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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (31 page)

BOOK: Los terroristas
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Cuando dejó a Kollberg y hubo obtenido de él una especie de visto bueno sobre su plan y protección global, sintió un cierto alivio, pues, a pesar de todo, Kollberg era la persona en la que más confiaba en cuestiones policiales. Había sido un encuentro breve, y de repente decidió hacer una visita que había pensado hacer durante bastante tiempo, mas para la que nunca había tenido un momento disponible. En realidad, tampoco aquel día disponía de demasiado tiempo, pero, por otro lado, Melander, Gunvald Larsson y Skacke eran perfectamente capaces de resolver las más o menos importantes llamadas telefónicas y visitas; Rönn tenía otras cosas que hacer, y seguramente no estaba disponible en el cuartel general.

Por eso pidió que le llevaran a la calle David Bagare.

Martin Beck podía conducir, al menos tenía un permiso a su nombre expedido en los años cuarenta, pero prácticamente no conducía nunca ni poseía vehículo propio. Aquel día, dos antes del gran acontecimiento, le habían proporcionado un coche oficial; era un coche verde y el hombre al volante iba de paisano.

Cinco minutos más tarde estaba frente a la puerta de la oficina de Hedobald Braxén.

El timbre no funcionaba, pero cuando golpeó la puerta se oyeron dos ruidos provenientes del interior: primero un sonoro eructo y después un maullido y a continuación una voz perezosa dijo:

—Adelante.

Martin Beck entró rápidamente, como era su costumbre, y estuvo dentro antes de que el otro terminara su palabra. El Trueno estaba ocupado alimentándose, él y su parque zoológico. Los dos gatos se apretujaban junto a un cuenco de leche, mientras el abogado servía semillas a su viejo canario. En un cenicero que probablemente nadie había vaciado durante meses, se consumía un solitario cigarro, y sobre un tapete lleno de manchas había una botella de leche, un vaso de plástico y dos canapés, uno de salchicha y otro de queso.

Braxén miró a Martin Beck con aire ausente. Después apartó a un lado el tapete con cuidado y se sentó tras la enorme mesa.

—La cafetera se estropeó —explicó—, o sea que ahora sólo bebo leche. Por lo visto, ya no es muy alimenticia a mi edad, pero me es difícil pensar que importe demasiado, ¿no le parece?

—Bueno —admitió Martin Beck—, no lo creo.

—El comisario quizá no recuerde la época de la propaganda de la leche, pero ahora parece como si todas aquellas informaciones hubieran sido falsas.

Martin Beck recordaba muy bien la propaganda de la leche, sobre todo a un hombre que iba con zancos, y que daban leche gratis en las escuelas, pero no tenía demasiadas ganas de profundizar en el tema y probó de ir directamente al grano.

—Hace aproximadamente medio año testifiqué a petición del señor abogado, en la vista contra una chica llamada Rebecka Lind.

—Por otro lado, los gatos, por ejemplo, viven casi exclusivamente a base de leche, y el «Fiscal general», que es ése de la mancha roja y amarilla en la cara, tiene doce años, lo cual no está nada mal para un gato.

—Se trata de aquel juicio contra Rebecka Lind... —insistió Martin Beck.

—En cambio, el «Ministro de Justicia», que es ése tan negro, sólo tiene cinco años, aunque el anterior «Ministro de Justicia» alcanzó los nueve y vivió a base solamente de leche y de croquetas de pescado; también era negro.

—A propósito de Rebecka Lind... —dijo Martin Beck.

—Sí, esa chica —admitió el Trueno—; fue muy amable por su parte prestar declaración, tuvo una importancia decisiva.

Braxén era célebre por su costumbre de citar testigos sorprendentes. De vez en cuando, había intentado que prestara testimonio el director general de la policía, cuando se trataba de juicios por enfrentamientos entre la policía y manifestantes, pero nunca consiguió su propósito.

—En realidad, tengo que hacer una pregunta —dijo Martin Beck—, y no dispongo de mucho tiempo.

El Trueno no dijo nada, pero le pegó un gran bocado al canapé de salchicha. Mientras masticaba, Martin Beck dijo:

—Usted había llamado a un testigo que no se presentó; un director de cine llamado Walter Petrus.

—¿Eso hice? —preguntó el Trueno, sacando las palabras a través de la comida que le ocupaba toda la boca.

—Sí —contestó Martin Beck—, así fue.

El Trueno tragó.

—Ahora lo recuerdo —masculló—; es verdad, pero por lo visto había muerto o tenía otro impedimento.

—No fue exactamente así —dijo Martin Beck—, pero fue asesinado al día siguiente.

—¡Vaya! —exclamó el Trueno.

De repente pareció desinteresarse por todo, incluidos los canapés.

—¿Por qué quería hacerle testificar?

Braxén pareció no haber oído. Al cabo de un rato, Martin Beck abrió la boca para repetir la pregunta, pero en aquel momento el otro alzó la mano y dijo:

—Tiene usted toda la razón. Ahora recuerdo lo que pasó. Mi intención era utilizar su testimonio para mostrar el carácter de la chica y sus condiciones ambientales, pero se negó a comparecer.

—¿Qué tenía él que ver con Rebecka Lind?

—La cosa fue así —dijo Braxén—: poco después de que Rebecka quedase encinta leyó un anuncio en un periódico, en el que se necesitaban chicas con buena presencia para un trabajo bien pagado y con grandes posibilidades de futuro. Ella esperaba un crío y pasaba apuros económicos, así que contestó al anuncio. Pronto recibió una carta, en la que se le decía que debía presentarse a una hora determinada en una dirección determinada, aunque he olvidado tanto la hora como la dirección, pero la carta estaba escrita en papel de carta correspondiente a una empresa cinematográfica e iba firmada por el tal Petrus. La empresa se llamaba Petrusfilm. Ella aún conservaba la carta, y parecía auténtica, con la firma y todo.

Braxén se calló, se levantó, se acercó a los gatos y les sirvió otro poco más de leche.

—Sí —dijo Martin Beck—, ¿y qué pasó?

—Bueno, una historia típica —contestó el Trueno—; la dirección correspondía a un apartamento que, por lo visto, se utilizaba como estudio. Cuando llegó, allí estaba efectivamente el tal Petrus en el apartamento, junto con un fotógrafo. Petrus dijo que era productor de películas y que tenía amplios contactos internacionales, y luego le dijo que tenía que desnudarse. A ella no le pareció nada especial, pero quiso saber qué clase de películas era las que hacían.

Braxén volvió a dedicarse a su desayuno.

—¿Qué más? —insistió Martin Beck.

El Trueno sorbió de su vaso y luego explicó:

—Según Roberta, Petrus le contestó que se trataba de una película artística que se exhibiría en el extranjero, y que de momento le darían cinco coronas si se desnudaba para que pudieran ver si serviría. Ella se desnudó y ellos la examinaron. El fotógrafo dijo que serviría, a pesar de que se trataba de un papel difícil y aunque tenía los pechos demasiado planos y los pezones demasiado pequeños. Entonces Petrus dijo que tendrían que ponerle pezones de plástico; luego dijo el fotógrafo que tenía que acostarse con ella en un diván que había allí, y empezó a desnudarse. Entonces ella protestó y dijo que no quería y empezó a recoger su propia ropa. Ellos no la tocaron, pero el fotógrafo dijo que más valía que Petrus le contara de qué iba aquello, porque si no accedía a acostarse con él no podría trabajar en la película. Y entonces Petrus dijo que no pasaría nada, porque la película sólo se iba a exhibir en sex-clubs extranjeros, y que lo único que tendría que hacer sería joder con un perro.

Braxén permaneció callado unos instantes. Luego añadió:

—Desde luego, hoy en día hay unas formas rarísimas de hacerse millonario. Después, Petrus le explicó un montón de cosas muy prometedoras: que le pagarían doscientas cincuenta coronas por la primera película, pero que luego podrían ser más, con papeles mejores y más importantes, según dijo. Esta chica..., ¿cómo se llama, de una vez?

—Rebecka.

—Justo, Rebecka sí. Se empezó a vestir y pidió que le diesen las cinco coronas prometidas. Entonces Petrus le dijo que lo había dicho en broma, y ella le escupió en la cara, y entonces la sacaron semidesnuda a la escalera; sólo llevaba calcetines y sandalias, y el resto de la ropa se la echaron escaleras abajo, y como era una casa de pisos pasó un montón de gente y la vio antes de que pudiera recoger todas sus prendas y ponérselas. Ella me lo contó cuando estaba detenida, y me preguntó si no era punible tratar así a una persona. Desgraciadamente, tuve que contestarle que no, pero fui a la oficina del tal Petrus. Era un tipo muy altivo y dijo que todo el gremio estaba infestado de golfas histéricas, pero que era verdad que una de ellas le había escupido en la cara.

Braxén engulló distraídamente su canapé de queso. Los gatos se estaban peleando junto al cuenco de leche, que se volcó.

—Lo he visto todo y ha sido culpa tuya, «Fiscal general» —rezongó el Trueno.

Salió al lavadero y trajo una bayeta.

—El problema de los gatos es que no saben secar lo que ensucian —dijo—. Bueno, pues intenté hacer testificar a Petrus y le envié una citación, pero no vino; de todos modos, ella fue declarada inocente.

Se rascó la cabeza con tristeza.

—Y Walter Petrus fue asesinado —dijo Martin Beck.

—Jurídicamente, no es defendible eso de matar a la gente —dijo el Trueno—, pero aun así... ¿Le ha pasado algo a Rebecka? Como le veo aquí...

—No, que yo sepa.

Braxén sacudió la cabeza con la misma tristeza de antes.

—Estoy un poco inquieto por ella —manifestó.

—¿Por qué?

—Vino aquí a finales de verano. Habían surgido dificultades con ese americano que era padre de su hija. Intenté aclararle algunas cosas y escribí una carta por su cuenta. Le resulta un poco difícil entender a la sociedad, y no creo que se la pueda culpar por eso.

—¿Dónde vive? —preguntó Martin Beck.

—No lo sé. Cuando vino aquí, no tenía domicilio fijo.

—¿Está usted seguro?

—Sí. Cuando le pregunté dónde vivía, me dijo «ahora en ninguna parte».

—En otras palabras, que no le dio ninguna pista para encontrarla.

—No, en absoluto. Todavía era verano, y, por lo que sé, hoy día muchos jóvenes viven juntos, ya sea en el campo o bien en un piso de algún conocido.

El Trueno había terminado su refrigerio, cogió una servilleta de papel y se limpió la boca y los dedos; luego soltó un desahogo natural que retumbó en toda la habitación, y, como inspirado por él, el canario desplumado emitió un pitido a modo de lamento como de alma en pena y muy parecido al eco de un mensaje galáctico desesperado.

Braxén abrió uno de los cajones de su escritorio y extrajo un grueso cuaderno de notas con tapas negras y provisto de un índice alfabético en el borde; seguramente lo tenía desde hacía mucho tiempo, porque estaba ajado y deformado por haberlo abierto muchas veces. Pasó algunas hojas y dijo:

—¿Cómo se llamaba, otra vez?

—Rebecka Lind.

Buscó la página adecuada, se acercó su viejo teléfono de baquelita negra y dijo:

—Siempre podemos llamar a sus padres.

«Fiscal general» saltó hacia las rodillas de Martin Beck, y éste le acarició mecánicamente el lomo, mientras intentaba seguir la conversación telefónica.

El gato empezó a roncar en seguida.

Braxén colgó.

—Era su madre —dijo—. Ni ella ni su padre han sabido nada de la chica desde el juicio en junio. Me ha dicho que es mejor así, porque nadie de la familia entiende a esa chica.

—Unos padres muy cariñosos —comentó Martin Beck.

—¿Verdad que sí? Por cierto, ¿qué es lo que le interesa de ella?

Martin Beck bajó a «Fiscal general» al suelo, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—No lo sé exactamente —dijo—, pero gracias por su ayuda, de todas maneras. Si diera señales de vida, le agradecería que me lo hiciera saber, o que le dijera que quiero hablar con ella.

Braxén levantó la mano para saludar, luego se arrellanó en su silla y se soltó un agujero del cinturón.

18

Reinhard Heydt pensaba, lo mismo que Kollberg, que todo estaba perfectamente preparado. Se había mudado a un apartamento de dos habitaciones en Solna, y se lo había proporcionado la misma agencia inmobiliaria que encontró la vivienda de Södermalm.

Los japoneses permanecían allí y habían montado las sofisticadas bombas con gran cuidado y minuciosidad. Su próxima tarea era colocarlas en los lugares elegidos, lo cual debería hacerse lo más tarde posible.

Mucho antes de que los periódicos dieran la información, Heydt había comprado ya todos los detalles de la visita del senador, así como gran parte del programa de seguridad. El vendedor también fue esa vez el agente doble del misterioso y pequeño negocio en Östermalm.

El experto en telecomunicaciones llegó un poco tarde. Lo trajo un pesquero danés alquilado, desde Gilleleje hasta la región de Torekov, y pasó delante de las narices del mismísimo director general de la policía —sin que ninguno de los dos lo supiera, naturalmente— cuando éste se disponía a meditar en solitario sobre sus responsabilidades.

El hombre se llamaba Levallois y era una compañía considerablemente más amena que los dos japoneses con sus brotes de bambú y otras verduras curiosas, para no hablar del incomprensible juego de las bolitas.

Aparte de su valiosísimo equipo, traía también una mala noticia. La debilidad de ULAG eran las comunicaciones, que todavía no estaban organizadas totalmente, pues de otro modo Heydt hubiera podido enterarse antes: en alguna parte se había producido una filtración, y en alguna otra parte a alguien se le había ocurrido juntar una serie de informaciones que componían un cuadro interesante.

Heydt había sido visto durante la acción en la India, y le habían observado al abandonar el país tras el atentado en Latinoamérica. Desde entonces, la policía había intentado por todos los medios conseguir una descripción y había entrado en contacto con todo gobierno provisto de policía y de servicio de información a través de la Interpol de París, para hacer llegar a todos los escuetos informes de que disponían.

La filtración no provenía del interior de ULAG, sino de alguno de los países en los que Heydt había actuado antiguamente como mercenario en las guerrillas. En cualquier caso, su verdadero nombre y su fotografía estaban ya indefectiblemente unidos a los informes. La policía de Salisbury dijo, desde el primer momento, que ignoraba quién era aquella persona, lo que seguramente era cierto, pero las autoridades de Pretoria, que probablemente no sabían a qué se dedicaba, explicaron que era ciudadano sudafricano, que se llamaba Reinhard Heydt y que no había sido denunciado en su país, y que, según todos los indicios, jamás había tomado parte en una actividad criminal.

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