Los terroristas (14 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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—¡Madre mía! —exclamó Skacke—, ¡Y pensar que se pueden ganar millones con esto! ¿Qué puede haberle costado a Petrus producir esa porquería?

—No creo que mucho más que el valor de la cinta virgen, el revelado y el copiado —dijo Martin Beck—, No le hacía falta ni estudio ni escenografía ni nada, y la dirección, si es que se la puede llamar así, debía correr a su cargo. Claro que seguramente tuvo que pagar al cámara y darles alguna propina a los actores, para llamarles de alguna manera.

—Sin embargo, el salmón es caro... —dijo Skacke—; podía haber asado una sardina, ¿no crees?

El jefe de ventas de la AB Petrus Film les propuso ver otros filmes de éxito parecido, por ejemplo
Amor y lujuria en Suecia,
o bien
3 noches con una Eva sueca,
pero Martin Beck y Skacke rechazaron amablemente la invitación. Les dijeron que
Amor bajo el sol de medianoche
era uno de los números estelares de la compañía, y que se había vendido en ocho países.

La chica que desempeñaba el papel principal se encontraba en aquellos momentos en uno de esos países, y el jefe de ventas no recordaba en cuál, si era Italia o dónde, y allí pensaba continuar su carrera. El director Petrus le había buscado un buen contrato a otra de las chicas, con una compañía alemana, continuó explicando el jefe de ventas, quien opinaba que aquellas mozas quedaban muy bien situadas después, y salían ganando más que el billete de mil coronas que Petrus les daba por una película, es decir, si representaban el papel estelar, claro.

Martin Beck delegó en Skacke la continuación de la búsqueda de datos en las repugnantes estanterías de la AB Petrus Film, y decidió que había llegado el momento de hacerles una visita a los familiares más allegados del difunto. Había llamado a la villa de Djursholm el mismo viernes, pero sólo había podido hablar con el médico de cabecera, que en tono breve y autoritario le había informado de que la señora Petrus no estaba en condiciones de recibir ninguna visita, y mucho menos de la policía. El médico le había hecho saber que le parecía extraordinariamente inoportuno no respetar el dolor de una pobre viuda y no dejarla en paz al menos durante el fin de semana.

Como el fin de semana ya había pasado, y era lunes diez de julio, decidió ir. Cuando Martin Beck llegó a la calle Nybro, lucía el sol. Estaba empezando el verano, se aproximaba la época de vacaciones y la gente andaba por las calles más o menos presurosa.

Martin Beck bajó por la calle hasta la plaza Östernalm, y, cuando llegó a los nuevos locales policiales del distrito séptimo, entró en el portal y subió por la escalera para pedir que le dejaran utilizar el teléfono.

En la villa de los Petrus contestó una mujer. Le pidió que esperase, volvió al cabo de bastante rato y le anunció que la señora Petrus estaba dispuesta a recibirle, con la condición de que la visita fuera breve. Él prometió no quedarse demasiado tiempo.

Después llamó un taxi.

La villa de Djursholm estaba rodeada por un vasto jardín que parecía más bien un parque, y el camino de acceso a la casa estaba bordeado por álamos altísimos. En la entrada había dos verjas de hierro abiertas de par en par, y el taxista le preguntó si tenían que entrar, pero Martin Beck le pidió que parase antes de entrar por la verja, pagó y se apeó.

Mientras Martin Beck caminaba por la alameda, fue estudiando aquella mansión y sus alrededores. El seto que daba a la calle era espeso, tenía la altura de una persona y estaba cuidadosamente redondeado en sus extremos. Dentro de la finca, el camino de entrada se dividía y continuaba por la derecha hacia un gran garaje. El enorme jardín parecía muy bien cuidado, y el césped limitaba perfectamente con los caminillos de grava que rodeaban los arbustos y los parterres con flores; a juzgar por la altura de los álamos y la edad de los árboles frutales, aquel jardín tenía ya bastantes años.

Dentro de semejante marco, cabía esperar encontrar una mansión secular de las que abundaban en las zonas residenciales tradicionales, pero cuando Martin Beck se acercó a la casa por el sendero de gravilla, vio que se trataba de una creación arquitectónica bastante reciente, de dos plantas, con el tejado plano y enormes ventanas.

Le abrió la puerta una mujer de mediana edad vestida de negro y con un delantal blanco, sin darle tiempo a tocar el timbre. Le condujo en silencio a través de una amplia sala, pasaron junto a una ancha escalera que llevaba al piso superior, atravesaron otras dos habitaciones, y se pararon ante una gran abertura en forma de arco que daba a una estancia soleada, cuya pared frontal era toda ella de cristal.

El suelo, de pino barnizado, estaba a un nivel inferior, y Martin Beck, que no vio el escalón, se precipitó, más que entró, en la habitación donde le esperaba la viuda de Walter Petrus, tendida en una tumbona, en el ángulo de la pared de vidrio. Afuera, en la terraza, se veían unas cuantas tumbonas alineadas como si se tratara de la cubierta de un barco de pasajeros.

—¡Cuidado! —exclamó la mujer, mientras agitaba nerviosa una mano y miraba a la sirvienta del delantal, como quien espanta una mosca.

Cuando la sirvienta se había vuelto ya para marcharse, la señora Petrus cambió de idea y dijo:

—No; espere, señora Pettersson.

Miró a Martin Beck y le preguntó:

—¿Quiere usted beber algo, comisario? Hay café, té, cerveza, o una copa si lo prefiere. Yo voy a tomar un jerez.

—Gracias —dijo Martin Beck—, tomaré una cerveza.

—Una cerveza y una copa grande de jerez —dijo en tono imperativo—. Y, señora Pettersson, traiga también algunos de aquellos pastelitos holandeses de queso.

Martin Beck pensó en la coincidencia de que la viuda de Walter Petrus Pettersson tuviera el mismo apellido que su empleada de hogar, o como se llamase ese oficio afortunadamente cada día más escaso. Y tenían, además, aproximadamente la misma edad.

Le habían dado algunas informaciones sobre aquella mujer y sabía que ya de soltera se apellidaba Pettersson, Kristina Elvira de nombre, aunque casi todos la llamaban Chris; que tenía cincuenta y siete años y que había estado casada con Petrus veintiocho años. De joven había trabajado como oficinista durante una temporada, y justo antes de casarse había sido secretaria de una empresa dirigida por Petrus. El productor cinematográfico Walter Petrus era algo relativamente reciente. Durante muchos años se había llamado Walter Pettersson y había trabajado como restaurador de coches de desguace, actividad muy lucrativa, pero escasamente honorable, que el endurecimiento de las leyes y un control más severo en el ramo le obligaron a abandonar.

Martin Beck continuaba de pie en medio del suelo, y mirando a la mujer de la tumbona.

Era rubia teñida y se la veía morena debajo del maquillaje, y llevaba una blusa negra sobre una ropa interior de lino que transparentaba un poco. Estaba muy delgada y su cara parecía cansada y demacrada, en contraste con el peinado moderno y lleno de ricitos.

Se adelantó hacia ella y ella le tendió una pequeña mano huesuda; él le dio el pésame y le pidió disculpas por las molestias con que la venía a apesadumbrar en aquella hora; eran frases repetidas cientos de veces en situaciones semejantes.

Martin Beck no sabía muy bien dónde instalarse, pues la tumbona estaba solitaria en la esquina, pero la mujer se levantó y se dirigió hacia dos enormes sofás de piel que ocupaban la parte central de la habitación, a ambos lados de una mesa larga con superficie de mármol. Se sentó junto al extremo de uno de los sofás y Martin Beck lo hizo en el centro del otro sofá.

Al otro lado de la pared de cristal, que se abría con puerta corredera, había una terraza con el suelo de piedra, y más abajo una piscina. Después de la piscina empezaba el césped, que llegaba hasta una hilera de abedules muy erguidos, a unos cincuenta metros de la casa. El césped era espeso y uniforme, y no había parterres ni árboles ni arbustos, como delante de la casa. Detrás del pálido verdor de los abedules se distinguía el brillo de las aguas azules del Gran Värt.

—Sí, tenemos una vista muy hermosa —dijo Chris Petrus, que había seguido la mirada de Martin Beck—. Lástima no tener también la playa, porque entonces haría cortar los abedules y podríamos ver mejor el agua.

—Pero los abedules también son bonitos —alegó Martin Beck.

Entró la señora Pettersson y colocó una bandeja sobre la mesa, sirvió la cerveza de Martin Beck y dispuso una copa grande de jerez y el cuenco con las galletitas de queso, que puso delante de la señora Petrus. Luego retiró la bandeja y abandonó la estancia sin pronunciar una sola palabra.

La señora Petrus levantó su copa y saludó a Martin Beck con una inclinación de cabeza antes de beber. Luego depositó de nuevo la copa y dijo:

—Siempre nos hemos encontrado bien aquí. Cuando compramos la finca hace seis años, había aquí un horrible castillo en ruinas, pero lo hicimos derribar y construimos esta casa en su lugar. Un amigo de Walter, que es arquitecto, nos hizo los planos.

Martin Beck estaba convencido de que el castillo en ruinas debió de haber sido más confortable para vivir. Lo que llevaba visto de la casa le parecía frío y poco acogedor, y aquel aspecto hipermoderno y probablemente muy caro parecía hecho más para impresionar que para hacer la vida agradable y cómoda.

—¿No hace mucho frío en invierno, con estas ventanas tan grandes? —preguntó Martin Beck para entrar en conversación.

—No, qué va, tenemos infrarrojos en el techo y tuberías de calefacción en el suelo, incluso en la terraza. Además, no estamos mucho aquí en invierno; solemos irnos a zonas más cálidas, Grecia, Algarve, o África.

A Martin Beck le dio la impresión de que aquella mujer no se había llegado a dar cuenta de que su vida había cambiado, aunque quizá el cambio no fuera tan grande; había perdido a su marido, pero no su dinero. A lo mejor, incluso había deseado su muerte alguna vez. A fin de cuentas, todo se puede comprar con dinero, incluso el asesinato.

—¿Cómo era la relación entre usted y su marido? —inquirió.

Ella le miró desconcertada, como si él estuviera allí para hablar de vaguedades y trivialidades en torno a la casa, a la vista desde la terraza o a sus viajes de placer al extranjero. Al cabo de un rato, contestó:

—Muy buena; hemos estado casados veintiocho años y tenemos tres hijos. Sólo por ellos vale la pena formar un matrimonio.

—Pero eso no significa necesariamente que el matrimonio sea feliz —dijo Martin Beck—. ¿Fueron felices?

—Uno se acostumbra al otro con el paso de los años; se hace la vista gorda con los defectos y se aguanta —dijo—. ¿Cree usted, acaso, que existen matrimonios completamente felices? El nuestro, en cualquier caso, no tenía roces y jamás se nos ocurrió pensar en divorciarnos.

—¿Intervenía usted en los negocios de su marido?

—En absoluto. La compañía cinematográfica no me interesa en lo más mínimo, y jamás me metí en los asuntos de mi marido.

—¿Qué le parecen las películas que producía su marido?

—No las vi jamás. Creo que sé qué clase de filmes hacía, pero yo no tengo prejuicios y me abstengo de opinar sobre el particular. Walle trabajaba duro, e hizo siempre todo lo posible por que mis hijos y yo tuviéramos lo mejor.

«Lo mejor» era una expresión justa, y quizá se quedaba corta, pero Martin Beck se abstuvo de hacer comentarios y dijo:

—Sus hijos, es verdad; ya deben de ser mayores. ¿Viven en casa todavía?

Chris Petrus alzó su copa de jerez y la hizo girar entre los dedos. Bebió un poco y dejó la copa en su sitio antes de responder.

—Sí y no. Nuestro hijo mayor tiene veintiséis años y es oficial de la Marina. Vive aquí cuando está en Estocolmo, pero casi siempre está embarcado o en Karlskrona. Pierre, que tiene veintitrés años y siente inclinaciones artísticas, también quiere trabajar en el ramo cinematográfico, pero con estos tiempos difíciles en la actualidad se dedica a viajar para obtener contactos y almacenar impresiones. Sin embargo, tiene su habitación arriba y vive aquí cuando no está en el extranjero. He telegrafiado a su última dirección en España, pero no me ha contestado, de manera que ni siquiera sé si se ha enterado de la muerte de su padre.

Sacó un cigarrillo de una caja de plata que había sobre la mesa y lo prendió con un encendedor, también de plata, y monstruosamente grande.

—Bueno, y luego está Titti. Titti sólo tiene diecinueve años, pero ya se las arregla muy bien como modelo fotográfica. Vive alternando entre aquí y un pequeño estudio que tiene en la Ciudad Vieja. Ahora no está en casa; si no, la podría haber conocido. Es muy simpática.

—Estoy seguro de ello —dijo Martin Beck con expresión amable, pensando que, si era cierto, la niña se parecía bien poco a su padre.

—Aunque no le interesaran los negocios de su marido, seguramente sabía usted con quién alternaba en su trabajo —continuó.

Chris Petrus se pasó la mano por su fastuoso peinado y respondió:

—Ya lo creo, teníamos a menudo a gente de lo más variado dentro del mundo del cine a cenar, y luego Walle tenía que acudir a un montón de fiestas y reuniones, aunque en los últimos años yo casi no iba nunca.

—¿Por qué no?

La señora Petrus miró por la ventana.

—No me apetece —dijo—. Había siempre tanta gente, y un montón de gente joven con la que una no tiene nada en común. Y a Walle no le parecía necesario que fuera. Yo tengo mis propios amigos, con los que me lo paso mejor.

Walter Petrus, en otras palabras, no había querido llevar a su mujer cincuentona a las fiestas en las que tenía la oportunidad de conocer a muchachitas jóvenes con las que alternar gracias a su profesión y a su dinero. Él tenía sesenta y dos años, y era gordo, feo e impotente, y su reputación como productor cinematográfico había llegado a ser casi vergonzante, a pesar de que en ciertos círculos todavía se le consideraba como un hombre importante, con una producción apreciada y un espíritu ambicioso y artístico. Pero la aureola de admiración que rodea al mundo del cine hace que muchas chicas estén dispuestas a cualquier clase de humillaciones con tal de entrar en él, y Walter Petrus, indudablemente, no había desaprovechado jamás aquella predisposición.

—Señora Petrus, supongo que habrá tenido tiempo de pensar en quién haya podido matar a su marido —dijo Martin Beck.

—No se me ocurre otra cosa que la acción de un loco. Es horrible que aún ande suelto.

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