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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (5 page)

BOOK: Los terroristas
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—Las memorias del abogado Braxén son seguramente muy interesantes, incluso aunque no las haya escrito —dijo Bulldozer con sonrisa de conejo—, pero no creo que hayamos venido aquí para escucharlas.

—El fiscal tiene razón —afirmó el juez—, ¿quiere, por favor, presentar la exposición de la causa, señor Olsson?

Bulldozer miró a la oyente, que clavó en él su mirada directa e intimidatoria, tanto que él, tras mirar fugazmente al Trueno, miró al juez, a los jurados y al portavoz, hasta llegar por fin a la acusada. La mirada de Rebecka Lind parecía perdida en el espacio, muy lejos de estúpidos burócratas y otras cosas buenas o malas.

Bulldozer juntó las manos a la espalda y empezó a caminar de un lado a otro.

—Muy bien, Rebecka —dijo amistosamente—, lo que te ha ocurrido a ti es, desgraciadamente, algo que les ocurre a muchos de los de tu edad. Entre todos, vamos a procurar ayudarte..., porque... ¿puedo tutearte, verdad?

La muchacha pareció no haber oído la pregunta, si es que la hubo.

—Técnicamente, se trata de una acción simple y diáfana, que permite poca discusión. Como ya se desprendió de la propia detención, nos hallamos...

El Trueno parecía sumido en pensamientos sobre el Congo—. Kinshasa o algo parecido, pero de repente extrajo un cigarro enorme del bolsillo interior, apuntó con él al pecho de Bulldozer y dijo:

—Protesto. Ni yo ni ningún otro abogado estuvimos presentes cuando la detención. ¿Se informó debidamente a Camilla Lund sobre su derecho a ser defendida?

—Rebecka Lind —corrigió el portavoz del tribunal.

—Sí, sí, bueno —dijo el Trueno, impaciente—; pues esto convierte la detención en ilegal.

—¡En absoluto! —exclamó Bulldozer—, Se le preguntó a Rebecka y dijo que no tenía ninguna importancia, y realmente era así. Como pienso demostrar en seguida, este caso está claro como el agua.

—La propia detención es ilegal —alegó el Trueno, terminante—. Exijo que conste en acta mi protesta.

—Sí, así se hará —dijo el portavoz.

El portavoz funcionaba en realidad como secretario del tribunal, ya que buena parte de aquellas salas anticuadas no estaban equipadas con grabadoras.

Bulldozer organizó una pequeña pirueta delante del tribunal, de modo que quedó en la posición adecuada para mirar uno por uno a sus miembros a los ojos.

—A lo mejor puedo continuar con la presentación de esta causa de una vez —dijo sonriente.

El Trueno contemplaba su cigarro con aire ausente.

—Muy bien, Rebecka —prosiguió Bulldozer con sonrisa de vencedor, que era una de sus más típicas estratagemas—, vamos a intentar hacer una exposición clara y exacta de los hechos, de lo que te ocurrió el veintidós de mayo y por qué te ocurrió. Atracaste un banco, seguramente llevada por la desesperación y el atolondramiento, y empleaste la violencia contra un policía.

—Discrepo de la terminología empleada por el señor fiscal —adujo el Trueno—, y, a propósito de terminología, recuerdo a un viejo profesor de alemán que...

Sus pensamientos le llevaban ya muy lejos de allí.

—Si el señor abogado defensor se dedicara a sus recuerdos en silencio y tranquilidad, quizá pudiéramos al menos ahorrarnos algo de tiempo —dijo Bulldozer.

Casi todos los miembros del tribunal se rieron, pero el Trueno dijo, alzando la voz:

—Protesto por la actitud que está adoptando el fiscal, tanto contra mí como contra la muchacha. Además, no tiene ningún derecho sobre mis pensamientos ni a meterse en mi vida privada. El fiscal debería mostrar un poco más de modestia. No es ningún Winston Churchill, que podía permitirse decir, refiriéndose a un adversario: «El señor Attlee es un hombre modesto, pero es que tiene muchas razones para considerarse como tal.»

El juez pareció confundido por la cita, pero, tras unos segundos, le hizo una seña a Bulldozer indicándole que continuara.

Éste había previsto que la presentación del caso quedara lista en cosa de diez minutos o, como mucho, en un cuarto de hora, pero el Trueno le interrumpió nada menos que cuarenta y dos veces a pesar de las reprimendas del juez, y a menudo con comentarios completamente incomprensibles.

Por ejemplo:

—Veo que el fiscal está mirando con ojos codiciosos mi cigarro. Esto me recuerda una historia: que en Cuba, las muchachas, están desnudas en las fábricas de tabaco, debido al calor reinante, y enrollan los cigarros sobre sus muslos, sobre todo cuando fabrican cigarros de marcas escogidas, pero seguramente se trata de una invención fantástica de alguien.

—¿Tiene esto algo que ver con este caso? —preguntó el juez, cansado.

—Es difícil saberlo —repuso el Trueno con voz exageradamente trascendental.

—¿Y pues?

—Es que me da la ligera impresión de que el fiscal no siempre se concentra en los detalles esenciales del desarrollo de los acontecimientos, para utilizar una expresión generosa, claro.

Bulldozer, que ni siquiera era fumador, pareció tocado, pero se recuperó en seguida y pareció exhibir mejor forma que nunca, gesticulando y sonriendo, hasta conducir la exposición de los hechos y sus conclusiones al punto final.

La exposición fue, en pocas palabras, como sigue: Poco antes de las dos de la tarde del veintidós de mayo, Rebecka Lind había entrado en el local del banco de la Caja Postal y se había dirigido a una de las ventanillas de caja. Llevaba una bolsa grande que había colocado sobre el mostrador, y después había pedido dinero. La cajera había visto que iba armada con un puñal y había apretado el pedal de alarma con el pie —la alarma conectada con la policía—, y había empezado a llenar la bolsa de billetes, hasta un total de cinco mil coronas suecas. Antes de que Rebecka Lind lograra abandonar el local con su botín, apareció la primera patrulla móvil, que había sido enviada allí por la central de alarmas. Los componentes de la patrulla, dos policías, habían entrado en la oficina bancaria con las armas en la mano y habían desarmado a la atracadora, con lo que se armó un cierto alboroto, durante el cual los billetes se habían desparramado por el suelo. Los policías habían detenido a la atracadora y la habían trasladado a la comisaría de Kungsholmen. Durante el trayecto, la detenida ofreció resistencia violenta y llegó a estropear el uniforme de uno de los policías. La atracadora, que resultó ser Rebecka Lind, de dieciocho años, había sido conducida primero a la oficina de guardia, y luego transferida a la sección correspondiente encargada de los atracos a bancos. Se la había declarado presuntamente involucrada en atraco a mano armada con violencia contra funcionarios, y al día siguiente fue acusada formalmente ante el juzgado de Estocolmo, tras un simple proceso de instrucción.

Bulldozer Olsson admitió que no habían concurrido todas las formalidades de rigor en cuanto a la detención se refería, pero hizo notar que técnicamente no tenían una importancia relevante. Por su parte, Rebecka Lind había mostrado muy poco interés en su defensa, aparte de que en seguida admitió haber entrado en el banco a buscar dinero.

El Trueno dejó escapar una ventosidad sin enrojecer por ello, y alegó que Rebecka Lind carecía de medios.

Todo el mundo empezó a mirar el reloj, pero a Bulldozer Olsson no le gustaban los descansos, y llamó en seguida a su primer testigo, la cajera Kerstin Franzén. Su testimonio fue breve y se refirió fundamentalmente a lo ya dicho.

Bulldozer preguntó:

—¿Cuándo se dio cuenta de que se trataba de un atraco?

—En cuanto dejó la bolsa sobre el mostrador y pidió el dinero. Luego vi el cuchillo, que me pareció muy peligroso, como una especie de puñal o daga.

—¿Por qué sacó el dinero de la caja?

—Tenemos instrucciones de no ofrecer resistencia en situaciones como ésta, y de hacer exactamente lo que diga el atracador.

Eso era verdad, pues los bancos no tenían la menor gana de pagar indemnizaciones por muerte o por invalidez a sus empleados.

De repente, pareció que en aquella sala solemne se desencadenaba una tormenta, pero sólo se trataba de que Hedobald Braxén estaba eructando. Era algo que sucedía con cierta frecuencia, y el motivo principal de su apodo.

—¿Desea la defensa hacer alguna pregunta?

El Trueno meneó la cabeza. Estaba ocupado escribiendo algo en un papel, con mucho cuidado.

Bulldozer Olsson llamó al testigo siguiente.

Kenneth Kvastmo entró y repitió con monotonía la fórmula testimonial, porque en Suecia no es suficiente levantar la mano y decir «lo juro».

El testimonio fue más breve que el monótono enunciado de que era policía auxiliar, nacido en Arvika en mil novecientos cuarenta y dos, y que había hecho el servicio de coche patrulla, primero en Solna y más tarde en Estocolmo.

Bulldozer pidió imprudentemente:

—Dígalo con sus propias palabras.

—¿El qué?

—Pues lo que pasó.

El Trueno soltó un eructo como ninguno de los presentes había oído en su vida; luego hizo un gesto torpe, y se le cayó al suelo un papelito que acababa de escribir. En mayúsculas, se leía: REBECKA LIND. Por lo visto, se había propuesto recordar en adelante el nombre de su cliente.

—Ah, sí, —dijo Kvastmo—, pues ahí estaba ella, la asesina... Bueno, no es que haya matado a nadie, claro. Pues Kalle estaba allí y no hacía nada, como siempre, así que tuve que echarme sobre ella como una pantera.

La imagen era poco afortunada, porque Kvastmo era un individuo enorme y deforme, con un gran trasero, cuello de toro y una cara carnosa.

—La cojo por el brazo derecho, justo en el momento en que quiere usar el cuchillo, y entonces le digo que está detenida y luego me la llevo y punto. La tengo que arrastrar hasta el coche y allí, en el asiento de atrás, empieza a ofrecer resistencia violenta contra un funcionario, y luego resulta que encima va y se conduce con violencia contra un funcionario, porque uno de mis bolsillos ha quedado casi descosido y mi mujer ha cogido un buen cabreo porque tiene que coserlo, porque dan no sé qué en la tele y quiere verlo, y además casi se ha caído un botón del uniforme y a ella no le queda hilo azul, a Anna-Greta, porque se llama Anna-Greta mi mujer. Y cuando, después de tomar cartas en el asunto en lo del atraco y llevárnosla, nos vamos con ella a comisaría, y allí hay uno de guardia, que es compañero y lo conozco, se llama Aldor Gustavsson, que se pone como una fiera porque estaba a punto de irse a casa a comer pastel de macarrones y nos dice que somos unos gilipollas, y menudo es él para decir esto de nosotros, él, que se le escapó el asesino de la calle Berg, pero, claro, los inspectores siempre se sienten importantes, y además no son muy solidarios con los de uniforme, los de orden público. Luego no pasó nada más, aunque ella me llamase puerco, porque eso no fue tampoco desacato contra un funcionario, porque puerco no es nada que signifique desacato o falta de respeto contra el cuerpo, ni contra el guardia de número, que es lo que soy yo, ni contra el policía de uniforme en general. Después quise ver qué hacían un par de sinvergüenzas que acabábamos de ver, pero Kalle llevaba prisa y me dijo que nos fuéramos, y nos fuimos. O sea, con ésta.

Kvastmo señaló a Rebecka Lind.

Mientras el policía desarrollaba sus explicaciones con su tono especial, Bulldozer observó a la oyente, que había estado tomando notas todo el rato y que estaba sentada con los codos sobre las piernas, sosteniéndose la barbilla con las manos mientras miraba alternativamente al Trueno y a Rebecka Lind. Tenía aspecto preocupado, o, mejor dicho, una expresión de profunda compasión e inquietud. Se agachó y se rascó un pie mientras se mordía la muñeca de la otra mano. Volvió a mirar al Trueno, y su inquieta mirada azul reflejó una mezcla de resignación y dudosa esperanza.

Hedobald Braxén tenía todo el aspecto de hallarse físicamente en otra dimensión y no parecía haber oído una sola palabra del testimonio.

—No hay preguntas —dijo.

Bulldozer Olsson se sintió aliviado. El caso parecía claro y preciso, justamente como él había dicho desde el principio. El único defecto era que estaba durando demasiado tiempo.

Cuando el juez propuso un descanso de una hora, asintió con entusiasmo y se dirigió, dando saltitos, a la puerta de salida.

Martin Beck y Rhea Nielsen emplearon el descanso para ir al Amaranten. Tras unos canapés con cerveza, redondearon el refrigerio con café y coñac.

Martin Beck había pasado unas horas aburridas. Conociendo al Trueno, sabía que la cosa iba para largo y no le apetecía en absoluto estar metido en aquella antesala tan triste, sentado junto a Kristiansson y Kvastmo, un director de banco apolillado y un par de señoras que parecían completamente acobardadas ante la solemne ocasión de ser llamadas para atestiguar en un juicio criminal gravísimo, casi un crimen, sobre el que incluso se iba a escribir en periódicos de la importancia del
Aftonbladet
y el
Expressen.

Había ido un rato a la sección de delitos violentos y había estado charlando con Rönn y con Strömgren, pero no le había resultado en absoluto estimulante. Strömgren no le había gustado nunca, y su relación con Rönn era bastante complicada. La verdad era que ya no le quedaba ningún amigo en la calle Kungsholm. Tanto ahí como en la Dirección General de la Policía había unos cuantos que le admiraban, otros que le odiaban y un tercer grupo, el más numeroso, que simplemente le tenía envidia.

En Västberga tampoco le quedaba ningún amigo desde que Lennart Kollberg se marchó. Benny Skacke había solicitado su puesto y lo había obtenido, con el apoyo de Martin Beck. La relación entre ambos no era nada mala, pero de ahí a una verdadera unión había un gran trecho. De vez en cuando se sentaba a mirar a lo lejos, añorando a Kollberg, a quien sinceramente echaba de menos de la misma manera que encontraría a faltar a un niño o a una amante.

Pasó un rato charlando en el despacho de Rönn, pero éste no estaba de muy buen humor, aparte de que tenía mucho que hacer. Trabajar en la sección de delitos violentos de Estocolmo no era ninguna bicoca, y Rönn se quejaba, además, de la horrible vista que tenía delante de su ventana, pues desde ella se veía la gigantesca nueva central de policía, que se alzaba a una altura imponente. Estaría terminada más o menos al cabo de un año, y entonces se trasladarían todos allí, lo cual no entusiasmaba a nadie.

—Me gustaría saber qué está haciendo Gunvald —dijo Rönn—, y me cambiaría por él en seguida. Toros, palmeras, comidas de representación, ¡caramba!

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