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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (4 page)

BOOK: Los terroristas
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El fiscal dejó a su testigo en mitad de una frase y se dirigió de nuevo hacia Martin Beck.

—¿Sabes algo de este caso? —preguntó.

—No demasiado, pero la argumentación de Braxén hizo que me decidiera a venir. Además, tampoco tengo ahora nada especial que me impida acudir.

—Vosotros, los de homicidios, no sabéis realmente lo que quiere decir trabajar —dijo Bulldozer Olsson—. Yo mismo tengo ahora, sobre la mesa, treinta y nueve casos, y otros tantos pendientes de resolución. Si vienes un día verás lo que es bueno...

—No —dijo Martin Beck—, y no es porque me dé miedo el trabajo, pero no; gracias de todas maneras.

—Lástima —dijo Bulldozer—, porque a veces creo que éste es el trabajo más bonito de toda la maquinaria judicial, fantástico e interesantísimo, con sorpresas nuevas cada día...

Ya se despedía cuando añadió:

—...como esto del Trueno.

Bulldozer Olsson solía ganar todos sus casos, con algunas contadísimas excepciones. Lo más suave que se podía decir al respecto era que no resultaba especialmente halagüeño para la judicatura. Lo menos suave que pudiera decirse valía más ni pensarlo.

—Pero pasarás una tarde divertida —aseguró Olsson—, El Trueno es todo un espectáculo.

—Yo no he venido aquí a divertirme —repuso Martin Beck.

La discusión quedó interrumpida cuando llamaron para la vista, y los interesados, con una excepción importantísima, entraron en la sala, que era un lúgubre espacio de las dependencias municipales. Las ventanas eran grandes y mayestáticas, lo que no justificaba, pero posiblemente explicaba, que no las hubieran limpiado en mucho tiempo.

El juez, el portavoz del tribunal y siete jurados contemplaban la sala desde una tribuna en la que los pupitres estaban unidos unos a otros, y sus miradas eran altamente circunspectas y ceremoniosas.

Un rayo de luz azulado que atravesaba el espacio polvoriento indicaba que alguien acababa de encender un cigarrillo dentro de la sala.

La acusada entró por una de las puertas laterales. La acompañaba una siniestra mujer de unos cincuenta años, vestida con algo parecido a un uniforme. La acusada era una muchacha de cabellos rubios largos hasta los hombros, boca desabrida y ojos castaños y ausentes. Llevaba un vestido de tela ligera y delgada, verde pálido y con algunos bordados, y calzaba zuecos negros.

Los miembros del tribunal estaban sentados y lo habían estado todo el tiempo. Los demás continuaron de pie. El juez empezó a leer los prolegómenos de la vista con voz monótona, se volvió después hacia la muchacha, que estaba a su izquierda, y le dijo:

—La acusada en este caso es Rebecka Lind, ¿es usted Rebecka Lind?

—Sí.

—¿Puede la acusada hablar un poco más alto?

—Sí.

El juez miró en sus papeles. Por fin dijo:

—¿No tiene usted otros nombres?

—No.

—¿Y nació el trece de enero de mil novecientos cincuenta y seis?

—Sí.

—Debo rogar a la acusada que hable más alto.

Esto lo dijo como si perteneciera a la rutina de todas las vistas, lo cual seguramente era así, porque las condiciones acústicas de la sala eran especialmente deficientes. Además, los acusados eran personas poco acostumbradas a expresarse en público, y se sentían normalmente oprimidos por aquel ambiente hostil y entristecedor. El juez continuó diciendo:

—La acusación corresponde al fiscal jefe Sten Robert Olsson.

Bulldozer no reaccionó en absoluto y siguió revolviendo sus papeles, totalmente ajeno a lo que estaba sucediendo.

—¿Se encuentra en la sala el fiscal jefe Sten Robert Olsson? —preguntó en tono rutinario el regidor, aunque había visto al interesado cientos de veces.

Bulldozer dio un respingo, porque no estaba acostumbrado a que le llamaran por su verdadero nombre.

—¡Desde luego! —exclamó con euforia—. Sí, estoy aquí.

—¿Hay algún representante de los demandantes?

—No se ha interpuesto demanda particular —dijo Bulldozer.

—La defensa corre a cargo del abogado Hedobald Braxén.

Se hizo el silencio. Todo el mundo miró a su alrededor. El bedel miró afuera, en la sala de espera. Trueno todavía no había aparecido.

—El abogado Braxén se ha retrasado, por lo visto —dijo el portavoz al cabo de un rato.

Luego mantuvo una conversación a base de murmullos con otro de los miembros del tribunal, y terminó diciendo:

—Mientras tanto, podemos dar la relación de los testigos. El fiscal ha citado a dos: la cajera Kerstin Franzén y el auxiliar de policía Kenneth Kvastmo.

Ambos acusaron su presencia.

—La defensa ha citado a las siguientes personas: comisario de homicidios Martin Beck, auxiliar de policía Karl Kristiansson, director de banco Rumford Bondesson, y la profesora de cocina Hedy-Marie Wirén.

Todos señalaron su presencia.

Tras una breve pausa, dijo el juez:

—El abogado defensor también ha llamado a declarar al director Walter Petrus, pero éste ha justificado su no asistencia por compromisos anteriores, aparte de que declara no tener nada que ver con el caso.

Uno de los regidores estornudó.

—Los testigos pueden abandonar la sala.

Y así lo hicieron. Los dos policías, que en tales casos siempre aparecían con los pantalones de uniforme y los zapatos negros, además de chaquetas más o menos fantasiosas, Martin Beck, el director de banco, la profesora de cocina y la cajera salieron a la antesala.

En la sala permanecieron, aparte del propio tribunal, la acusada, su guardiana de la penitenciaría y una oyente.

Bulldozer Olsson examinó sus documentos durante un par de minutos, y después miró con curiosidad a la oyente.

Se trataba de una mujer que a Bulldozer le pareció de unos treinta y cinco años. Ocupaba uno de los bancos, con un cuaderno de taquigrafía en la mano; era una mujer de mediana estatura, apenas un metro sesenta, con el cabello rubio y de punta, y no muy largo. Su indumentaria consistía en téjanos descoloridos y una camisa de color indefinido. Llevaba sandalias y los pies, tostados por el sol, eran muy anchos, con unos dedos largos y rectos; tenía el pecho poco abultado y grandes pezones que se advertían a través de la tela de la camisa.

Lo más llamativo era su cara, levemente angulosa, con una nariz protuberante y una penetrante mirada azul, que dirigía alternativamente a todos los presentes, poniendo especial atención en la acusada y en Bulldozer Olsson; éste se sintió tan fijamente observado que se levantó, bebió un vaso de agua y ocupó un sitio detrás de ella. Ella se volvió en seguida y le interceptó la mirada.

No era su tipo, desde el punto de vista sexual, si es que tenía tipo concreto para estas cosas, pero sentía una gran curiosidad por saber quién era aquella mujer. Desde su nueva posición, pudo darse cuenta de que se trataba de una mujer sólida, si bien no parecía sobrarle nada por ningún lado.

Él dejó de sostenerle la mirada, comunicó al tribunal que tenía una llamada telefónica que hacer y solicitó poder abandonar la sala durante unos instantes. Se fue con sus pasitos cortos y saltarines, más intrigado que nunca.

Si se lo hubiera preguntado a Martin Beck, que estaba apoyado en un rincón de la sala de espera, hubiera sabido un montón de cosas sobre aquella mujer.

Por ejemplo, que no tenía treinta y cinco sino treinta y nueve años, que tenía amplios conocimientos en sociología y que en la actualidad trabajaba para la seguridad social.

Martin Beck sabía realmente mucho sobre ella, pero seguramente no hubiera dado demasiada información a nadie, ya que lo que sabía era de índole personal.

Quizá, si se lo hubieran preguntado, habría dicho que se llamaba Rhea Nielsen.

Bulldozer terminó sus conversaciones telefónicas en menos de cinco minutos. A juzgar por sus gestos estaba repartiendo instrucciones.

De nuevo en la sala, se puso a caminar de un lado para otro y después se sentó y ojeó sus papeles; la mujer de la mirada penetrante y azul sólo tenía ojos ahora para la acusada.

Bulldozer se sintió más intrigado que nunca. Durante los diez minutos siguientes se levantó seis veces y dio cortos paseos por toda la sala. En una ocasión sacó un enorme pañuelo y se secó el sudor de la frente. Los demás estaban todos quietos y en sus sitios.

Veintidós minutos después de la hora prevista se abrieron las puertas y apareció el Trueno. En una mano llevaba un cigarro encendido y en la otra sus papeles. Estudió el documento flemáticamente, y el juez hubo de toser significativamente tres veces hasta que, con cara de fastidio, accedió a darle el cigarro al bedel para que se lo llevara fuera de la sala.

—El abogado Braxén ha aterrizado —dijo el juez de mal humor—. ¿Podemos saber si hay algún inconveniente grave para que se siga con esta causa?

Bulldozer sacudió la cabeza y dijo:

—No, en absoluto, al menos por mi parte.

El Trueno no reaccionó; estaba estudiando los papeles. Después de unos segundos se colocó las gafas sobre la frente y dijo:

—Mientras venía hacia aquí, ha acudido a mi memoria el hecho de que el fiscal y yo somos viejos conocidos. Lo cierto es que lo tuve sentado en mis rodillas hace más o menos veinticinco años. Esto ocurría en Boraas, por cierto. El padre del fiscal era abogado allí, y yo estaba destinado en aquel lugar. En aquella época yo esperaba mucho de mi oficio, pero no puedo decir que aquellas esperanzas hayan resultado satisfactorias. Si uno contempla los avances de la organización judicial en otros países, la verdad es que tenemos muy pocas razones para estar orgullosos. Recuerdo Boraas como una horrible ciudad, pero el fiscal era un muchacho muy agradable y vivaracho. Pero lo que mejor recuerdo es el Stadshotel, o como se llame, con su café y sus palmeras polvorientas, las restricciones y el follón que se armaba para comer... cuando había algo, claro. Y, en caso de poder comer algo, aquello le hubiera puesto los pelos de punta a una hiena. Ni siquiera un jubilado de la sociedad actual lo hubiera aceptado como comida para el consumo humano. El plato del día era anguila y la misma comida entraba y salía de la mañana a la noche. Un día apareció una colilla en mi ración, pero bien pensado creo que esto me pasó en Enköping. ¿Sabían ustedes, por cierto, que en Enköping tienen la mejor agua potable de toda Suecia? No hay mucha gente que lo sepa. Cualquier persona que haya crecido en esta capital sin caer en el alcoholismo o en la drogadicción, es porque posee una fuerza interior nada frecuente.

—¿Hay algún inconveniente en que se vea esta causa? —dijo el portavoz del tribunal con paciencia.

El Trueno se levantó y se colocó en medio de la sala.

—Yo y mi familia pertenecemos, naturalmente, a esta categoría —dijo con cierta modestia.

Era un hombre mayor que los demás presentes en la sala, un hombre imperioso con un estómago prominente. Además, iba mal vestido y a la antigua, e incluso un gato sin escrúpulos se hubiera negado a desayunar sobre su chaqueta. Después de varios minutos de espera, durante los cuales mantuvo la vista clavada en Bulldozer, dijo:

—Dejando aparte el hecho de que esta chiquilla no debería haber sido sometida a juicio, no hay ningún impedimento jurídico, desde el punto de vista técnico, claro está.

—¡Protesto! —gritó Bulldozer.

—El abogado Braxén puede ahorrarse sus comentarios para más adelante —dijo el juez—. ¿Quiere el fiscal dirigirse a la sala?

Bulldozer se levantó de su silla y empezó a trotar alrededor de la mesa, en la que descansaban sus papeles, con la cabeza agachada.

—Sostengo que Rebecka Lind, el miércoles veintidós de mayo de este año, efectuó un atraco a mano armada en las oficinas del banco de la Caja Postal en Midsommarkransen, y que después se condujo con violencia contra funcionarios, al ofrecer resistencia violenta contra los policías que acudieron al lugar para detenerla.

—¿Y qué dice la acusada?

—La acusada es inocente —dijo el Trueno—, y por este motivo es mi deber negar toda esta... sarta de tonterías.

Entonces se volvió hacia Bulldozer y le preguntó melancólicamente:

—¿Qué es esto de perseguir a personas inocentes? Cuando te recuerdo como un párvulo, me resulta muy difícil comprender esta especie de digámosle actividad que ejerces hoy en día.

Bulldozer parecía embelesado. Se adelantó hacia el Trueno y le dijo:

—Yo también recuerdo esa época de Boraas, y en especial recuerdo que el pasante de notaría Braxén siempre apestaba a colilla de cigarro y a coñac barato.

—¡Señores! —dijo el juez—. No es ni el lugar ni el momento para los recuerdos personales. Veamos, ¿el abogado Braxén rechaza pues las alegaciones del fiscal?

—A no ser que el olor a coñac se deba a la fantasía del fiscal, debía de provenir de su propio padre —dijo el Trueno—, Aparte de esto, la acusada es inocente, y es la última vez que empleo este término; esta pobre chica, esta...

Volvió a su mesa y rebuscó entre sus papeles.

—Se llama Rebecka Lind —apuntó Bulldozer, servicial.

—Gracias, hijo mío —dijo el Trueno—. Rebecka Lund...

—Lind —corrigió Bulldozer.

—Rebecka —dijo el Trueno— es tan inocente como los ratoncillos del campo.

Todo el mundo pareció quedarse meditando sobre este lenguaje inusual a base de imágenes. Finalmente, dijo el juez:

—Esto es cosa que debe decidir el tribunal, ¿no le parece?

—Sí, por desgracia.

—¿Qué pretende el abogado con este comentario? —preguntó el portavoz del tribunal con cierta agudeza.

El Trueno contestó:

—Por desgracia, es inviable desentrañar todos los detalles que configuran este caso particular, porque, de hacerlo así, esta vista podría durar años.

Todos se mostraron atónitos ante esta aseveración.

El Trueno dijo:

—Es muy interesante la propuesta del portavoz en el sentido de que yo escriba mis memorias.

—¿Yo he propuesto una cosa así? —exclamó el otro, completamente confundido.

—Después de una larga vida en diversas salas, en las que se dice administrar justicia, uno llega a almacenar bastantes experiencias —explicó el Trueno—, De joven pasé una temporada en Sudamérica, trabajando en la industria láctea. Mi madre, que aún vive gracias a Dios, asegura que aquel trabajo en la industria láctea en Buenos Aires ha sido el único trabajo decente que he tenido. A propósito, hace unos días me enteré de que el padre del fiscal, a pesar de su avanzada edad y de su consumo industrial de alcohol, cada día da un paseo a lo largo del riachuelo en Orebro, adonde por lo visto emigró la familia en cierta ocasión durante los años cuarenta. Con los medios de transporte actuales, el trayecto entre Buenos Aires y los nuevos estados africanos ha dejado de ser una distancia infranqueable; me ha llamado la atención recientemente un libro extraordinariamente interesante sobre el Congo-Kinshasa...

BOOK: Los terroristas
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