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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (3 page)

BOOK: Los terroristas
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Se hallaban en el octavo piso del hotel, que había sido un lugar cuidadosamente escogido. La comitiva pasaría justo por debajo del balcón y se pararía en el palacio gubernamental una manzana más allá. Gunvald Larsson ojeó por encima el plano, aunque sin ningún entusiasmo, porque a aquellas alturas ya se lo conocía centímetro a centímetro. Ya sabía que el puerto estaría cerrado al tráfico desde las cinco de la mañana y que el aeropuerto civil quedaría cerrado nada más aterrizar el presidente.

Delante de ellos tenían el puerto y el océano azul. En la ensenada exterior había anclados varios barcos mercantes y de pasajeros. Sólo se veía navegar un barco de guerra, una fragata, y algunas lanchas policiales que se movían por el interior del puerto.

Bajo su puesto de observación se extendía el paseo, jalonado por palmeras y acacias. Justo en medio había una parada de taxis y un poco más lejos una hilera de adornados coches de caballos. Todos habían sido concienzudamente controlados.

Todas las personas que se encontraban en la zona, excepto la policía militar y los gendarmes, habían pasado por un detector de metales parecido a los que uno puede encontrar en cualquier aeropuerto internacional.

Los uniformes de los gendarmes eran verdes y los policías militares iban de gris. Los gendarmes llevaban botas y los policías militares botines.

Gunvald Larsson ahogó un suspiro. Por la mañana había hecho el recorrido de prueba en coche, y todo había estado en su sitio, excepto el propio presidente.

La comitiva se había organizado como sigue: primero un grupo de quince policías de seguridad especialmente entrenados, después otros tantos policías motorizados de las fuerzas regulares de orden, y tras ellos, dos coches repletos de hombres de seguridad. Después, el coche presidencial, un Cadillac negro con cristales azules antibala.

Gunvald Larsson había ocupado el asiento trasero, como relleno, lo que indudablemente habría que considerar un honor.

Tras el coche presidencial, un coche descubierto con hombres del servicio de seguridad de pie en los estribos, a la manera norteamericana.

Cerraban la comitiva policías motorizados, seguidos por el autocar de la unidad móvil de la radio, y varios coches con periodistas acreditados. A lo largo del camino, había además hombres de seguridad colocados estratégicamente desde el aeropuerto hasta el final del recorrido.

Había también un detalle importante: todos los faroles de las calles estaban adornados con retratos del presidente. El camino era bastante largo, muy largo, y Gunvald Larsson había llegado a hartarse de ver aquella cabezota con cuello de toro, cara abotargada y gafas con montura negra.

Ésta era, pues, la protección de superficie.

El espacio aéreo estaba dominado por helicópteros militares a tres niveles, con tres aparatos en cada grupo. Para mayor seguridad, una escuadrilla de Starfighters iba y venía vigilando las alturas superiores.

Todo reflejaba un perfeccionismo que hacía impensable cualquier sorpresa desagradable.

El calor a aquella hora de la tarde era opresivo.

Gunvald Larsson sudaba, aunque no excesivamente. Le parecía que nada podía salir mal. Los preparativos habían sido muy minuciosos y detallistas, y el plan de protección había sido estudiado durante meses.

Habían contado con un grupo especial cuya misión consistía exclusivamente en buscar los posibles fallos en el programa. Se habían hecho unas cuantas modificaciones sobre la marcha. Además, todos los intentos de atentado que se habían producido en aquel país siempre habían fallado, a pesar de que no habían sido pocos. El director general de la policía sueca había tenido razón al decir que se trataba de los expertos más cualificados de la zona.

A las tres menos cuarto de la tarde, Francisco Bajamonde Cassavetes y Larrinaga miró su reloj y dijo:

—Twentyone minutes to go, I presume.

Desde luego, no hubiera sido necesario enviar un delegado que hablase español. El experto en seguridad se expresaba en el inglés palaciego propio de los clubs más sofisticados de Belgravia.

Gunvald Larsson consultó su propio reloj y asintió.

Para decirlo con total exactitud, eran las tres menos trece minutos y treinta y cinco segundos del miércoles cinco de junio de mil novecientos setenta y cuatro.

En la embocadura del puerto, la fragata efectuó una curva para ponerse en situación de disparar las salvas de salutación, que era en realidad su única misión.

Muy arriba, contra un cielo azul reverberante, los ocho aviones de ataque volaban en zigzag.

Gunvald Larsson miró a su alrededor. En la prolongación del paseo se veía una plaza de toros enorme, construida en ladrillo, con arcos bien contrastados en rojo y blanco. En el otro extremo acababan de poner en marcha una fuente de surtidores de varios colores y movimientos. Aquel año la sequía había sido especialmente intensa y las fuentes habían estado cerradas, y sólo se ponían en funcionamiento en las grandes ocasiones.

A pesar de todas las diferencias, aquel país era también una democracia formal, igual que Suecia, dominado por una economía capitalista y cínicos políticos profesionales que se esmeraban en fingir una especie de socialismo que sólo lo era en sus formas externas.

Aparte de las diferencias temporales, lo que resultaba más distinto eran las diversas religiones y el hecho de que aquel país fuese desde hacía muchos años un Estado republicano.

Ya se oían los helicópteros y las sirenas de las motocicletas.

Gunvald Larsson volvió a mirar el reloj. Por lo visto, la comitiva se había adelantado algo al horario previsto. Luego miró hacia el puerto y advirtió que todas las lanchas de la policía estaban en movimiento. Las instalaciones portuarias eran, poco más o menos, las mismas que cuando él había estado allí como marino. Sólo los grandes barcos de la ensenada eran distintos: había superpetroleros, barcos de contenedores, ingenios provistos de compuertas y totalmente simétricos, de manera que daba lo mismo la proa que la popa, y grandes transbordadores en los que los automóviles ocupaban un lugar más importante que el de los pasajeros, y todo eso era bien distinto de sus épocas de marino.

Naturalmente, Gunvald Larsson no era el único en observar que los acontecimientos se habían adelantado sobre el horario previsto. Cassavetes y Larrinaga estaba hablando deprisa, pero en voz baja, por su radio portátil, y la fragata situada en la embocadura del puerto desplegaba una actividad inusitada.

Gunvald Larsson empezó a pensar en dos cosas bien distintas. En parte pensó que su español se había oxidado bastante, y en parte pensó que sólo había tres países en el mundo en los que se gastara más dinero por habitante que en Suecia en asuntos militares: Israel y las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética.

Cassavetes y Larrinaga había terminado de hablar por radio, sonrió a su rubio huésped y miró hacia la fuente de colores, por donde aparecían ya los primeros agentes de seguridad que pasaban entre las hileras de gendarmes de uniforme verde.

Gunvald Larsson miró en otra dirección: justo debajo de ellos, un hombre de seguridad que fumaba un cigarro puro estaba situado en mitad de la calle, controlando a todas luces a los tiradores especiales apostados en los tejados de las cercanías. Detrás de la fila de gendarmes había la hilera de taxis negros con su raya lateral azul, y ante ellos un coche de caballos amarillo y negro, descubierto. El cochero también iba vestido de amarillo y negro, y el caballo llevaba plumas amarillas y negras en la frente.

Detrás de todo esto había hileras de palmeras y de acacias, y un montón de curiosos. Algunos de ellos portaban la única pancarta permitida por las autoridades, es decir, un retrato con la cabezota de cuello de toro, cara de bobo y gafas con montura negra.

El presidente era un visitante muy poco popular, y eso lo sabía todo el mundo, incluido probablemente él mismo.

La comitiva avanzaba con rapidez. El primero de los coches del servicio de seguridad se encontraba precisamente debajo del balcón. El experto en seguridad sonrió a Gunvald Larsson, inclinó levemente la cabeza y empezó a recoger sus papeles.

En aquel preciso instante se abrió la tierra, justo en medio del Cadillac blindado. La onda expansiva empujó a ambos hombres hacia atrás, pero Gunvald Larsson era muy fuerte y se agarró con las dos manos a la barandilla y miró hacia arriba.

La calle se había abierto como un volcán, del que salían llamaradas de cincuenta metros de altura y en cuyo extremo se movían diversos objetos. Los más llamativos eran la parte posterior del Cadillac blindado, un taxi negro con banda azul que giraba sobre sí mismo y medio caballo con plumas amarillas y negras sobre la frente, una pierna con bota negra y tela de uniforme verde y un brazo con un enorme cigarro entre los dedos.

Gunvald Larsson volvió la cabeza cuando empezaron a llover sobre él objetos envueltos en llamas. Se le ocurrió pensar en su traje recién arreglado, cuando de repente sintió que algo le golpeaba con fuerza en el pecho y le tiraba cuan largo era sobre las baldosas de mármol del balcón. No se hizo daño; al menos no demasiado.

El estruendo de la explosión cesó tras unos segundos, y se pudieron oír entonces lamentos, gritos confundidos en demanda de auxilio, llantos y chillidos histéricos, y juramentos, hasta que las voces humanas quedaron ahogadas por las sirenas de las ambulancias y de los bomberos.

Gunvald Larsson se levantó para mirar qué era aquello que le había arrojado al suelo. El objeto se hallaba a sus pies. Tenía cuello de toro y una cara abotargada, y, curiosamente, todavía conservaba en su sitio unas gafas con montura negra.

El experto en seguridad se puso trabajosamente en pie, aparentemente ileso, a pesar de que buena parte de su elegancia se había desvanecido. Miró con incredulidad la cabeza y se persignó.

Gunvald Larsson examinó su traje, que no merecía ya ni el nombre de traje.

—¡Mierda! —dijo.

Después contempló la cabeza que tenía a sus pies.

—A lo mejor me la puedo llevar a casa —dijo para sí—, como
souvenir.

Francisco Bajamonde Cassavetes y Larrinaga le miró con expresión interrogante. La palabra
souvenir
seguro que la había entendido. A lo mejor creía que los suecos eran cazadores de cabezas.

—¡Una catástrofe! —exclamó.

—Sí, yo diría que sí —asintió Gunvald Larsson.

Francisco Bajamonde Cassavetes y Larrinaga mostraba una expresión tan desconsolada que Gunvald Larsson se sintió obligado a decirle:

—Pero nadie le va a culpar a usted. Por otra parte, este tío tenía una cara particularmente fea.

3

El mismo día en que Gunvald Larsson vivía sus particulares experiencias en aquel balcón con hermosa vista sobre el puerto, en el juzgado de Estocolmo se veía el juicio contra una chica llamada Rebecka Lind, acusada de atraco a mano armada en una sucursal bancaria.

Tenía dieciocho años y ni la más remota idea de las cosas que le estaban ocurriendo a Gunvald Larsson. Si alguien hubiera nombrado la ciudad en la que él se encontraba en aquellos momentos, no la hubiera reconocido, ni hubiera sabido en qué país se hallaba, ni nada sobre personalidades como la del presidente que acababa de perder la cabeza, ni que el presidente de los Estados Unidos todavía se llamaba Nixon.

Ella sabía un montón de otras cosas, pero no tenían nada que ver con el asunto. El fiscal en el caso era Bulldozer Olsson, desde hacía muchos años experto judicial en atracos a mano armada, especialidad delictiva que se cernía como la peste sobre todo el país en aquellos momentos.

Era un hombre que estaba siempre muy ocupado, y pasaba tan poco tiempo en casa que cuando su mujer le abandonó tardó tres semanas en enterarse, al encontrarse un papelito explicativo en la almohada de la cama. De todos modos, las cosas cambiaron bien poco a la sazón, pues, gracias a su rapidez habitual para reaccionar, sustituyó a la esposa abandonista en el plazo de tres días y se hizo con otra. Su nueva compañera era una de sus secretarias, que le admiraba sin reservas y con una entrega total, y la verdad era que sus trajes estaban mejor planchados a partir de su nueva situación.

Sin embargo, a pesar de que siempre tenía prisa, solía llegar a las vistas con lo que él llamaba puntualidad, por lo que aquel día llegó echando el hígado por la boca y dos minutos escasos antes de iniciarse el juicio. Era un hombre de reducida estatura, aunque bastante corpulento, tenía un aspecto jovial y era ligero de movimientos; solía llevar camisas de color rosa y corbatas descomunales de pésimo gusto, lo cual atacaba los nervios de Gunvald Larsson durante su trabajo en común en el grupo especial de Bulldozer, en el que también habían trabajado Einar Rönn y Lennart Kollberg, pero de eso hacía ya muchos años. Kollberg ya no estaba en el cuerpo en aquellos momentos. Bulldozer era partidario de hacer cambios rápidos y prefería la sangre joven entre sus colaboradores.

Miró a su alrededor, en la fría y mal calentada antesala del juzgado, y descubrió un grupo de cinco personas, entre las cuales se hallaban sus propios testigos, y una persona cuya sola cercanía le ponía extraordinariamente nervioso, a saber, el jefe de la comisión nacional de homicidios.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —preguntó a Martin Beck.

—Me han llamado como testigo.

—¿Quién?

—La defensa.

—¿La defensa? ¿Qué defensa es?

—El abogado Braxén —respondió Martin Beck—. Este caso se lo han adjudicado a él.

—El Trueno... —dijo Bulldozer con fastidio—; ya llevo tres reuniones en lo que va de día y dos instrucciones, y ahora sólo me falta sentarme a escuchar al Trueno el resto de la tarde.

—¿Así que no te habías preocupado de quién era el defensor? ¿Qué hiciste entonces durante el período de instrucción?

—Este tipo de instrucción es de pura rutina —explicó Bulldozer—. Ésta sólo duró tres minutos, y la defensa ni siquiera se presentó, porque no hizo falta.

El fiscal se dirigió hacia uno de sus testigos y empezó a rebuscar entre los documentos y las actas que llevaba en su portafolios, sin encontrar lo que buscaba.

Martin Beck pensó que Bulldozer y el Trueno se parecían en algunas cosas: mientras se hablaba con ellos solían desaparecer, pero mientras que Bulldozer lo hacía de manera física y tangible, el Trueno se ausentaba de forma mental, como el que se encuentra realmente en otro mundo.

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