Larsson se saludaron y saludaron al director general de la policía sin demasiado entusiasmo, pero tampoco era la primera vez que se veían en aquel día tan poco ameno del mes de julio. Martin Beck también estaba presente, vestido con una chaqueta de tejano y unos pantalones arrugados, y el jefe de la policía de Estocolmo lucía la esperada corbata blanca de seda. A lo mejor estaba celebrando todavía el entierro del rey Gustavo VI Adolfo, el otoño pasado, aunque eso pareciera un exceso de celo monárquico.
Pero faltaba Möller.
Todos se habían sentado a la mesa de conferencias, cuando el director general se dio cuenta de su ausencia y pronunció la frase genial:
—¿Dónde está Möller?
—Seguramente está en secretaría, jugando a la ruleta rusa con las chicas —contestó Gunvald Larsson.
—Pues no podemos empezar sin él —dijo el director general—. Ya sabéis el jaleo que se arma cuando está el departamento de seguridad por en medio.
Eric Möller era el jefe del departamento de seguridad de la dirección general de policía, lo que la gente llamaba vulgarmente la SÄPO, pero no se sabía exactamente si él mismo se había dado cuenta de que era jefe. Lo de la policía de seguridad era en sí una cosa bien curiosa. En total daba trabajo a unas ochocientas personas, que se suponía que pasaban el tiempo haciendo dos cosas: primero, perseguir y apresar espías extranjeros, y luego desbaratar el trabajo de organizaciones y grupos que eran peligrosos para la seguridad del reino. Con los años se fue enredando este asunto, porque todo el mundo sabía que en realidad la única misión de la SÄPO consistía en registrar, perseguir y, en general, hacer la vida imposible a todo aquel que tuviera ideas socialistas. Cuando por fin la cosa llegó al extremo de que la policía empezó a meterse con los socialistas que pertenecían al partido socialdemócrata, el gobierno pseudosocialdemócrata se vio en apuros para aguantarse la máscara. Lo único que pudo hacer fue repetir, día tras día, que Suecia no tenía espías en el extranjero y que los registros por razones ideológicas no existían y que habían desaparecido —de hecho, se prohibieron por la ley en 1968—, pero pronto se vio que todas estas explicaciones eran falsas. Suecia tenía espías en el exterior, unos por cuenta del gobierno y otros por cuenta de terceros intereses, y la ley que prohibía los registros por razones ideológicas quedaba invalidada merced a sutiles disposiciones excepcionales. Estas actividades no las efectuaba directamente la policía de seguridad o el servicio secreto, sino que se producían a través de misteriosos despachos y algunas instituciones de tapadera, que dirigían la policía, el ejército y el gobierno en armoniosa unión. Cuando algunos de estos hechos atravesaban las nubes de humo que los ocultaban y se publicaban, el régimen reaccionaba de la manera desgraciadamente más esperable: valiéndose de la corrupción judicial se encerraba a los periodistas que habían destapado el maloliente pastel, mientras los miembros del gobierno continuaban mintiéndole a la gente con la mayor desfachatez. Luego, en los círculos más estrechos del poder, también unos mentían a los otros con igual descaro, de manera que había gente a la que le costaba creer que el jefe nacional de seguridad no supiera, exacta y detalladamente, de qué era jefe.
Treinta y tres minutos después de la hora prevista aterrizó Eric Möller en el despacho de la reunión. Si de verdad había estado jugando a la ruleta rusa, la cosa debía de haberle resultado bastante mal, porque el jefe de seguridad tenía la cara llena de sudor y respiraba con dificultad y resoplando. Tenía más o menos la misma edad que el resto de los presentes, aunque pesaba bastante más. Por otra parte, alrededor de su cabezota calva tenía una coronilla de pelo rojizo, y unas enormes orejas que llamaban poderosamente la atención.
A pesar de ser espía o contraespía, o lo que fuese, Eric Möller lo tenía difícil para disfrazarse.
Ninguno de los demás le conocía muy a fondo. Era un hombre bastante reservado, lo cual quizá fuese una deformación profesional, porque una cosa era segura: tenía que resultar una rareza y una continua pirueta lo de andar todo el día intentando averiguar si la gente era comunista en un país que por un lado disfrutaba de libertad de expresión y asociación, y en el que por otro lado era totalmente legal ser socialista, y además existía un partido comunista legalizado e instalado, aparte de otras tendencias que aseguraban estar más a la izquierda. Como remate, el partido capitalista del gobierno, cuando estaba en vena y se exaltaba, juraba una y otra vez en público ser socialista.
El único de los presentes que realmente despreciaba a Möller era Gunvald Larsson, que preguntó:
—¿Qué tal les va a tus comparsas de Ustasja? ¿Seguís teniendo reuniones para tomar el té en el jardín, los sábados por la tarde? ¿Y cómo es que Franco todavía no ha honrado a esos buitres con una habitación en el Ritz?
Eric Möller estaba demasiado cansado para poder responder.
El director general de la policía decidió abrir la reunión, contó lo de la visita del impopular senador el jueves veintiuno de noviembre, dijo que Gunvald Larsson traía consigo un material interesantísimo y muy instructivo, producto de su viaje de estudio, y continuó hablando del alto grado de dificultad de la empresa y de la enorme importancia que tenía para el prestigio de la policía. Luego hizo una relación de los específicos cometidos que iban a recaer sobre cada uno de los presentes.
«Lástima que no pude traerme aquella cabezota metida en un bocal con formol —pensó Gunvald Larsson—, porque entonces sí que hubiera sido un material interesante e instructivo.»
La noticia de que por primera vez en su vida iba a ser el jefe de un comando operativo sorprendió a Martin Beck en mitad de un bostezo, que procuró sofocar lo mejor que pudo.
—Perdón, un momento —dijo—, ¿estás hablando de mí?
—Precisamente de ti, Martin —confirmó el director general de la policía con afecto—, ¿qué es esto sino una investigación de homicidios preventiva? Por eso resultas tan adecuado. Tendrás todos los recursos: puedes disponer de quien quieras y distribuir a tu personal de la manera que te parezca más conveniente.
Martin Beck pensó inmediatamente en sacudir la cabeza y negarse, pero después pensó que aquel hombre, de hecho, podía ordenárselo sin más. Luego se dio cuenta de que Gunvald Larsson le daba un golpecito con el codo y se volvió hacia él.
—Me parece que los señores especialistas en asesinatos están deliberando —dijo el jefe local de la policía, que siempre intentaba resultar ocurrente y no lo lograba jamás.
Gunvald Larsson murmuró:
—Dile que te harás cargo de organizar el aparato de protección, de hacer las investigaciones previas, de la protección a distancia y de todo.
—¿Pero cómo?
—Con el personal de la comisión nacional de homicidios y la sección de delitos violentos. Sólo hace falta que le encarguen a otro la protección cuerpo a cuerpo; por ejemplo, evitar que se le acerque cualquiera y le clave un hacha en la cabeza.
—Bueno, a ver, hablad en voz alta —pidió el director general de la policía.
Gunvald Larsson lanzó una rápida mirada a Martin Beck, lo vio desanimado y dijo:
—Creemos que Beck y yo podemos encargarnos de organizar todo el despliegue de protección, incluido el apartado de protección preventiva y la protección a distancia, con la única ayuda del personal de la comisión nacional de homicidios y la gente de la sección de delitos violentos. Lo que, en cambio, preferimos dejar en manos de otras personas es lo referente a la protección cuerpo a cuerpo, esto es, que alguien llegue y le sacuda al honorable huésped en la cabeza con un ladrillo o algo por el estilo. Yo creo que esa misión les va perfectamente a Möller y a su equipo.