—¿Quieres que juguemos al ajedrez? —preguntó el francés al cabo de un rato.
—Vale.
Reinhard Heydt jugó al variante Marshall a la siciliana, una jugada genial descubierta hacía mucho tiempo por un capitán de barco americano, que ganó a muchos de los campeones de su época y los dejó boquiabiertos de la sorpresa. Se basaba en movimientos audaces y un ataque implacable, un poco como la Weserübung, a fin de cuentas.
Lo malo era que con aquello se engañaba al adversario una sola vez, porque el interesado se hacía en seguida con un libro adecuado en el que pudiera hallar la defensa, que sobre el tablero resultaba incomprensible.
Jugaban sin reloj, y el francés meditaba mucho las jugadas, mientras iba viendo cómo perdía posiciones y llegaba a una situación indefendible, a pesar de la superioridad numérica de sus piezas en un momento dado. Hacia el final, Levallois tardó hora y media en mover su pieza, a pesar de que Heydt sabía que la situación de su adversario era desesperada desde hacía largo rato. Heydt entró en la cocina, preparó té y se lavó las manos cuidadosamente, así como los brazos y la cara. Cuando regresó, el francés seguía con la cara entre las manos y la vista fija en el tablero.
Dos jugadas más tarde se vio obligado a rendirse. Se sintió ofendido, pues era de por sí mal perdedor, y ULAG enseñaba a su gente a no perder jamás. Lo único que se les permitía perder era, llegado el caso, la propia vida, cosa que en situaciones extremas tenían que solucionar por sí mismos.
Después, Levallois no dijo ni media palabra durante el resto de la tarde, y siguió estudiando sus libros técnicos en un silencio de animal herido.
La radio policial continuaba vomitando informaciones.
Reinhard Heydt pensó que aquél no era un país en el que apeteciera quedarse a vivir, aunque tal vez tuviera que hacerlo durante una larga temporada. Por tanto, más valía irse acostumbrando.
Mientras los japoneses colocaban las bombas aquella noche, la grande y las dos alternativas, Reinhard Heydt lo aprovechó para dormir a pierna suelta.
Levallois se quedó despierto bastante rato, meditando sobre la partida de ajedrez. Pensaba comprarse un buen libro teórico en cuanto regresase a Copenhague.
Los dos japoneses regresaron al apartamento de Södermalm a las cinco de la madrugada. Tampoco ellos pensaban salir durante un tiempo, y se habían aprovisionado de conservas como para resistir varias semanas.
Sobre la cama en la que antes dormía Heydt tenían las metralletas, cargadas y listas para disparar, con los cañones bien limpios y recién repasadas a conciencia; junto a ellas se encontraban varios cargadores llenos de munición. En el vestíbulo de la estación ferroviaria de la India, uno de ellos había disparado tres cargadores completos.
Junto a la cama había una caja de madera llena de granadas de mano. Las bombas previstas para un caso extremo y desesperado, las llevaban siempre consigo, incluso para dormir.
Para Martin Beck, aquel miércoles sería difícil de olvidar. No estaba acostumbrado a aquel tipo de trabajo, a aquellas innumerables llamadas telefónicas, ni a tener que discutir constantemente con gente de todos los niveles dentro de la burocracia. Había llegado el primero a la calle Kungsholm y parecía ser de los últimos en marcharse. Benny Skacke también se quedó hasta muy tarde, pero, a pesar de su relativa juventud, estaba tan cansado que Martin Beck lo mandó a casa.
—Por hoy ya basta, Benny —dijo.
Pero Skacke respondió:
—Me pienso quedar hasta que tú también te marches, mientras quede trabajo por hacer.
Era un joven realmente soberbio, tozudo como una muía, y Martin Beck se vio obligado finalmente a hacer algo que procuraba evitar en lo posible: en su calidad de superior, darle una orden autoritaria e incontestable.
—Cuando digo que te has de ir a casa, quiere decir que has de obedecer, pase lo que pase, ¿comprendes? Vete a casa. ¡Ahora!
Skacke comprendió; se puso el abrigo con cara enfurruñada y se marchó.
Había sido realmente un día pesado. El director general de la policía había superado su fase meditativa y estaba otra vez en plena forma. Valiéndose del sistema de carpetas de información interna, les había hecho llegar exactamente cuarenta y dos comunicados de diversa extensión y contenido; la mayor parte trataban de cosas completamente sabidas, que ya llevaban largo tiempo resueltas y archivadas. En cada escrito, aunque sólo tuviera dos líneas, se advertía un cierto tono de reproche; por lo visto se consideraba insuficientemente informado.
Stig Malm había recibido, en cambio, alusiones más directas, y se había mostrado cansado e irritado, probablemente más o menos ofendido por tener que representar en la oficina el papel de perro guardián, y el de calzonazos en casa.
—¿Beck?
—¿Sí?
—El jefe se pregunta por qué hemos de tener tan sólo dos helicópteros en el aire, cuando disponemos de doce, y aún podemos pedir alguno prestado a la Armada.
—Porque creemos que es suficiente con dos.
—El jefe no lo cree así. Te ruega que repases de nuevo toda la cuestión de los helicópteros, y dice que casi mejor pedir consejo a los mandos de la Marina sobre el asunto.
—En principio, ni siquiera habíamos pensado utilizar ningún helicóptero.
—¡Eso es una tontería! Con nuestros propios aparatos y los de la Armada, podemos tener el control total del espacio aéreo.
—¿Y por qué hemos de controlar el espacio aéreo?
—Y si a la aviación se la hubiera dejado actuar como quería, tendríamos un escuadrón de cazas y un número igual de aviones de asalto en la zona.
—Les he dicho a los de aviación que no vamos a impedirles que vuelen.
—Claro que no se lo podemos impedir. Pero, en lugar de establecer unas relaciones de confianza con el ejército, has herido profundamente a una de las fuerzas armadas. Bueno, ¿vas a repasar la cuestión de los helicópteros o no?
—Ya la hemos estudiado más que suficiente.
—Esto no es una respuesta que vaya a alegrar al jefe.
—Mi deber no es alegrar al jefe, o al menos no considero que ése sea mi trabajo.
Malm suspiró profundamente.
—La verdad es que no resulta nada fácil ser el experto en coordinación aquí —dijo.
—Vete tú también a tu casa de campo a meditar sobre el asunto.
—¡Eres... eres un impertinente! Además, yo no tengo ninguna casa de campo.
—Pero tu mujer sí, ¿no?
Malm había hecho un casamiento realmente ventajoso, pero los que conocían a su media naranja decían que estaba siempre de mal humor, que era sumamente irritable y, además, fea. Esto último era muy subjetivo, pero el mal humor y la irritabilidad era algo de lo que Martin Beck había disfrutado en dosis masivas durante dieciocho años de matrimonio. Casi sentía lástima por Malm.
Una vez había tenido necesidad de llamar a su casa y había tenido ocasión de cambiar unas palabras con la esposa. Durante la breve conversación tuvo la viva sensación de que la esposa del jefe administrativo también era muy altiva. La conversación había sido más o menos la siguiente:
—Buenos días, soy el comisario Beck. Necesitaría hablar con el jefe administrativo.
—¿Es usted uno de sus subordinados?
—Sí, en cierto modo.
—Creo que he oído su nombre alguna vez, policía Beck, pero ha llamado usted precisamente en la hora de entrenamiento del jefe administrativo, o sea que me temo que no podrá hablar con él.
—Bien, perdone pues...
—Un momento, policía Beck, en este momento veo que el jefe administrativo viene cabalgando por el paseo. Podrá hablar con él tan pronto alguien se haga cargo del caballo.
«Alguien» debió de ser muy rápido, porque Malm se puso al teléfono tan sólo un minuto después. Su voz le había parecido apocada y apagada, al contrario de lo que solía ser durante el trabajo, donde se mostraba arrogante y desagradable.
Martin Beck tuvo tiempo de recordar todas estas cosas antes de que volviera a sonar el teléfono. Era la Marina. El comandante en jefe, nada menos.
—Estaba pensando en si van a querer helicópteros grandes del tipo Vertol, o pequeños del tipo Alouette. ¿Quizá un grupo combinado de ambos? Los dos tienen sus ventajas.
—No queremos ningún avión.
—Mi querido comisario —dijo el hombre con cierta rigidez—, un helicóptero no es ningún avión, es más bien una aeronave.
—Gracias por la información; perdone si he empleado un término erróneo.
—Bueno —dijo el marino—. ¡Hay tanta gente que lo dice mal! ¿Así que no necesitan ningún helicóptero naval?
—No.
—Pues tuve otra impresión al hablar con el director general de la policía.
—Sí, es que en realidad ha habido un malentendido.
—Ya comprendo. Adiós, comisario.
—Adiós, señor comandante en jefe —dijo Martin Beck amablemente.
Y así había sido todo el día. Las decisiones llovían sobre su cabeza una y otra vez, y se revocaban y se modificaban, a menudo con buenos modales, y alguna vez en un tono brutal y recriminaciones.
Pero el plan de protección estaba terminado. De los que se encontraban en la calle Kungsholm, el que había realizado la tarea más dura había sido Melander, que había trabajado en silencio, como era su costumbre.
Los demás tampoco habían estado con los brazos cruzados. Rönn, por ejemplo, se había encargado de un trabajo para el que se necesitaba tiempo. Sólo se había dejado caer una vez en todo el día en el cuartel general, con la nariz colorada y bolsas debajo de los ojos. Gunvald Larsson le había preguntado en seguida:
—¿Qué tal te va, Einar?
—Bueno, no va mal, pero se tarda más de lo que yo creía, y mañana no dispondré de muchos minutos; quince, como mucho.
—Más bien doce o trece —observó Gunvald Larsson.
—¡Vaya!
—¡Cuídate, Einar!
Martin Beck observó largamente a Rönn. Gunvald Larsson y Rönn, dos tipos bien distintos, se entendían la mar de bien. Eran incluso amigos. En cambio, a él le resultaba extraordinariamente difícil trabajar con Rönn, y la idea de verse los dos fuera del trabajo o simplemente hablar de cosas ajenas al trabajo le parecía imposible. Le resultaba más llevadero trabajar con Gunvald Larsson, a pesar de su tosquedad y de sus comentarios a menudo groseros. Pero tampoco eran amigos, aunque sus relaciones habían mejorado con los años, tras un comienzo muy malo.
Sin embargo, Rönn y Gunvald Larsson eran buenos amigos. Lo que les unía era quizá el hecho de que eran buenos policías y se complementaban muy bien en el trabajo. ¿Se entendían igualmente bien en la vida privada? Probablemente sí, a pesar de que Rönn se había educado en la escuela pública en plena Laponia, y Gunvald Larsson había estado en los mejores y más caros colegios privados.
La única ocasión en que Martin Beck había visto a Rönn fuera de sí fue cuando Kollberg —injustificadamente, todo hay que decirlo— criticó a Gunvald Larsson. Eso había ocurrido mucho tiempo atrás, en la primavera de 1968.
Aunque Rönn llevaba viviendo veintiséis años en Estocolmo, no se había llegado a acomodar a la gran ciudad y a su vida. Durante su período de formación, había trabajado en Escania, pero allí se había sentido aún más alienado; (Rönn no decía, desde luego, alienado, sino que lo expresaba de modo más directo, por ejemplo diciendo: «¡Joder, qué lugar!»).
En algunas cosas llamaba la atención por su congruencia. Sabía por ejemplo, dónde encontrar a una mujer, y la fue a buscar entre los lapones, como se sabe; y cuando su padre murió, él, siguiendo una vieja costumbre campesina, se llevó a su madre a Estocolmo y la colocó en un piso, donde tenía ocasión de verla a menudo. Ese tipo de unión familiar se había hecho cada vez más raro con los años, en una Suecia crecientemente burocratizada y deshumanizada. Rönn hablaba pocas veces de su esposa, y casi nunca de su madre, pero, por lo que Martin Beck sabía, la buena mujer seguía viviendo, anciana pero bien conservada, en su apartamento en Gärdet.
La madre de Martin Beck había muerto en un hogar de ancianos en otoño de 1972, y él todavía pensaba que se había cuidado poco de ella.
Otro que también había sudado lo suyo colgado del teléfono había sido el jefe de la policía de orden público. A causa de los nuevos aspectos de la teoría de Möller sobre las manifestaciones, el hombre había intentado salvar la papeleta llamando a más policías de la periferia, al precio de enérgicos improperios por parte de muchos jefes locales de policía, y de resignados comentarios por parte de la mayoría.
La DGP había enviado a todos los jefes de policía del país una circular extremadamente recia en la que podían leerse, para consternación de cualquiera, cosas como ésta:
«...y queremos insistir en que las medidas preventivas no sufran relajación ni abandono, sino muy al contrario, que aumenten, y que cada uno de los policías actuales reciba instrucciones para atajar más decisivamente cualquier desmán de los elementos de peligrosidad social, de manera que las eventuales lagunas o bajas de personal pasen inadvertidas a los ojos del público, y se continúe prestando el servicio policial con toda normalidad...».
Todas las consultas sobre el particular se le pasaron al jefe de las fuerzas de orden público, quien, como era de suponer, recibió una serie de preguntas espinosas, como por ejemplo:
—¿Cómo voy a poder aumentar yo la prevención de la delincuencia, con sólo tres hombres en servicio, cuando, además, los tres son necesarios en la propia comisaría?
O bien:
—¿No sería mejor que enviásemos al alguacil a la plaza del pueblo, para que proclamase la prohibición de salir a todo el mundo, excepto a los bomberos y a la gente de orden?
Esta última pregunta vino de Ystad, localidad en la que todavía echaban mano a veces del alguacil para esparcir las noticias municipales.
Los de Gotemburgo se quejaron agriamente:
—Esta noche tenemos partido de balonmano, y están todos en Estocolmo menos el portero. ¡A ver qué hacemos!
El jefe de orden público, que no entendía nada de balonmano, pero que en cambio estaba muy enterado de cuestiones futbolísticas, le espetó:
—Pues en Londres la policía metropolitana disputó un partido de la liga de la zona Sur, en medio de una visita oficial, me parece que de alguien de Grecia, y metieron a nueve reservas y jugaron a pesar de todo... y encima ganaron.
Luego colgó, y los de Gotemburgo se quedaron con su portero y sin saber qué hacer.