Los terroristas (10 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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Martin Beck no la llamó. Pasaron los días, y había pasado más de una semana desde aquella velada perfecta, cuando sonó el teléfono a las siete y media de la mañana.

—Hola —dijo Rhea.

—¿Qué tal, cómo estás?

—Bien gracias, ¿estás ocupado?

—No, en absoluto.

—¡Desde luego, no sé cuándo estáis ocupados los policías! —dijo Rhea—. ¿Cuándo trabajáis?

—Hemos tenido bastante calma en la sección, pero en otras secciones no tanto; sal a la calle y verás.

—Gracias, ya sé el aspecto que tiene la calle.

Hizo una breve pausa y tosió roncamente. Luego dijo:

—¿Podemos charlar?

—Creo que sí.

—De acuerdo. Iré adonde digas. Casi mejor en tu casa, ¿no?

—Y podríamos salir a cenar después —propuso Martin Beck.

—Sí —dijo ella al cabo de un rato—, claro que sí. ¿Se puede ir con zuecos a ese restaurante?

—Desde luego.

—Pues iré a las siete. No creo que vaya a ser una reunión demasiado larga.

Fue una conversación importante para los dos, pero fue como había pronosticado Rhea, sin demasiadas complicaciones y sin posibilidad de andarse por las ramas.

Martin Beck tampoco estaba para charlar demasiado rato. Sus pensamientos solían ir en la misma dirección, y no había razón para que aquella vez no fuese también así. Más de una vez habían dicho exactamente la misma frase al mismo tiempo, lo cual resultaba significativo.

Rhea llegó exactamente a las siete. Se quitó los zuecos de cualquier manera y se puso de puntillas para llegar a darle un beso. Luego preguntó:

—¿Por qué no me llamaste?

Martin Beck no respondió.

—¿Porque habías estado pensando y no te gustaba el resultado final?

—Más o menos.

—¿Más o menos?

—Exactamente eso.

—O sea que no podemos empezar a vivir juntos o casarnos, o tener más críos o cualquier otra tontería, porque entonces todo se complica y se enreda, y una buena relación como la que tenemos se puede estropear con mucha facilidad, se puede ir al cuerno en dos días.

—Sí —dijo él—, seguramente tienes razón, por mucho que me gustase llevarte la contraria.

Ella le miró fijamente con sus ojos azulísimos y le dijo:

—¿Quieres llevarme la contraria?

—Sí, pero no.

Por un momento, ella pareció desconcertada. Fue hacia la ventana, apartó la cortina y dijo algo en voz tan baja que él no pudo entender nada.

Tras unos segundos, y todavía sin volverse hacia él, añadió:

—He dicho que te quiero. Te quiero ahora y me parece que voy a continuar queriéndote durante mucho tiempo.

Martin Beck se sintió desarmado. Fue hacia ella y la rodeó con los brazos. Ella levantó en seguida la cabeza y le dijo:

—Lo que quiero decir es que apuesto por ti y que pienso seguir así mientras lo hagamos los dos, ¿queda claro?

—Sí —dijo Martin Beck—, ¿vamos a cenar?

Fueron a un restaurante tan caro que más de uno miró aquellos zuecos colorados con cara de horror. En general salían poco a cenar, porque a Rhea le encantaba cocinar y además lo hacía mejor que la mayoría.

Después volvieron a casa y se acostaron en la misma cama, lo cual no había previsto ninguno de los dos.

Desde entonces habían pasado casi dos años. Rhea Nielsen había estado en la casa de la calle Köpman en innumerables ocasiones, y en cierto modo había conseguido darle un aire personal al piso, lo cual se advertía sobre todo en la cocina, que estaba irreconocible.

También había colgado un cartel con la efigie de Mao Zedong sobre la cabecera de la cama. Martin Beck no se pronunciaba nunca en cuestiones políticas y tampoco había dicho nada sobre el particular.

Pero Rhea había dicho:

—Si alguien te viene a hacer un reportaje íntimo, más valdrá que lo saques, si es que eres tan cobarde como para eso...

Martin Beck no había contestado, pero, al pensar en el estremecimiento que semejante cartel podía llegar a causar en ciertos círculos, prefirió que siguiera donde estaba.

Cuando entraron en el apartamento de Martin Beck la noche del 5 de junio de 1974, Rhea se desabrochó en seguida las sandalias.

—Esta mierda de tirantes me rozan —dijo—, pero seguramente se alargarán dentro de una semana.

Se quitó las sandalias y las arrojó lejos de sí.

—¡Qué bien! —dijo.

Llevaba charlando todo el trayecto desde el juzgado municipal. Lo que más le había impresionado había sido el procedimiento casi ilegal de la policía, la sentencia prácticamente milagrosa y casual, y, en definitiva, el juicio en su totalidad.

—A lo mejor yo también puedo decir algo —indicó Martin Beck.

—Desde luego, ya sabes que yo hablo demasiado, pero tú mismo has reconocido que la locuacidad no es ningún defecto de carácter.

—Correcto, y llevo tanto rato escuchándote que empiezo a creer que la locuacidad es, definitivamente, una riqueza del carácter, al menos cuando el interesado tiene algo importante que decir.

—La locuacidad es bonita —dijo ella, riéndose.

Martin Beck dijo:

—Me he dado cuenta de que estabas conversando muy animadamente con Braxén durante uno de los descansos. Me ha entrado una gran curiosidad por lo que hablabais.

—La curiosidad también es una virtud —repuso Rhea—. Bueno, pues le indicaba ciertos aspectos de la vista que me ha parecido que él no había observado, y después he visto que realmente no se había dado cuenta. Después...

—¿Después?

—Después he hablado con él de las mismas cosas que he comentado contigo cuando veníamos, o sea de que tenemos la policía más cara del mundo, a pesar de lo cual esta policía realiza investigaciones que resultan tan defectuosas que no debieran llegar jamás a los tribunales, y que en un verdadero Estado de derecho serían devueltas inmediatamente a la propia policía.

—¿Y qué ha dicho el Trueno sobre el particular?

—Que hay que hablar en voz baja sobre eso del Estado de derecho, y que el presupuesto exagerado de la policía sólo sirve para defender al régimen y a ciertas clases privilegiadas y a ciertos grupos.

—Podría haber añadido que la criminalidad en el país es muy elevada.

—Y la segunda parte de la pregunta —dijo Rhea— es: ¿por qué esta fuerza policial tan fabulosa no es capaz de llevar a cabo investigaciones como está mandado? Yo misma lo haría mejor. Están jugando con el futuro de las personas, y a menudo con sus propias vidas. ¿Puedes contestar a esto, por favor?

—Es cierto que los recursos de la policía han aumentado mucho en los últimos diez años, pero una gran parte de ese presupuesto se reserva para misiones especiales. Lo que no tengo es la menor idea acerca de qué clase de misiones o trabajos se trata.

—Es precisamente la misma respuesta que me ha dado Braxén.

Martin Beck no dijo nada.

—Pero has hecho algo bueno hoy —dijo Rhea—. ¿Cuántos policías se hubieran presentado para contestar a esas preguntas?

Martin Beck siguió sin decir nada.

—¡Ni uno solo! —dijo Rhea—, Y lo que has dicho, ha hecho ganar el juicio, lo he visto en seguida. Si tuviera tiempo, iría más a menudo a los juicios; es muy instructivo, estimula la sensibilidad y se ve en seguida cómo reacciona la gente y cómo cambian de cara.

A Rhea Nielsen no le hacía absolutamente ninguna falta ser más sensible de lo que era, pero Martin Beck se abstuvo de comentarlo.

Ella se miró los pies y dijo:

—Son bonitas estas sandalias, pero qué daño, caray. ¡Menos mal que me las he podido quitar!

—Sácate lo demás, si quieres —dijo Martin Beck.

Había conocido ya lo suficiente a aquella mujer como para saber exactamente hacia dónde iban a ir los tiros: o bien se quitaría toda la ropa en seguida, o bien empezaría a charlar sobre cualquier otro tema.

Rhea le miró fijamente. A veces parecía tener luz propia en la mirada, pensó Martin Beck. Ella abrió la boca como para ir a decir algo, pero la volvió a cerrar enseguida.

Entonces se quitó la camisa y los téjanos, y, antes de que Martin Beck lograra desabrocharse la chaqueta, sus ropas yacían por el suelo y ella se había tendido desnuda sobre la cama.

—Puñeta, ¡si que tardas en desnudarte! —exclamó ella riéndose.

De repente se había puesto de buen humor. Se notó también en la postura que escogió, con las piernas bien separadas y algo levantadas, tal como le pareció más divertido y que también era la forma más efectiva. Ambos llegaron al mismo punto al mismo tiempo, y consideraron que era suficiente por aquel día.

Rhea Nielsen hurgó en el armario y sacó una chaqueta larga de color lila, que seguramente era su prenda más querida y la que le había costado más dejar abandonada en la calle Tule, lo mismo que toda su persona.

Justo antes de terminar de ponérsela, empezó a hablar de comida.

—Un buen bocado caliente me sentaría bien, o cuatro o cinco. He comprado de todo, jamón, pastel de hígado y el mejor queso Jarlsberg que hayas probado en tu vida.

—Te creo —dijo Martin Beck.

Él se quedó junto a la ventana y escuchó las sirenas de la policía, que se oían muy bien a pesar de que vivía en un lugar bastante recogido.

—Estará listo dentro de cinco minutos —dijo Rhea.

—Te sigo creyendo.

Siempre que se acostaban juntos ocurría lo mismo: ella se sentía hambrienta de repente. A veces era una cosa tan aparatosa que salía desnuda hacia la cocina para empezar a preparar comida. El hecho de que casi siempre prefiriera comer caliente hacía que la convivencia resultara más complicada.

Martin Beck no tenía problemas de este tipo. Más bien le ocurría al revés. Desde luego, sus problemas de estómago se habían esfumado cuando se libró de su mujer; no era fácil saber si se debía a su tosca manera de cocinar o a un problema psicosomático, pero de todos modos, tanto cuando estaba de servicio como en los momentos en que no estaba junto a Rhea, sus necesidades alimentarias se arreglaban con un par de canapés de queso y un par de vasos de leche homogeneizada.

Pero resultaba muy difícil resistirse a los canapés calientes que preparaba Rhea.

De la misma manera que Bulldozer Olsson casi siempre ganaba sus juicios, Rhea alcanzaba el éxito con sus platos.

Martin Beck comió tres canapés y se bebió dos botellas de Hof. Rhea se zampó a su vez siete canapés y media botella de vino tinto, pero no quedó satisfecha y un cuarto de hora más tarde se metía en la cocina para tratar de pescar algo comestible en algún rincón.

—¿Estás contenta? —preguntó Martin Beck.

—Sí, gracias, es que parece un día especial.

—¿Qué clase de día?

—El día que nos parezca a nosotros, yo qué sé...

—Ah, caramba, eso está bien.

—Podemos celebrar, por ejemplo, el día de la Bandera Sueca, o el día del santo del rey. A ver si encontramos algo original que celebrar cuando nos despertemos.

—Sí, yo creo que se nos ocurrirá algo.

Rhea se encaramó al sillón. A mucha gente le hubiera parecido extraña su postura, su aspecto y aquella chaqueta larga.

Pero a Martin Beck no le pareció nada raro. Al cabo de un rato pareció como si se hubiera dormido, pero de repente dijo:

—Ahora recuerdo lo que quería decirte precisamente cuando te has abalanzado sobre mí.

—Vaya, ¿y qué era?

—Es sobre esa chica, Rebecka Lind. ¿Qué va a ser de ella?

—No le va a pasar nada; la han puesto en libertad.

—A veces dices tonterías, verdaderamente. Ya lo sé, que la han puesto en libertad. La cuestión es qué le va a ocurrir psicológicamente. ¿Será capaz de ocuparse de sí misma?

—Yo creo que sí. No es tan vaga y pasiva como otras de su edad. Y en cuanto al juicio...

—Ah, sí, el juicio, ¿qué le habrá parecido? Algo así como que a una la puede detener la policía, la pueden juzgar y tiene grandes probabilidades de ir a parar a la cárcel aunque no haya hecho nada de nada.

Rhea arrugó la frente y prosiguió:

—Estoy inquieta por esa chica. Es difícil arreglárselas en una sociedad que una ni siquiera comprende, en un lugar en el que una se siente ajena al sistema.

—Al parecer, ese americano es un buen chico, que realmente quería ocuparse de ella.

—A lo mejor ni siquiera puede —replicó Rhea sacudiendo la cabeza.

Martin Beck la miró un rato en silencio. Después dijo:

—En realidad, yo también estoy preocupado por esa chica. Otra cosa es que no podemos hacer nada por ella, aunque, desde luego, podríamos ayudarla privadamente, con dinero, pero me parece que ella no aceptaría una ayuda así, aparte de que yo, personalmente, no tengo dinero para ayudar a nadie.

Ella se tocó la nuca un momento y contestó:

—Tienes razón; me parece que es del tipo de personas que no aceptan ayuda de nadie, que tienen una especie de orgullo clavado en el corazón. No irá nunca voluntariamente a una oficina de ayuda social. Quizá intente encontrar algún trabajo, pero no encontrará nada.

Martin Beck se movió un poco y pronunció su primera frase con tinte político de los últimos años:

—Por lo que se ve, necesitamos ayuda —dijo—. ¿Y quién nos la va a dar?, ¿ése de la pared?

—No puedo pensar nada más —declaró Rhea—, pero una cosa está clara: Rebecka Lind nunca llegará a ser nadie en esta sociedad nuestra.

Estaba en un error, e inmediatamente después se durmió.

Martin Beck fue a la cocina, fregó los platos y puso orden, y al poco rato oyó que Rhea se había despertado y que estaba viendo la televisión. Ya que ella no tenía televisión en casa, por los críos, solía mirar la de él. La oyó gritar algo, soltó lo que tenía entre las manos y entró en la habitación.

—Es un noticiario especial —dijo ella.

Se habían perdido buena parte del principio, pero no había duda acerca de su contenido.

La voz del locutor era solemne, muy grave.

—«...el atentado ha sido perpetrado justo antes de la llegada al palacio. En el momento de pasar la comitiva, ha estallado una potente carga explosiva. El presidente y otras personas que ocupaban el coche blindado han resultado muertos instantáneamente, y sus cuerpos, han quedado mutilados. El automóvil ha salido despedido hacia un edificio cercano. Otras varias personas han muerto en el atentado, entre ellas varios policías de seguridad y civiles que se encontraban en las cercanías. El jefe local de la policía ha informado que con seguridad han muerto dieciséis personas, pero que este número puede aumentar en las próximas horas. También ha destacado que las medidas de seguridad que se habían adoptado eran las más completas en toda la historia del país. Una emisora francesa ha informado, inmediatamente después del atentado, de que el grupo terrorista internacional ULAG se atribuye la responsabilidad del mismo.»

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